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Vitamina G por Marbius

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Notas del capitulo:

Multitudes, baby-Sower, monólogo.

Intromisiones a granel

 

—Uhm –hizo un sonidito Sandra al abrir la puerta trasera de la clínica de obstetricia y ginecología en la que trabajaba para recibir a Gustav y encontrarse no sólo a éste con Georg o con los gemelos como séquito más amplio, sino también a más personas juntas de las que se hubiera podido imaginar—. ¿Hay algo de lo que me deba de enterar? —Preguntó arqueando una ceja ante el desfile de gente que entraba sin permiso.

Gustav bufó al pasar de su lado y enfilar con rumbo a la sala de observaciones para cambiarse de ropa y terminar con aquella de una buena vez.

—Está sensible –explicó Georg con comedimiento— porque nadie ha querido quedarse. –Se encogió de hombros—. Como sea, ellos son…

A Sandra la mandíbula se le zafó de su sitio al ir saludando de mano a tanta gente. La primera, la madre de Gustav que se presentó como Erna junto con su marido, Tobías y la hija de estos, Franny, los tres guardando un parecido entre sí que los relataba con su paciente sin excusa ni pretexto. Esa mirada seria los delataba sin temor a dudas. Las siguientes en presentarse fueron las dos suegras del baterista, que según entendió Sandra al recibir dos sonoros besos a cada lado de las mejillas, una era la madre de Georg, suponiendo eso por el mismo color de pelo y los hoyuelos en la comisura de los labios. Ante su ceja arqueada, la otra mujer le aclaró que era la madre de Anis, con lo que Sandra ya no tuvo qué decir más.

Tomando un suspiro puesto que después de los gemelos y el loco manager que ya había conocido antes, le seguían más personas.Tendió la mano en un saludo más formal a tres personas que nunca antes había visto. Uno de ellos, un hombrecillo con un bigote de cepillo que mantenía tan recto como si se lo recortara con regla, cargaba una cámara al cuello. Otro, éste con una sonrisa de dientes tan blancos que deslumbraba y hacía a uno creer en la maravilla de los comerciales de pastas de dientes, y una mujer parecida a él sólo que vestida de pies a cabeza en rosa en un conjunto de tres piezas con falda. Los tres, tras intercambiar saludos, le extendieron su tarjeta, la cual sólo decía dos palabras.

—¿Für Sie? –Preguntó Sandra sin estar segura de qué tan real era lo que leía. No que su paciente no fuera un rock star de talla internacional, pero Für Sie era una revista de mujeres, no de música. Era del tipo de publicación que colocaba en la sala de espera por sus notas de índole femenino, por eso mismo no veía la razón de reporteros—. ¿Es en serio?

—Naturalmente –aclaró la mujer de rosa, al quitarse los guantes del mismo color y pasearse por la entrada como si fuera la dueña del lugar—. Planeamos relatar esta visita y agregar unas pocas imágenes de complemento. Claro, mantenimiento el anonimato si usted lo desea.

—¿Qué pasa si me niego? –Espetó Sandra—. Es mi clínica y no me parece apropiado.

—Hay un contrato de por medio –se entrometió Jost—. Gustav ha firmado por la exclusiva y las fotografías serán más…

—Profesionales –interrumpió de nuevo la mujer de rosa—. Pienso en Gustav usando una bata de maternidad color lila y todos ustedes con él. Sonrisas grandes, unas cuantas donde le tocan la barriga. Casi leo el encabezado. “La nueva maternidad: Gustav Schäfer” –puntualizó al dejar los ojos vagar. Los presentes en la sala, más que nada los gemelos, se contuvieron de reír.

—Supongo… —Sandra rechinó los dientes. Si Gustav había aceptado aquel circo, no veía ella porqué no hacer lo mismo. Con todo el autocontrol que conservaba para casos como esos, los guió a la sala de exámenes, en donde apenas abrió la puerta, encontró a Gustav sentado ya en espera de ser revisado.

—Encantador –le saltó del hombro la mujer de rosa, que apenas entró al cuarto, mandó tomar unas fotografías que ‘resaltaran la quietud del ambiente’ en textuales palabras que poco tenían que ver con las palmas arañando la mesa del rubio.

—Claro, encantador –siseó Gustav en respuesta. Con toda su fuerza de voluntad, soportó las siguientes dos horas más caóticas de su vida.

 

—Fue horrible –lloró Gustav en el hombro de Georg—. Todos miraban y yo… Yo pensé que me iba a morir de vergüenza con las piernas al aire y todos observando como si fuera tan interesante. –Soltó aire y se dejó sentar con cuidado.

A solas en el cuarto donde se cambiaba de ropa para la consulta, él y Georg tomaban unos minutos para tranquilizarse. El baterista por sentirse humillado, Georg por no haber podido hacer nada al respecto.

Que si desde un inicio pensaban que las tres abuelas en el mismo cuarto podían ser una pesadilla, no contaban con el reportaje que iba a salir en Für Sie en exactamente una semana. Sandra con toda paciencia había intentado que nada fuera más humillante de lo que tenía que ser, lo que no se lograba cuando tantas personas se empeñan en permanecer en la misma sala haciendo caso omiso de los ojos húmedos de Gustav.

—Shhh, todo está bien. Ya terminó. De regreso podemos pasar por algo de comer, lo que tú quieras. Luego nos iremos a la cama hasta que sea de mañana, ¿qué dices? –Intentó consolar Georg a su novio al ayudarle con los zapatos, puesto que desde que Gustav tenía cinco meses, ya no se podía inclinar más allá de sus rodillas.

—Esa horrible mujer –murmuró el baterista maldiciendo las hormonas que lo tenían entre triste, ofendido y frenético por lo ocurrido—. No tiene corazón. ¿Cómo se le ocurre…? Oh Dios.

Georg asintió. A mitad del reconocimiento médico, ella le había preguntado a Gustav con total desfachatez como si fuera el tópico del clima, cuál sería su reacción su sufría un aborto espontáneo o perdía a las niñas en el parto. A sabiendas de que el baterista había considerado la idea de no tenerlas en el inicio del embarazo, luego de que se lo hubiera confesado semanas antes con mucha culpa y miedo de ser rechazado, comprendía la rabia que le daba la tosquedad de la pregunta.

—No le hagas caso. Es una bruja.

—Desalmada —agregó Gustav. Respiró con toda la calma posible tratando de ser más fuerte que sus emociones y lográndolo—. Al menos tu mamá la puso en su lugar.

—Clarissa tampoco se quedó atrás –le recordó Georg—. Cuando le dijo que podía irse a tomar por el culo si volvía a preguntarte por fotos de ‘desnudo artístico para una portada ex-clu-si-va’ pensé que iba a poner verde. Ni los gemelos lo podrían haber hecho mejor. –Apenas terminó de hablar, le dio un golpecito en la rodilla a Gustav para indicarle que ya había terminado con los cordones de sus tenis—. Listo. Ahora a casa, directo a la cama.

—Yo… ¿Burguer King? –El baterista carraspeó—. Me corrijo: Las niñas.

Georg arqueó una ceja. –Ok, ante eso no puedo decir que no.

 

—¿Yoga? ¿Yo? Qué va. Debe de estar mal. Yo no he… No, no soy casado… Tampoco es mi novia. Pasa que yo… ¡Oiga! –Gustav suspiró contrariado en la bocina del teléfono, incrédulo de la terquedad de la recepcionista que trataba a través de la línea y que se empeñaba en confirmar una cita de yoga relajante que supuestamente estaba planeada para aquella tarde—. Escúcheme… No, no, usted escúcheme… Claro…

Por el marco de la puerta y cargando la ropa que acababa de recoger de la lavandería, estaba Georg. Sin decir una palabra, movió los labios en un claro mensaje: “¿Quién llamaba?”. Como respuesta, el baterista se pasó un dedo por el cuello haciendo la clásica seña de ‘estamos fritos’.

—Me da igual, yo no pedí nada. Ni siquiera sé que coño es eso de ‘yoga relajante’ y menos me interesa… Ah… —Por el tono en que lo dijo, Georg abandonó todo intento de acomodar la ropa en el clóset para prestar atención—. Ahhh… Sí, gracias. Ya veré. Lo pensaré. Más tarde le llamo… Ajá, gracias. Adiós –colgó el teléfono al fin.

—Déjame adivinar –tanteó Georg con cuidado de no sonar petulante. De mal humor, más peligroso todavía por el embarazo y las locas hormonas que lo tenían al borde de cualquier emoción, Gustav podía sin remordimientos tirarle con cualquier objeto—. Los gemelos.

El baterista se dejó caer en la cama. –Me inscribieron en un curso de yoga para madres primerizas… ¡Y no te rías! –Agregó con indignación al ver que su novio se cubría la boca para que no lo viera atacarse por las carcajadas que la idea producía—. No pienso ir ni aunque me paguen –declaró con altivez.

—No puedes negar que lo han hecho con la mejor intención –dijo Georg sin dobles intenciones.

—Seh, lo sé, pero… —“¿Pero qué?” se preguntó a sí mismo el rubio. De palabras de Sandra, el parto natural era viable. No que estuviera precisamente emocionado al respecto, sólo que la perspectiva de cargar con una cesárea por el resto de su vida a modo de recordatorio por lo que había pasado no sonaba de lo más halagüeña. Si lo que decían del yoga era cierto, no estaría tan mal al menos ir a una clase para probar qué tal. Si no le gustaba, lo de menos era no regresar.

—¿Pero? –Atento a sus palabras, Georg esperaba una respuesta. Con delicadeza, le pasó el brazo por los hombros y lo atrajo contra su cuerpo—. Podría ser algo nuevo para los dos. ¿Qué dices si me pongo mi tanga roja y te acompaño? –Le guiñó el ojo.

Fue el turno de Gustav de soltarse riendo, pues aquella tanga de la que Georg hablaba, sólo salía del cajón de la ropa interior cuando los dos estaban dispuestos a probar algo nuevo.

—Digo que podrías asustar a alguien con eso puesto –codeó Gustav a Georg—. No quiero que alguien nos demande por hacer que su bebé nazca prematuro.

—Nah, se infartaran cuando vean mi trasero al aire –presumió el bajista—. Si insisten mucho, hasta dejaré que lo pellizquen por una módica cantidad de dinero.

Gustav silbó en decrescendo dejando clara la poca fe que veía en que eso ocurriera. –Claaaro. Harán fila por tocarlo. Seguro.

—No seas envidioso, Gus. Siempre fuiste el del mejor trasero en la banda, ahora es mi turno –le rebatió juguetonamente al tiempo que lo besaba en la mejilla—. Entonces… ¿Yoga o no yoga?

—Qué remedio –se resignó el baterista—, de momento una clase. Una –alzó el dedo índice —, porque los gemelos ya pagaron por el resto del curso.

 

—¡Ouch! –Con pesadez, Gustav se dejó caer en la esterilla de hule espuma con un sonoro ‘thud’ que hizo que un par de cabezas en la sala se giraran a su dirección—.No más, no más, me rindo, por favor. Estoy muerto –gimió adolorido. Con cuidado de no irse de espaldas, dobló las piernas en su regazo sintiendo ya los pinchazos que una hora de estiramientos lograba.

El baterista no se consideraba a sí mismo un fanático del deporte o de la salud. Se limitaba a comer sano, no excederse con el alcohol y jamás fumar. Dar una caminada diaria cuando podía o si sobraba el tiempo, correr un poco. En lo posible, conservarse en buena condición sin excederse. No más, no menos, lo que en su actual situación no parecía ser la realidad cuando jadeaba por aire como perro en el día más caluroso del verano.

—Vamos, Gus, sólo tienes que tocarte los dedos de los pies –lo intentó animar Bill, que vestido con mallas, una banda de sudor en la cabezay sin una gota de maquillaje, no parecía él mismo—. Con ánimo, yo creo en ti –se mostró optimista—. Esfuérzate más.

El baterista gruñó. –Vete al cuerno –le escupió—. Intenta tocarte los pies con un balón de playa en el estómago y entonces hablamos de si me esfuerzo o no.

—No lo molestes –interrumpió Tom a su gemelo, al ver que éste parecía dispuesto a seguir con la verborrea positiva.

—Todos, atención –batió palmas la instructora—, por parejas de papis con mamis –canturreó recorriendo la sala con ojos enternecidos al ver parejas felices— quiero que asuman la siguiente postura. –Dando el ejemplo, se sentó en el suelo con las piernas estiradas al frente y su ayudante se sentó atrás de ella sujetándola con ambas manos en el vientre—. Ahora, la intención es inclinarse lo más posible. Papis, ayuden a sus chicas con un poco de presión. Ante el menor síntoma de dolor se detienen. –Volvió a aplaudir—. Pueden empezar.

—¿Mami? –Georg, usando ropa de deporte como todos, le pasó la mano por la espalda a Gustav—. Anda, parece divertido. Prometo no inclinarte mucho, aunque debes admitir que la postura se las trae. Es sexy –susurró lo último, porque los gemelos estaban en la esterilla de un lado, divertidos como críos con aquella sesión de yoga.

—Me siento jodido, no sexy –gruñó Gustav—. Ugh, y sudado –agregó arrugando la nariz.

Para colmo suyo, un flash se disparó en su dirección.

—Calma –intentó tranquilizarlo Georg al asumir la postura que se les había indicado y abrazar a Gustav por detrás. Con afán de hacerlo olvidar, le besó en la base de la nuca. Apenas un leve contacto, pero hizo que Gustav se le derritiera en el regazo—. En casa, te lo prometo –le suplicó—, ahora sonríe.

Acostumbrados a las sesiones de fotos que estando en una banda tenían que soportar, apenas así se explicaban el cómo podían mantenerse serenos ante la intrusión del ‘trío encajoso’ como había bautizado Gustav a los dos reporteros de Für Sie y a su camarógrafo.

Presentes porque era su trabajo, retrataban el momento y lo adornaban con un reportaje escrito del que Gustav no estaba seguro si leer o usar como papel de baño para las visitas indeseadas. Por ello, con la sonrisa más falsa del mundo, posaba convencido de que sólo lo que le pagaban era un precio justo para semejante tortura.

En cuanto se dedicaron a entrevistar a la maestra de yoga y les dieron la espalda, tanto Georg como Gustav soltaron el aire contenido. –Qué patraña –se quejó el baterista—. Oh no…

—¿Qué pasa? –Apoyándole las manos en los hombros, Georg se inclinó para verle el rostro—. ¿Te duele algo? Aún no hemos empezado.

Nuh-uh –denegó el aludido—. Tengo hambre. Las niñas tienen hambre –dijo al fin con el labio inferior entre los dientes, dando un cuadro de lo más enternecedor, al menos para Georg, que le besó la sien con amor antes de decir algo.

—Sólo un par de estiramientos más y te llevo a donde quieres –le aseguró—. Que sea una recompensa merecida, no gratuita.

—Georg… —Advirtió Gustav con su tono de voz bajo y rasposo—. Hambre ya. Yo, ejem… Digo, las niñas no pueden esperar más.

—No seas crío, Gus –le interrumpió Bill, abierto de piernas y con la frente tocando el suelo—. ¿Ves? Es fácil. Sólo te tienes que estirar.

Tom, que lo presionaba con una mano entre los omóplatos y la otra cerca del trasero, se sonrojó. –Hey –se defendió al ver que sus amigos de banda se mostraban escépticos—, tiene sus ventajas.

—Pervertido –concluyó Bill.

—Lo que sea, chicos –los desdeñó Georg—. Si ellos pueden, nosotros también es por orgullo –enfatizó a Gustav, que con el tono ya sabía que iba a terminar cediendo. El mencionado orgullo de Georg podía ser estándar dependiendo de la situación. Normal en la vida diaria, pequeño ante el baterista y enorme en lo que se refería a los gemelos y algún reto estúpido.

—Corrección: Tú puedes, yo no. –Con una mano en la cintura, Gustav emitió un quejido—. Quizá en unos meses más pueda hacerlo. Ahora no me puedo ni mirar los dedos de los pies, ¿cómo piensan que me los voy a tocar?

—Con fuerza de voluntad –declaró Bill con ojos de maniático—. Si yo pude, tú puedes. Sólo inclínate y aguanta. El yoga es genial –miró a ambos lados en la sala antes de volver a decir algo—, y confía en mí, Gus. El dolorcillo que da es placentero.

—Oh, Bill –le recriminó su gemelo antes de enmudecer.

—Por favor, resérvate eso para la intimidad –hizo una mueca Georg—. No me interesa que compartas eso con los demás mientras no esté yo, por Dios. Guárdalo para las fangirls.

—Tsk –recibió en respuesta. Antes de poder replicar, Gustav le presionó el muslo—. ¿Mmm?

—Vamos a intentarlo, pero… —Tomó aire al acomodarse en postura. Incluso sin inclinarse, la barriga ya le tocaba el suelo—. Si me quedo atorado, no quiero burlas. Jamás. O te castraré sin anestesia, hablo en serio –amenazó sin mover un músculo del rostro. Georg no dijo nada, sólo tragó saliva considerando la opción de ser un eunuco. Con un estremecimiento se declaró silencioso si algo salía mal—. Perfecto.

Con los dos brazos al frente, Gustav comenzó la dolorosa labor de estirarse. Al principio unos centímetros, luego un poco más cuando por instancias de su novio, Georg comenzó a empujarlo. Poquito, pero ahí estaba Gustav tocando el suelo con los dedos, muy lejos aún de alcanzar los pies, pero igual de contento que si lo hubiera hecho.

—Esto va a costarte que me lleves a comer tacos con mucho guacamol –gimió Gustav al estirarse más, complacido de que en esa postura, el dolor de espalda, lo mismo que la tensión en el vientre bajo, desaparecía. Claro que antes muerto que anunciar eso con bombo y platillo, pero feliz. Antes se cortaba la lengua que admitir que lo del yoga no era tan mala idea después de todo.

—Lo que tú quieras –simuló Georg que no veía lo cómodo que Gustav se encontraba. A veces el baterista era tan, pero tan terco, que prefería seguir sufriendo a admitir que algo que otra persona le hubiera recomendado, funcionaba—. Sólo si prometes que volveremos al resto de las clases.

—Mmm, no sé… —Se hizo el difícil el rubio. Las manos del bajista haciendo círculos en su espalda mientras permanecía en aquella postura relajado como nunca antes—. Convénceme más.

—Eso en casa… —Susurró insinuante al deslizar las manos por la cadera y apretar—. ¿Trato hecho?

—Ugh, ¿qué pasó con eso de ‘guárdenlo para la intimidad? –Les recriminó Bill al estar acostado de espaldas y con los tobillos alrededor de las orejas. Tom a su lado presionándolo contra la esterilla en una posición un tanto extraña—. Hipócritas.

Gustav, que estaba ajeno a lo que los gemelos hacían, aceptó. –Ok, pero entonces de regreso pasamos por unos nachos… —Se paladeó el queso recorriendo las frituras—. Uh, y quiero que tengan encima unas bolas de helado de pistache.

Los gemelos y Georg sacaron la lengua ante tal platillo, pero no dijeron nada. Por el resto de la hora, observaron complacidos, como Gustav disfrutaba de su primera clase de yoga.

 

—Qué diferencia –exclamó Gustav con una sonrisa—. Esos sí son rostros.

Sin ser una multitud como la vez pasada, Georg, Sandra y él cumplían con la reglamentaria cita de los siete meses por primera vez a la luz de un día de principios de agosto. En vista de que el primer ejemplar de Für Sie reportando el embarazo de Gustav había salido con ventas instantáneas alrededor del mundo gracias a las tiendas virtuales, al revuelo que la noticia ocasionaba y a un tiraje que superaba los tres millones y medio de ejemplares, aún en espera de un re-edición dada la demanda, ya no se escondían yendo a consulta a mitad de la noche.

Sandra alegaba que ese cambio estaba mejor, porque para ella perder el tiempo lejos de su hija, además de hacer las revisiones como si fuera doctora de la mafia suturando a un capo por herida de bala en el pecho, no le iba.

Por ello, y porque Gustav alegó que quería ir sólo con Georg para disfrutar de un poco de tiempo a solas con él, estaban sólo ellos tres contemplando con adoración la pantalla en la que las niñas se mostraban por primera vez al mundo de manera nítida.

Usando tecnología de punta, la imagen en tercera dimensión que obtenían en tiempo real era asombrosamente parecida a la realidad. Conteniendo las lágrimas de emoción, así Gustav veía por primera vez a Gweny succionarse el pulgar y a Ginny abrir la boca para tragar un poco de líquido amniótico e hipar como reacción. La sensación de verlo al mismo tiempo que dentro del cuerpo experimentaba el hecho, le arrancó un gritito de alegría.

—Muy buena postura, debo decir –declaró Sandra al congelar una secuencia de imágenes alrededor del vientre de Gustav—. Observen esto. Las cabezas están descendiendo en orden así que el parto natural puede ser muy viable. Un 70% si me dejan especular o quizá 75% si somos optimistas. La cadera puede ser estrecha por ser la de un hombre, pero que sea un parto doble ayuda mucho. ¿Van a querer guardar alguna impresión? Las niñas parecen estar mejilla a mejilla así que será su primera fotografía de gemelas que tendrán. Ginny está un poco girada a la izquierda pero ambas salen bien.

—Dos impresiones, por favor… Los gemelos –se explicó Georg con un encogimiento de hombros—. Se ponen histéricos cuando no les dejamos copias de los ultrasonidos. Parece que hacen un álbum –suspiró—, yo qué sé. Tampoco me interesa tanto.

Se giró para ver a Gustav y al apretarle la mano en un gesto cariñoso, se dio cuenta de que el rubio estaba perdido en ensoñaciones.

—¿Pasa algo? –Preguntó con evidente preocupación en el tono de su voz. La noche anterior Gustav había tenido una acidez tremenda que lo tuvo en vela gran parte de la madrugada y lucía agotado por las pocas horas de sueño. En palabras de Sandra, nada de qué preocuparse, pero Georg no podía evitar sentir una opresión en el pecho por ver a Gustav con ese aspecto.

—Estoy embarazado –dijo con una vacilación al mover los labios. No fue consciente del ‘pfff’ que Sandra soltó ante tan innegable hecho que interrumpió apenas prosiguió—. Estoy asustado.

—Es el parto –apuntó la doctora porque Georg era el único que permanecía ajeno a lo que se hablaba—. No es más que un procedimiento sencillo. Si acaso algo sale mal, entrarás al quirófano de inmediato.

Gustav se retorció las manos en el regazo siguiendo con los ojos los movimientos cuidadosos con los que Sandra le limpiaba la barriga del gel que usaba para el ultrasonido, antes de atreverse a dejar su mayor temor salir libre. Decirlo en voz alta fue complicado. —¿Va a…? –Frunció el ceño con la mano de Georg entre las suyas—. ¿Duele?

—¿El parto o la cesárea? –Sandra tiró la toalla con la que había limpiado a Gustav en el canasto correspondiente. Esperando una respuesta, prosiguió a hacer las anotaciones pertinentes en el expediente de su paciente tratando de ser lo más minuciosa posible.

—Los dos… —Un nudillo cedió a la presión con un ruido seco—. No me había asustado antes porque, vamos, no pensé que pudiera llegara tan lejos. Ahora que estoy de siete meses el parto puede ocurrir en cualquier momento y no sé si estoy listo.

—No va a pasar nada malo –intentó Georg ser de ayuda con algunas palabras de aliento, pero Gustav lo calló a la primera.

—Hablo en serio. Ya lo decidimos. Si algo me pasa, tú vas a cuidar de las niñas. Todos lo van a hacer, pero… Si algo les pasa a ellas, yo… —El labio inferior le tembló una única vez—. Me da miedo decirlo en voz alta –susurró como si quisiera espantar cualquier posibilidad donde una niña o las dos no pudieran existir.

—Él no puede decirte que todo va a estar bien, pero yo sí –le dijo Sandra con los primeros rastros de su humanidad, ya que usualmente era más sarcástica que nada—. Me voy a encargar de que tengas dos preciosas niñas así que no te tienes que preocupar más que del color de ropa que quieres que usen, ¿ok?

Gustav asintió como crío regañado por su madre. –Perdón por ser tan idiota.

—Oh, cariño. –Sandra le tomó la otra mano—. Es normal. Cuando yo tuve a Suzzane estaba tan asustada de lo que podía ocurrir que mi médico me recetó tranquilizantes. Si crees que ahora estás paranoico, espera a que nazcan y no te puedas separar de las cunas porque crees que si lo haces dejarán de respirar. –Ignoró la boca abierta de Georg ante semejante perspectiva para darle un último apretón a la mano de Gustav—. Por el momento, preocúpate de estar sano y tomar las cosas con calma para que nazcan lo mejor posible. Del resto me encargo yo.

El abrazo que el rubio le dio segundos después, los reconfortó a ambos de pies a cabeza.

 

—¿Gus, estás aquí? –La cabeza de Georg se asomó a la futura habitación de las niñas para encontrarse al rubio sentado de cuclillas en precario equilibrio—. Tengo media hora llamándote –abrió la puerta el bajista, no muy seguro de entrar—. Si no querías verme, al menos podías decirme que querías estar a solas en lugar de dejar que te busque como loco debajo de la cama.

—No quepo debajo de la cama –lo sosegó Gustav con un ademán de manos que denotaba la poca importancia que le daba al hecho de haberse esfumado por horas—. Además –miró por encima de su hombro—, no te evito.

—¿Por qué no me contestabas entonces? –Cruzado de brazos, seguro de que Gustav no estaba en uno de sus raros malhumores, se acercó un poco—. Estuve así –hizo ademán de juntar el dedo índice con el pulgar –de llamar a los gemelos. –Al ver que no obtenía respuesta, se desesperó—. Ya, ¿qué pasa? Sólo te pones así cuando sientes que algo se te sale de control. ¿Qué es?

El baterista se inclinó un poco al frente. –Pensaba…

—¿Pensabas? –Georg se decidió al fin y adoptando la misma postura que Gustav, se acomodó a un lado de él para encontrar que a los pies estaba una revista. Y no cualquier revista, sino una de tantas de las de decoración que Bill les había dejado alegando que podían ser de ayuda. La que el rubio hojeaba llevaba fotografías en colores tono pastel.

—El cuarto está muy vacío. Pensaba en comprar algunas cosas. Pintar paredes. –Soltó un quejido que Georg supuso era por el recurrente dolor de espalda y por la poco inteligente decisión de estar sentado así—. No sé si esto le pase a todas las mujeres embarazadas o sólo sea yo por ser hombre pero me angustia que nazcan y no hay nada en su habitación.

—No tenemos mi pañales, seh, ¿qué con eso? Podemos ir a comprar. –El bajista le apoyó la cabeza a Gustav en el hombro y recibió con gusto la nariz de éste refregándose con cariño—. Lo haremos a tu manera: Planeamos, nos surtimos y arreglamos todo. Y llamamos a los gemelos. –Se rió con disimulo—. Que ellos carguen las cajas. Quiero verlos sufrir al armar las cunas.

Los dos soltaron sendas carcajadas al recordar que cuando se requería de armar algo, los gemelos eran unos inútiles. Bill siempre decía que lo mejor era el instinto y botaba los instructivos por la ventana ya fuera en bolas de papel o avioncitos que extrañamente volaban muy bien, lo que lo dejaba aburrido a los quince minutos con mil piezas en el suelo y pidiendo ayuda entre gimoteos desesperados. Tom tampoco era mejor. Al contrario que su gemelo, se empeñaba en seguir al pie de la letra el manual, lo que si bien producía resultados finales, tomaba horas, gritos y muchas groserías.

—Quiero pintar la habitación rosa claro con azul cielo –declaró el baterista cuando al fin se pudo dejar de reír—. En ese lado del cuarto irán las dos cunas y allá planeo poner el mueble de los pañales. Ahí –apuntó a la esquina en la que estaba el amplio ventanal –van dos mecedoras. Una para ti, una para mí. Las cajoneras irán en seguida y del otro lado quiero un pequeño librero. –Se sonrojó—. Quiero contarles cuentos, no sólo leerles revistas de la farándula.

—¿Cortinas o persianas? –Lo sorprendió Georg al preguntar.

Gustav empujó la revista que descansaba a sus pies para que Georg la hojeara. En primera plana, unas primorosas cortinas de encaje blanco. La respuesta era obvia.

—Ya sé que dije que podíamos comprar todo por Internet, pero… —Cansado al fin, Gustav se sentó en el suelo y Georg lo imitó—. Quiero ir a las tiendas como lo haría cualquiera. Tengo ganas de quejarme depies adoloridos, colores que no combinan y… ¡Comerme unos nachos del nuevo centro comercial! –Impulsado por aquel flujo de adrenalina, se intentó alzar del suelo para fallar miserablemente—. Ugh, quizá no tanto con lo de los pies…

Georg se abstuvo de comentarios. En su lugar, ayudó a Gustav a levantarse y tras mirar por última vez la habitación y apagar la luz, ambos enfilaron rumbo a su habitación dispuestos a hacer un plan maestro para decorar la habitación de las niñas.

 

—No, en serio, odio ir de compras. Llamen a la prensa, traigan a esa horrible mujer de Für Sie y al bigotudo del camarógrafo, que pienso declarar ante el mundo que odio ir a las tiendas –gruñó Bill por millonésima vez en lo que iba de la tarde.

Tom, que cargaba dos juegos de mesitas para que las niñas comieran, le sacó la lengua. –Olvídalo, ya no eres noticia. Aunque te declararas gay, te hicieras otro tatuaje y anunciaras que te separas de la banda para unirte a alguna secta, Gustav seguiría vendiendo más revistas que tú.

—Chicos, cállense de una buena vez –les amenazó Georg con ojos pesados. Despierto desde las cuatro de la mañana porque Gustav había tenido un irreprimible antojo de comer galletas saladas con cajeta e ir a buscarlas en pijamas y pantuflas no era lo mejor del mundo, cargaba a cuestas un malestar general que lo tenía intolerante a todo.

A casi todo. Todo menos Gustav, que con sonrisa fácil en labios y una bolsa de zapatitos color lila en la mano derecha, así como una rosquilla jumbo en la izquierda, curioseaba en los aparadores ansioso por comprar más.

—¿Falta algo? –Lloriqueó Tom al preguntar. Lo malo de los mall de toda Alemania era que parecían no tener una hora concreta para cerrar. Ahí estaban a las casi siete de la tarde aún recorriendo cada negocio donde vendieran artículos de bebé o relacionados con estos.

A cuestas no sólo cargaban pañales como para dos años y cinco hijos más aparte de las gemelas, sino también dos cunas, dos mecedoras, el librero, botes de pintura, cenefas, cortinas, una estación de cambio montable e infinidad de objetos más. Para colmo, el baterista no parecía dispuesto a posponer las compras para otro día y sin prestar atención a las quejas que Bill profería con respecto a que ya no sentía las piernas, entró a una tienda de maternidad.

—Ya… No… Más… Por favor… —Se desfalleció Bill en una banca, apenas vio que Gustav se iba a quedar su buena media hora viendo productos—. Me deben una tú y Gustav –le avisó a Georg con un dedo índice tembloroso—. En diez años será una historia graciosa de recordar como Gus nos llevó por todas las tiendas existentes en búsqueda del perfecto tono de rosa que quería…

—“No muy fucsia ni tampoco muy pálido” –remedó Tom al baterista, que luego de un día de oírlo repetir aquella frase infinidad de veces, ya le salía idéntica.

—… Pero hoy… —Continuó Bill como si nada—. Hoy ha sido mi pesadilla. En la noche voy a soñar que seguimos buscando mantitas hipoalergénicas, joder. –Rendido, dejó caer la cabeza en el hombro de su gemelo y así permaneció por cuarenta y cinco minutos hasta que Gustav emergió de la tienda llevando más bolsas a cuestas como si no pesaran nada.

—No me van a creer –empezó a decirles excitado de lo que había comprado—. Encontré un par de gorritos primorosos. Vienen con guantes, bufandas a juego e incluso zapatitos.

La nariz de Bill se alzó. –No hablarás en serio –semi amenazó con indignación—. Tom y yo no hemos dejado de tejer para ti. Nuestras ahijadas ya tienen ropa más que suficiente. Ya hicimos las gorras y guantes y chambritas necesarias y… Y… —Tom a su lado frunció el ceño—. Olvídalo.

Gustav sintió unas pataditas viciosas en uno de los costados. Obviamente, las niñas interviniendo.

—La última vez que vi sus creaciones no pasaban de ser bolas de estambre, perdonen si no tengo fe en que ustedes vestirán a mis hijas –los aplacó con la realidad—. En dos meses no pueden haber mejorado tanto para vestirlas.

—Hey, alto ustedes –se metió Georg en medio—. Más ropa, mucho mejor. No peleemos en pleno centro comercial. No quiero mañana salir en la portada de algún tabloide.

—Con esa gordura nadie va a reconocer a Gustav, así que no te preocupes –vociferó Bill, rojo de ira. Tomando la mano de Tom que no supo hacía quién inclinarse porque en lo personal le importaba más el cansancio que los tejidos, siguió a su gemelo a la salida.

A través de las puertas corredizas desaparecieron sin dar media vuelta.

—Mierda. –Repentinamente, la dona que comía ya no se le hizo tan apetitosa a Gustav. La tiró en el cesto de basura más cercano y tras limpiarse las manos de grasa y restos de azúcar, se sujetó a la manga de Georg—. Creo que la cagué –murmuró con tono apenado.

—No me lo digas a mí, díselo a Bill –lo consoló el bajista—. Piensa cómo se sintió el desprecio. A él realmente le interesan sus ahijadas…

—Ok, ya entendí. No ayudas –lo pellizcó Gustav—. Ugh, no pretendía… ¿Dijo que estaba gordo, no es así? –Una patadita justo debajo de las costillas le dio la respuesta adecuada—. Fue grosero.

Georg no dijo nada. Se limitó a recoger lo que los gemelos habían dejado atrás en su loca carrera. Como ya era tarde y hora de la cena además, poca gente estaba en la tienda.

—Gus, no me puedo poner de parte de nadie, pero si lo quieres, lo tienes. Fuiste desconsiderado, no mucho, pero lo fuiste. Bill fue Bill, y el resto… ¿En serio tengo qué decirlo? Las hormonas no sólo te afectan a ti. –Se acercó y lo abrazó cuidando de no ser brusco, también de que Gustav no lo pateara en la entrepierna por ser honesto—. Ahora es hora de irnos. Los gemelos no traen ni dinero y vinieron con nosotros. Deben de estar enseguida de la camioneta bufando por el clima.

—Lo sé, lo sé. –Gustav apoyó la barbilla en Georg, incrédulo de tener a alguien como él en su vida—. Voy a disculparme con Bill, con Tom también. –Tanteando entre los dos, sujetó la mano de Georg entrelazando los dedos—. Me prometiste vacaciones, ¿recuerdas?

Georg parpadeó. Recordó que en aquella misma plaza, antes de que Gustav le dijera que estaba embarazado, le había prometido tomar vacaciones ellos dos juntos a la menor oportunidad. El sabor del helado que había comido ese día le despertó recuerdos agradables. –Recuerdo –confirmó con una media sonrisa al mecerse con Gustav en un delicioso vaivén.

Por desgracia, el momento se arruinó con el flash de una cámara. Susurros lo suficientemente audibles como para que ambos se separaran, seguros de que la poca gente que aún estaba de compras, los observaba y reconocía. Cuchicheaban al respecto.

Aún así, sin mucha preocupación, salieron cargando las bolsas y tomados de la mano.

 

—Increíble… —Admitió Gustav cuando con la yema del dedo tocó el primer conjunto de ropa de bebé que los gemelos le presentaban. Tejido por ambos, ni más ni menos. Del primer intento de calcetines que más bien parecían orejas de gato cercenadas, se habían superado con creces en los últimos meses.

—Seh, bueno, estamos planeando vender nuestros diseños a alguna tienda exclusiva. –Apurando el contenido de su taza, Tom se apresuró a intervenir.

—Planeamos usar el dinero como regalo para las niñas. Nos parece justo en vista de que fueron ellas las que nos inspiraron así que no se quejen –intervino al ver que Gustav parecía dispuesto a replicar—. Ya sé que dijiste que preferías comprarles la ropa, pero… Si quisieras, al menos una vez…

—Hicimos un cambio que sólo ellas tendrán –murmuró Bill al rebuscar en la enorme caja de ropita de bebé y sacar dos trajecitos a juego pero inversos que Gustav adoró en cuanto vio. Compuestos de pies a cabeza, eran las copias contrarias el uno del otro con respecto a los colores. El contraste perfecto desde que era en blanco con tonos pastel.

—Claro que lo quiero. Es sorprendente ver lo que han hecho en pocos meses –reconoció. Georg, que era más parco, seguía extasiado con unos pequeños guantes que parecían estar hechos a la medida de una muñeca de porcelana—. Chicos, no sé cómo agradecerles.

—No es nada. –Con un gemelo a cada lado acariciando su barriga, Gustav entendió a la perfección cuando las niñas comenzaron a moverse en el vientre. De verdad que no era nada.

 

Días después, aún encantado por el resultado final en la habitación de las niñas una vez que todo estuvo en su sitio y que lo que los gemelos habían tejido estaba acomodado en el armario, Gustav no creía su suerte al inclinar el asiento del copiloto y recostado contemplar el paisaje que se sucedía ante sus ojos.

Por recomendación de Sandra, quien no veía conveniente hacer un viaje muy largo ni que tampoco tomara el avión, había decidido una semana de vacaciones en una casa en las montañas. Apenas estuvo todo listo y se pudo quitar de encima a los gemelos que le lloraban ante la mención de que se iba a ir por una semana, enfiló con Georg por la carretera.

Siete días y seis noches en las que planeaba dormir, descansar y dormir desnudo con Georg a un lado. Más no podía pedir por temor de ofender a los dioses. Era feliz.

 

—Esto no le va a gustar a Gustav… —Murmuró Bill al enterarse de que el baby-shower que planeaba hacer en honor al baterista se había convertido en una fiesta de bombo y platillo en lo más alto.

Aprovechando que Gustav y Georg se iban por una semana, el menor de los gemelos decidió que organizar el festejo en su ausencia era lo mejor. Le ahorraba tener que morderse la lengua para no hablar de más cuando se moría de ganas y le daba el tiempo suficiente para reunir familia y amigos cercanos en una pequeña fiesta.

El problema en su plan maestro había sido llamar a Jost e invitarlo, pues éste, tras comentarlo con los altos mandos en la disquera, se había ofrecido amablemente (“demasiado amablemente” se maldijo Bill al recordar el tono dulzón con el que David se lo había anunciado, igual que en cada ocasión que les anunciaba que ‘la entrevista’ pasaba a ser ‘las entrevistas’) a hacerlo en un sitio más grande con un poco más de invitados. Bill era débil, lo admitía. En su cabeza, alegre de que los regalos fueran a ser más sin contemplar las consecuencias de sus actos.

Por eso, la noche antes de la llegada de Gustav y de Georg a la ciudad, se encontraba con la maldición gitana de informarle al baterista que era el invitado de honor de su propio baby-shower al cual la crema y nata de los medios de comunicación iba asistir… Lo mismo que miles de fans, pues el evento se iba a realizar como si fuera una firma de autógrafos.

Sólo pensarlo, hacía que le doliera el estómago. Con las hormonas en revolución, Gustav le iba a dar un puñetazo en pleno rostro, que tristemente, sabía que merecía.

—Te va a matar. Resígnate –le dijo Tom sin mucho interés al aumentar el volumen de la música que escuchaba y agitar la cabeza al ritmo de Samy Deluxe.

—Nos va a matar, cariño –se le acurrucó a un costado—. Tomi, préstame atención.

—Todo tuyo –le respondió su gemelo tamborileando los dedos en su pierna. Tendidos en el sillón de la sala, así pasaron algunas horas, contemplando como verdadera opción el huir y unirse como monjes en el Tíbet para no tener que decirle a Gustav que estaba cordialmente invitado al primer baby-shower de la historia en el que iba a ser el festejado y el anfitrión en el mismo momento.

—Apuesto que se desmaya –musitó.

—Apuesto que llora –agregó Tom.

—Apuesto que se niega. –Se miraron a los ojos y gemelos como eran, entendieron que ambos pensaban lo mismo. Fuera lo que fuera, Gustav se iba a infartar.

 

—Mira, las primeras cuentas… —Recogiendo el correo de días pasados, Georg le pasó los sobres a Gustav, que sonrosado, se bajaba del automóvil con cuidado. El viaje de regreso había sido placenteroy lo demostraba con una sonrisa fácil entre labios.

—Ya se siente que es casa. Uhm, recibo de la luz, del agua, la cuenta telefónica… —Arrugó el ceño al encontrarse con una carta a su nombre y bastante extraña—. Parece que nos invitan a algún lado –le comentó a Georg mientras abrían la puerta y tras dejar las llaves en el recibidor, pasaban directo a la cocina por un vaso de agua—. “Es un placer invitarlo al baby-shower celebrado en honor de Gustav Schäfer….” Anda, los gemelos organizaron una fiesta –anunció dejando de leer la misiva para encontrarse solo en la cocina—. ¿Georg?

—En el baño… —Respondió éste a mitad del camino del sanitario—. No vuelvo a tomar dos litros de Coca-Cola si no es por una barbacoa.

Gustav no dijo nada. Se limitó a seguir leyendo la misiva, extrañado de que lo invitaran, puesto que se suponía que las fiestas en honor a las embarazadas, embarazado en su caso, solían ser sorpresa.

Tres líneas más abajo, dientes rechinando y con inicios de migraña, entendió por qué.

Cuando Georg regresó a la cocina y lo encontró sentado a la mesa con cara de matón de la mafia, retrocedió un poco, no muy seguro si el enojo del baterista iba en su contra o no.

—Ese par de idiotas… —escuchó. Ok, no era contra él. Iba contra los gemelos. ¿Qué habría hecho ese par? No los veían desde una semana atrás. Aquello era una nueva marca—. Los voy a matar –alcanzó a oír las amenazas que profería Gustav mientras sacaba el teléfono móvil de la bolsa y marcaba a Bill.

La línea sonó por largos minutos antes de que al otro lado contestaran. Una vacilación larga antes de que escuchara el acostumbrado “¿Hola?” pronunciado con timidez.

—¿Bill? Se te oye… Raro –comentó sin interés real en saber qué pasaba donde estaba él—. Hemos regresado. Bien, si acaso te lo preguntas. Gustav…

—Dile que lo voy a colgar de los calzoncillos un semáforo –juró el baterista desde su sitio, las manos hechas puño sobre la mesa—, y que después lo voy a torturar con aceite hirviendo.

—Ugh… Mierda… —Oyendo todo, Bill se estremeció—. Veo que ya se enteró.

—¿De qué? –Georg se paró detrás de Gustav y tras arrebatarle la nota que ya casi estaba hecha añicos de la mano del baterista, procedió a leer—. No entiendo, aquí sólo dice que van a hacerle una fiesta de baby-shower y que… ¡Joder!

—Oh, tú también. –llegó la voz de Bill por el auricular, muy baja, casi lejana.

—No puede ser cierto. ¿Es una broma? Tiene que ser una broma –espetó Georg con inicios de una embolia—. Gustav no puede… No puedes esperar que se quede por horas recibiendo gente, Bill. ¿Y ese lugar? Por Dios, hicimos un concierto en ese sitio hace menos de un año. ¡Es enorme!

—Seh, es que… La prensa, las fans, ya sabes… —Bill se explicó como si fuera lo más natural del mundo que Gustav tuviera su baby-shower en un estadio rodeado de miles de personas—. Tienes qué creerme. David apartó fechas, consiguió el lugar, ahora es obligatorio ir.

—No es obligatorio nada –golpeó el muro—, es más, no está bien. Algo podría pasar. Gustav está embarazado, no es… —¿Sano? ¿Correcto? ¿Adecuado? Georg se desplomó en una silla—. Hablamos más tarde. Hasta entonces, arregla algo.

Colgó.

—Gus… —Se giró para ver al rubio y lo encontró con los brazos sobre la mesa y la cabeza baja—. Gus, vamos, no te desanimes. David está imbécil si cree que te puede obligar.

—Conociéndolo, ya vendió entradas… —Gustav suspiró larga y profundamente—. Es un sueño, una pesadilla. Pellízcame porque esto no puede ser real.

—Dudo que eso ayude… —Georg lo rodeó por la cintura y suspiró igual—. Lo vamos a solucionar, ya verás. No debemos dejar que nos arruinen la llegada. Fueron unas buenas vacaciones, nadie puede echar a perder eso, ¿correcto?

Gustav rodó los ojos no muy convencido. –Correcto –asintió a regañadientes.

 

Al final, no hubo remedio. Gustav estaba en lo cierto respecto a que Jost había vendido entradas exclusivas al evento y una cancelación significaría una pérdida millonaria, por no hablar de lo decepcionadas que estarían las fans. Aún con la espalda adolorida, los pies hinchados y los cambios de humor repentinos por las hormonas, Gustav pensaba en ellas con preocupación. Por ello, para darle formalidad al asunto, firmó un contrato en donde se comprometía a estar ahí y actuar acorde al hecho de que era una fiesta en su honor.

—Mis respetos –le dijo Tom en tono de darle un pésame. El festejo tenía a la ciudad entera movilizándose y a gente de toda Alemania y países vecinos llegando.

—Parecen las bodas de algún rey –secundó Bill al apagar el televisor porque los reportajes repetían lo mismo hora con hora—. Tu embarazo es más noticia de lo que alguna vez fue la banda –habló sin malicia en el comentario.

—Créeme que no me pongo feliz por eso –gruñó Gustav. Con un tazón de helado de chocolate, sólo aguardaba que el día llegara y pasara sin muchos contratiempos.

Lo que no sabía, era lo fútil de su deseo.

 

—Mamá… Ajá, ajá… —Bushido se sostuvo el teléfono entre la oreja y el hombro mientras terminaba de leer cierto reportaje interesante—. Corta el rollo, mujer. Si no te visito es porque no tengo tiempo, no porque no quiera. Claro… Siempre hay un pay de queso esperando por mí. Lo sé…

Dejando que su progenitora siguiera con la perorata clásica de por qué nunca la visitaba, siguió comiendo del cartón de comida china que sacó del refrigerador. Los camarones del arroz sabían rancios así que los esquivó con el tenedor.

Tenedor que uso para rascarse la espalda incluso después de que se le hubiera caído al suelo, que dicho fuera de paso, estaba asqueroso con los restos de la fiesta de la noche anterior. O la madrugada anterior, lo que se aplicara mejor. El rapero no podía decir si seguía siendo domingo o ya era lunes.

Tampoco que le importara. Platicar con su madre, pese a todo pronóstico, era una de las cosas que más le gustaba hacer. Incluso aunque hablara del gato muerto del vecino, no podía evitar ser todos oídos y casi olvidar el tema de porqué la había llamado en primer lugar.

Casi, siempre la palabra mágica.

—Sí, sí… ¿Crees que tengo cinco años? Ya no dejo nada fuera del canasto de ropa sucia desde que encontré una rata muerta en mi camiseta favorita, yep. ¡Una rata! –Se carcajeó con su madre al teléfono. La comida china desde hacía rato acabada, la revista que leía mientras comía, no—. Uh, mamá, hay algo que tengo que preguntar… —El silencio se lo dijo todo—. Eres tan fácil.

Rodó los ojos ante lo que su madre soltó en respuesta.

—El asunto es… —Le cortó la plática de golpe— que viene esta chica a casa. No, no mía… Un amigo me la prestó… —Suspiró—. Sí mamá, con condón. Y sí, se prestan. Es una chica especial –recalcó con insinuación en la voz—. Quiere decir que pagué por ella en cifras de tres números… Ok, usaré cloro pero si se me cae por culpa del estropajo, me harás uno nuevo… ¿Cómo que no? Eres mi madre, me pariste... Sí mamá, dar a luz, sólo los animales paren… A veces juraría que cambias el tema a propósito.

Resignado a oír consejos en torno al sexo seguro y técnicas de limpieza más agresivas que pasarse el rayador de queso por entre las piernas, se asomó de nuevo al refrigerador para sacar el cartón de leche y sin mirar la fecha de caducidad u oler el contenido, empinó el envase… Para lamentarlo.

Estaba amarga, casi cuajada.

—No, no vomito… Es la leche… Ya sé, pero el supermercado es… ¡Ajá! –Se sentó en la mesa de nuevo para subir los pies sobre ésta—. Supongo… —Arqueó una ceja al darse cuenta de que su madre eludía la razón de la llamada—. Mujer, ponte seria. Hay un asunto grave qué tratar contigo… No, no me estoy muriendo. No, tampoco tengo cáncer. ¡Ni VIH!... Seh, siempre condón… Lo sé, pero el tío Till es un pésimo ejemplo que sacas a colación cada que te digo que tengo sexo un día sí y otro también… ¡Mamá! No es eso, por Dios santo… Ya, no son blasfemias… Tampoco el nombre de nuestro señor Jesucristo en vano, no exageres. Eres más atea que… Agnóstica, ok, es la misma. –Gruñó—. Lo que sea, madre mía. Llamé por algo en especial y tengo qué decirlo… ¿Für Sie? ¿Te suena esa revista?... ¡Yo no la compré! Alguien la dejó aquí y entonces vi cierta página… ¡Que no, no la compré! ¡Yo no niego nada! Soy muy hombre como para admitir si compro revistas de mujer, que no es el caso… Sí… Lucías genial, en serio. Siempre tan joven… ¡Mamá!

Se quitó el teléfono del oído un par de minutos hasta que se tranquilizó.

—Y la pregunta del millón es a quién conoces en esa fotografía… Dime, ¿es un hospital?... Es la misma… Bueno, no es la misma. Clínica de maternidad, ajá… Madre, no puedes sólo ir y presentarte como su suegra o abuela o lo que sea… ¡Obviamente ya lo hiciste!... Piensa un poco, cualquiera… No, ¡no! Cualquier podría imaginar cosas que no son si saben que soy tu hijo. ¡Tu hijo!... –Soltó una palabrota ante el recordatorio de que no se podían imaginar cosas que no eran cuando sí, sí eran—. No, no lo he visto desde entonces… ¿Ya patean? Uhm, wow… Lo juro, desde entonces no sé nada… No, sólo la revista. Está enorme... Bien, muy embarazado. Muy con muuuy... ¿Y qué quieres que haga?... ¡Me importa un pito qué tan agradable sea ése!... Yo le digo como quiero… Bien, bien, Georg, ¿contenta?... –Escuchó regaños por largos minutos, uno tras otro. Su madre podía ser la persona más dulce y afable del mundo, pero enojada no se cortaba ni un poco—. Madre, ese no es el asunto… Serán tus nietas, pero nada… No, escúchame. Nada tienes de derecho de andar saliendo en revistas como esta basura… —Al decirlo, agitando la FürSie de ese mes con rabia—. Genial contigo, caray… ¿Sabes qué?... No, escúchame tú a mí, ¿sabes qué voy a hacer?... Exacto, espero estés contenta… ¡Claro que no quiero que estés contenta! –Contempló la idea de estrellarse la cabeza contra la mesa—. ¡Estoy siendo sar-cás-ti-co!... No me vengas con cuentos. Tú sabes que ésa es una patraña… ¡Y una mierda!... Ya soy mayor, digo todas las palabrotas que quiero… ¡Claro que no! –Ante la acusación de que como mayor debía hacerse responsable de sus actos, se sulfuró—. Él no me quiere… ¿Y qué quieres que haga? Tú lo viste, son felices, yo no tengo nada que… Claro, mete a los niños en esto… Seh, niñas, lo que sea… ¿Qué me importa si tienen nombres?... Dilo pues… Sí, muy lindos, ¿es todo?... No me voy a meter a arruinarle la vida sólo porque tú quieres que lo haga… ¡¿Cómo que ya se la arruiné?!... ¿Y entonces por qué sale tan sonriente en esa revistucha?

Harto al fin, colgó el teléfono de golpe. Aquella discusión le había hecho sudar la gota gorda.

Decidido a tranquilizarse antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirse, gritó una palabrota de frustración cuando el teléfono comenzó a sonar.

—¿Mmm? –Contestó con un ruido gutural—. Yep, yo también lo siento. Ma, por favor… ¿Eso quieres?... ¿En serio? –Se pasó la mano por la cabeza—. Ok, princesa… Paso por ti. Adiós… Sí, besos a ti también… —Sonrió un poco—. Aw, mamá, sabes que yo también te quiero…

 

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