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Los problemas de Arthur Kirkland por kayako666

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El hombre de los ojos rojos

 

Arthur ya no tenía el mismo vigor que en su juventud, sabía que su cuerpo ya no era el de antes; muchas veces por la mañana se levantaba y se miraba en el espejo buscando las arrugas que le indicaran que estaba en lo correcto, que no sólo su mente y espíritu habían envejecido,sino que también su cuerpo los había acompañado.

 Arthur aparentaba alrededor de 25 años, o eso se argumentaba en su tarjeta de identificación, pero su recorrido por el mundo había sido mucho más largo que eso.

 ¿Cómo habría resultado envejecer? Su cuerpo se habría llenado de arrugas, su cabello rubio se habría vuelto gris y sus ojos verdes habrían perdido el brillo que alguna vez tuvieron, pasaría los últimos días de su vida sentado en la banca del parque alimentando a las palomas y relatandole a los más jóvenes sus gloriosas aventuras hasta que estas se desvanecieran en su memoria o hasta que una muerta pacífica le alcanzara.

 Tal vez Arthur deseaba morir como cualquier otro humano, probar un poco de esa paz que mucho le hacía falta.

 

 

Vivía en Londres, en un apartamento con el único pretencioso lujo de una bañera, en el tercer piso de un edificio que podría ser tan viejo como el propio Arthur, no muy lejos de West End.

Trabajaba para el gobierno inglés, así que la mayor parte de sus días se consumían en el que no dejaba de considerar tedioso trabajo de oficina (el cual sin embargo, jamás dejó de cumplir). El poco tiempo que le quedaba para si mismo lo gastaba en los teatros de West End y en la lectura de viejas novelas mientras disfrutaba de una taza de té negro y el calorcito de las tarde.

 -Arthur, te has vuelto un hombre muy aburrido, no es que no lo hayas sido antes, pero esta vez te estas excediendo- Patrick Kirkland: pelirrojo, pecoso,con unos vivarachos ojos verdes que destilaban malicia. Las grandes cejas lo hacían inequívocamente hermano de Arthur y su gusto por el alcohol lo hacía todo un Kirkland. 

-Hay portavasos en la cocina. Patrick esta no es tu casa, procura ser educado por lo menos una vez en tu vida- gruñó, su lectura se había interrumpido nuevamente, así había sido desde que su hermano se hospedaba en su apartamento. Aquello sería solamente mientras el jefe de Patrick estuviera en su país, una semana a lo mucho, pero a Arthur se le estaba haciendo el tiempo eterno.

-¡Eso es a lo que me refiero, actúas como un abuelo!- Patrick agitó su cerveza y esta se derramó sobre la mesita de la sala- eres anticuado, regañón y aburrido, ¿Cómo le hacen Gales y Escocia para soportarte?

Arthur se levantó, Conan Doyle tendría que esperar hasta que Patrick se fuera, tomó la cerveza de su hermano y fue a derramar su contenido al fregadero de la cocina, pese a las diversas quejas que escuchó.

-A lo que tú, mi buen Patrick, llamas ser aburrido y anticuado yo lo llamo tener buenos modales, harías bien en hacer usos de ellos, ustedes tres harían bien- tendría que referirse al resto de sus hermanos,Gales y Escocia podían ser parte de Reino Unido, pero ello jamás había significado que alguno de ellos lo escuchara, el tiempo lo había demostrado.

Y Patrick, el independiente, lo escucharía mucho menos; Arthur sabía que sus regaños entrarían en saco roto.

-¡Pecador, tirar el alcohol es lo peor que podrías hacer!- Patrick fue por una nueva cerveza al refrigerador- oh mi pequeña, no dejaré que se ogro gruñón te haga daño- le habló a la botella con un cariño que Arthur encontró ridículo.

-Te dije que ya no bebo y que no quería alcohol en esta casa- cuánto trabajo le había costado dejar de ser aquel alcohólico empedernido para que ninguno de sus hermanos le apoyara. 

-Eras casi divertido cuando estabas borracho.

-¡Era una burla!

-Nos divertías.

Si Arthur no hubiera sido tan correcto habría echado a Patrick a patadas, pero atender a su hermano era parte del trabajo diplomático que le debía a su gobierno.

-¿Sabes que te hace falta?

-¿Prozac y encontrar la forma de callarte la boca?- la cabeza comenzaba a dolerle y si Patrick seguía repitiendo que era aburrido hasta terminaría por darle la razón.

-Veamos....no, lo que necesitas es tirar todas estas cosas tuyas que huelen a viejo, salir y conocer a algunas nenas o lo que te guste a ti- Arthur rodó los ojos ya se le había olvidado que su hermano muchas veces en lo único que podía pensar era en mujeres y alcohol- lo digo por tu bien, te ves muy patético, hasta pareciera que sigues esperando a que él vuelva.

“Él”, el hombre a quien Arthur había dedicado los mejores años de su vida, su orgullo y su gran amor. Él había ido y venido a lo largo de los años, con cosas buenas y cosas malas, para finalmente marcharse en un adiós definitivo que Arthur muy en el fondo no podía aceptar. Su recuerdo dolía y Arthur había decidido no hablar de ello nunca más.

-Harías bien en meterte menos en mi vida personal- respondió agriamente evitando mencionar a “él”- y resolver los problemas de tu casa, ¿No te das cuenta de que si la cosas siguen así tú y los tuyos van a acabar en la banca rota?

-La suerte irlandesa está de mi lado- Patrick estaba tan confiado y tranquilo que parecía que las palabras de su hermano eran ridículas.

-Sólo un idiota como tú creería en la suerte- Arthur abandonó la cocina, dirigiéndose a la puerta tomó su abrigo.

-¡Tú creías en cosas tan grandes como la suerte!- la voz de Patrick aun resonó tras cerrar la puerta. Arthur salió rápidamente del edificio, tal vez el aire libre le ayudaría a quitarse el mal humor.

 

 

Muy temprano para las funciones en West End, las tabernas y los pubs le estaban tentando a romper su juramento de doble A. Maldijo a Patrick y su gusto por beber delante de él, tenía que ser muy fuerte para no caer en los errores del pasado.

 Caminó sin prestar mucha atención a su alrededor, encerrándose en sus propios pensamientos para que nada fuera capaz de tentarlo. El clima de Londres no era propicio para un paseo propiamente, eso tampoco le importó.

Las calles de su ciudad eran tan conocidas como la palma de su mano, les había visto cambiar con el pasar de los siglos desde las más primitivas chozas hasta la maravillosa y formidable ciudad que era hoy en día.

¿Cuánto había vivido?, se preguntó sin tener una respuesta concisa; no le importaba realmente su edad, ni que tampoco que Patrick y el resto le llamara aburrido. Él sabía que tenían razón, pero tenía bien justificada su forma de ser, con tantas responsabilidades ya no podía tomarse el mundo a la ligera como en el pasado, tenía que ser un hombre serio.

 Aunque eso le volviera aburrido y amargado.

Ya no necesitaba alcohol, ni mujeres y mucho menos a “él”, tenía obligaciones mucho más grandes que todo eso junto.

-Mierda...-sin saber ni cuánto ni como había caminado se halló perdido en las calles que supuestamente afirmaba conocer, maldecir servía de poco, pero había sido el escape perfecto que Arthur usaba para desahogarse. Buscó el nombre de la calle, algún indicio de su localización; aquel lugar era una callejuela angosta, con edificios viejos y el piso empedrado, ningún taxi pasaría por ahí.

Un golpe secó acabó con las investigaciones de Arthur mientras este trastabillaba pelando por no caer, el causante de su accidente no había sido otro que un extraño sujeto encapotado en una gabardina vieja, apenas este se detuvo un instante para verle Arthur pudo notar un par de ojos rojos tan brillantes como rubíes. Sin dar crédito en lo que veía, el sujeto se perdió dentro de uno de los edificios.

-¡Si también lamento verme puesto en su camino!- gritó sarcásticamente Arthur, definitivamente el paseo no lo estaba poniendo de buen humor. 

Los pasos de Arthur le llevaron hasta el lugar donde el hombre se había metido, “Venta de libros antiguos”, rezaba el anuncio de la puerta. Estaba abierto y Arthur no pudo evitar la curiosidad de entrar.

Había libros amontonados por todas partes y un penetrante olor a humedad que casi se le hizo insoportable. Comenzó a curiosear, hojeando distintos libros hasta darse cuenta de que todos trataban un tema recurrente.

“Tú creías en cosas tan grandes como la suerte”, recordó a Patrick. Si, él había creído en cosas tales como la magia, aun seguía creyendo en ellas, pero su fe había comenzado a disminuir el día que grandes hombres de ciencia habían nacido en su hogar.

“Quien sirve a dos amos con uno queda mal”, finalmente Arthur había optado por aquello que lograría la prosperidad de su pueblo.

Llevado por la nostalgia y sus antiguas creencias, de todos aquellos libros elogió uno: Sortilegios de protección contra el mal. De páginas amarillas y cubierta de cuero roja, Arthur creyó que no haría ningún mal adquirirlo.

 Comenzó a buscar a quien se encargaba del lugar, la librería parecía abandonada, sus pasos sobre la madera crujiente eran lo único que resonaba en el lugar. Y así fue hasta que a e sus espaldas suyas algo se estrelló contra el piso, no fue difícil que de nuevo la curiosidad hiciera presa a Arthur.

 En un santiamén estuvo frente a una puerta con un descolorido letrero de “oficina”; abrió la puerta, no estaba preparado para lo que vería ahí.

El mismo hombre de los ojos rojos estaba frente a él, podía verlo con más detalle: su piel era muy clara, cabello rubio, de su boca sobresalían unos peculiares colmillos y en sus manos sostenía con apremiante fuerza una pequeña caja negra. A los pies del hombre estaba lo que realmente había sorprendido a Arthur: un pobre diablo con un tiro en la cabeza yacía ahí.

El sujeto de los ojos rojos corrió contra Arthur, empujándole para lograr escapar de la librería. El rubio reaccionó en segundo, echó el libro dentro de su saco sin pensarlo realmente y dio persecución al asesino.

Era rápido, pero la perseverancia de Arthur era grande.

-¡Detente maldito bastardo!- bramó, en ese momento ni siquiera pensó en llamar a la policía, como si dependiera únicamente de él. 

El hombre de los ojos rojos parecía no tener certeza de los lugares por los cuales corría y cuando Arthur fue capaz de ubicarse, sabía que le ganaría.

Dos calles más, un giro a la izquierda y Arthur ya lo tenía acorralado en un callejón. Se le fue encima como un loco, de la misma forma en la hubiera actuado en sus días de pirata.

-¡Y creías que te ibas a escapar, maldito hijo de perra, asesino!- zarandeó al hombre que sin poder defenderse de semejante ataque tiró la caja que llevaba. Arthur estuvo apunto de llamarse vencedor cuando el hombre de los ojos rojos parecía disolverse entre sus manos como la niebla hasta desaparecer y materializarse unos metros lejos de él.

Cada vez más sorprendido y sin encontrar palabras no fue capaz de advertir a quienes estaban detrás de ellos.

-No se muevan y tal vez no los mataremos-dos disparos y por poco Arthur había terminado como el hombre de la librería.

Definitivamente ese día comenzarían los problemas de Arthur Kirkland.


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