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La Homosexualidad vista como una Enfermedad Crónica por Prizel-okami

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Notas del fanfic:

Historia de caracter original. Sus personajes me perteneces al igual que la base de la historia. Cualquier parentesco con la realidad es sólo mera casualidad.

La Homosexualidad vista como una enfermedad crónica

 

 

 

Cuando era pequeño un joven de nomás de quince años me besó. Ese día sentí que algo dentro de mí despertó. Quizás un nuevo sentimiento, quizás una nueva emoción y/o sensación. No sé realmente qué despertó dentro de mí, pero mi madre lo llamó enfermedad. Desde ese día que me infecté mi vida comenzó a tener un rumbo diferente, ya no todo me era igual a como lo veía antes. Quizá era porque maduré, o porque realmente aquello provocó un enorme cambio en mí. Después de todo, así funcionan las enfermedades ¿no? Cambian el sistema inmunológico de las personas y provocan que estas sean más débiles ante otros parásitos. Aquello me cambió profundamente, comencé a observar al mundo con otros ojos; lo miraba con ojos de enfermo.

Dicha enfermedad no es de las que a todos les gustaría adquirir. Es una enfermedad que muchas personas evitan, e incluso evaden el contacto visual. Una enfermedad que a pocas personas les llama la atención y esas pocas buscan a portadores para contagiarse. Otros, cuando ya están contagiados, evitan de sobremanera ser descubierto. Es una enfermedad algo peculiar, ataca a hombres y mujeres de diferentes edades, razas y religiones. Pero de que ataca ¡Ataca!

 

Cuando uno vive con ella, uno decide cómo afrontarla. Pero, los demás que te rodean, también influyen en cómo uno debe aceptarla. Es compleja y a veces nos obliga a tomar decisiones apresuradas, como el suicidio. Tenía un amigo, que al igual que yo, fue contagiado por esto a lo que mi madre llama enfermedad. Julio tenía apenas catorce años cuando me confesó de su enfermedad. Esa confesión me pilló de sorpresa porque nunca esperé que él estuviera contagiado. ¿Habrá sido mi culpa? Después de todo siempre estuvimos el uno cerca del otro. Aunque, él no sabía de mi estado. Pero… nadie sabe cómo se puede adquirir dicha enfermedad. Nunca supe si fui o no el causante de su contagio. Julio me contó que hace ya más de dos años que llevaba escondiendo su orientación sexual porque temía a que sus padres y cercanos le despreciaran.

 

— ¿Y por qué me lo has contado a mí? —pregunté confuso—. ¿No tienes miedo a que yo te rechace como podrían hacerlo tus padres y/o cercanos?

—No, porque tú también eres gay.

 

Sus palabras me habían tomado por sorpresa. ¿Cómo se dio cuenta de que yo era gay? Siempre traté de ocultarlo para que nadie me dijera nada. Y sin pensarlo, de la noche a la mañana, mi mejor amigo me rebela que siempre supo mi orientación sexual.

 

— ¿Desde cuándo sabes que yo soy gay?

—Desde siempre. Bueno, no siempre. Sino… que desde hace dos años.

— ¿Desde que te enteraste que tú eras gay…?

—Sí, en ese mismo momento yo supe que tú también lo eras.

— ¿Por qué?

—No lo sé.

 

Tampoco sabía el por qué él sabía de mi estado. Ni tampoco sabía el por qué yo sabía el estado de las demás personas sin siquiera preguntarles. Quizás es un don que tenemos todas las personas, y cuando nos enfermamos o contagiamos de la homosexualidad ese sentido se hace más agudo. Quien sabe.

 

Desde ese día en que Julio y yo nos confesamos aceptando el hecho de que estábamos enfermos, comenzamos a salir juntos. Íbamos de un lugar a otro, siempre acompañándonos, nunca dejándonos solos porque era difícil estarlo. Compartíamos los mismos gustos; video juegos, comidas, música, pasatiempos, estudios, hombres, etcétera.

 

—Sabes, mi psicóloga dice que hay dos tipos de enfermedades —comenté una tarde mientras Julio y yo caminábamos por el Parque Central.

— ¿Enfermedades? —preguntó él observándome un tanto confundido.

—Sí. Le llamo enfermedad porque así es como lo califica mi madre.

— ¿Tú mamá sabe…?

— ¿La tuya no?

—No, claro que no. Me da miedo aún aceptarlo frente a ella. Y a todos en realidad. Sólo lo sabes tú.

—Me alagas —respondí risueño. La caminata continuó y al detenernos frente a un sauce en medio de la plaza comencé, nuevamente, a contarle lo que mi psicóloga había mencionado en la sección anterior—. Ella me dijo que hay dos tipos de enfermedades, Julio.

—Oye, pero ella así se refiere al tema, ¿como enfermedad?

—No, ella le dice conductas.

—Entonces, llamémosla así —propuso mientras cogía quedamente mi mano derecha para invitarme a tomar asiento bajo el inmenso árbol—. ¿De acuerdo?

—Muy bien —me senté junto a él y apoyé mi cabeza en su hombro—. Como te iba diciendo, ella dice que puede manifestarse la homosexualidad a través de dos conductas: las respuestas innatas y las respuestas aprendidas. Yo me considero uno de la especia innata ¿y tú?

—Quizás… —levantó la mirada en dirección a las ciento de hojas que protegían nuestros rostros de aquel radiante sol—. No lo sé, quizás sea el de respuesta aprendida —dijo al fin. Su respuesta me había dejado algo perturbado. ¿Por qué sería aquel? ¿Es que acaso era yo el responsable de su enfermedad? Mamá siempre me dijo que el culpable, en mí caso, era mi primo Edgar quien me besó cuando yo tenía siete años. Mi primo Edgar era el joven que me había contagiado y ahora era yo el que contagiaba a Julio, mi mejor amigo.

Después de oír su respuesta no sentí ganas de continuar con el tema. Mi mayor temor era que un día él me culpara de su apresurada decisión.

Los años fueron pasando lentos, de estación en estación. Siempre juntos, caminando de un lugar a otro, aprendiendo de la vida y de nosotros mismo. Todo era una sorpresa. Inclusive aquella que Julio me dio cuando ambos cumplimos dieciséis años.

 

— ¿Quieres ser mi novio? —preguntó una tarde equis camino a casa después de un cansadora jornada de estudios.

— ¿Qué? —respondí a su pregunta con otra. No podía creer lo que me decía. ¿Ser su novio? ¿Cómo? Eso sería prácticamente imposible.

—Eso… ¿te gustaría ser mi novio? —se detuvo y cogió mi mano, así como siempre lo hacía, entrelazando sus dedos con los míos y acariciando la palma de mi mano con su pulgar.

—No lo sé —respondí inseguro. Cogí su otra mano para entrelazar, de igual forma, nuestros dedos. Levanté la mirada y allí estaba la de él. Me observó con pasión y yo no supe cómo responder a ello—. No lo sé, Julio. Yo estoy en terapia hace ya más de cuatro años. Se supone que debería mejorar, no empeorar.

—Pero, tú aún no entiendes que esto no es una enfermedad.

—Mi madre dice que…

—Tú madre está errada. Ella no sabe lo que dice.

 

¿Cómo saber si ella estaba bien o no? El Padre Juan me dice exactamente lo mismo que dice mi mamá. Que mi enfermedad se curará con la terapia que estoy recibiendo de mi psicóloga. Aunque, ya hoy tengo dieciséis años y nada ha cambiado, sólo me ha ayudado a confirmar que mis gustos y atracción por los hombres son muy reales y lo bastante latentes como para hacerme creer y confirmar que sí soy gay.

 

—Dame un tiempo.

—Todo el que quieras. Yo esperaré a por ti.

—Gracias, Julio… de verdad muchas gracias.

 

Y así fue. El tiempo que él acepto esperar por una respuesta a su confesión fue de dos años. Dos años en los cuales yo continué con mis terapias y él continuó con su vida. Cuando cumplí los dieciocho años él y yo fuimos pareja formalmente. Tomé la difícil decisión una vez que mi psicóloga me dijera, después de varias indirectas, que yo era libre de elegir a quien quisiera, sin prejuicio alguno, sólo amor.

 

— ¿De verdad? —preguntó Julio cuando acepté su petición, la cual era efectuada por milésima vez.

—Sí, Julio, de verdad. Quiero ser tu novio, quiero que ambos vivamos una vida plena el uno con el otro. Quiero estar contigo el resto de mi vida porque sé que te amo y que tú me amas a mí.

—No sabes lo feliz que me hace oír todo eso, Esteban. Sinceramente me haces el ser más dichoso que pudiera existir.

 

Desde ese día Julio y yo comenzamos nuestra relación de pareja homosexual. Fueron los mejores años de mi vida. Fui aprendiendo a conocerle cada vez más. Noté los pequeños gustos propios que tenía Julio. Esos caprichos que sólo él sabía que tenía y no dejaba que nadie más los conociera. Aprendí que nuestra enfermedad puede ser plena si ambos aceptábamos el hecho de que éramos diferentes al resto de las personas pero a la vez teníamos los mismos derechos que ellos. Igualdad, lo llamaba mi psicóloga. “Dejar vivir al resto”, decía Julio. Y era eso lo que ambos queríamos. Que nos dejaran vivir como a nosotros nos pareciera mejor.

 

—Esteban… —Julio me había llamado a las cinco de la tarde por teléfono. Era invierno y llovía.

—Dime…

— ¿Puedes venir ahora a mi casa? Por favor.

—Sí, claro no hay problema —me detuve un momento y esperé a que él dijera algo. Al no hacerlo agregué un tanto preocupado—. ¿Sucede algo?

—No, claro que no. Bueno… no sé.

—Explícate, por favor —agregué aún más nervioso.

—Mis padres… —guardó silencio por un segundo continuo a un largo y cansador suspiro. Sentí mi respiración desecar al momento que mis palpitadas se iban acrecentando a causa de la larga espera, fue desesperante, hasta que Julio comenzó a hablar nuevamente con un tono un tanto más calmado—. Quiero decirles a mis padres sobre nuestra relación y mi orientación, Esteban —aquello me había descolocado. Es decir, siquiera mi madre sabía nada de lo nuestro. No podía estar por ahí contándole a los demás lo que yo era o no—. Y me gustaría, más que nada en el mundo, que tú estés allí conmigo.

—No puedo —respondí sin pensarlo. Julio no dijo nada, sólo guardó silenció—. Perdóname. Pero no puedo decirles eso a tus padres… no soportaría ser juzgado.

—No lo serás…

—Tú no sabes eso… ¿qué pasa si ellos le dicen a mi madre?

—Lo afrontaremos juntos…

— ¡No! —grité exaltado—. ¡No podremos afrontar nada si mi madre está en contra! ¡No soportaría saber que ella también me discriminará después de saber lo que soy!

—Esteban… por favor.

—Perdóname, Julio, pero no puedo acompañarte en esto. Es tú decisión y será mejor que lo afrontes solo, porque yo no he elegido decir ni confesar nada.

—De acuerdo, Esteban —dijo un tanto desanimado—. Espero hablemos más tarde, y no te irrites tanto que te hará mal —agregó un poco más alegre para luego finalizar, con una sonrisa telefónica, un tierno—; Te amo.

—También yo —dije, sin saber si él me había oído. Demoré demasiado y él tono de cortado había comenzado a sonar “tuu-tuu”. Me quedé por varios minutos allí, de pie con el teléfono en la mano y apoyado sobre mi oído oyendo sin para aquel molesto sonido.

 

Miré por la ventana y aprecié el lúgubre panorama. Finas gotas de agua lluvia reventaban contra los cristales. Colgué el teléfono y me acerqué hasta el inmenso ventanal para apoyar en él mis manos. Cuando la fría ventana hizo contacto con la palma de mis manos sentí, inmediatamente, un intenso escalofrío acompañado de unas incontrolables ganas de llorar. Quería llorar porque sentía que algo me hacía falta. Sentí que le había fallado a Julio y a nuestra relación homosexual. Sin poder soportar el peso de la culpa me dejé caer al suelo. Caí de rodillas dejando escapar de mis ojos las doloras gotas de agua que se asimilaban a la lluvia. Fue absolutamente extraño todo lo que estaba pasando. Era como si estuviese en un sueño. El cuerpo me pesaba, las manos me temblaban, los ojos no dejaban de derramar lágrimas, más mi respirar era dificultoso.

 

— ¡Esteban! —oí el grito de mi madre provenir desde el pasillo—. ¡¿Qué te sucede, hijo, responde?!

 

Mi madre trataba de sostenerme entre sus brazos pero le era prácticamente imposible. Mi cuerpo no respondía, el intenso mareo se agravaba cada vez más sentía que desfallecería en cualquier momento. Y ese momento llegó en un abrir y cerrar de ojos. Me habías desmayado sobre los brazos de mi madre. Cuando logré abrir mis ojos me encontré bajo la angustiante mirada de mis padres.

 

— ¿Qué sucedió? —pregunté mientras tomaba asiento. Mi madre me lo impidió.

—Te desmayaste. No sabemos el por qué —colocó sus frías manos sobre mi frente y agregó algo más calmada—; por lo menos ya no tienes fiebre.

— ¿Cuánto tiempo estuve desmayado? —consulté algo avergonzado. Mi padre me observó ya más aliviado pero nunca dejó de lado su rígida posición que tanto le caracterizaba.

—No mucho. Sólo fueron unos quince minutos.

— ¿Quieres que venga el médico? —ofreció mi madre cogiendo el teléfono para llamar al vecino.

—No, mamá. Estoy bien. Sólo fue un bajón.

— ¿Tienes hambre? ¿Has comido?

—No he comido aún.

—Por eso, mi amor… ahora te traeré algo.

—No es necesario… —dije cabizbajo pero sin ser escuchado.

—Espérame aquí que iré a la cocina a preparar algo de comer.

 

Mamá se levantó de la silla que estaba frente al sillón en donde yo me encontraba descansando. Caminó en dirección a la cocina y allí se quedó por varios minutos. Papá continuaba mirándome sin decir ni una sola palabra. Y por primera vez en la vida lo agradecí, sinceramente, no quería hablar de nada en esos momentos. Sólo quería saber de Julio.

 

— ¿Qué sucedió? —preguntó de la nada.

— ¿A qué te refieres?

— ¿Por qué llorabas? —tomó asiento en la silla que anteriormente ocupaba mi madre—. ¿Le ha sucedido algo a tu amigo? A Julio.

—No, papá… no le ha pasado nada —continuó observándome y eso me incomodaba cada vez más. Quería seguir llorando pero me era imposible hacerlo si él me estaba mirando.

—Te amo —soltó sin más y cruzó sus brazos por alrededor de mi cuello, me acercó a él y acarició mis cabellos como si de un niño me tratase—. Siempre te amaré, Esteban. Sea lo que seas yo siempre te amaré.

—Papá… —fue lo que alcancé a pronunciar antes de echarme a llorar como un infante sobre su pecho—. ¡Perdóname, perdóname! —sollocé mientras apretaba con todas mis fuerzas la camisa que él llevaba puesta. La arrugué, la mordí la humedecí. Y él no me dijo más nada—. Perdóname, papá… de verdad perdóname.

—No hay nada que perdonar, hijo —fue lo único que dijo y continuó abrazándome con fuerza. Permanecimos así hasta que mis gemidos dejaron de hacerse notar y al fin las palabras pudieron salir con fluidez.

— ¿Tú ya lo sabías, papá? —pregunté temeroso. Aún no estaba seguro si nuestro tema de conversación era el mismo.

—Sí —fue lo único que respondió, impidiéndome así saber qué era lo que él ya sabía de mí.

— ¿Desde cuándo? —pregunté un poco más astuto.

—Eres mi hijo, yo sé cosas que tú siquiera sabes que sé. Esteban, tu orientación sexual no te hace una persona diferente al resto.

—Pero mamá…

—Tu madre está errada, hijo —esas fueron las palabras de mi padre. Un hombre riguroso de cabello corto y oscuro, un militar de alto rango que siempre entregó honor a su patria y ésta le devolvió con el respeto que merece. Un hombre de cuerpo esculpido, de una tersa piel morena. Ojos negros y una siempre fría sonrisa triunfante. Ese era mi padre. Un hombre diferente a mí en todos sus ámbitos, pero aun así, el único en la familia que logró comprenderme a la perfección.

 

La conversación culminó cuando mamá se acercó a nosotros con una pequeña bandeja y sobre ella dos platos de comida. Mi padre me miró de reojos y guiñó un ojo con picardía.

 

—Después seguiremos hablando —sonrió de manera fraternal y yo correspondí a su cándida sonrisa devolviéndole una más serena.

—Sí, papá.

— ¿Ya conversaron? —me observó emocionada—. ¿Estás mejor, mi amor?

—Sí, mamá. Mucho mejor.

 

Una sonrisa se dibujó en el rostro de mi madre, la felicidad de saber que su hijo se sentía mejor era notoria. Se puso de pie, luego de entregar la bandeja y se retiró para dejarnos solos nuevamente. Observé a mi padre y él me miró a los ojos. Complicidad fue lo que entendí.

Comenzamos a comer un tanto más tranquilos aunque yo aún me sentía mareado y bastante preocupado. No sabía realmente qué era lo que me incomodaba. Sólo sabía que debía enterarme de cómo estaba Julio. …l era el motivo de mi angustia. O quizás, no era angustia lo que sentía, sino más bien alegría. Quería llamar a Julio para contarle lo sucedido. Quería contarle la aceptación de mi padre y quería decirle que deseaba con todas mis fuerzas estar con él en ese momento tan especial para ambos. Ese momento en el que le diríamos a su familia que nos amamos desde hace ya tiempo.

 

—Nunca debí dejarlo solo —susurré. Mi padre me observó y alcanzó el teléfono.

—Llama a quien tengas que llamar.

—Sí, papá.

 

Marqué el número de Julio y allí permanecí tranquilo con el auricular pegado al rostro. Sentía que el corazón se me saldría. Estaba ansioso, desesperado. Anhelaba hablar con él. Pero la llamada nunca entró. Su celular estaba fuera de servicio, quizás apagado. Decidí marcar a su teléfono fijo. Allí, nuevamente, esperé a que alguien me contestara. Y nadie lo hizo.

 

—No contestan.

—Tal vez salieron a comprar.

—Ojalá.

 

Me levanté del sofá y dejé el plato con comida sobre la mesa de centro. Estiré mi cuerpo y decidí subir a mi habitación para lograr descansar en mi cama, pero, antes de eso, tomaría un baño. Mi padre, con un ademan, me dio la autorización para dejarlo solo en el living. Besé su mejilla y subí directo a mi habitación.

Una vez dentro cerré la puerta con seguro, y cogí mi celular para comenzar a marcar el teléfono de Julio. Nadie respondía. Esperé media hora, una hora, dos horas, cinco horas y seguí insistiendo. Nadie respondió nunca más aquel número de teléfono. Nunca más.

Tres días más tarde me enteré del por qué.

 

—Estamos hoy reunidos para despedir a nuestro querido amigo Julio…

— ¡No, por favor no! —gritaba una desconsolada madre mientras dos hombres la sujetaban con fuerza de sus hombros para que ella no se arrojara sobre el ataúd, lugar en donde el cuerpo de mi novio descansará el resto de la eternidad—. ¡Mi hijo, quiero a mi hijo de vuelta, devuélvanmelo!

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.

 

¿Qué fue lo que sucedió? Nada complicado, sólo algo triste y lamentable. No crean, por favor, que él se quitó la vida. Eso nunca, Julio era un luchador y amador de la vida. Jamás lo vi triste, todo lo contrario, él siempre era quien me animaba a salir adelante. El motivo de que su vida llegara a su fin era otro.

Miguel, su hermano mayor me visitó una mañana para contarme lo sucedido.

 

—Mi padre le ha matado… —fue así como decidió dar inició a la más terrible noticia que uno pueda recibir en la vida.

— ¿Qué…? —pregunté atónito. Mi respirar se detuvo al igual que mi corazón. Lo único que pude sentir fue un vacío en mis oídos acompañado de unas terribles ganas de vomitar.

—Sí. Papá enloqueció ante una desagradable declaración por parte de Julio. Y aquello le ha costado la vida, Esteban.

—No puede ser… —balbuceé—… ¿cómo ha sido eso posible…?

—Le ha golpeado en la cabeza con el bate de beisbol —guardó silenció. Tosió un poco para aclarar su garganta y continuó—, lo hizo de forma reiterada, Julio murió al primer golpe, Esteban.

— ¡Dios mío! —exclamé aterrado.

—Mi padre… Darío, ha sido detenido por la policía, Esteban. Y me encargaré, como el abogado que soy, de que él permanezca de por vida en la cárcel… —Miguel Continuó hablando, más yo no le oí nada de lo que dijo después. Sólo oí, nuevamente, cuando él mencionó algo de saber lo nuestro.

— ¿Te lo ha dicho él?

—Sí, Esteban…

 

Esa tarde lloré como ninguna otra. Mi madre se preguntaba el motivo de mis lágrimas y mi padre sollozaba junto a mí.

 

— ¡Devuélvanme a mi hijo! —gritó la madre por enésima vez haciéndome volver de mis vanos recuerdos—. ¡Tú! —me apuntó con el dedo y me observó amenazadoramente—. ¡¿Qué haces aquí maldito maricón, bastardo?!

— ¿Qué? —su extraña reacción me descolocó, no sabía el motivo de sus insultos, ni el por qué me miraba con tanto rencor.

— ¡Devuélveme a mi hijo, bastardo…! —se soltó del agarre de los hombre y se abalanzó en contra de mí. Rasguñó mi rostro y cuello sin dejar de lanzar golpes contra todo aquel que se nos acercará—. ¡Tú lo cambiaste! ¡Tú cambiaste a mi hijo, maldito maricón! —continuó gritando hasta que un hombre le tapó la boca y la apartó de mí.

—Perdón, muchacho —sin esperar a que yo reaccionara se marchó.

 

Mucho tiempo después continué haciéndome la misma pregunta de siempre. ¿Por qué motivo eras gay, Julio? Me dijiste que fue por la “respuesta aprendida”. Pero no me dijiste de quién lo aprendiste. ¿Fui yo el responsable de que hayas muerto a causa de una enfermedad incurable? ¿Fui yo el que te contagió? Sea cual sea a respuesta, Julio, nunca la sabré. ¿Sabes el por qué? Porque te abandoné. Cuando más me necesitabas yo te dejé solo. No fui capaz de cumplir mi propio cometido, el de no abandonarte nunca, porque llevar el peso de ésta enfermedad es terrible. Perdóname por eso y por muchas cosas más, Julio. Perdóname.

 

—Te amé, te amo y te amaré por siempre, amigo.

— ¿Nos vamos?

—Claro —dejé caer una flor roja sobre su tumba y me alejé, cogiendo la mano de mi novio.

 

Han pasado veinte años desde tu muerte, Julio y aún no puedo decirle a otro hombre que lo amo. Soy un imbécil, lo sé. Pero así soy yo y no puedo hacer nada contra eso. Llevo treinta y ocho años de mi vida con una enfermedad que me ha hecho ver el mundo de otra forma, una enfermedad que nadie desea tener cerca, una enfermedad Julio, que todos discriminan, una enfermedad… que por muy terrible que sea doy gracias por tenerla. Que de no ser por ella, yo no hubiese tenido jamás la oportunidad de haber amado a un chico llamado Julio.

 

Fin.

Notas finales:

No olvides comentar. Muchas gracias.

 

Te dejo el enlace de mi blog en donde podrás encontrar algunas historias más.

 

Saludos.


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