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El callejón 666 por SebaCielForever

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Notas del capitulo:

Mientras escribía el siguiente capítulo de "Horizontes y venganzas" me llegó una idea completamente distinta a lo que había escrito antes. La clasificación que le he colocado no es debido solo al contenido sino, a que es una historia un poco enredadada.. Espero la disfruten.

Jueves 12 de octubre 1890

La ventana empolvada le recordó al mayordomo de traje oscuro que aquel día tampoco había tenido tiempo de limpiar. Emitió un suspiro, colocando a su joven amo con suavidad sobre su cama.

-Por favor, bocchan, deje de hacer esto. - Pidió al pequeño conde, mientras este se removía con pereza en la cama.

-¡Déjame! -Exclamó Ciel, haciendo un movimiento con la mano para alejar a Sebastián de él. - Me gusta hacerlo. Es la única forma en la que me siento vivo.

-Pero, usted... no está muerto. - Espetó el pelinegro, sentándose en la cama y acariciando suavemente el rostro del menor.

-Soy un demonio. ¿No te has dado cuenta? No puedo morir, nunca nada volverá a sucederme. Sólo soy un mueble, algo inútil que no tiene ni puede ir a ninguna parte. - El ojiazul tosió, dejando al mayordomo aspirar el aroma del opio. - Y tú, eres aún más miserable que yo, serás un esclavo por el resto de tu existencia. - Río, mientras su voz se tornaba diferente por el efecto alucinógeno de la droga. - Lo mereces. Intentaste matarme cuando descubriste que era un demonio.

-Yo... - Sebastián no sabía como responder bien aquella pregunta; aunque estaba seguro de algo, sus sentimientos hacia Ciel. - Sé que cometí un error, bocchan. Pero, usted sabe que le he rogado muchas veces por su perdón sobre ese acontecimiento. - Se acercó al conde, quien le observaba con ojos soñolientos, hipnotizados tal vez; dejándole sentir el aroma de su perfume y el dulzor de su aliento. - Yo lo amo, bocchan.

Ciel se enderezó un poco, intentando comprender bien el significado de esas palabras. No respondió, en vez de eso, tomó la mano de Sebastián y la llevó a su muslo. - ¿Por qué no haces algo por mí ya que te gusta tanto tu trabajo? - Masculló en tono sarcástico.

Sebastián sonrió, acercándose a aquel rostro en forma de durazno que provocaba tantas sensaciones dentro de él. Besó suavemente los labios rosa de Ciel, mientras retiraba el parche que cubría el ojo de éste.

Ciel le besó, jugando con su cabello por un instante; luego pareció recordar que un conde no debía rebajarse ante semejantes tentaciones y optó por dejar los brazos a los lados.

El pelinegro arrancó las ropas de joven, quien le tomó por los hombros insinúandole con esto sus verdaderos deseos. Sebastián sujetó las caderas desnudas de su joven amo y se inclinó para poner el miembro de éste en su boca.

Ciel gemía de placer. Se sentia flotar en una nube. El efecto del opio no le dejaba percibir con claridad más sensaciones que la de que provocaba la lengua de su mayordomo en su parte baja. - Sigue, Sebastián... Ah...

Sebastián se deshizo de su chaqueta, dejando ver como sus músculos ligeramente marcados resaltaban por debajo de las mangas de su camisa blanca. - Sí, mi señor. - Una sonrisa lujuriosa cruzó por su rostro al saborear la miel de su conde, mientras una gota de ésta se escurría por la comisura de sus labios.

Se enderezó y pudo contemplar a su amor; desnudo y aún jadeando de placer. Aquello provocó que la erección entre sus piernas se hiciera aún más dolorosa. Quería sentirlo.

Se acercó para intentar seducirle con un beso pero, el pequeño conde le detuvo. - Basta. ¿No lo has notado? He terminado.

-Pero... - Sebastián pasó saliva, repentinamente sorprendido por las palabras de Ciel.

-Vete. - Se cubrió la boca con una mano. - No me beses, tus labios están sucios.

-Entiendo. - Farfulló Sebastián, poniéndose de pie y recogiendo su chaqueta del suelo. - Con su permiso, joven amo. No veo necesaria mi presencia, cuando mis servicios ya no son requeridos. - Ciel ni siquiera le respondió, se limitó a cubrirse con una sábana y girarse dando la espalda al pelinegro.

 

***

 

Entró a su habitación, se sentó en la orilla de la cama y se dedicó a atender el problema que el conde había dejado entre sus piernas.  Le dolía, no físicamente, sino en el orgullo y en el amor que sentía por Ciel. Sin embargo, lo entendía, él solo era un sirviente más para el ojiazul.

Se masturbaba imaginando el rostro de Ciel, su cuerpo, el delicioso sabor que había dejado en su boca; ignorando la crueldad de éste que jamás le había permitido siquiera el tener una mascota.

Se tiró hacia atrás cuando hubo terminado, cayendo de espaldas en la cama. Estaba sudoroso y algo desaliñado pero, no importaba. Las cosas no eran como antes, podía quedarse un rato ahí tendido y luego continuar con sus labores.

"Sebastián..." Una vocecilla le llamaba. El mayordomo se quedó quieto, pensando que podría haber sido su solo su imaginación.

-Sebastián... - Esta vez la había escuchado con claridad. No, no se trataba de Ciel. Era ella.

-Day. - Musitó, levantándose y arreglando su ropa antes de echar a correr.

Corrió hacia la puerta y luego por las calles de Londres, las cuales ya le eran demasiado conocidas, hasta llegar a un callejón oscuro que parecía debatirse en pertenecer a la tierra o al inframundo. "Callejón 666", decía con letras toscas en unos ladrillos de color que había en la pared.

-Sebastián... No, no te acerques. - Lloriqueó la joven, recostada sobre una banca de piedra, aprisionada por enormes espadas que atravesaban su delgado cuerpo.

-Day, ¿qué ha hecho Night esta vez? - Preguntó Sebastián, examinando la escena.

-Vete Sebastián, solo ha hecho esto para traerte hasta aquí. - El pelinegro observó como los cabellos rubios de la joven, al igual que su vestido azul cielo, comenzaban a teñirse de rojo debido a la sangre que goteaba de su cuerpo.

-A estas alturas deberías saber que un no para mí, es más que un sí. - El pelinegro sonrió, dejando a Day ver sus ojos carmín iluminarse.

-No, no lo entiendes. Night no te quiere a ti, él quiere a tu amo. - Gimió la joven una vez más, y fue lo último que Sebastián pudo ver antes de quedar inconsciente.

 

***

Viernes 13 de octubre de 1890

 

Ciel despertó. Se sentía bien, aunque su cuerpo dolía un poco. Así eran los efectos del opio. Pero, se había prometido a sí mismo intentar dejarlo.

-Sebastián. - Se sentía culpable por lo que le había hecho el día anterior. Sabía que le había lastimado pero, esperaba que el pelinegro le perdonara. Claro, si su orgullo no era lo suficientemente pesado como para impedirle andar hasta la cocina y hablar con él. ¡Basta, Ciel Phantomhive! - Se dijo, levantándose de la cama. Se vistió deprisa y fue a buscarle. No, esta vez él ganaría sobre su propio ego.

Le buscó en la cocina, en el recibidor y en el estudio. No estaba. Pensó por un momento e imaginó que estaría en su habitación; pero, al llegar a ésta no encontró más que un lugar vacío con la puerta abierta.

-Te has ido. - Susurró, sintiendo como un peso caía a sus piernas obligándole a doblar las rodillas hasta topar el suelo. Recordó entonces las palabras de su mayordomo "No veo necesaria mi presencia, cuando mis servicios ya no son requeridos." Se había despedido de él entonces.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas, haciéndole olvidarse de su imagen de conde, de su frialdad hacia todo el que se acercaba a él.
- Prometiste estar conmigo siempre. - Levantó la vista para fijarla una vez más en su habitación. No había nada en ella aparte de la cama y una pequeña mesa.

-Te amo, Sebastián. - Gimoteó, deseando que su mayordomo fuera capaz de escucharlo. Aquel a quien él jamás había obsequiado siquiera una moneda y que siempre había estado a su lado.

Presionó el puño derecho contra su pecho, no quería sentir más dolor. Iría al único lugar donde podía sentirse mejor, el fumadero de opio de Lau.

 

***

 

Tan solo con entrar al lugar se sintió mejor.  Quería saludar a Lau pero, ¡que diablos! Ya lo haría después, por ahora estaba interesado en una pipa que contenía algo que se le antojaba más delicioso que cualquier postre que hubiese saboreado en su vida mortal.

-¿Le ayudo, conde Phantomhive? - Preguntó una de las mujeres con kimono que atendía el lugar.

-Quiero algo... algo muy fuerte. - Titubeó Ciel al hablar, mientras la mujer le ayudaba a quitarse el abrigo y recostarse en una de las bancas.

-Seguro, conde. Lo que sea por usted. - Espetó la japonesa, aunque sonó más como "Segulo, conde. Lo que sea pol usted".

Ciel cerró los ojos, intentando relajarse mientras la mujer colocaba la boca de la pipa entre sus labios. - Está listo. - Dijo la mujer y, el ojiazul aspiró una gran bocanada, sintiendo el calor de la droga recorriéndole el cuerpo.

De repente, su mirada se clavó en un símbolo del ying-yang que estaba colgado en la pared. La japonesa pareció notarlo. - Es un símbolo legendario ese, conde.

-¿Lo es? - Preguntó Ciel, con los ojos entrecerrados, perdiendo completamente la fuerza para hacer cualquier movimiento por leve que fuera.

-Sí, conozco muchas leyendas acerca de él pero, hay una que me intriga en sobremanera. ¿Le agradaría que se la contara? - Ciel asintió y la mujer prosiguió. - Se dice que existieron tiempos en los que sólo estaba Dios y su corte celestial.  Fue entonces, cuando existió un ángel que se reveló contra él, pues deseaba tener su mismo poder. Sin embargo, no solo aquel ser descendió a los infiernos. Otros muchos desearon seguir aquel mismo camino.

-¿Otros? - Dijo el conde, sin saber bien que decía, pero escuchando la historia con toda atención.

-Sí. Entre ellos, estaban dos hermanos. Night y Day. Day era un ángel puro, con forma de doncella, de cabellera rubia y ojos azul cielo; la cual amaba a su hermano demasiado. Night en cambio, poseía la figura de un hombre apuesto, de facciones finas y ojos negros como su nombre.  Él decía ser capaz de manejar un poder mayor al que Dios le había confinado, y fue por ello que decidió unirse a las fuerzas oscuras. Day, por su parte, no se sintió capaz de abandonar a su hermano al saber el horror que habría de cometer y decidió sacrificarse descendiendo con él, creyendo que de esta forma habría de obligarle a volver al lado del bien.

-¿Y luego? - Preguntó Ciel, con voz gutural.

-Bien, la leyenda dice que Day no pudo cumplir su cometido pues, cuando llegó a los infiernos se enamoró perdidamente de un demonio, lo cual le ató a ese mundo de crueldad y castigo. También se dice que Night posee un pozo donde envía almas de humanos y demonios para alimentarse de ellas. - La japonesa rió ligeramente al concluir el relato. - Claro, conde, que esas son sólo historias.

-Por eso el símbolo es blanco y negro. La pureza de Day y la maldad de Night. - Espetó el ojiazul.

-Así, es. Sin embargo, cada uno tene un poco del otro. Night no puede borrar de su existencia la bondad que fluyó en su ser en otros tiempos; tampoco Day puede evitar la maldad de la que ella misma ha sido parte.

Aquellas fueron las últimas palabras que Ciel pudo escuchar antes de quedar profundamente dormido. Algo de toda esa historia le hacía considerar a Sebastián en un punto intermedio. No tenía la bondad de Day pero, tampoco la crueldad de Night.

Sintió entonces una mano fría que recorrió su muslo. - Sebastián... - Dijo Ciel entre sueños mas, de inmediato recordó que éste se había ido. 

Abrió los ojos con dificultad. No podía distinguir nada con claridad pero, hasta donde su vista alcanzaba aún estaba en el fumadero.

-Conde Phantomhive. - La voz que pronunció su nombre le hizo sentir un escalofrío. - Finalmente nos hemos encontrado.

-¿Quién eres? - Cuestionó el conde. Intentando parecer firme.

-Soy un servidor. Un mayordomo como el que usted poseía. - El extraño ser levantó a Ciel con ambos brazos. - He venido a por usted.

-No. Déjame. - El ojizul comenzó a sentir temor del aroma de aquel hombre, de la frialdad que embargaba su cuerpo. No sabía el porqué pero, no quería que le tocara. Se sentía estúpido por haberse drogado tanto, pues ahora era incapaz de correr o moverse.

El ser echó a correr con él en brazos. Lo sabía por el viento que le removía los cabellos y cuya frialdad percibía aunque no le afectara. A cada momento que pasaba sentía menos fuerzas, ya ni siquiera podía abrir los ojos casi cuando miró unas letras en una pared. "Callejón 666", repitió mentalmente, imaginando que sería algo importante si deseaba escapar.

 

***

 

Sebastián se removió al despertarse. En ese momento se dio cuenta de los enormes grilletes que lo sujetaban a una pared.

-¡Night! - Gritó, su voz hizo eco en la vaciez de la oscuridad.

-Sebastián, - La voz burlesca de Night era imposible de olvidar. - no puedo decir que sea un gusto el verte aquí pero, la razón por la que te he traído me ha de provocar tanta felicidad.

-Sabes que no puedes vencerme, Night. - Gruñó Sebastián, liberándose de los grilletes con extrema facilidad. - Lo has intentado antes.

-Day no debe amar a nadie más que a mí. - Espetó el demonio, mostrando su rostro a Sebastián, dejando relucir sus ojos negros y felinos. - Aunque esta vez, hay algo más grande que deseaba quitarte.

Sebastián se quedó mirándolo fijamente, preguntándose que podría querer de él. - Ciel...

-Ese joven demonio es sumamente atractivo, Michaelis. ¿No creerías que permitiría que un ser como él permaneciera fuera de mi pozo por la eternidad? - Una sonrisa sarcástica se plantó en el rostro de Night. Sebastián se abalanzó sobre él.

-Tendras que matarme si deseas tenerle. -Farfulló el pelinegro.

-Será un placer. - Musitó el demonio, tomando una espada en sus manos. - Matarme es demasiado, incluso para ti.

Sebastián se puso en guardia. No poseía ningún arma con él, pero, ¿es que acaso un demonio siempre debía tener a mano un objeto para defenderse? No, aquello le habría convertido en un mortal cualquiera. Podía ganarle, debía hacerlo.

 

***

 

Finalmente pudo moverse. Sus ojos estaban demasiado pesados pero, sus manos alcanzaban a tocar lo frío del suelo. Se forzó para incorporarse.

-Ciel, hijo, despierta. - Era la voz de su padre. El conde se sorprendió tanto que abrió los ojos de par en par.

-Padre. - Pronunció en un hilo de voz.

-Sí, hijo. He venido por ti. - Ciel se sintió aliviado. Pudo ver como su padre lo levantaba en brazos. Todo aquello era inexplicable pero, hermoso a la vez.

Rodeó a su padre con ambos brazos por el cuello y miró a su alrededor. Nuevamente el miedo se apoderó de él.  Gente con máscaras, similares a los que le había atacado en su infancia estaban alrededor de ellos. - Papá, por favor no me sueltes. - Suplicó.

-Hijo, todos ellos solo te harán sentir especial. - La voz bonachona de su padre le horrorizó aún más.

-¡No papá! ¡No quiero! - Intentó aferrarse a él con todas sus fuerzas pero, los enmascarados comenzaron a ha halarle para apartarlo de él.

De repente, sus brazos estuvieron vacíos. Los enmascarados se lanzaron sobre él, arrancándole las ropa y tocando su cuerpo. - ¡No! - Gritaba Ciel. - ¡Déjenme! Les daré lo que quieran.

-No puedes escapar, Ciel Phantomhive. - Decían los enmascarados a coro, haciendo sonar las palabras como una si aquello se tratara de un culto macabro. - Tu vida continuó porque un demonio te rescató. Ahora, has vuelto a donde tu verdadera vida acabó.

Ciel luchaba por liberarse de las manos de todos aquellos asquerosos que le tocaban. No podía ver bien aún pero, no se quedaría ahí. Se arrastraba por el suelo, sintiendo como todos intentaban halarle hacia ellos pero, ahora era un demonio, no podía ser vencido tan fácilmente.

 

***

 

-Lástima, Michaelis. - La voz de Night llenó el lugar. - No volverás a estar con tu querido bocchan.

Sebastián estaba recostado en el suelo, sujetando su brazo herido. Night sostenía la espada de punta hacia su cuello. Pero él, no se resignaba a perder.

-Si me entregarás en este momento a tu amo, yo sería capaz de perdonar tu miserable existencia y dejarte ir, ¿sabes? - Añadió el demonio.

-El dolor es algo humano, Night. El amor que sentía por tu hermana me cegó alguna vez pero, ahora puedo verlo con claridad. Miserable ángel. -Sebastián se incorporó, clavándose el mismo la espada de Night. - ¡Esto es un demonio, Night! Algo que jamás podrás ser...

Una figura negra se lanzó entonces sobre el dueño del pozo, quien miró horrorizado su final.

 

***

 

La sustancia pegajosa del suelo apenas le dejaba avanzar. Escapando de aquellos "seres", que continuaban tras de él. Sus manos chocaron con algo frío y metálico, Ciel recorrió la estructura con las manos, parecía una escalera.

Pateó como pudo a sus perseguidores y comenzó a subir la escalera. Le era difícil pues, tanto sus manos como su cuerpo estaban cubiertos de esa sustancia extraña y de olor repugnante.

-Bocchan... - La voz de Sebastián llegó hasta él. Subió la vista lentantmente para no marearse y correr el riesgo de caer nuevamente.
Sí, era él, le extendía una mano al final del túnel.

-¡Sebastián! ¡Aquí estoy! - Gritaba Ciel, subiendo tan rápido como podía pero, su mayordomo ¿parecía estar más distante cada vez? No, no era solo eso. El agujero se estaba cerrando. - ¡No Sebastián, por favor! ¡No me dejes aquí!

Las fuerzas comenzaron a abandonar su cuerpo, otra vez. Subía y subía pero no era capaz de alcanzarle. Sintió entonces que todo se tornó negro. - ¡Sebastián, ayúdame! - Cerró los ojos, sabiendo que caería cuando una mano sujetó la suya.

 

***

 

-Bocchan, despierte.  Es solo una pesadilla. - Ciel se despertó sobresaltado. Miró a su alrededor horrorizado pero, no encontró nada anormal.

-¿Cómo es que...? - Preguntó con los ojos abiertos en una mueca de terror.

-¿Ahora ve por qué insisto tanto en que no fume eso? - Le atajó Sebastián con una sonrisa.

-S-sí. Lo sé. - Tomó un respiro y luego miró al pelinegro. - Sebastián, perdóname. Todo este tiempo he sido muy cruel contigo. Tú...

El beso del mayordomo no dejó al conde terminar de hablar. - Yo lo amo, bocchan. No importa si mis sentimientos no son correspondidos.

-Te equivocas. Yo también te amo. Pero...- Ciel miró hacia abajo, sin saber como continuar. Sebastián le abrazó con dulzura, sabía que era el orgullo lo que le había impedido aceptarlo antes. - Por favor, nunca te vayas. Puedo darte todo lo que quieras.

-Yo solo lo quiero a usted. - El pelinegro tomó entre sus manos el rostro del conde. - Las cosas humanas no me llaman la atención.

Ciel se escondió contra el pecho de su mayordomo. -Dime, ¿qué día es hoy? - Preguntó.

-Es... viernes. - Respondió el pelinegro. - ¿Por qué?

-No, por nada. - Musitó Ciel.

-Ahora relájese. Le traeré algo de desayuno. - Sebastián le acomodó en su lecho nuevamente y salió al pasillo.  Caminó hasta la puerta para recoger el diario.

"Sábado 14 de octubre de 1890", decía en él. Sebastián lo tiró a la basura y un quejido escapó de sus labios. Aún le dolía el brazo.

 

 


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