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Vitamina G por Marbius

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Notas del capitulo:

Twin-Time, McDonalds, frambuesa.

Primeras advertencias

 

—Niño –murmura Bushido contra los labios de Gustav que sonríe molesto. Odia ser llamado así, pero de boca del hombre mayor, le parece un gesto íntimo, casi enternecedor. Con todo, debidoa su orgullo, al menos debe respingar. Tiene más de veinte años y se debe hacer respetar ante las bromas. Incluso ante las torcidas palabras de amor.

—Tsk, no me llames así.

Abriendo las piernas ante los dedos que tantean por entre la zona donde sus muslos colindan, siseaal segundo siguiente cuando el habitual ardor de ser penetrado se hace presente. Dos dedos a la vez, apenas húmedos con sudor y ya lo tiene exánime bajo su peso. Antes de Bushido, cualquier experiencia anterior con el mismo sexo era dada al fracaso; con el hombre mayor es simple lujuria. Es placer puro. Gustav se deja hacer y consiente cada pequeña cosa que le hace a su cuerpo porque el resultado siempre es un orgasmo más allá de lo imaginable.

—Niño, niño… Niño bonito –continúaBushido entre mordiscos a la zona de su cuello. Gustav arquea las caderas por un roce más cercano. Su respiración se vuelve más profunda y pierde de todo el aliento cuando Bushido busca sus labios y lo besa con pasión tomando en su totalidad, el aire de sus pulmones.

Mmmgh-Ah –articula con suma dificultad. Apenas registra la punta roma de su pene que se coloca entre la hendidura de su cuerpo y empuja en una simple estocada que lo tiene viendo estrellas. Ve el universo cayendo a su alrededor y piensa en Georg; gime el nombre de Bushido mientras se viene…

 

Gimiendo, Gustav rodó fuera del abrazo íntimo que mantenía con Georg. Librándose de sus brazos, experimentó el crudo frío que había en la habitación al tocar el suelo con ambos pies descalzos y correr rumbo al baño por la náusea que lo acosaba a horas tan tempranas.

Luego del sueño que tuvo, sintió que era el castigo justo. Bushido ya no está más en su vida y pertenece al pasado como el final definitivo de una vida anterior ahora que su futuro se vislumbra al lado de Georg. Para colmo, mientras se arrodilla en el tapetillo que está frente al retrete, comprueba que tiene una erección y que si no se ha corrido como en su sueño es porque el destino es una perra en su periodo. De cualquier modo, no hace nada por solucionar su problema mientras vomita y se aferra a lo que puede.

 

Media hora después y Gustav sigue en el sanitario.

—Ay no… Detente, detente –imploró Gustav al cielo ante la náusea que no cedía. Sintiendo el estómago retorcerse en su sitio, estrujó los bordes de la taza de baño y vomitó de nuevo probando el amargo regusto que ya no creía poderse sacar jamás de la boca por mucha pasta de dientes que usara.

Un mes completo desde ‘el fatal brócoli’ que era como solía llamar a su malestar matutino, pero siendo honesto consigo mismo, Gustav sabía en lo más profundo de su ser que algo más estaba involucrado. El problema, era que no quería saberlo. Prefería cortarse ambas manos antes que por voluntad propia descubrir que podía estar enfermo de muerte con algo como cáncer o algo incurable que entrara en la categoría de ‘disfrutar los últimos seis meses de vida porque no hay más’. Evadir la realidad no era una actitud que precisamente encajara en su personalidad pero asustado como estaba ante el ininterrumpido vómito de cada mañana, prefería darle la espalda al terror que enfrentarlo de frente. Se le encogían los testículos ante la mera idea de ir al doctor. De momento, huir era lo correcto.

—¿Gus? –Un suave tocar en el puerta del baño y Gustav se puso de pie usando toda la entereza que le quedaba. Era Georg. Georg no lo debía ver así, no podía… —Estamos por llegar.

—O-ok –tartamudea Gustav al limpiarse la boca con el dorso de la mano y esperar a que las pisadas se alejen un poco antes de tirar de la cadena. Se giró el espejo para contemplarse con un gesto de infinita compasión y disgusto. Su usual cara sonrosada lucía pálida y ojerosa. Las pupilas dilatas y los ojos hundidos no contribuían ni un poco a fingir que podía ser cualquier otra cosa; la resaca estaba descartada. Tampoco los labios resecos y amoratados ayudaban. Lucía… —Jodido, mierda –concluyó el baterista sacando el cepillo de dientes del estante y poniendo pasta mentolada encima.

Un mes de lo mismo lo tenía asqueado. Al paso que iba se convertiría en el primer bulímico por causas naturales y no por deseos estéticos.

Resignado a ello, se comenzó a lavar los dientes muy despacio.

 

Con el itinerario que se cargaban a cuestas, no era de sorprender que Gustav se hubiera salido con la suya al evitar que todos en la banda no descubrieran su secreto. O al menos casi todos…

Tom, iPod en mano y con los auriculares vomitando el último sencillo de Samy Deluxe, seguía lo más discreto posible a Gustav a través de la sala multimedia en la que esperaban a la siguiente tanda de periodistas. No pudiendo evitar el ceño fruncido al grado de aparentar un surco hecho con pala entre ceja y ceja, tamborileaba los dedos sobre la posadera derecha del sillón.

Platicando con Bill o más bien escuchando a Bill parlotear sin mucho interés, Gustav bostezaba cada par de minutos. Tom casi predecía el bostezo número trece cuando una mujer alta y rubia seguida de un fotógrafo bajo y calvo en contraste, entraban en la habitación.

En las siguientes dos horas, a pesar de mostrarse todo sonrisas y en su papel correspondiente, Tom no dejó para nada de mirar al baterista. Por ello, Gustav se descubrió observado…

 

—Deja de verme, Tom –gruñó Gustav antes de salir al escenario para la presentación de esa noche. Batallando con la cinta que se enrollaba en torno a los nudillos, se veía presa de un ataque de nervios que más por el concierto de dos horas que se aproximaba, se debía a que el mayor de los gemelos lo miraba con tanta intensidad que juraba le iba a hacer un agujero—. ¡Tom! Ugh, basta.

—Hey, no es pecado ver –se defendió Tom con un encogimiento de hombros al ver que Georg depositaba su bajo en el suelo y lo encaraba dispuesto a defender a su pareja—. Ahora tú no me mires así.

—Deja de ver a Gustav –sentenció el bajista.

—Eso mismo digo yo –secundó con un bufido Gustav. Terminando con su mano derecha, comenzó a cortar cinta para la izquierda. A su lado, Georg tomó el relevo al ayudarlo—. No me mires.

—¿Por qué? –Saliendo de detrás de los equipos de sonido ya con el maquillaje y el cabello listo, Bill sonaba auténticamente intrigado. Se giró hacía Tom—. ¿Por qué lo miras?

—¡No lo miro, por Dios! –Gustav le dirigió una mirada fulminante—. Ok, te miraba. ¿Y qué con eso? –Tres pares de ojos se le clavaron encima—. Ahora ustedes dejen de mirarme.

—Esto es de idiotas –sentenció Bill al sentarse en las piernas de su gemelo y encontrar un acomodo perezoso. Como un gato, Bill se retorció en su sitio hasta encontrarse del todo contento; como gato, vio a Tom de su propiedad en lugar de él ser la mascota—. Tsk, ¿Qué miramos? –Preguntó con verdadero interés al ver que Tom no cejaba de su empeño de ver a Gustav con atención.

—Nada. Shhh… —Rodeó la cintura de Bill con ambos brazos—. Finge que compartimos un “TT” y que me cuentas algo.

—¿”TT”? –Cuestionó Bill con la ceja arqueada.

—Twin-Time. Duh. –Fue el turno de Tom de arquear una ceja—. Lo leí en Internet. Como sea, finge que me dices algo que me interesa.

—Siento que hacemos algo ilegal –susurró Bill entre molesto e intrigado. Para complacer a su gemelo, se recargó lo mejor posible en su regazo y permaneció quieto—. Sigo sin saber qué miramos.

—TT, recuerda. –Ignoró el suspiro largo que Bill exhaló—. ¿Crees que…? –Se mordió el labio inferior inseguro de sí era correcto decirle algo al respecto a Bill en cuanto a Gustav y los cambios que observaba en éste. Optó por no hacerlo—. Olvídalo.

—Tom… —Bill lo encaró cara a cara tomando su rostro con ambas manos y acercándose hasta que sus narices se rozaban. Tom tragó saliva con nervios—. Estás loco. Me asustas y… —Miró por encima del hombro— Asustas a los demás. –Lo soltó.

Tom se retiró lo más posible. Su espalda clavada contra el respaldo mullido del sofá. Bill se levantó de su lugar para ir a mirar al público desde detrás de bastidores y Tom no pudo evitar seguirlo con la mirada. Cierto, era insano. Pero regresando a la contemplación de Gustav, era inevitable no hacerlo.

Durante la siguiente hora lo persiguió con los ojos; en el concierto hizo lo mismo; de regreso al autobús y en un ciclo interminable durante los próximo días sin saber muy bien la razón. Sólo siguió mirando con el presentimiento de que era el curso natural a seguir.

 

—Uh no, radio no –rezongó Tom al apagarla y encarar a Bill, que sentado a un  lado de él, cantaba a todo pulmón uno de los viejos clásicos de Nena.

—Amén –gruñeron al unísono Gustav y Georg en el asiento de atrás. No que Bill no cantara bien, era el vocalista de la banda y ese lugar lo tenía por algo, pero llegado a cierto límite en el día ninguno de los tres deseaba oírlo hablar, muchísimo menos cantar.

Por mucho que fuera la una de la mañana y el supuesto comienzo de un nuevo día, preferían que el menor de los gemelos se mantuviera quieto en su asiento en lo que regresaban a la casa. Sorteando el escaso tráfico de entre semana, regresaban de una sesión larga y tediosa con los del equipo de sonido que les habían exprimido hasta la última gota de energía antes de dejarlos libres.

En la cabeza de todos estaba la palabra ‘descanso’ con letras de color neón e intermitentes parpadeando sin cesar. Un baño y directo a la cama. La simple idea les arrancaba sonrisas bobas y plagadas de pereza. Por mucho que en seis horas tenían que estar de pie de nuevo, nada les impedía fantasear con ir al reino de los sueños y quedarse ahí el tiempo que les placiera.

Viajando en silencio un par de calles, el estómago de Gustav hizo un sonido extraño y ruidoso que atrajo miradas de extrañeza y un frenazo por parte de Tom a mitad de un semáforo verde.

—Jesús, ¿Tienes un alíen adentro o qué? –Se escandalizó Bill señalando con un dedo largo y firme al estómago de Gustav, que en su asiento se retorcía y murmuraba que tenía hambre.

Un nuevo gruñido de las tripas del baterista y Tom estacionó el automóvil en línea roja sin importarle gran cosa las quejas de los demás ocupantes del vehículo. Apagando el motor, contempló a Gustav por el espejo retrovisor mientras unía cabos y elaboraba la teoría que de semanas atrás venía elaborando.

El cansancio extremo, la apariencia enfermiza, el gusto por alimentos horribles, la narcolepsia… Incluso ese gruñir de tripas… Eran tres opciones, cada una tan descabellada como la anterior. La primera era una solitaria de al menos tres metros. Rondando por los intestinos del baterista, quizá era la causa de tanto malestar. La segunda opción era el alíen que Bill acababa de mencionar; ilógico en muchos sentidos y sin embargo encajaba por todo lo anterior. Las abducciones espaciales podían existir, y Gustav podía ser la víctima de una repoblación extraterrestre. La tercera, pues Gustav estaba embarazado. La última la más factible y sin embargo…

—Qué locura –murmuró para sí al darse cuenta de que Bill le tironeaba de la manga de la camiseta—. ¿Qué? –Volvió a encender el automóvil.

—Vamos a McDonald’s –sentenció el menor de los gemelos—. En el refrigerador no hay nada y Gustav puede amanecer muerto.

—Quieres decir que tú también quieres comer ahí. –Bill se sonrojó—. Típico.

Denegando con la cabeza, Tom enfiló al McDonald’s más cercano para pasar los diez minutos más extraños de su vida.

No a causa de Bill, quien para no variar cambió de orden al menos tres veces antes de elegir una hamburguesa doble con papas y malteada de fresa. No, el raro fue Gustav que casi abalanzándose sobre el cajero de autoservicio primero decidió que quería alitas de pollo y al descubrir que no era KFC, refunfuñó contra la cajera que no supo hacer nada más que disculparse casi hasta el borde del llanto. Lo siguiente fue revisar el menú al menos tres veces de arriba abajo hasta optar por dos hamburguesas dobles con mucha mayonesa pero sin nada de verdura, que luego fue un ‘sí, con verdura pero que no sea cebolla, tomate, lechuga o pepinillos’ que vino a resultar ser lo mismo que al principio. Además pidió que agregaran una, no mejor dos, o tres, una par más al rato, de raciones de papas que tuvieran cátsup y una con queso de nachos. O no, mejor todas con queso de nachos y sobres de cátsup para comer en casa. De beber eligió lo mismo que Bill, una malteada pero tras casi avanzar en la fila –que a tal punto ya tenían cinco vehículos detrás esperando turno- cambió de parecer en cuanto al sabor pidiendo vainilla mezclada con chocolate en proporciones de uno sobre dos. O mejor dos malteadas y él ya las mezclaría en casa en un recipiente donde cupieran juntas. Agregó también un Coca-Cola de dieta que justificó con mejillas rojo granate diciendo que no quería subir de peso con tanta comida chatarra y dio las gracias con una voz tan dulce que el suspiro que la chica que les atendió la orden, no sorprendió a nadie.

Avanzando, Gustav soltó un quejido de dolor. Esta vez no por sus tripas o quizá sí, pues abalanzándose sobre el espacio intermedio entre los asientos de los gemelos, pidió un helado con chispas y galletas oreo y una orden de ensalada porque le daba culpa comer tanta chatarra sin nada saludable. Ya en ventanilla, avergonzado de su glotonería pero incapaz de mandar sobre ella, ante el gesto incrédulo de una cajera que resultó ser fan de la banda y obtuvo autógrafos a cambio de atenderlos, pidió un pay de queso… Ignoró las palabras que lo desalentaban de ello cuando encargó uno más, esta vez de manzana.

Tras pagar, acomodado en su asiento y con una hamburguesa en la mano y las dos malteadas sostenidas por Georg en su regazo, Tom no pudo sino mirarlo por el espejo retrovisor hasta que estuvieron en casa. E incluso entonces, seguirlo con la vista mientras desaparecía en el cuarto que compartía con Georg… Llevando consigo la comida.

—¿Crees que Gustav esté, no sé… Raro? –Le preguntó a Bill apenas los vio cerrar la puerta.

Su gemelo, que se despojaba de los zapatos y lucía indeciso entre terminarse la malteada o guardarla para la mañana, se encogió de hombros—. No sé. ¿Raro cómo? –Fue el turno de Tom de encogerse de hombros—. ¿Lo dices por lo de McDonald’s?

Tom hizo un ruidito con la boca que decía sí, pero nada más. De hacerlo, era revelar lo demás que veía y que creía ser el único en haber notado.

—Yo siempre hago lo mismo, ¿o no? –Tom tuvo que darle la razón—. Y no por eso me consideras raro… —Tom pareció dispuesto a abrir la boca, decidiendo al final que era mejor callarse su opinión. Bill era así porque era Bill precisamente, pero en el caso de Gustav, bueno, era extraño. Gustav elegía el número uno en cuanto a paquetes de comida; lo más arriesgado que había hecho en sus órdenes en un restaurante era pedir que la carne estuviera cocida tres cuartos, que no le pusieran mucha sal  o algo así de nimio—. ¿Tom?

Tom salió de ensoñaciones para ver a Bill descalzo e incómodo al parecer por el frío suelo. –Te va a salir humo de la cabeza si te sigues preocupando –señaló con voz infantil.

—Ok —suspiró deseando poder hacer caso de ese consejo—, buenas noches. –Se dio media vuelta antes de encontrarse con la mano en la perilla y sujeto por el hombro. Era Bill.

—¿Crees que por hoy puedo dormir contigo? –En dos ligeros pasos apoyó el mentón sobre el hombro de su gemelo—. Tengo frío y mi cuarto es muy helado.

—Claro. –Tom se contuvo de golpearse el rostro con la palma de la mano. Apretados bajo las cobijas esa noche, olvidó un poco a Gustav mientras llegaba a la conclusión de que por segunda vez en un tiempo relativamente corto, Bill lo dejaba sin saber cómo actuar o qué pensar. Como fuera, tenerlo sujeto por la espalda y exhalando suaves respiraciones, no era desagradable en lo más mínimo. Era confortable.

 

Un par de días después, lo que en principio eran sólo las observaciones curiosas de Tom a Gustav en torno a lo extravagante de su comportamiento, se convirtieron en motivos de discusión no sólo dentro de la banda, sino el staff incluido.

Empezando porque Nani, la asistente de Gustav había renunciado aquella mañana alegando que era ilógico e imposible que Gustav realmente quisiera comer sushi a las tres la mañana con tanta necesidad como para gritarle palabrotas que ni un marinero borracho diría. Azotando la puerta, se escucharon sus quejas por el edificio en cuanto a lo asqueroso que resultaba querer comer sushi con miel de maple.

Lo siguiente fue en una sesión de fotos donde un par de pantalones que Piero, su fotógrafo encargado para la publicidad del nuevo single, no le quedaron a Gustav. Saliendo del camerino de vestuarios en ropa interior, con la camiseta que pensaba usar ligeramente abultada del vientre y los dichosos pantalones en la mano, Gustav pidió una talla mayor a lo que Piero se negó y una pelea de magnitudes épicas estalló.

Piero decía que eran pantalones exclusivos y que no existían más tallas. Gustav decía que no le cerraban y que al cuerno con la exclusividad, que usaba su propia ropa.

Verlos acalorados y en plena discusión resultó gracioso cuando los insultos salieron. Tomando en cuenta que los dos eran delicados con lo que decían, sus palabras iban a la índole de ‘es tu culpa’ y ‘no, la tuya’ pero conforme escaló la tensión fue necesaria la intervención de Jost que no tuvo miramientos de hacer que Gustav regresara a los vestidores a ponerse los pantalones y estar listo en cinco minutos a más tardar so pena de que sería él quien ocasionaría una nueva tanda de gritos.

Gustav no dijo nada pero su mirada de ‘muéranse todos’ era lo bastante elocuente como para ahorrarse la saliva.

Tardó diez minutos en salir y cuando lo hizo se veía en dolor al caminar con un pantalón que no parecía una talla más chica de la que usaba sino al menos tres. Ni siquiera Bill y sus pantalones se comparaban al espectáculo que era Gustav avanzando como robot por el plató.

—Mis bolas están comprimidas casi dentro de mi cuerpo –gruñó con dolor al pasar a un lado de Bill que se reía sin disimulo—. No digas nada, ahora sé lo que es ser tú.

—Hey –chilló el menor de los gemelos ante el golpe bajo—, mis bolas nunca sufren.

—Eso es porque no tienes bolas –bromeó Georg y Tom le acompañó carcajeándose.

—Los dos –les sacó Bill el dedo medio.

—Muy bien, basta, a trabajar –les instó Jost con un par de palmadas para ir directo a la pantalla verde sobre la que iban a trabajar—. Quiero ver encanto, frescura y eso que hacen que produce dinero –hizo un movimiento parecido a una flourita con su mano antes de tomar asiento y observar como transcurría la sesión fotográfica.

Para el final, aunque todo había salido bien, era evidente que iban a morir de cansancio. Por encima de todos, Bill, que se quejaba de que los pies lo mataban y de que la sonrisa que traía entre labios se la iban a tener que quitar con un destornillador.

—Yo quiero quitarme estos horribles pantalones –dijo Gustav con la voz baja y ronca. Era más que obvio que le dolían y tironeando lo más discreto posible de Georg, lo hizo acompañarlo a la sala de vestuarios por ayuda.

—Huhm, ¿Me bajas los pantalones? –Le preguntó con vergüenza apenas estuvieron a solas.

—¡Gus! –Exclamó el bajista ante la inesperada petición. Miró a ambos lados como esperando ver salir a algún reportero de revistas del corazón de debajo de los montones de ropa y se inclinó por un beso que tiñó las mejillas de Gustav de rojo—. Para lo demás, tendrás que esperar a que regresemos a casa. Lo prometo –le guiñó un ojo.

—No creo poder aguantar estos pantalones –se quejó el baterista—. Me los puse usando esa loción de cuerpo que Bill se unta antes de dormir –confesó sintiendo un zumbido en las orejas—. Creo que estoy subiendo de peso.

—¿No más comida rápida? –Arqueó una ceja el bajista.

—Tal vez… —Gustav se mordió el labio inferior con la culpa del que promete dejar de fumar y antes del fin del día ya se ha fumado una cajetilla entera—. Sólo quítamelos, por favor.

—A sus órdenes –bromeó Georg al ponerse de rodillas y luchar con el botón y la bragueta. Un minuto después, Gustav descubrió que no tendría que esperar a llegar a casa para que Georg cumpliera su promesa…

 

—Mierda, ¿Qué apesta tan horrible? –Gruñó Gustav apenas entró en la sala de camerinos y aspiró la primera bocanada de aire. Tom y Georg que le seguían a escasos metros olisquearon el ambiente para encontrar nada. Intercambiaron miradas de extrañeza que en la última semana se habían estado produciendo cada que Gustav aseguraba oler algo nauseabundo en la habitación y que misteriosamente nadie más podía apreciar—. Oh Dios, es horrible –se quejó de nuevo el baterista al cubrirse la nariz con una mano y contener una arcada que amenazaba con hacerle devolver tres tazas de cereal y diez tostadas con mantequilla y mermelada que había desayunado apenas dos horas antes.

—Yo no huelo nada, Gus –dijo al bajista no muy seguro si eran las palabras correctas a decir en vista de que Gustav estaba levantando cojines y moviendo maletines en búsqueda de la fuente de la peste. De días para acá, sus manías se habían multiplicado por diez en cuanto a la convicción de que los demás tenían un tapón en cada fosa nasal si no podían oler lo que fuera que le ofendiera a él con su fragancia.

—¿Otra vez huele algo? –Preguntó Bill con una sonrisa al entrar en el cuarto. Por el aspecto que traía, era más que evidente que acababan de terminar de arreglarlo. Su cabello aún estaba colgando húmedo por sus hombros, pero en la mano llevaba una secadora y un cepillo.

—Ya le dijimos que no es nada pero ya sabes cómo se pone –desdeñó Tom al dejarse caer en un sillón y tomar una botella de agua que estaba sobre la mesa de bocadillos. Bebió un trago antes de continuar—. Mientras no huela humo creo que todo irá bien, pero… —Rodó los ojos con exasperación—, creo que se está volviendo loco.

—¡No estoy loco! –Replicó Gustav de cuatro patas y metiendo la mitad del cuerpo bajo un sofá—. Además cada vez huele peor… —Asomó la cabezacon una expresión de puro disgusto pintado en cada línea del rostro—. Dios, pero si es que casi puedo tocar el aroma. Es algo como medicina para la tos.

—¿Jarabe de frambuesa? –Georg pareció sumergirse un segundo en recuerdos—. Yo adoraba mojarme en la lluvia porque mi mamá siempre me daba de ese sabor cuando pescaba tos.

—Yo odio el sabor, odio el olor y odio que este maldito cuarto esté impregnado de frambuesa. ¡Argh! –En un arranque de Diva digno de Bill cuando no ponían por lo menos cinco toallas esponjadas y con aroma a suavizante del que le gustaba para antes de un concierto, hizo un movimiento brusco que le hizo golpearse contra el apoya brazos del sillón. Un duro golpe contra madera sólida que por la rapidez del impacto lo noqueó por un par de segundos.

Cuando despertó a la conciencia apenas un minuto después, lo primero que notó era que estaba sentado y que Georg lo tenía abrazado como la más fina y delicada pieza de cristal. Sujeto por la espalda con ambos brazos, lo mecía repitiendo su nombre con preocupación.

—Georg… —Murmuró con la desagradable sensación de que si su novio no lo soltaba le iba a devolver el estómago encima con las oscilaciones en las que lo tenía.

—¿Estás bien, Gus? –Preguntaba Bill de un costado al acercarse y tenderle una botella de agua abierta. Apenas se inclinó, su cabello despidió la fatal fragancia de frambuesas que hizo a Gustav voltearle la cara con asco supremo y vomitar del otro lado, justo sobre los zapatos de Tom.

Jost, que entraba justo en ese instante a la habitación motivado por el ruido que se cargaban esos cuatro, estuvo a punto de desmayarse por su cuenta una segunda vez. Por salud, llevó a Gustav al hospital y de paso el tomó consulta de emergencia con un cardiólogo, no muy seguro de si su corazón iba a poder seguir aguantando semejantes embates adolescentes.

 

—¿Consumo de alcohol o tabaco? –Cuestionó el doctor con voz monótona. El hombre, calvo y con gafas de montura gruesa recibió una dura mirada de desdén—. ¿Es un sí o un no?

—No —casi escupió Gustav la palabra. A su lado, Georg le dio un apretón en la mano que intentaba ser confortante y dador de paciencia.

—¿Drogas de algún tipo? –Gustav soltó un bufido de exasperación. David, que caminaba de un lado a otro en la pequeña sala médica, detuvo su paso a la mitad del aire para ver a Gustav con curiosidad, que se revolvió en su asiento antes de negar con la cabeza un par de veces.

—No fue nada –aseguró con voz endeble. Eran casi las cuatro de la mañana y todos estaban cansados de una larga noche despiertos. Gustav, por encima de ellos, aún más dado que le habían sacado tanta sangre para estudios médicos y análisis de todo tipo que hasta se sentía mareado.

—La historia del terrible aroma no me la creo ni tantito –se cruzó de brazos David al ver que Gustav le mantenía la mirada. De cualquier modo, lo suyo era una balandronada. Gustav jamás consumiría drogas, era responsable con su bebida y jamás fumaba. Lo mejor que quedaba era olvidar el percance, descansar un par de días y rezar porque nada parecido volviera a ocurrir jamás en la vida.

—¡Ya te dije que era el shampoo de Bill! –Se alteró Gustav en un segundo. Soltó la mano de Georg, para sorpresa del bajista y se puso de pie. No sería tan alto como ninguno de los gemelos, pero su carácter se imponía por la fuerza que emanaba—. Estoy bien. De hecho, estoy jodidamente bien y ya me quiero ir.

Los presentes en la sala se quedaron estáticos en su sitio al ver que incluso Gustav tenía su mal carácter. Habituados a su tranquila y casi imperceptible personalidad, habían olvidado que el baterista solía también tener sus malos días.

—Recomendaría al menos tres días de descanso completo –dijo el doctor al cabo de un par de segundos muy tensos—. Además, —continuó como si es exabrupto de Gustav jamás hubiera tenido lugar—, quisiera recetar un par de vitaminas. Sus niveles de hemoglobina han salido un tanto bajos a pesar de que por el peso que tiene… —Consultó el historial médico que en el transcurso de la madrugada habían estado elaborando—, sí, es una mezcla de mala alimentación con estrés.

—¿Está seguro que sólo es eso? –David se acercó al escritorio del hombre para tomar la receta y surtirla antes de dejar a Georg y a Gustav en la casa. No pensaba dejarlos conducir a semejante hora.

—A menos que haya otros síntomas, no hemos encontrado nada más –dijo con firmeza el doctor al mirar directamente a Gustav y esperar a que el rubio diera alguna respuesta que asintiera o contradijera las palabras anteriores.

Gustav hesitó una escasa fracción de segundo antes de decir que era todo y mentir con todo descaro. Antes muerto a confesar nada que no fuera apreciable a la vista. Se guardaba las náuseas, el vómito y todo lo demás ya no sólo por el temor de estar enfermo, sino por lo que aquello podría significar. Viendo a Georg a un lado suyo, tenso por análisis de laboratorios que no eran suyos e incluso más preocupado que el mismo Gustav; confortándolo en lo posible cuando era evidente que por dentro estaba desolado… No, eso no lo podría soportar. Lastimarlo de aquella manera parecía demasiado cruel.

Mordiéndose los labios, aceptó la mano del doctor que lo reconvino a cuidarse un poco más, a tomar las cosas con calma, a alimentarse mejor y a tomar las vitaminas.

Saliendo del consultorio médico, apoyado en Georg con excusa de un horroroso dolor de cabeza producido por el golpe y por el chichón morado que ostentaba en pleno nacimiento del cabello, Gustav se contempló en un espejo pensando que él era un idiota por no mencionar ningún otro de sus síntomas cuando quizá todavía era tiempo de solucionar algo. Pero al mismo tiempo, que los demás eran unos imbéciles, incluso Georg al que de pronto ya no miró con tanta adoración, puesto que el tono ceniciento de su rostro y las enormes ojeras que portaba, hablaban por sí solas. Si él era tan ciego como para no ver, no merecía los títulos halagüeños que le daba.

E incluso entonces no dijo nada. Quería regresar a casa a dormir, a devolver la mala cena que había tenido en el hospital. A acurrucarse junto a Georg en la cama porque tenía más miedo del que creía poder soportar solo.

 

Bill no lo quiso admitir, pero una vez que se enteró de que su delicioso shampoo con aroma a frambuesas molestaba a Gustav, lo usó más seguido. Tiró del baño todos los demás envases e incluso consiguió un acondicionador del mismo aroma. Se sentía ofendido ante la mención de que apestaba, de que aquel encantador aroma ofendía al olfato de Gustav y en un afán un tanto dado a joder al prójimo, en este caso al baterista de su banda, consiguió por Internet jabón de baño y productos del cabello como spray, mousse, cera y estilizadores con el mismo aroma. Inclusive, consiguió crema para el cuerpo, desmaquillante y lápiz labial de frambuesa. Se metió tanto en su búsqueda que hasta compró desodorante de mujer con dicho aroma porque la idea de que podía oler mal le ofendía más que ser llamado gay en los tabloides.

Una semana después, entonces no quiso admitir que extrañaba a Gustav.

Sin decir palabra alguna, el baterista salía de la habitación apenas Bill ponía un pie dentro. Si se le preguntaba al respecto se encogía de hombros o arrugaba la nariz; simplemente no decía nada ni bueno ni malo. Su silencio era prueba más que suficiente.

A ojos de todos, era el mentado aroma. Uno necio a que la frambuesa apestaba a rayos, el otro más necio en ponérselo con una obsesión que rayaba más en lo sádico que en lo insano. Bill tan cabrón como para seguir molestando a Gustav y Gustav teniendo la paciencia de un santo. Georg optaba por denegar con la cabeza ante la tozudez que aquel par y no involucrarse porque no quería terminar siendo la víctima de aquella tensión que entre los dos crecía.

Por otro lado, Tom decidía no inmiscuirse igual, pero no cejando en su empeño de observación. Apreciando casi con interés científico como Gustav salía de la habitación apenas le llegaba el frutal aroma a frambuesas y desaparecía al menos por veinte minutos. Luego de tres veces seguidas en una misma semana, optó por seguirlo y encarar el problema de una jodida vez.

Conociendo al rubio, tendría que cuidarse de no terminar en el suelo víctima de un certero puñetazo y con las batacas ensartadas en el trasero. Gustav podía ser un osito al que se podía abrazar, pero igual uno que te podía arrancar la cabeza si lo agarrabas de malas.

Lo que era… Tiempo presente.

Decidiendo que lo mejor era igual tomar al toro por los cuernos, entró al cuarto que Gustav compartía con Georg y que estaba en completa penumbra a excepción del contorno iluminado que se formaba en la puerta del baño. No se atrevió a llamar a Gustav por temor de delatarse. En todo caso, si quería huir aún estaba a tiempo. Pensando en ello, torció de dirección dispuesto a dejar la labor de pacificador para luego, pero un ruido que antes ya había oído, atrajo su atención.

Alguien vomitando en el baño.

Tomando aliento para lo que iba a ver, casi esperando encontrar un cadáver que colgara como péndulo usando una soga al cuello, caminó los pasos restantes entre él y el baño hasta estar parado de frente. Con dedos trémulos, asustado de ver algo que quizá no le correspondía, no lo pensó más y empujó la madera para encontrar a Gustav como la vez pasada: Sentado en el suelo, abrazando el retrete y con cara de haber vomitado hasta el alma por el drenaje.

Su presencia se anunció con el rechinar de los goznes y Gustav alzó el rostro pálido y sudoroso al visitante. Sonrió un poco, pero en su expresión no existía ni el más leve rastro de felicidad. Lucía de verdad enfermo y Tom se arrodilló a su lado con una toalla que usó para limpiarle el vomito de la comisura de los labios. Se preguntó cómo era que habían dejado llegar todo tan lejos.

—Creo que no me siento bien –musitó Gustav al soltar los bordes del asiento del baño y abrazarse a Tom al que aferró con fuerza hasta que una hora más tarde, Georg subió y los encontró en esa misma postura.

 

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