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Vitamina G por Marbius

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Notas del capitulo:

Hooondo, ronroneos, fortaleza.

Lo que llama; la sangre, la naturaleza

 

—… No, no, siguen sin gustarme… —Sentado en la tapa del sanitario que estaba en el segundo piso mientras jugaba nervioso a enrollar y desenrollar el papel de baño, Gustav hablaba por teléfono con Bushido. La conversación que en un principio pensó sería de lo más incómoda, siendo en realidad un alivio—. Ni me hagas recordarlo. Esa resaca me duró hasta el día siguiente. Dimos un concierto después que no tengo ni la menor idea de cómo terminó… No, duh… Lo tengo prohibido… Cualquier doctor en sus cabales diría lo mismo… Seh… —Hablando de viejas historias, tras dos horas al teléfono, ya ni recordaba porqué habían terminado hablando del tiempo en que estaban juntos y ‘vivían la vida loca’ como al rapero le gustaba llamar a las borracheras que habían compartido—. ¿Recuerdas cuando…? –El sonido de alguien tocando a la puerta lo hizo interrumpirse—. Espera un poco…

—Gus… —Al otro lado, Georg apoyaba la frente en la madera—. La cena ya está lista… Si quieres… —Para nada estaba inseguro, se repetía. Nervioso sí, pero no pasaba de ese punto. Era normal porque eran Gustav y Bushido, porque tenían una historia juntos y porque Gustav iba a tener a las hijas del rapero, pero nada más. “Nada más” musitó apenas moviendo los labios.

—Dame unos minutos, ya termino –escuchó la contestación amortiguada a través de de la puerta.

Resignado, se sentó en el suelo a esperar. Del baño le llegaban los sonidos de voces apagadas y alguna ocasional risa que no podía sino ponerlo a elucubrar teorías ridículas donde Gustav se fugaba por la ventana y lo dejaba para irse con Bushido.

Quería ser respetuoso dándole al baterista su propia privacidad, pero no podía evitar que algún fragmento de conversación, alguna palabra que se elevaba octavas del volumen habitual, le llegara de pronto y lo tuviera pegando más la oreja para ver si captaba más.

Sumido en macabras reflexiones, apenas fue consciente cuando la puerta se abrió y Gustav casi se lo llevó entre las piernas al no poderlo ver por debajo de la barriga. En un segundo ya estaba de pie y tratando de componerse para no parecer que estuviera espiando o algo así.

—Yo… —Se calló al ver que se perjudicaba más diciendo algo; la ceja inquisitiva del rubio alzándose en su máxima expresión—. Ok, no estaba espiando… Intencionalmente. Quizá sólo un poquito –admitió al fin casi juntando los dedos índice y pulgar.

—Sabes que no te tienes que… —Bostezó Gustav con la boca abierta—. Perdón. Lo que digo es que no te tienes que preocupar en lo más mínimo. –Dejándose tomar del brazo, él y Georg comenzaron a descender las escaleras con rumbo a la cocina. Apenas estuvo en la planta baja, babeando como San Bernardo al captar el delicioso aroma de una ternera asada y papas rellenas.

—Yo no me preocupé –mintió Georg—, sólo no quería que bajaras tú solo. No quiero cargar en mi consciencia que resbalaste por las escaleras y te rompiste el cuello o algo así.

—Qué positivo –ironizó el baterista al alcanzar una silla de la mesa y dejarse caer de golpe en ella—. Casi podría jurar que oí un rechinido –masculló. Georg ni le respondió, que en efecto, él también había escuchado como la madera se quejaba.

Desde antes del embarazo, Gustav ya era robusto. Admitiéndolo, tenía una complexión que a menos de estar en crisis con la hambruna, no lo iba a hacer verse delgado. Georg lo quería como era, sin excepciones, pero era el mismo Gustav el que no podía sino sentirse ofendido por el modo en que las gemelas le hacían ganar peso. Juraba y en ello había pasado interminables horas discutiendo con Georg, que estaba tan gordo que se le salía el trasero por los dos lados de los asientos. Por fortuna, el bajista había sido lo suficientemente inteligente como para darle un sonoro beso en cada glúteo y callarlo haciéndole olvidar el tema como mejor sabía.

Sólo de recordarlo, a Georg le hervía la sangre con deseo.

—Bushido va a venir el día último del mes –habló de pronto Gustav, dejando a Georg anonadado y sin saber qué hacer o decir.

—¡¿Q-Qué?! –Alcanzó a articular en medio proceso de abrir el horno—. Pero ese día…

—Lo sé, lo sé, pero el insistió. Además –explicó como si fuera lo más obvio—, él está a la mitad de una serie de presentaciones en Austria. No va a estar de vuelta sino hasta esa fecha. Retrasar más los días sería una pérdida de tiempo.

—Díselo a los gemelos –gruñó Georg al sacar el estofado del horno y dejarlo sobre la estufa, para luego con una patada cerrar la puerta—. No les va a caer nada bien que Bushido esté aquí para su cumpleaños.

Llegada la fecha y a modo de agradecimiento, tanto Georg como Gustav habían decidido celebrar el cumpleaños de los gemelos en su casa. Algo pequeño, un ambiente entre amigos. Unas cervezas, unas pocas de botanas y dormir hasta tarde con el control de xBox en la mano, nada muy extravagante, sólo un recuerdo de días pasados porque como bien dijo Bill, “en cuanto las gemelas lleguen, adiós noches de chicos”.

Dado que los gemelos iban a estar en su casa con su madre y su padrastro el primero de septiembre, habían acordado celebrar el treinta y uno de agosto y pasar la noche ahí para despedirse en la mañana.

De sólo recordar encuentros pasados, a Gustav le daban ganas de darse en la cabeza contra la mesa. Bushido había estado de acuerdo, seguro de que si querían llegar a un punto neutral que los dejara a todos felices, lo más conveniente era limar asperezas. Por desgracia, al baterista no estaba seguro ni de cómo reaccionarían los gemelos o el costo que tendrían los estropicios una vez que todo cruzara la línea del nivel físico con el primero de los puñetazos.

—Georg… —El mencionado se giró para encontrar a Gustav con un brazo apoyado en la mesa y la cara en la mano—, estoy pensando que no fue tan buena idea.

El bajista no respondió. En su lugar, sirvió los platos en los que iban a comer y tras dejarlos uno frente a Gustav y uno frente a su asiento, soltó un ‘pfff’ largo y sonoro.

—¿Realmente importa? –Preguntó con ligereza al cortar un poco de la carne y comer—. Delicioso… —Se deleitó—. Antes de que llegue Bushido les damos a los gemelos un poco de jarabe para la tos. Ya sabes como son –desdeñó con un movimiento del tenedor—, quedarán felices y somnolientos. También les daremos mucha cerveza. Ebrios son como dos gatitos jugando con bolas de estambre.

Los labios de Gustav se fruncieron en una pequeña sonrisa que su dueño no quería dejar salir.

—Y si ese no funciona –agregó el bajista—, que Dios nos ayude…

 

Treinta y uno de agosto o el día del juicio final en el que los jinetes del Apocalipsis entrarían a la vida de Gustav y la harían trozos tan pequeños que ni con pegamento industrial, pinzas y una lupa lograría regresarla a su estado anterior.

El baterista no sabía cómo definirlo mejor cuando escuchaba el timbre de la puerta sonar y veía las cejas de los gemelos fruncirse sin remedio.

—¿Alguien pidió más pizza? –Preguntó Bill al dejar el control de la consola en el suelo y estirarse. Al ver que Gustav se ponía en pie para abrir, lo instó a seguir sentado.

—Chicos –carraspeó Georg mientras Bill buscaba los zapatos para ir a la puerta—, tenemos una sorpresa para ustedes.

—¿Una desnudista? –Aventuró Tom con un brillo en los ojos, recibiendo al instante un golpe de su gemelo—. ¡Hey! No perdía nada con intentarlo…

—No, ehm, verán… —Por no haber pausado el juego, el vehículo que Georg conducía se estrelló en la barrera de contención—. ¿Recuerdan cuánto queremos a Gustav? –Asentimiento sin dudas—. ¿Y también lo mucho que deseamos su bien? –Otro asentimiento—. ¿Y verdad que…?

El baterista lo interrumpió. –Bushido.

Bill se hizo la señal de la cruz; ateo, agnóstico, budista o fiel seguidor del club de Nena, pero aquel nombre la traía pésimos recuerdos. –Ugh, acabo de comer –hizo una mueca.

El timbre volvió a sonar. —¡Feliz cumpleaños! –Sonrió con todos los dientes Georg. Un gesto que tenía más de mueca que otra cosa.

—No lo creo hasta no verlo –protestó Tom. Tras tomar el último trago de su cerveza y oír por tercera vez el timbre sonando, se levantó para abrir la puerta.

Segundos después un portazo. Georg y Gustav sentados en el sillón, inseguros de hablar porque Bill tamborileaba los dedos sobre su rodilla y parecía poco dispuesto a aceptar bromas como la que creía que le estaban jugando sus amigos.

—Ehm… —Parado en el marco de la puerta con una enorme caja de regalo decorada en papel brilloso y un moño rojo, Tom parpadeó un par de veces—. Miren lo que me trajo Santa Claus –intentó reírse de su propio chiste, fallando miserablemente.

Bill se puso de pie en menos de un segundo. Gustav se giró no queriendo ver la escena; si alguien iba a caer como costal de papas noqueado en su sala, prefería no ser testigo.

—No es cierto –murmuró el menor de los gemelos, justo a tiempo para ver a Bushido entrar a la habitación llevando otro regalo en brazos—. Ni-de-bro-ma –dijo apretando la mandíbula. Se giró para encarar a Gustav, que cansado de aquel drama, soltó un suspiro—. Tú lo sabías, ¿no? ¿Y aún así nos invitaste a tu casa? Qué bajo, Gus. No lo hubiera creído jamás de ti.

—Lo que sea, Bill –intentó apaciguarlo su gemelo—. Viene en son de paz.

—¡Paz mis… Calzones! –Gritó enfurecido Bill.

—¡Bill! –Se puso de pie Georg—. Ya basta.

—Los tres, cállense de una vez –gruñó Gustav al presionarse un costado y contorsionar la cara de dolor—. Todos en esta habitación somos adultos, por favor, comportémonos como tales.

—Pero Bushido… —Se quejó Bill en un tono cercano al de un crío de cinco años que montaba una pataleta esperando complacer su capricho infantil.

—Nos trajo regalos, idiota –siseó Tom, sacudiendo la caja que llevaba en brazos.

—Es un equipo de audio para tu automóvil –lo codeó Bushido en el costado y a Tom se le iluminó la cara en un segundo.

—Prostituta –recriminó Bill a su gemelo—. Te dejas comprar por nada.

Tom lo ignoró al abrir la caja y encontrar que en efecto, era un sistema de sonido completamente equipado listo para instalarse. Sólo pensar en eso y soltó un chillido propio de una fangirl. –Genial –murmuró con aprobación.

A Bill le vibraron las aletas de la nariz al tomar aire; los puños cerrados con fuerza al tragarse las ganas de tumbar unos pocos de dientes.

—Yo lo invité –declaró Gustav con voz neutra—, y es tan bienvenido a mi casa como lo son Tom y tú. Vas a tener que aceptarlo.

El menor de los gemelos ya no respondió. Tal como se había levantado, se dejó caer en el sillón con cara de haber sido regañado.

—Mucho mejor –aprobó Gustav con un largo suspiro—. Si estamos todos aquí juntos es porque… —Se pausó buscando las palabras adecuadas—. Porque creo que es lo correcto y… —Aplaudió fuerte viendo que Tom seguía embobado contemplando su regalo—. Como les decía –continuó una vez tuvo su atención de nuevo—, creo que deberíamos zanjar diferencias y comportarnos como gente civilizada.

Bill pareció a punto de replicar acalorado, pero una mirada severa de su gemelo lo mantuvo quieto en su sitio.

—Como dijo Bill –aceptó Tom—, soy una prostituta. A mí ya me compraron.

—Asqueroso –torció la boca su gemelo—. Eres de lo más desagradable.

—Hey, es serio. –Gustav barrió la habitación con los ojos antes de seguir hablando—. Lo hemos hablado. Tanto si están de acuerdo como si no, Bushido va a estar en la vida de las niñas. Él lo quiere así, Georg también y yo lo acepto.

—No veo entonces porque nos incumbe –replicó Bill al cruzarse de hombros—. Si ya está decidido no sé entonces porque Tomi y yo estamos de por medio.

—Porque son importantes para nosotros, idiota –le espetó Georg con exasperación—. No queremos su aprobación, sino que entiendan.

—Son mis hijas –aprovechó Bushido para decir.

—Pero… Al menor de los gemelos le tembló el labio inferior. Tom le presionó la mano en la rodilla y con una mirada se lo dijo todo. El mensaje implícito de “déjalo ir” clarísimo—. ¿En serio, Gus? –Se giró a ver al baterista, que parecía apenado por como iba transcurriendo la tarde.

Un asentimiento le bastó como respuesta.

—Bien –aceptó al fin. Bajó los ojos a su regazo para tratar de asimilar todo lo que estaba pasando. No le dio tiempo cuando vio dos pares de pies enfrente de él y unacaja alargada que le era depositada encima de las piernas—. ¿Qué?

—Un regalo –se encogió de hombros Bushido—. Sólo por si acaso.

Bill no pudo sino admitir que el rapero tenía un extraño sentido del humor, cuando al abrir el presente encontró un bat de béisbol nuevo.

 

—Vaya… —Sandra examinó de pies a cabeza al recién llegado. Acostumbrada a que Gustav podía llegar con las compañías más peculiares del mundo, apenas si pudo contenerse en esta ocasión cuando estuvo enfrente del rapero al que apenas le llegaba al pecho.

—Adivino, ¿quieres autógrafo para tu sobrina? –Dijo Gustav apenas entraron al consultorio. Esa sobrina de Sandra iba a pertenecer a la próxima generación de groupies si no la cuidaban bien.

—Y si no es mucha molestia –la doctora se puso roja hasta la raíz del cabello—, también uno para mí. Soy una fan –admitió con voz pequeña-. Electro Ghetto es el mejor disco del jodido mundo.

Los gemelos, que también venían de compañía, soltaron risitas. Regresando de un fin de semana con sus padres, ahora estaban convertidos en lapas pegadas a Gustav y Georg.

Media hora después, ya con la bata puesta y el vientre al aire tras haber sido examinado por Sandra, Gustav esperaba por el ultrasonido. Después de un par de meses de ya haberse acostumbrado al gel helado que le untaban en la barriga, la experiencia resultaba de lo más agradable.

—La prueba de oro –declaró Sandra al encender el monitor y comprobar que todos los presentes en la sala le clavaban los ojos a la pequeña pantalla—. Veamos si Bushido reconoce algo.

—Georg lo hizo –presumió Bill con petulancia y Bushido le tiró del cabello—. Auch, yo sólo digo…

Apenas se empezaron a mostrar las imágenes, los ruiditos de emoción subiendo de nivel.

—Wow, qué buena postura –elogió Sandra a nadie en particular. Bajando el instrumento un poco más, enfocó la zona pélvica en donde dos masas oscuras, presumiblemente las cabezas, se acomodaban—. Son listas. El parto no será sino hasta dentro de un mes, pero están asumiendo la postura.

—¿Postura para qué? –Preguntó el rapero con un extraño sentimiento atorado en el pecho. No podía decir precisamente que era devoción infinita por sus hijas, pero si un amor que crecía con cada movimiento que veía en el monitor.

—Para el parto –respondió Sandra.

Bushido parpadeó confundido. —¿Qué parto? –Volvió a la carga no muy seguro de estar entendiendo. Los ojos que se le clavaron encima como dardos lo cohibieron—. Hablan de que Gustav… ¿Es posible?

—Técnicamente, no. La cadera es estrecha por ser de varón, pero contamos con la ventaja de que son gemelas y pesarán y medirán menos que un bebé normal al nacer. El parto natural es viable en un setenta por ciento aproximadamente –explicó Sandra.

Todos en la habitación se estremecieron ante la idea de Gustav dando a luz con sangre, sudor, lágrimas y gritos; un cuadro para nada placentero si tomaban en cuenta que el baterista podía ser de lo más estoico y al mismo tiempo de lo más sensible al dolor.

—Hablando de eso… —Sandra, tras terminar de limpiar el vientre de Gustav del gel y ayudarlo a sentarse, le extendió unos cuantos folletos. Al ver la cara de perplejidad que ponía, se explicó—. Te puede interesar. Un curso profiláctico es aconsejable para madres primerizas.

—No soy madre –masculló Gustav por lo bajo.

—Pero sí primerizo –rodó los ojos Sandra—. Puedes aceptar no tomarlo, pero no te lo recomiendo.

—¿Qué es eso de profi-no-sé-qué? –Cuestionó Bill hablando por todos en la sala de exploración.

La doctora se contuvo de arrearles un golpe a todos por ignorantes. –Veamos si recuerdan –se frotó la barbilla—. Respirar, relajarse y pujar, ¿alguien?

—Como yoga pero menos erótico –explicó Gustav al ver que los ojos de los gemelos se encendían. Prefería no enterarse de lo que ese par hacía con la recién adquirida elasticidad en los músculos—. Son técnicas de respiración y relajación para disminuir el dolor y los nervios.

—¿Es obligatorio? –Tom se presionó la nuca—. Digo, Gustav tiene alta resistencia al dolor… Creo.

—Uhm –desdeñó Sandra—. Cuando te rasgas como una media vieja no eres tan tolerante al dolor. –Ignoró las muecas de desagrado ante su comentario—. Como dije, no es una obligación, pero Gus –le tomó la mano al aludido—, como tu doctora, te recomiendo que vayas al menos a un par de clases. Si aún quieres el parto natural…

—Claro que todavía lo quiero –afirmó el baterista.

—Entonces te anotaré en las listas. La dirección está en los folletos. –Tomó la tablilla donde el expediente del rubio estaba en primer plano—. Lo segundo en mi lista de pendientes es… La fecha del parto. Como has decidido un alumbramiento natural, sólo queda esperar.

—¿No tiene una fecha? Más o menos, quiero decir –preguntó Bushido esperanzado. Gustav ya le había dicho que se esperaban para octubre, antes de los primeros quince días, pero que por ser mellizas se reducían unos días al calendario. La ilusión de que nacieran cerca de su cumpleaños era un aliciente que lo ponía a sonreír con emoción cada que lo recordaba.

—Calculo entre el veinticinco de septiembre y el nueve de octubre. –Sandra se presionó el tabique nasal—. Es difícil decir. También podrían salirse de esas dos fechas. Como todo, la naturaleza será sabia.

Todos suspiraron; esa respuesta ya la habían oído antes.

 

—Georg… —El mencionado apenas si respondió con un ‘uhm’ desganado—. Vamos, no seas así. Ya habrá otras oportunidades de que vengas…

—Lo sé –respondió el bajista con desánimo. Se dejó envolver en los brazos de Gustav en torno a los hombros—. No me hagas caso.

—Imposible –lo descartó el baterista al besarle la mejilla—. No si te pones así.

El mencionado Así era debido a Jost. Aquel era el día en que la primera clase del curso profiláctico daba comienzo y también el día en que a David se le había ocurrido que era necesario corregir unos cuantos acordes en la música del nuevo disco. Por ello, Tom y Georg tenían que ir al estudio y pasar todo el día hasta que su manager estuviera de acuerdo con quitarles los grilletes y dejarlos ir.

Más deprimente aún era que Gustav no iba solo, sino acompañado de Bill y de Bushido. Los celos se lo comían apenas con pensarlo.

—Anda, te traeré algo si quitas esa cara –lo intentó animar Gustav—. De regreso te compraré un poco de pollo de frito y una malteada de vainilla.

Georg se rió. –Eso es lo que tú quieres…

—Seh, bueno –se explicó Gustav—, ya oíste a Sandra. Necesito ganar un poco más de peso. Esa mujer siempre dice lo mismo –rodó los ojos—. Le voy a mostrar mi trasero la próxima vez que lo mencione.

Georg ya no dijo nada. Aprovechando los últimos cinco minutos antes de que Tom llegara a recogerlos junto con Bill, abrazó a Gustav hasta que el resquemor que sentía en el corazón se tranquilizó.

No del todo, pero algo ya era bueno.

 

—Respiren hooondo y exhalen de nuevo. Así –alzó los brazos la instructora al ir recorriendo las filas de mujeres embarazadas, en su mayoría acompañadas por sus esposos, e ir corrigiendo los errores que veía.

Gustav estaba tendido en una esterilla de hule espuma pensando que aquello era estúpido. Más que estúpido; de idiotas. Estar respirando le daba más hambre; de tanto tragar aire con las dichosas inhalaciones pausadas se le estaba formando un agujero en el estómago que sólo un hot-dog con doble ración de papas podría solucionar.

—Gusss –siseó Bill al sacarse el almohadón que se había puesto debajo de la camiseta y rodar hasta quedar a su lado—, tienes que respirar hooondo.

—Hooondo te voy a meter el…

—Contrólate, Schäfer –lo tranquilizó Bushido al tomarlo de la mano pese al ceño fruncido de Bill.

—Tal vez tienes razón –gimió Gustav al contar los segundos que supuestamente debía esperar antes de volver a inhalar profundo de nuevo—. Pero es estúpido.

—Ten en mente la cicatriz de la cesárea –le recordó Bill—. Mejor aprende a hacer esto si no quieres maldecir a Georg en el momento del parto por haberte embarazado.

Bushido carraspeó. –No creo que sea a Georg al que deba a maldecir.

—Lalalala –cantó fuerte Bill al taparse las orejas—. Yo no escuché eso, no me interesa, lalalala.

Gustav rodó los ojos. Al menos no se estaban arrancando las cabezas el uno al otro; era un progreso por el cual estar agradecido.

Sólo que tendido de espaldas, ansiando comer como si estuviera famélico y extrañando a Georg como loco, no podía estar más que desosegado. Bill y Bushido eran buena compañía; complacían cada uno de sus caprichos, empezando por haberse estacionado en doble fila enfrente de McDonald’s sólo para comprarle un helado de cono antes de que la clase diera comienzo, pero no eran Georg.

Con recordarlo, le daban ganas de acostarse de lado y mandar al cuerno las malditas respiraciones. La instructora ya lo tenía fastidiado con sus buenas intenciones e igual no veía cómo el estar boqueando por aire igual que un pescado le fuera a ayudar en lo más mínimo.

—Creo que al menos debemos intentarlo un poco –lo sacó de su mutismo Bushido, al presionarle la mano en el hombro e instarlo a proseguir.

—Me siento como un idiota –se quejó Gustav al respirar como se suponía debía hacerlo y toser con fuerza después—. Genial, un idiota que no sabe ni cómo respirar.

—¿Algún problema? –Llegando desde ningún lugar, la instructora se ofreció a ayudar—. Si esa postura no sirve, podemos intentar otra. Colócate recostado con la espalda en el pecho de tu pareja, así –indicó ajena al hecho de que ponerse así podía ser demasiado íntimo para Gustav y Bushido.

—Oiga, ellos no son… —Negó Bill antes de verse ignorado.

—Tienes que abrazarlo desde atrás. –Rodeado en brazos por Bushido, la cara de Gustav se encendió, más cuando las manos del rapero dejaron sus hombros para irse a posar en el vientre—. Ahora sí, respira. Te será más fácil.

Sin esperar si funcionaba o no, prosiguió con una pareja a dos esterillas de distancia que estaba en dificultades para lograr algún avance.

—Patean, creo –dijo Bushido al mover las manos por encima de la camiseta de Gustav y percibir los ligeros golpes que recibía—. Wow, eso es…

—Genial, claro. Traigan el premio al padre del año. Ahora quita tus manotas –amenazó Bill de mala cara. Una cosa era aceptar que el rapero tenía derechos por ser el progenitor y otro muy diferente dejarlo que tocara a Gustav—. No lo voy a repetir.

—Bill, por Dios –se molestó Gustav—. No está haciendo nada.

El menor de los gemelos se puso en pie. –Si yo fuera Georg, esto no me gustaría. Para nada –y sin esperar respuesta, dio media vuelta y enfiló fuera de la habitación.

Estático ante su reacción, Gustav apenas si atinó a quitar las manos de Bushido de su vientre y bajar la cabeza. –Lo siento –se disculpó apenado—, es muy íntimo.

—No, está bien. –Bushido se apartó porque para Gustav era imposible moverse sin ayuda—. Iré a buscarlo y creo que a pedir disculpas. La princesa se esfuerza, tengo que darle crédito –concedió metiendo las manos en los bolsillos del pantalón y encogiéndose de hombros—. ¿Estarás bien si te dejo aquí?

Gustav hizo un gran aspaviento para tragar aire. —¿Lo ves? Yo puedo solo. No hay problema.

Viéndolo enfilar por la misma dirección que Bill segundos antes, soltó el aire.

Si la cálida sensación que lo invadió fue por la técnica de respiración o por el abrazo en el que se había visto envuelto, no lo sabía. Por alguna extraña razón, pensar al respecto no parecía lo más adecuado. Le bastaba con recostarse en la esterilla y cruzar los pies encima uno del otro.

Para él, eso era relajarse.

 

—Yo, uhm, bueno… —El papá de Gustav estrechó la mano de Bushido con formalidad casi asfixiante. La tensión en el jardín alcanzando los puntos de una bomba de hidrógeno siendo liberada.

Una semana después del cumpleaños de Bill y Tom, llegó el de Gustav y con ello la familia, tanto suya, como la de Georg y los gemelos. No muchos invitados. Apenas los suficientes para acabar con la tarta y tener el pretexto de hacer una nueva barbacoa en el jardín.

También para introducir a Bushido ante los demás. No la más cálida de las bienvenidas dado lo pasado en los últimos meses, pero al menos mejor que la reacción de Bill antes.

—Papá, sé natural –lo reconvino Gustav al observar la escena—. No olvides que es mi cumpleaños. Deja que sea mi regalo –pidió en voz baja.

—Sí, por supuesto –exhaló el hombre mayor al actuar con madurez y no taclear al cabrón que había embarazado a su hijo. Con todo, respetaba las decisiones de Gustav. Excusándose porque aquella presentación le había crispado los nervios, se dirigió rumbo a la hielera de donde sacó una lata de cerveza y en lugar de beberla, se la colocó en la frente.

—Esperaba que me partiera la boca –admitió Bushido al pasarse la mano por el cuello—. No que me fuera a oponer…

Gustav denegó con la cabeza. –Pienso mucho en eso. No mereces que te recriminen. Nosotros terminamos antes de que… Yo no te dije hasta que fue muy tarde. –Se giró para ver al rapero de frente y algo dentro de él hizo clic; la pieza que faltaba en el rompecabezas cayendo en su lugar—. Es gracias.

—¿Gracias? –Bushido preguntó sin entender.

—Ya sabes. –Gustav enrojeció de pies a cabeza—. Si soy lo que soy ahora es por lo que he vivido. Gracias por eso… —Bushido lo intentó animar dándole un golpe con el hombro con tan mal tino que casi lo tiró al suelo.

—Mierda, perdón –se disculpó al rapero—. Vaya manera de romper el momento.

—Yo diría que vaya manera de romperme la cadera –se quejó Gustav al encontrarse en dos pies balanceando los veinte kilos que cargaban en la barriga.

—Mi madre me mataría –dijo el rapero en voz baja—. Peor aún, Georg me mataría, los gemelos torturarían mi cadáver y tu familia bailaría en mi tumba…

—No creo que te lleguen a enterrar –comentó Gustav con tono indiferente, ignorando que a Bushido se le salía de su lugar la mandíbula—. Es broma, es broma, no lo tomes en serio.

—Cuando eres rapero, las bromas de muerte las tomas en serio…

—Ya empezamos de nuevo con la vida del rapero, volumen uno –los interrumpió Clarissa al llegar por detrás y darles sendos besos en las mejillas—. Justo a los dos que quería ver…

El tono con el que lo dijo, le erizó a Gustav los vellos de la nuca. Clarissa era como otra madre para él; de conocerla poco, ya la quería mucho, no se podía evitar, pero al mismo tiempo había aprendido a temerle a sus ideas.

—Sé que es un poco apresurado, que ustedes dos apenas están superando las viejas heridas pero… Este asunto me tiene inquieta –admitió.

—Mujer, ya suéltalo –le quitó importancia Bushido. De lado a lado, los demás invitados estaban demasiado entretenidos comiendo pastel y platicando entre sí como para prestarles atención.

—Gustav, ¿ya pensaste cuál va a ser el apellido de las niñas?

Al baterista se le contrajeron los labios. —¿Qué quieres decir con eso?

Clarissa tomó aire antes de hablar. –Me refiero a que el apellido Ferchichi está a tu disposición si quieres llamar así a las niñas.

—No gracias –rechazó el ofrecimiento Gustav con toda la cortesía que podía juntar en ese momento—. Es imposible.

—¿Georg les va a dar el apellido? –Preguntó la mujer no quitando el dedo del renglón. Al rapero le presionó el brazo, pero ella decidió ignorarlo.

Gustav denegó con lentitud. –No, tendrán el mío. Son mis hijas.

—También las hijas de mi Anis –recalcó Clarissa con voz tensa—. Sólo pienso que podría ser una posibilidad si así lo gustas. No te quiero obligar, Gustav, sólo…

—Extrañamente, eso es lo que parece –estalló Gustav en un arranque hormonal. Se odió a sí mismo cuando la voz se le quebró, la emoción contenida de tantos meses apretando el llanto tan dentro de sí que se sintió demasiado miserable como para no llorar. Con la voz quebrándosele, atrajo la atención de todos en la fiesta, que se quedaron petrificados viendo una escena que no entendían—. Son mis hijas antes que de nadie. Les voy a poner mi apellido. Son Schäfer, le pese a quien le pese.

Clarissa carraspeó. –No me malentiendas. Yo no dije eso. Simplemente sugerí que…

El rubio no la dejó terminar cuando dio media vuelta y abandonó el jardín trasero en grandes zancadas para luego encerrarse en el baño.

Apenas cerró la puerta detrás de sí, se apropió del papel del baño. Grandes tiras que usó para limpiarse los ojos y sonarse la nariz.

Por primera vez en meses deseando haber abortado desde un principio para así jamás darle cabida a nadie en su vida. Estaba harto de las intrusiones de las que era objeto porque el que no se sentía con obligación de velar por él, sentía el derecho.

Al instante se arrepintió de siquiera considerar el estar en ese mismo día sino era embarazado. Se dijo que era la presión, aunque muy dentro entendía que creer en los utópicos finales felices era inútil. O era todo o era nada y él lo deseaba todo.

Un toque sobrio en la puerta le dijo todo. No dio respuesta, no alzó la cabeza del pecho, no se movió cuando al final Bushido entró al baño con él y cerró la puerta apenas sin hacer ruido.

—Lo siento –fueron sus palabras—. Mi madre, ella cree que si no peleamos por las niñas… No sé… Llegará el punto en el que no podamos tener algún derecho sobre ellas. Oficialmente son de Georg y jamás nos atreveríamos a decir otra cosa a oídos indiscretos, pero está asustada. –Tomando la toalla de manos, se la tendió a Gustav para que se limpiara el rostro húmedo—. Ella está arrepentida. Quiere disculparse por arruinar tu cumpleaños.

Con la cara cubierta por la toalla, Gustav denegó. –No pasa nada. Fui yo el que reaccionó mal.

Bushido se sentó en el borde de la tina y sus rodillas rozaron las de Gustav. —¿Estúpidas hormonas?

Gustav sonrió muy a su pesar. Sí, estúpidas hormonas. Luego de lavarse la cara y las manos, volvió a salir. El resto de la tarde tan tranquila como en un inicio.

Cuando al fin todos se despidieron y Clarissa le dio sus propias disculpas, Gustav entendió que aunque a todos los quería por igual, era a Georg a quien más necesitaba al final. Acostados uno al lado del otro aquella noche, la cercanía que los arropó con su manto cálido fue inigualable.

 

Más tarde aquella misma noche, Gustav se despertó sobresaltado. Con ojos grandes, recorrió los contornos desdibujados en la habitación, asustado de encontrar algo fuera de lugar, algo que no perteneciera.

—Georg… —Musitó en la oscuridad. Un quejido le respondió—. Georg, despierta…

—¿Mmm? –Rodando en la cama, el bajista cubrió a Gustav con un brazo y una pierna—. Mañana será otro día, duérmete…

—Ya es otro día –siseó con exasperación el rubio—. Oigo ruidos en el piso de abajo. Ve a revisar.

—Gus, vamos… ¿Qué nunca has visto películas de terror? El que va primero, muere primero. Es la regla. –Sin esperar réplica alguna, comenzó a roncar.

Gustav no se iba a rendir tan fácilmente. Con un dedo largo, le picó a Georg entre las costillas y éste saltó de su sitio de la cama con un brusco movimiento. Ya alerta, encendió la luz de la mesita de noche.

—En serio, ¿qué pasa? –Se frotó los ojos y bostezó. Son las… Tres y media de la mañana.

—Hay alguien ahí abajo –declaró Gustav. Para confirmar su veredicto, el ruido de cristal rompiéndose los hizo estremecerse—. ¿Me crees ahora?

Georg ahora sí lucía completamente despierto. Sin molestarse en ponerse las pantuflas en el pie que correspondía, tomó el libro que Gustav estaba leyendo, una edición en pasta dura de Guerra y Paz que estaba seguro noquearía hasta a un jugador de fútbol americano con su peso, y abrió la puerta.

—¿A dónde vas? –Gustav se puso con pie por igual, aunque más despacio. La barriga bamboleando con las prisas—. Ni se te ocurra bajar. Hay que llamar a alguien.

—¿A la policía? ¿A superman? ¿A Bill con su nuevo bat de béisbol? –Georg se asomó al pasillo para no encontrar a nadie—. Deja doy un vistazo. Quizá no somos más que nosotros, par de gallinas. El viento pudo haber tirado algo. No me tardo –y sin esperar respuesta, salió del cuarto con el valor a cuestas.

Gustav sólo resopló. Decidido a traerse a Georg de los cabellos por aquella imprudencia, se apresuró a ir detrás de él. Justo a tiempo para verlo en el primer peldaño de las escaleras, aún con el libro en la mano.

—Regresa –susurró abrazándolo por detrás—. Anda, llamemos a la policía. Si es un ladrón, Tolstoi no lo va a detener.

El bajista pareció considerar la propuesta, pero antes de poder llegar a una decisión, el sonido de un quejido largo y angustiante les erizó hasta el último vello de la nuca. El ruido provenía de la planta baja sin lugar a dudas. Concretamente, de la cocina.

Tras intercambiar miradas, ambos llegaron a la conclusión de que echar un vistazo no mataría a nadie, con suerte. Lentamente bajaron la escalera, escuchando a su vez más aquel ruido que conforme se acercaban a la fuente, parecía plagarse de dolor.

—Suena como si alguien estuviera muriendo –balbuceó Gustav cuando alcanzaron el rellano y encendieron la luz de esa zona. Enseguida de ellos la mesita sobre la que descansaba un florero; en pasado, porque dicho florero se encontraba en el suelo, roto en mil pedazos.

—Más le vale que no muera en mi cocina –masculló Georg alzando el libro, listo para asestarle un golpe al primero que se le cruzara de frente.

Siguiendo los gemidos que cada vez eran más altos y cercanos, entraron a la cocina para descubrir que estaba vacía. No fue sino hasta que Gustav encontró entreabierta la puerta que conducía al cuarto de lavado que dedujeron de dónde salían los gemidos.

—Quédate detrás –indicó Georg a Gustav al extraer de uno de los cajones de la alacena un cuchillo de carnicero que relució por su filo.

De una patada abrió la puerta de lavado para encontrar nada… O casi nada.

Gustav, que se había refugiado asustado detrás de la mesa, se sorprendió cuando Georg lo llamó sonando más maravillado que otra cosa.

—No vas a creerlo –le dijo apenas se paró a su lado.

En el canasto de la ropa sucia, confundiéndose con una playera negra que el bajista había usado dos días atrás, estaba una gata. Para confirmarles que era el ladrón que buscaban, el animal gemía estirando las patas y arañando el cesto de mimbre.

—Creo que entró por la ventana que siempre dejamos abierta –comentó Georg al arrodillarse junto al canasto y pasarle la mano por la cabeza a la gata. Ésta, contra todo pronóstico, ronroneó en aprobación antes de contraerse en un ovillo.

—¿Está lastimada? –Siendo más persona de perro que de gato, Gustav se sorprendió a sí mismo al preguntar con un genuino tono de consternación.

—No creo, espera… —Georg le pasó la mano por el cuerpo apreciando la curvatura del vientre, que estaba demasiado distendido como para ser obesidad—. Está embarazada.

—¿Qué? –El baterista se inclinó al lado de Georg para comprobarlo. En efecto, la gata portaba una barriga prominente—. Dios…

—No –arrugó la nariz el bajista—, más bien creo que está dando a luz. –El animal volvió a gemir en agonía—. Tenemos que ayudarla.

Gustav lo miró como si estuviera loco. Hasta donde entendía, los animales se encargaban de esos asuntos por sí mismos. Además, esa no era su mascota. Ni siquiera llevaba el nombre al cuello o algún collar que lo identificara como propiedad de alguien. Estaba a punto de recalcarle eso a Georg cuando la gata giró la cabeza y algo en los ojos grises que lo contemplaron fijamente, atrajo su atención.

Podían ser de distintas especies, pero la conexión que sintió fue más fuerte que su sentido común. –Voy a calentar agua y traer unas pocas de toallas limpias –se encontró diciendo con rumbo a conseguir los materiales necesarios.

Georg mientras tanto fue a la cocina por un plato que llenó de agua y colocó enseguida de la gata. Agradecido, el animal bebió hasta saciar su sed. Para cuando terminó, Gustav estaba de regreso con tres toallas y una cacerola rebosante de agua tibia.

Durante el siguiente par de horas se quedaron sentados en torno a la gata que no cesaba de gemir, al parecer primeriza, pues parecía saber tan poco como ellos de traer sus crías al mundo.

—Quizá tiene hambre –dijo Georg de pronto. El reloj de la cocina hacía rato había dado las siete de la mañana—. Podría ir a comprar un poco de comida de gatos, no es como si no hubiera comprado comida a alguien embarazado antes –comentó con una broma respecto a Gustav y sus antojos de madrugada.

Apenas ponerse la bata encima y salir a la calle.

Gustav se quedó con la gata que cada vez respiraba más apresurado y estiraba las patitas buscando un contacto más cálido con la mano de Gustav que no cesaba de acariciarla.

El baterista consciente de que podría ser una simple casualidad el encontrar una gata embarazada y dando a luz días antes de que él mismo lo hiciera, pero fascinado igual.

—Todo va a salir bien –le rascó detrás de las orejas, convencido de que el animal lo entendía. Algo en la manera en la que ronroneó en respuesta se lo dijo.

Cuando al fin llegó el momento y la gata comenzó expulsar fuera de su cuerpo a la primera cría, Gustav ayudó en lo posible, siempre tomando la distancia correspondiente para no estorbar con el proceso que la naturaleza ya había perfeccionado.

El primero en nacer, el rubio no podía adivinar el sexo, terminó de ser limpiado por la madre justo a tiempo para cuando Georg regresó apurado y con ojeras enormes. En una bolsa, alimento para mascotas que sirvieron en un pequeño platón y que la gata probó antes de dar a luz a la segunda cría.

Así y durante el resto de la mañana, Georg y Gustav pasaron su tiempo en el cuarto de lavado, contando con emoción un total de cinco recién nacidos de pelo hirsuto e igual de negro que la madre.

Ahora no sólo tenían una mascota que completara el ambiente de hogar que iban a conformar con las niñas, sino seis…

 

Una semana después, Gustav abrió los ojos a la primera mañana helada del año. No que en Alemania no hiciera siempre frío, pero por primera vez en lo que iba del año, lamentaba no haber colocado con una frazada extra en la cama. A su lado, Georg dormía con la boca abierta y con cada respiración movía un poco del cabello que se le había venido al frente.

Extendiendo la mano para alcanzar el control remoto del televisor y bajar el volumen, dado que usaban la alarma de éste para despertarse en las mañanas, se encontró a medio camino de hacerlo con las noticias que aparecieron a la vista. Al parecer algún accidente grave. Según entendió por la imágenes, algo de caos vial en las calles debido a una tubería rota y al agua que se había congelado a altas horas de la madrugada.

Se le encogió el estómago con las imágenes que una cámara que no conseguía enfocar bien proyectaba a los televidentes.

—Qué triste –musitó. Georg a su lado lo abrazó poniendo mucho cuidado en lo presionarlo cerca del vientre o en los pechos, porque de días atrás, el rubio los sentía adoloridos.

—¿Qué pasa? –Georg alzó la cabeza de la almohada para ver la escena de varias ambulancias y decenas de heridos—. Gus, ya lo hablamos. Cada que vez el noticiero te deprimes… Dame acá –lo convenció de soltar el control para poner en su lugar las caricaturas matutinas—. Eso es mejor para ti. No te quiero apagado todo el día sólo porque viste sangre, tripas, muerte y destrucción.

—No lo digas así –murmuró Gustav al rodar de costado y abrazar por el cuello al bajista. Hundiendo el rostro en el cabello de éste, aspiro profundo—. Esas personas tienen seres queridos que no los van a volver a ver. Imagina lo que sería si un día tú o yo no…

—Gus, en serio –dijo con seriedad el bajista—. Bota el tema. No es agradable.

El baterista le dio la razón. –Ok, es sólo que… Amanecí raro. Es todo. Demasiadas hormonas esta mañana. Eso y… —La cara se le contorsionó en dolor—. Las niñas no se han estado quietas en toda la noche. Parece que encuentran divertido jugar fútbol con mis órganos.

Permanecieron un rato más en cama hasta que fue imposible ignorar el hambre. Tras decidir que ese día podían comer lo que fuera que quedara de la noche anterior, Georg salió de la habitación rumbo a la cocina pensando en comer directo de los cartones de la comida china que habían cenado horas antes.

Como los gemelos venían ese día, con suerte traían algo de comer. Aunque no lo dejó ver con su expresión, también Bushido estaba de vuelta. Tras finalizar unas pocas presentaciones, estaba planeado que llegara ahí pasado el mediodía.

Contra todo pronóstico, nada que molestara al bajista. Conocía bien a Gustav, confiaba en él y sabía que lo del rapero era un asunto finiquitado, nada que le quitara el sueño realmente, más bien como algo que de vez en cuando le hacía sentirse incómodo cuando recordaba que con todo, ellos dos permanecían como buenos amigos.

Sacudiendo la cabeza para espantar todo pensamiento negativo, hizo malabares para llevar todos los cartones consigo al segundo piso. Apenas entró a su alcoba para encontrar que Gustav ya no estaba en la cama. En su lugar, lo escuchó desde el sanitario, de donde salió pasados unos minutos.

Sudando del rostro, no ofrecía el mejor aspecto posible. –Me siento raro –repitió su queja de horas antes—. Como si estuviera a punto de… —Los labios se le contrajeron en una fina línea. El corazón de Georg comenzó a latir como loco. Tirando la comida al suelo sin importarle donde caía, sujetó a Gustav por los hombros quizá con más fuerza de la necesaria.

Al tenerlo tan de cerca, apreciando dos cosas. La primera, que el baterista tenía la mirada vidriosa. Parecía estar a punto de llorar. La segunda, que el suelo que pisaba estaba empapado. Miró abajo y se encontró con que las rodillas de Gustav temblaban.

—Creo que se rompió la fuente –murmuró apenado el baterista—. Tiene que ser eso porque si me oriné te juro que me muero aquí mismo de vergüenza.

—¡Gus! –Georg lo sujetó para no caer; él mismo temblaba como un perro chihuahueño—. Tenemos que ir al hospital, ¡ya! –Gritó al ver que el rubio se sentaba en la cama con parsimonia.

—Tranquilo. Necesito que te tranquilices –le dijo Gustav con ojos grandes—. En el armario tengo mi bolsa con todo. Tómala, ve al auto y espérame ahí en lo que me pongo zapatos, ¿ok? Georg… ¡Georg, reacciona! Todo va a salir bien. Haz lo que te digo, en el camino llamamos a Sandra.

El bajista parpadeó con dificultad. Tragando saliva, fue al clóset de donde sacó la maleta indicada. –No te tardes –le indicó a Gustav.

Éste tomó aire. De no haber sido porque abandonó el maldito curso profiláctico luego de la primer clase, no estaría en aquella crisis. Apenas tuvo puestos los zapatos, se puso en pie con dificultad, experimentando un ramalazo de dolor en la parte baja de la espalda.

Dar dos pasos le arrancó un gemido que gritaba ‘puñalada’ como causa segura. Por orgullo más que nada, se mordió los labios enfilando directo a las escaleras. El hospital más cercano estaba a menos de veinte minutos. Todo iría bien porque Sandra estaría ahí y…

—Mierda –masculló Gustav al darse cuenta que se había dejado el teléfono móvil en la habitación. Si quería que Sandra estuviera ahí, necesitaba llamarla primero. Con más dolor que la primera vez, recorrió el tramo del pasillo con dificultad, casi cediendo ante las rodillas que se le doblaban.

Según calculó, ya habían pasado al menos cinco minutos. La llamada podía esperar a que estuvieran de camino al hospital. De regreso al pasillo, intentó ser más rápido al caminar, siempre apoyado contra el muro, temeroso de caer y no tener fuerza para levantarse.

—¿Gus? –Subiendo, impaciente como nunca, Georg venía a buscarlo. Corrió los últimos escalones. Con tan mal tino que en su intento desesperado por alcanzarlo, piso mal el penúltimo peldaño y resbaló.

Caída directa contra el piso de madera. Gustav gritó sin sonido al ver que Georg rodar hasta el final de la escalera golpeándose la cabeza en el proceso. Aferrado al pasamanos, el baterista descendió lo más rápido posible sin tener que rodar él mismo por la escalera.

Apenas llegó al lado de Georg, se arrodilló, mitad con intención, mitad por el dolor. Apoyado sobre las rodillas y las manos, gritó con toda la fuerza de sus pulmones al sentir una cuchillada de dolor en el vientre bajo.

—¡Georg! ¡Georg! –Lloró confundido de qué dolía más—. Despierta, tenemos qué salir… Idiota, te voy a matar si no abres los ojos –le golpeó el pecho—. Estúpido, imbécil, caraculo, despiértate ya…

—Awww, no seas tan cariñoso –gruñó Georg saliendo de su estupor—. Acabo de volar, no me pegues.

—¿Por qué duele? ¡Ja! Te digo que a mí me duele más –siseó entre dientes el baterista—. Levántate de ahí y llévame al hospital o te juro que… ¡Joder! La espalda se le arqueó—. Ok, no te voy a golpear, pero pon a funcionar tu trasero. Necesito… Que… Me… ¡Auch! Lleves… Hospital ya… ¡YA! ¡Ahora!

El bajista se giró de costado intentando levantarse para caer como costal de papas en el linóleo. –Llama a la ambulancia –dijo—, ¡llama a la maldita ambulancia!

—No me grites. –Gateando a las escaleras, Gustav se apoyó en el tercer escalón para ponerse de pie. Aún en la mano, llevaba el teléfono móvil. Con dedos sudorosos, marcó el número de emergencias—. Hey –saludó cuando la voz de una joven mujer le respondió—, necesito una ambulancia con urgencia. Yo… Estoy en labor de parto y… —Miró por encima del hombro a Georg, que fruncía al ceño—. Alguien se cayó de las escaleras… —La voz se le quebró.

—¿Dirección? –Gustav se la dijo de corrido—. Siento decirle que nos encontramos cortos de personal. La ambulancia puede tardar un poco más de lo usual.

—¿Usual? –Gustav se quitó el teléfono de la oreja para contemplarlo como si le estuviera pasando una mala jugada—. ¡Y un cuerno! –Rechinando los dientes, se guardó el móvil en la bolsa del pantalón.

—¿Gus? –Georg gimió de dolor—. Perdóname…

Gustav denegó con la cabeza. –No, perdóname tú a mí por lo que voy a hacer… —Y con ello tomó las manos de Georg y lo comenzó a jalar con todas sus fuerzas rumbo a la puerta principal. El bajista laxo como cadáver mientras se dejaba arrastrar por el suelo—. ¿Duele?

Como respuesta, Georg sorbió la nariz. –Poquito –admitió.

Gustav rodó los ojos. –Entre todo lo que podía pasar, juraba que me dejarías atrás. Que me olvidarías en un ataque de histeria o algo así… Nunca me terminas de sorprender, pero al menos así me aseguro de que iremos los dos al hospital.

Cinco minutos después, con un millón de palabrotas dichas y unos gritos desaforados por las contracciones, Gustav cerró la puerta del automóvil y encendió el auto. En el asiento trasero, iba Georg tendido bocabajo en el asiento, apenas soportando él mismo su dolor.

—¿Estás seguro que puedas conducir? –Preguntó no muy seguro de querer saber la respuesta. De hecho, no quería saber.

—¡Y una mierda, claro que puedo! –Gustav se colocó el cinturón de seguridad y aseguró el espejo retrovisor. Como era de día y la luz lo molestaba, se colocó los lentes negros que guardaba en la guantera. Con un brazo por encima del asiento y el otro en el volante, miró a ambos lados de la calle antes de salir—. Obsérvame –le dijo a Georg con naturalidad—, porque en un par de años contaremos la historia de cuando nacieron las gemelas y nos reiremos de eso. ¿Entendido?

—Yep –concedió Georg la razón. Incluso adolorido como estaba, no pudo evitar admirar a Gustav por su entereza. De los dos, era el más fuerte, sin lugar a dudas.

 

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