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Vitamina G por Marbius

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Notas del capitulo:

No, silencio, jurar.

No es no; lo juro

 

La mañana del viernes, Gustav aprendió que quizá las atenciones que Tom le prodigaba, eran un tanto excesivas. Empezando por las comidas que le servía, que no sólo eran saludables sino abundantes al punto en que pasados tres días, los pantalones le comenzaban a apretar más de lo que su ego soportaba. Pasar de una talla a otra por goloso no era lo que consideraba normal.

También estaba el hecho de que tanto Georg como Bill rechinaban los dientes ante tan repentino cambio de personalidad. De ser alguien que ordenaba comida rápida cada que le daba hambre, Tom pasó a ser un hombre de casa que revisaba en Internet por recetas saludables que incluyeran en puntos justos lo delicioso con lo sano. Georg trataba de ignorar aquello comiendo en silencio y viendo el lado bueno de tener una cocinera en casa sin pagar salario extra, excepto que su ceño fruncido lo delataba cada que el mayor de los gemelos le servía más comida a Gustav y sólo a Gustav. El otro afectado, Bill, por el contrario, era menos discreto. Harto de verse relegado a segundo plano, la mañana del viernes estalló dejando caer los cubiertos sobre la mesa con un estrépito espectacular y saliendo de la habitación sin dignarse a pronunciar palabra.

Tom, cartón de leche en la mano, optó por ignorarlo.

—Gus, necesito que te termines ese plato. Tengo de postre zanahoria rayada para ti así que deja espacio en el estómago. –El aludido se tuvo que contener de gruñir en respuesta.

Georg por otra parte, no soportó un segundo más de aquello y se puso en pie.

—¡Estás loco o qué! Parece que estás cebando a un animal de campo, no dándole de comer a una persona, por el amor de Dios. –Tiró la servilleta sobre el plato con fuerza—. Creo que sé cómo se siente Bill.

Y haciendo lo mismo que el menor de los gemelos instantes antes, también salió de la habitación.

Hasta que la comida terminó, ni Gustav ni Tom intercambiaron palabras.

 

—Ugh –sentado sobre la tapa del retrete, Bill tiró un poco de la tira de papel de baño para limpiarse la nariz y el borde de los ojos con delicadeza. Estúpido Tomi y estúpido Gustav, que de no ser por ellos, él no estaría confinado en el baño y tratando de contenerse para no llorar más.

Para dos horas, parecía no poder controlarse. Más que por el incidente de la mañana, uno muy idiota si se admitía ser honesto consigo mismo, lo que le venía destrozando los nervios era lo ocurrido en días anteriores. O semanas, demonios. Usando más papel de baño para esta vez sonarse la nariz, recordó cada una de las ocasiones en que Tom se le quedaba viendo fijo a Gustav o cuando lo seguía a todos lados o… Sorbiendo fuerte, se acordó de cuando noches atrás ambos habían desaparecido por horas y regresado sin un pretexto creíble. Al cuerno con con ellos.

Bill no era ciego, Georg y Gustav se amaban, eso saltaba a la vista. Y Tom ni siquiera era gay, pero entonces… Todos aquellos cambios repentinos en el carácter de su gemelo, el que de pronto tratara tan bien a Gustav o el que el baterista ocupara un lugar más alto que él en la escala de Tom…

—Soy patético –murmuró al inclinarse sobre sus rodillas y darle cabida a la miseria. Su yo habitual era más dado a la trifulca y al berrinche que a ponerse a llorar como crío en alguna habitación pequeña, oscura y maloliente como lo era el sanitario, pero algo le decía que en esta ocasión no iba a ganar usando viejas tácticas y tampoco tenía el humor como para intentar algo nuevo.

Dispuesto a comportarse como adolescente consentida, casi saltó de su asiento al oír un par de golpes y reconocer la voz de Gustav llamándolo.

—Estoy ocupado –pronunció lo más claro posible, pero en su voz era apreciable el llanto de las últimas dos horas.

—Creo que tenemos que hablar, Bill. –Sin esperar respuesta alguna, Gustav giró la perilla que por descuido de Bill había estado abierta todo aquel tiempo—. Siento mucho lo que pasó hace rato.

—No lo sientas. Apenas si me ha afectado –desdeñó queriendo demostrar frialdad aún con el maquillaje embadurnado a lo largo y ancho del rostro—. No es culpa tuya que Tom sea un imbécil.

—Sí, mira, con respecto a eso… —Gustav dio un paso dentro del baño y Bill se levantó de su asiento para ir al lavamanos y proceder a limpiarse la cara—. No es su culpa. Es su manera de demostrar que está preocupado por mí…

—¿Por ti? –Toalla en mano, Bill se giró para encararlo. Las lágrimas olvidadas por una expresión de total preocupación—. ¿Tienes algo? ¿Ha pasado algo? –Alzó una mano para cubrirse la boca, que al igual que los ojos se le había abierto el doble de su tamaño—. No puede ser eso…

Gustav retrocedió un paso no queriendo saber qué era eso que Bill pensaba; si acaso acertaba, Gustav mismo huiría al circo para escapar del interrogatorio policiaco al que sabía se tendría que someter. El menor de los gemelos era todo un distraído; si no tenía que ver con él o con Tom, lo que pasaba a su alrededor se le resbalaba como con mantequilla. Y sin embargo… Tom sí se había dado cuenta; era de suponerse que su estado estaba en peligro de volverse público.

—¿Es por la anemia, verdad? –El baterista tuvo que contenerse de hacer algún aspaviento que delatara que no, eso no era, que ni de coña. En su lugar asintió. Todos en la banda estaban enterados por el anterior doctor que Gustav tenía deficiencia de vitaminas, no algo más—. ¿Por eso Tom te hace de comer?

—Se preocupa, es todo. Lo juro. –En cuestión de una fracción de segundo, Gustav se vio golpeando la pared a causa de que Bill le saltó en brazos y lo estrujó con todos sus ánimos.

—Estaba asustado –murmuró el menor de los gemelos con voz pequeña y quebrada—. Incluso estaba enojado contigo.

—Seh, bueno… —Gustav le palmeó la espalda queriendo de una vez quitárselo de encima. El haber desayunado como si no fuera a haber otra comida en una semana lo tenía deseando estar solo en el baño para devolver un poco de lo que tenía en el estómago sobre el retrete—. Tom jamás te cambiaría, menos por mí. No podría ser su gemelo ni usando plataformas.

—Creo que eran celos… —El ceño del baterista se frunció. ¿Celos? ¿Y eso por qué? Ni tuvo tiempo de pensarlo porque Bill se lo aclaró—. Quiero a Tom sólo para mí, oh Dios… ¡Pensé que me lo querías quitar, Gus! ¡Qué… Qué… Ugh, que él me iba a dejar por ti! –Sin esperar más, las piernas de Bill fallaron haciendo que ambos cayeran en el azulejo del baño.

Ajeno a la caída, Bill lloraba más que antes si eso era posible, al tiempo que Gustav se sentaba como podía y lo consolaba con la poca coherencia que le quedaba. De no conocer a los gemelos por el tiempo que venía haciéndolo, pensaría que Bill tenía celos románticos por Tom y que aquello era un quiebre total en sus emociones por ver al objeto de su amor con alguien más. ¡Pero aquello era una locura! Casi como maldición gitana, una punzada de dolor de cabeza le laceró en la zona justo detrás de los ojos. El llanto histérico de Bill tampoco ayudó.

—Bill, necesitas calmarte, ¿Ok? –Lo tomó de los hombros y el aludido se limpió la nariz con la manga—. Excelente. Ahora, tienes que entender que Tom sólo era amable, a su manera, porque lo único que quería era ayudarme. Nada más.

—¿Lo juras? –Preguntó Bill intentando no sonar pueril y fallando con miseria—. Pensé que Georg y tú ya no… Y que por eso Tom… Tom… —Un nuevo par de lágrimas se le formaron en los ojos. Al baterista le dieron ganas de azotarlo por llorón. En condiciones normales aquello le resultaba débil y patético; embarazado su tolerancia era menor. Lo iba a ahorcar si no paraba de una buena vez.

—No es nada de eso. Lo juro. –Esta vez sí suspiró—. Tom sólo es una buena persona que resulta ser tosca para tratar a los demás. Ya sabes que no puede hacer más de una cosa a la vez, mucho menos tratar más de una persona a la vez.

Tras sus palabras, Gustav le dio un par de minutos a Bill para recuperarse. Mientras lo veía lavarse la cara de nueva cuenta y sonarse la nariz un par de veces hasta eliminar toda evidencia de su explosión emocional de antes, llegó a la conclusión de que lo mejor era dejar lo pasado en ese baño y asegurarse de que nunca saliera de ahí. Su cabeza, afectada ya por lo que parecía una migraña de al menos doce horas, parecía trabajar sobre una línea que prefería no considerar de manera seria bajo el riesgo de tener malos pensamientos en la noche: Incesto. ¿De verdad lo que había entendido era que Bill tenía celos de Tom por…?

En broma cruel de casi adivinar sus pensamientos, Bill lo encaró pálido y con los ojos enrojecidos cerrando la puerta del baño con seguro y tomando aire antes de decirlo.

—Tom no se puede enterar que yo… Ya sabes. Nada. Esto es algo sobre lo que intento tener control para no arruinar nada. Es mi secreto Gus, y ahora también es el tuyo, ¿Lo entiendes? –El rubio no se movió en lo más mínimo, pero Bill tomó aquello como una señal de aceptación—. Tienes que mantenerlo así, Gus; él me podría odiar.

—¿Me estás diciendo que…? –Bill asintió—. Oh, mierda, ¡No! ¡Me niego a saber!

—¡Sí! Por eso Tom no puede enterarse, ¡Y ya lo sabes! –Recalcó Bill al dar un paso adelante y estrujar a Gustav de los hombros—. Schäfer, esto es serio. Tom no debe de saber. No puede.

—No debe de saber…—Repitió el baterista con la impresión de que prefería meter la cabeza al retrete y jalarle a la cadena mil veces antes que seguir así. Ok, ese par era cercano al borde de ser más siameses que gemelos, pero de ahí a considerar la posibilidad de verlos involucrados amorosamente era demasiado. El rubio era de mente abierta, pero no tanto. No a tal grado.

—Yo siempre te he apoyado, Gus. Es tu turno de hacerlo por mí. –El baterista se tuvo que contener de preguntar “¿En serio?” porque el apoyo que había recibido antes de Bill se contaba en ocasiones que no superaban los cinco dedos de su mano derecha. Con todo, asintió. Si lo único que tenía que hacer era no decirle nada a Tom, podía con esa responsabilidad. Mantener la boca cerrada y fingir ignorancia bien podía ser como realmente no saber nada, lo que desde un principio ya le iba bien.

Con lucecitas blancas parpadeando detrás de sus párpados, a Gustav aquello se le figuró al drama que pasaban por televisión en la tarde. Si no se equivocaba, aquello hasta podía llegar a ser un buen diálogo de telenovela si lo vendía a la televisora adecuada. En lugar de reírse, optó por comprender que Bill estaba asustado, tanto de perder a su gemelo como de dejar que éste se enterase de los sentimientos inapropiados que sentía. En una fracción, se identificó con él por reconocer el dolor acuciante que provocaba.

Como todo en la vida, uno debía esperar a experimentarlo para no burlarse.

Quiso agradecer la confianza diciendo algo equivalente a aquello. No todos los días se enteraba de asuntos que rompieran el precario equilibrio que permanecía en la banda. El problema era que lo único que se le equiparaba al hecho de que Bill tenía sentimientos más allá de los fraternales con Tom venía a ser su mismo embarazo y eso estaba fuera de toda posibilidad.

Decidió al final que lo mejor era mostrarse comprensible. Al salir del baño con un brazo sobre los delgados y temblorosos hombros de Bill, la confirmación que de que vida se había complicado un poco más, fue un peso sobre el estómago que acrecentó su náusea.

La migraña que hizo palpitar su cabeza secundó la noción.

 

La noche del sábado llegó con la premisa de que era su último fin de semana libre en al menos un par de meses. Las vacaciones que Jost les había dado vencían en miércoles, dejaba unos días más de descanso, pero ninguno de ellos para el uso que le planeaban dar.

—Bien, como ya saben, David nos prohibió salir y emborracharnos hasta vomitar sobre el tapete de la entrada… —Empezó Georg apenas la tarde del sábado terminó a caer y empezó la noche. Sentados ante el televisor sin realmente estarlo viendo, las palabras del mayor acapararon la atención que una vieja película de dibujos animados no lograba hacer

—¡Una vez, sólo pasó una vez! –Recriminó Bill al ver para donde iban aquellas palabras—. Jamás vas a dejar de recordármelo, ¿verdad?

—No –se burló—. Como sea –prosiguió—, que no nos deje salir no implica que no podamos decorar, no sé, el arríate de flores de la entrada o…

—¿El punto de todo esto es…? –Tom se mostró exasperado ante la paciencia con la que el bajista despachaba el asunto. Sus planes de la tarde incluían un plan de emergencia para hacer que Gustav comiera unasaludable ensalada y descansara un poco, no que se pusiera ebrio como nunca antes. No que se tuviera que preocupar de ello dado que el rubio era sano como ninguno de ellos, pero mejor no darle pie a que por quererlo contrariar se emborrachara.

—Vamos, chicos. Un poco de ánimo en esas caras. –Georg ignoró las muecas de hastío que los tres presentes tenían—. ¿Qué pasó con el espíritu rebelde de todos?

—Que envejeció y murió –replicó Tom al tamborilear los dedos sobre la rodilla—. Es el primer sábado en meses que tenemos libre y lo que se te ocurre es una borrachera. Pensé que eras más brillante, Listing.

La sonrisa de Georg decayó un poco sin llegar a desvanecerse. Volteó a ver a Bill que se veía sin ganas pero no del todo negativo a la idea. —¿Champagne y fresas, qué dices? –Los ojos del menor de los gemelos se iluminaron ante la idea de evitar la cerveza y tomar alcohol de otro tipo.

—¡Oh no! Ni lo pienses, Bill –amenazó Tom a su gemelo al ver que dejaba de lado sus reticencias para ir en búsqueda de un par de copas a la cocina—. Gus, ayuda, di algo –pidió en apoyo.

Gustav, que hasta entonces había permanecido apático en el sillón, casi como un cojín más de éste, encaró a Tom. –Al contrario –dijo con amargura— creo que es una idea estupenda. Quiero amanecer con una cruda como nunca antes.

—¡Ese es el espíritu! –El bajista le dio un apretón juguetón en el brazo a su pareja antes de ir a la cocina a traer las bebidas.

—No tienes consideración –gruñó Tom apenas estuvieron a solas—. Sabes que tomar alcohol puede…

—No empieces, por Dios, no de nuevo. Ya lo he oído y no… Estoy para hacerlo una vez más. –Gustav se talló las sienes con exasperación. Llevaba desde que se enteró de que estaba embarazado con una persistente migraña que no se iba con nada. Las palabras de Tom sólo exacerbaban más el dolor—. Creo que tú también deberías de tomar un par de cervezas y dejarme en paz de una puñetera vez.

—Mientras el bebé siga vivo no me voy a rendir. Gus, por favor. Te lo ruego… —Inclinándose, Tom sujetó la mano de Gustav entre las suyas—. No hagas que me ponga de rodillas…

El baterista estaba listo para replicar con un comentario mordaz, uno que escupiera todo el veneno que cinco días de ser tratado con la delicadeza del pétalo de una rosa pudiera acumular. En su lugar, brincó del asiento.

El ruido de cristal contra el suelo, borró toda expresión de su rostro. Por el contrario, la cara de Bill que apenas entraba a la sala, se ensombreció casi como cubierta por una mortaja.

—Perdón si interrumpo. –Sin darles tiempo de replicar, dio media vuelta rumbo a las escaleras y en tres zancadas desapareció en el piso superior.

—Mierda, mierda, mierda… —Incorporándose de golpe, Gustav experimentó la sensación de no saber dónde se encontraba el suelo y dónde el techo; el mareo que aquello ocasionaba lo hizo tambalearse.

—Es sólo una copa –murmuró Tom, ajeno a todo aquello que no fuera la salud de su amigo. Sujetándolo por el brazo, lo guió de nuevo el sillón.

—No es una copa, es Bill. –Tapándose los oídos con ambas manos, Gustav comenzó a temblar. Por dentro, acelerando pensando cómo solucionar aquel malentendido, cómo sobrevivir hasta el lunes, cómo soportar aquel exceso de atención y por encima de todo, cómo no soltarse llorando de una jodida vez porque ya no aguantaba más.

—Gus, respira… Ven acá. –Sin darle tiempo a más, Tom apoyó la frente de Gustav en su hombro y recorrió su cabello con suaves movimientos—. ¿Lo ves? Todo está bien. No pienses mucho, sólo relájate. No es sano para el bebé, tampoco lo es para ti.

—Ugh… —El baterista consideró darle un puñetazo al mayor de los gemelos, de verdad; la intención fluyó por ambos brazos hasta convertir sus laxas manos en puños tensos que apretó contra las rodillas al sentirse mecido en un abrazo de completa preocupación—. Bill… —Susurró al final.

—Está haciendo un berrinche –fue la única respuesta de Tom, que se apartó un poco de Gustav al escuchar un falso carraspeo. Parado enseguida de la copa rota, estaba Georg con la cara rígida—. Gustav no se siente bien –dijo como únicas palabras.

—¿Quieres recostarte, Gus? –Preguntó el bajista a su pareja, que asintió en cortos movimientos de su cabeza. Georg se acercó y sin dignarse a mirar a Tom, tomó la mano de Gustav—. ¿Preparo la cama? –Nueva ronda de cabeceos—. Ok, espera aquí.

Apenas salió de la habitación, Gustav comenzó a hablar.

—Tienes que escucharme… —Tom abrió la boca para hablar, pero Gustav le dio un golpe al sillón que lo hizo entender que el rubio no bromeaba—. No lo voy a tener. No es no. Tienes que dejarme en paz con este asunto porque en cinco minutos Georg se va a comportar como loco paranoico con celos y Bill será incluso peor. –Suspiró—. Nada de lo que digas o hagas me convencerá de tener esta cosa. Estás destrozando mi vida y de paso la tuya sin darte cuenta. ¡Esta cosa lo va a echar a perder todo!

—Todos deben tener su oportunidad de vivir, incluso ‘esa cosa’ como le dices –murmuró Tom—. Y perdona si hago de tu vida un asco, pero es lo único que puedo pensar para que no arruines tu vida porque sé que no mañana o en una semana, pero sí en un par de años, te arrepentirás como nunca antes.

—¿Gus? –Con pies ligeros, Georg llegó al tramo final de la escalera interrumpiendo la respuesta que el baterista pudo haber dado—. ¿Ya? La cama está lista.

—Ok. En un minuto subo. –Esbozó una sonrisa a medias que Georg correspondió de manera tensa antes de volver a subir las escaleras para esperarlo en la habitación que compartían. Apenas vio desaparecer los pies, se volteó para encarar a Tom—. Buenas noches.

—No te puedes ir sólo así… ¡Demonios, Gustav! –La voz de Tom se quebró al elevarse—. No te puedo obligar, lo sé, pero…

—No hay ‘peros’ aquí. –Gustav se puso de pie con lentitud—. Por favor, habla con Bill. –Ignoró el gesto de incomprensión que obtuvo del mayor de los gemelos—. Habla con él. Quédate con él hasta el lunes porque no quiero ver tu cara hasta que regrese de la clínica y todo sea normal.

Tom dejó marchar a Gustav sin una palabra en contra, sólo el convencimiento de que hiciera lo que hiciera, no era en beneficio de su amigo.

 

La mañana del domingo, en lugar de amanecer con un festín de desayuno colocado encima de las piernas sobre una primorosa charola adornada con una simple rosa, Gustav abrió los ojos a la triste realidad de pan tostado quemado y un par de huevos que por el aspecto que ofrecían estaban crudos y con trozos de la cáscara que por accidente se debía de haber ido al sartén mientras se cocinaban.

—Oh… —Fue lo único que pudo decir en lugar de un ‘gracias’.

—¿’Oh’ qué? –Inseguro, Georg retomó a su lado de la cama para besar a Gustav en la mejilla—. Buenos días. Pensé que un desayuno hecho por mí te gustaría, pero creo que prefieres los de Tom… —Se encogió de hombros—. O si quieres puedo hacer otra cosa.

—Nah, deja pruebo. –Tomando el tenedor que descansaba a un costado, el baterista le dio una tentativa mordida al desayuno, que para hacer gala de su aspecto, sabía a rayos—. Delicioso –mintió al pasarlo con todo el contenido del vaso de leche que el bajista había puesto en la charola. No sabía que era peor, si lo crudo, lo salado o lo crujiente de la cáscara de huevo. Algo le decía que sumado a su malestar matutino, aquel desayuno le echaría a perder el sistema digestivo para siempre.

—No pasa nada. Sé que sabe a rayos. –Ignoró las negaciones de Gustav que se zampaba otro bocado con aparente esfuerzo—. Lo probé antes de traerlo.

—En ese caso… —El rubio escupió el contenido de su boca en una servilleta para luego pellizcar a Georg en la pierna. Duro—. Eso se llama crueldad, quiero que lo sepas.

—Seh, bueno. En realidad pensaba traer un poco de lo que Tom hiciera y tomar el crédito –ignoró un codazo juguetón que le dio Gustav por su plan y prosiguió—, pero el muy bastardo no hizo nada. Por lo que alcancé a oír bajo su puerta, aún sigue dormido y roncando.

—El viejo Tom Kaulitz ha regresado –mencionó Gustav por lo bajo. Quiso suspirar con alivio porque aquello significaba el regreso de su anterior vida, una en la que los embarazos imprevistos y el drama que ello conllevaba no existían. En lugar de eso, picoteó un poco la comida antes de volver a comer un poco más. Georg, que lo seguía de cerca, alzó una ceja de incredulidad.

Durante el resto del día, ninguno de los dos dijo gran cosa.

 

El lunes fue algo parecido al domingo. Los gemelos permanecieron hacinados como plantas viejas en lo oscuro de la habitación de uno de ellos. ¿Cuál? Vaya uno a saber. Los murmullos y ocasionales risitas que Bill soltaba se escuchaban por toda la casa como un pequeño ratón con un cascabel en la cola cortesía de los conductos de calefacción

Georg comentó un par de veces que aquello era irritante pero hizo poco para silenciarlos. En una apacible tarde de domingo y un inicio de lunes que no tenía que envidiarle al día anterior, pasó la totalidad de su tiempo, excepto cuando iba al sanitario, junto a Gustav. Ambos recostados en la cama hasta tardes horas o viendo alguna película en la desierta sala.

Era gloria.

O al menos lo fue hasta el mediodía cuando Tom abrió la puerta de su habitación con el teléfono móvil en la mano y se lo extendió a Gustav sin intercambiar ninguna mirada.

—¿Qué?

—Es para ti… —Agitó la muñeca un poco y Gustav dudó de tomarlo—. No muerde.

—Idiota. –Georg no dijo nada; en su lugar se levantó del asiento y con el pretexto de ir por un par de latas de cerveza, los dejó solos. Apenas desapareció de la habitación, Gustav acercó el auricular a su oído—. ¿Haló? Uhm, sí… Soy el señor Hoffmann. Ajá, la cita de mi esposa es a las… Claro, claro. Ahí estaremos—. Clic y beep—. Gracias.

—Todo un placer –replicó con sarcasmo Tom, al recuperar el teléfono y sin voltear atrás, regresar a su dormitorio.

Gustav, que se repitió mentalmente una y otra vez que la cita era a las 21 horas, deseó por primera vez la intervención de alguien; no para ir o no ir, sino para pausar el tiempo y olvidar. Para cuando Georg regresó, el buen humor de la mañana se había evaporado.

—Estoy considerando que Tom me arruina todo, ¿lo sabes? –Preguntó el bajista apenas estuvieron juntos y a solas de nuevo. Gustav exhaló con pesadez, casi en aprobación—. Genial.

 

Dispuesto a ser hombre, descontando el asunto del embarazo, Gustav se preparó para salir apenas la tarde comenzó a declinar. Algo como a las cuatro o cinco, entró a su habitación y en una pequeña maleta empacó todo lo necesario para ‘la señora Hoffmann’ que esa tarde tenía cita en el consultorio de ginecología y obstetricia. La amable recepcionista que había llamado horas antes mencionó que no era necesaria la hospitalización pero que era recomendable llevar un cambio de ropa extra por si acaso.

Y el ‘por sí acaso’, para el maniático del orden de Gustav, era un porcentaje que rozaba lo definitivo. No réplicas, llevaría hasta el bañador ‘por si acaso’.

Así, bajo pretexto de una llamada familiar -Gustav aún no asimilaba lo crédulo que Georg era-, el baterista empacaba para pasar la noche con su hermana, quien de pronto había caído bajo un resfriado bastante severo que ameritaba compañía, quién le pusiera paños frescos en la frente y la obligara a tomarse los medicamentos religiosamente.

Decantando la amable oferta de acompañarlo, Georg había aceptado con relativa facilidad el que Gustav regresaría a más tardar el día siguiente y no más. No embarazos, no abortos, ni nada que se saliera de la normalidad. Después de eso, todo volvería a ser miel sobre hojuelas.

Hasta entonces, tocaba apechugar. Empacar, salir a la hora justa porque la compañía de taxis aseguró que el vehículo estaría puntual a las seis, acudir a la cita, hacer lo necesario y regresar. Roto, incompleto, pero regresar y olvidar el incidente.

Nada más. Gustav era lo suficientemente hombre como para planearlo todo y cumplirlo todo. Lo que no explicaba para nada el hecho de que sujetaba una almohada en el regazo y se mecía con ella sobre el firme colchón. Aterrado, pero hombre.

—Aterrado, pero hombre –se repetía entre dientes al cerrar la maleta y por primera vez darse cuenta de que por la puerta abierta, veía a Tom. En cuclillas, en pijama pese a que la hora de volver a usarla ya estaba presente; miserable como él mismo—. ¿Cuánto tienes ahí?

—Mucho. –La respuesta salió sin el veneno de horas antes cuando le había dado el teléfono—. No te voy a detener si es lo que piensas. Sólo…

—¿Es tan emocionante verme hacer una maleta? –Ironizó el baterista al decidir que el equipaje de diez kilos era excesivo para ir a la clínica por máximo, un par de horas. Mejor olvidar el llevar dos pares de zapatos y cinturones a juego. Le bastaba con un cepillo de dientes y un cambio de ropa interior que acomodó sin problemas en una bolsa de mano—. Creí haberte dicho que no te quería ver hasta el lunes.

—Yada, lo que sea. Vivo aquí. Duh. –Los hombros de Tom decayeron aún más—. Quería desearte un buen viaje. Ya sabes, que todo salga bien.

—Todo va a salir bien. Tal como lo he planeado. –Gustav se contuvo de cambiar la máscara de serenidad de su rostro por la verdad: Que estaba cagado del miedo, tanto por ir solo como por lo que iba a hacer; que aparte de eso, la migraña lo mataba.

—Sí… Creo que se dice –la sonrisa de Tom se torció a un costado—, suerte.

—Gracias.

 

—… como una especie de aspiradora. Entramos, succionamos y al final hacemos un raspado en el útero para eliminar trozos.

—¿Trozos? –Gustav se llevó una mano al pecho, incrédulo de lo que estaba escuchando. La doctora, quien al principio le había dado una explicación más allá de su entendimiento para explicar cómo iba a suceder el aborto, repitió el proceso, esta vez de una manera un tanto cercana a la carnicería. El rubio lamentaba la petición.

—Por trozos me refiero a alguna parte del feto. Como ya te encuentras de doce semanas… —La mujer corroboró en el expediente que mantenía en manos—. Sí, son tres meses. A estas alturas, el feto ya está casi conformado en su totalidad.

—Trozos como un brazo o una pierna… —Gustav prefería no interpretar esa ceja arqueada que recibía por parte de la doctora. Le daban escalofríos de pensarlo. Por desgracia para él, Sandra Dörfler no contaba con tacto en lo referente a delicadezas de ese tipo.

—También puede ser la cabeza. No tienes de qué preocuparte. No verás nada de eso y la anestesia te mantendrá más atento al empapelado de la pared que al hecho de que estés haciendo tu primer aborto.

—Ok. –Decidido a terminar lo antes posible, Gustav pasó a la siguiente habitación.

En ella, se despojó de su ropa diaria para volver a portar la escueta bata que por detrás revelaba sus miserias y que por delante casi le hacía enseñar todo.

La espera aún duró un tiempo. Se recostó sobre una camilla parecida a la de la vez anterior, alzó las piernas para sentirse incómodo. Sin saber si era peor la vergüenza de estar enseñando hasta el almao el miedo de estar ahí solo, apenas fue consciente de que la doctora había regresado y portaba un cubre-bocas.

—¿No vino nadie contigo? –Preguntó, casi con interés, al tomar el brazo descubierto de Gustav y frotar un poco en la unión interna de su codo con alcohol—. Siempre es recomendable venir con alguien. Manejar de regreso a casa suele complicarse por los narcóticos.

—No tenía con quien venir –fue la escueta respuesta del baterista, que siseó cuando la aguja traspasó la piel y el líquido comenzó a descender—. Arde.

—En un par de minutos lo vas a olvidar –murmuró la mujer al presionar la bola de algodón y doblar el brazo—. Sostenlo así mientras voy por el resto del equipo.

Decidido a seguir, Gustav cerró los ojos en un vano intento de relajarse. Aquello no era normal, no, pero contribuiría a la normalidad de la vida por la que luchaba. Si para estar con Georg, para hacer que la relación que mantenían y que tanto tiempo le había costado conseguir, era necesario abortar un hijo nonato, lo haría con gusto.

—¿Qué es tan gracioso? –La voz de la doctora lo hizo sobresaltarse, pero la reacción de su cuerpo se demoró un segundo más de lo habitual. Al ver el gesto de incomprensión que el paciente esbozaba, la mujer entendió—. Ya veo, el sedante hizo efecto. Pareces muy tranquilo.

—No se imagina –susurró Gustav con la impresión de que tenía la boca repleta de arena—. No me va a abrir en dos, ¿Verdad?

—No, usaremos una aspiradora, como ya te dije antes.

—Sí, lo recuerdo. Yo… Lo recuerdo. –Por una eternidad, el mundo permaneció en silencio. Las paredes colapsaron y Gustav experimento la sensación de verse sumergido en un océano de calma. Creyó estar así por horas, cuando un constante goteo de agua lo hizo abrir de nueva cuenta los ojos.

Apenas retornar al mundo real, lo impactó la visión amorfa y grisácea que sin lugar a dudas era su bebé. Gustav era poco dado a las suposiciones, pero algo le decía que lo que miraba era la cabeza denegando de lado a lado.

—¿Por qué…? –Su pregunta quedó inconclusa al experimentar una punzada aguda justo en medio de la frente. Al parecer su migraña no aceptaba anestesia general y lo castigaba por siquiera intentarlo.

—Es necesario monitorearlo –respondió la doctora al señalar la pantalla del ultrasonido—. Mientras el corazón siga latiendo, la máquina me ayudará a guiarme.

—Huhmmm… —El intento de Gustav por sujetarse la cabeza falló cuando no fue capaz ni de alzar la mano—. Me siento mareado –gimoteó sin reconocer su propia voz—. Necesito sentarme, tomar agua. Yo…

Un espasmo lo recorrió de pies a cabeza y el estremecimiento atrajo la atención de la doctora, que acostumbrada a los balbuceos incoherentes de los pacientes, abandonó su sitio de entre las piernas del rubio para contemplarlo con atención.

—Si quieres continuar necesitas tranquilizarte primero.

—Estoy tranquilo –rebatió Gustav antes de darse cuenta que estaba rígido sobre la camilla y respirando agitado. Un sudor frío le corría por la espalda y lo único que su mente era capaz de explicar era que la habitación estaba helada—. ¡Estoy tranquilo! –Chilló. La imperativa necesidad de levantarse le humedeció los ojos—. ¡Estoy bien, estoy bien! –Respondió a la preocupación que la doctora manifestaba al dejar todos los instrumentos y tomarle la mano.

—No lo parece –dijo la mujer con sencillez—. Esta es una decisión difícil. Puedes regresar la próxima semana. Aún tienes un mes para decidir quedarte con la criatura o no.

—No tengo ningún mes. –Apretó los ojos ante una nueva punzada de dolor. Moría por terminar todo e irse a acostar en la absoluta oscuridad y silencio—. Por favor, si quiere deme con un mazo en la cabeza, pero termine. No puedo regresar a casa hasta hacerlo… No puedo, por favor… —Abrió la boca para decir más, pero ningún sonido salió de sus labios.

—¿Estás tan seguro? –Gustav ni siquiera encontró las fuerzas para asentir o denegar con la cabeza—. Mira, este no es ningún país del tercer mundo; puedes tener a tu bebé sin problemas. Criar un hijo puede parecer espantoso y a veces lo es cuando no te dejan dormir, cuando decoran las paredes de la cocina con spaghetti… No quiero ni hablar cuando tiran algún juguete por el drenaje y el plomero dice que hay que cambiar las tuberías de toda la casa… Es normal tener miedo.

—No tengo miedo –barbotó Gustav.

Y era cierto. No tenía miedo. Lo que se le arremolinaba en torno al corazón era otro sentimiento. ¿Miedo? Bah, para cobardes. Lo más cercano al miedo era el temor a perder a Georg e incluso así sabía que podía sobrevivir. Nadie podría decir jamás que un Schäfer era un cobarde, mucho menos Gustav que portaba el apellido como un estandarte y un ideal a mantener.

—Redefinamos: No quieres abortar. –Como señal divina, el golpeteo rítmico que el feto mantenía en el saco de líquido amniótico, aumentó. El eco bañó la estancia.

—¡Claro que quiero! No me venga con psicología barata para principiantes porque no le va a funcionar. Yo no puedo tener un hijo. Ni ahora ni nunca; mucho menos ahora.

—Puedes y quieres –señaló la mujer—. Tienes el cuerpo, tienes las ganas, pero también tienes mucho miedo de admitir que quieres conservar al bebé.

—¿Sabe qué? No. No. ¡No es no! –Ignoró una presión súbita en la cabeza que fue como recibir un hachazo entre ceja y ceja—. No me va a convencer… —Murmuró con la voz cargada de dolor. La doctora abandonó su sitio para acercarse a la sonda intravenosa que de pronto parecía brotar de la muñeca—. No, ¿Qué hace? No haga eso, no… No…

—Cuando tu amigo llamó me dijo de esos repentinos dolores de cabeza. No es normal.

—Nada en mí es normal ahora… —Gustav sintió la sensación de fundirse con la cama—. ¿Qué me ha hecho? No me puedo quedar mucho tiempo. Tengo que regresar a casa…

—Es un analgésico para el dolor. Cuando descanses un poco, hablaremos y si aún sigues decidido, realizaremos el aborto. –Tomó su mano y Gustav experimentó un ramalazo de felicidad cuando el calor de la mujer entibió sus fríos dedos—. Ahora necesitas dormir un poco.

—La voy a demandar por secuestro…

—Haré como que es el medicamento el que habla por ti –rió la mujer—. Además, sé que no has tomado aspirinas.

—Maldito Tommm… —Sin ser consciente de ello, Gustav cayó en un profundo sueño.

 

Sentados frente al televisor y aburridos de muerte, Georg y los gemelos contenían bostezos cada que cambiaban de cana en búsqueda de algo mejor.

—Juguemos a algo –propuso Bill con orgullo terco, poco dispuesto a irse a la cama antes de medianoche sin antes pelear por permanecer despierto.

—No.

—Muy cansado.

—Entonces platiquemos de algo. Como en los viejos tiempos, ¿Qué dicen, chicos? –Aplaudió por su idea y recibió sendas miradas asesinas—. ¿Qué?

—Paso.

—Igual.

Dispuesto a replicar, el menor de los gemelos se quedó con la boca abierta porque justo en ese instante, el teléfono de Tom comenzó a sonar.

—Ugh, un momento. –Tras nadar en los bolsillos delanteros de su pantalón, Tom dio con él. Miró la pantalla y frunciendo el ceño, se puso de pie para salir de la habitación.

—¿Quién crees que sea? –Susurró Bill al oído de Georg. Desde la cocina se oían los ‘sí, claro, yo entiendo’ que se sucedían pausados.

—Adivina –gruñó el mayor al rodar los ojos.

Un minuto después, Tom subía las escaleras corriendo y otro después las bajaba casi volando del primer peldaño al último.

—¡Tooommm! –No dispuesto a rendirse, lo alcanzó en el vestíbulo cuando se ponía la chamarra—. Tomi, ¿A dónde vas? ¿Con quién? ¿Puedo ir?

—Yo… —Tom se acomodó el cuello y hesitó qué respuesta decirle a su gemelo.

—Era Gustav, ¿No es así? –Tom se paralizó con las llaves del automóvil en la mano al ver la tensión que el bajista, quien se recargaba en el marco de la puerta, portaba en el rostro.—. No sé qué carajos me sorprende. –Georg regresó a la sala.

—¿Es cierto? –Bill exhaló aire con lentitud—. Tom…

—Más tarde, lo… —Se contuvo de decir ‘lo prometo’ o ‘lo juro’. Cabeceó y salió al exterior. El frío de la calla se arremolinó en torno a ellos—. No me tardo.

La puerta se cerró con excesiva fuerza.

 

—Estamos embarazados… —Fueron las primeras palabras que Gustav le dijo a Tom apenas éste cruzó la puerta del hospital y lo encontró sentado en la recepción con una sonda en el brazo.

—¿’Estamos’? –Un ruido entre el llanto y la risa se le salió al mayor de los gemelos—. ¿De verdad, Gus? ¿Hablas en serio?

—No, qué va. Deja saco el feto en un frasco de formol… ¡Pues claro que sí! –Resopló aire—. En algún momento me voy a arrepentir de esto, pero sí, voy a tener al… Bebé.

—¡Gus! ¡Dios santo, yo…! –Tom recorrió la escasa distancia que los separaba y lo abrazó con todas sus fuerzas. Ignoró el quejido que el rubio hizo y sorbió ruidoso justo sobre su oreja el llanto que pugnaba por salir—. ¡Gusss!

—Ya, ya, no llores. –Dudoso de cómo proceder, Gustav correspondió el abrazo y usó ambas manos para confortar al mayor de los gemelos, que de rodillas y sobre su regazo, lloraba como un crío de cinco años—. Ya basta, no quiero que mi bebé tenga un tío tan marica.

—¿Voy a ser tío? –Preguntó al separarse un poco y sonreír.

—Todos van a ser tíos, duh.

—Georg no –dijo Tom.

—Bueno, con respecto a Georg… —Gustav se rascó al cuello—. No le voy a decir.

Tom arqueó una ceja. –Perdona que lo diga, pero cuando esa barriga crezca no lo vas a poder encubrir con el pretexto de una indigestión severa.

—Shhh, ya pensarás en algo. –La otra ceja de Tom se alzó—. Sí, tú te encargarás de Georg y de Bill; también de Jost y creo que de mi familia… Ok, mi familia no tiene porqué enterarse, ¿no?

—¿Gus, estás bien? –Tom sujetó de los hombros a Gustav, que dejó su retahíla de palabras sin sentido para mirarlo con ojos vacíos—. ¿Gus?

—Tu amigo sigue sedado –dijo la doctora, estetoscopio en mano, al acercarse y regular la dosis de suero que el rubio recibía. Su intempestiva aparición no sorprendió a Tom más allá de hacerlo voltear por encima de su hombro.

—¿Entonces el bebé…?

—No, el bebé está bien. Nadando entre nubes de algodón de azúcar y unicornios. Vivo. –Suspiró—. Tu amigo llegó más lejos de lo que yo podría haber pensado. Lucía totalmente convencido de abortar.

—Jamás podría hacerle eso a mi bebé… —Susurró Gustav de pronto. Tom y la doctora se giraron a verlo con comprensión en sus rostros—. Quiero ir a casa. E ir a comer… Tengo hambre.

—¿Segura que no son los analgésicos? –Cuestionó Tom, no muy seguro si aquel errante comportamiento y la repentina decisión de quedarse con el bebé era Gustav hablando o la droga en su sistema.

—No, es tu amigo. –La doctora se cruzó de brazos—. Está un poco sensible. Lo más recomendable para él sería dormir doce horas y tratar de llevar las cosas con calma. Durante el procedimiento su presión arterial estaba un poco alta, así que recomendaría reposo total mientras el embarazo dure.

—Jost nos mataría… —Murmuró el baterista por lo bajo.

—Al cuerno con Jost. –Tom, pese a todo pronóstico sombrío, se sentía feliz. A prueba de ello, sonrió—. ¿Cree que me lo pueda llevar a casa?

—Sí. Sólo… —La doctora se cruzó de brazos con aspecto de cansancio total—. Tengo que preguntarlo porque todo esto me parece surreal… ¿Ambos están ciento por ciento convencidos de que esto es lo correcto? –Alzó la mano al ver que Tom parecía a punto de estallar—. Me refiero al hecho de que esto será público, que el camino no será fácil y que…

—Criar hijos debe ser un dolor de cabeza perpetuo –dijo Gustav por lo bajo.

—A eso me refiero. Es un contrato para toda la vida. Tu amigo necesitará ayuda.

—Yo voy a estar para él –aseguró Tom, casi ofendido de no ser tomado en cuenta—. Mientras Gustav así lo desee, yo estaré para él y el bebé.

—Tendrás que tomar en cuenta que Gustav necesitarás más que un buen amigo… —La doctora dejó de hablar y el silencio se hizo.

Durante un tiempo, lo único que se escuchó fueron las gotas de suero caer.

 

Cuando a las cuatro de la mañana, Gustav y Tom regresaron a casa, lo primero que encontraron al abrir la puerta, fue luz en la sala encendida.

—Hablar con Georg no tiene que ser ahora –dijo Tom lo más quedo posible. Gustav, apoyado en su brazo, asintió.

—Quiero ir a dormir –suplicó a media voz. Los efectos de los medicamentos aún fluían por su cuerpo paliando el dolor de cabeza, pero no tanto como para que fuera inexistente. Ahora que pensaba con lucidez, su viejo temor de seguir con el embarazo lanzaba alertas como alarma contra incendios.

Eran los mismos miedos de la soledad, de no saber qué hacer, de lo mucho que perdería… Pero por primera vez desde que las sospechas comenzaron a formarse en su mente, también fue la idea de un pequeño bebé al que de algún modo amaba ya y que sabía, amaría muchísimo más.

La diferencia entre el antes y el ahora era que por primera vez se atrevía a admitir que la vida que crecía en su interior significaba tanto que su pérdida sería irremplazable.

—Gus, estás llorando… —Cerrando la puerta tras de sí, Tom le pasó un brazo por encima de los hombros a su amigo. Aunque era poco lo que podía hacer, pensaba hacerlo lo mejor posible.

—Estúpidas hormonas, creo. –El baterista se limpió los ojos con la manga—. Se siente bien decirlo.

—Sólo no te creas esa patraña –bromeó el mayor de los gemelos—. No te va a salvar decirlo si me haces ir a las tres de la mañana a McDonald’s.

Un chirrido rompió el ambiente. Adormilado y con el cabello más cercano al de Bill que al suyo propio, Georg hizo aparición.Ninguno de los tres se atrevió a abrir la boca.

Al final, fue Georg, quien haciendo gala de la última dotación de paciencia y fe en la relación que mantenía con Gustav, lo tomó de la mano y lo guió con delicadeza a la habitación que compartían.

Apenas estuvieron a solas y con la puerta cerrada, se giró para encararlo.

—Si hay algo que tengas que decirme, lo que sea, lo entenderé…

—Georg, yo… —Trastabillo al intentar coordinar lo que pensaba, lo que sentía con el hecho de que estaba embarazado de tres meses de Bushido y que iba a quedarse con el bebé. Eso y la migraña contribuían a la exaltación; mejor no hacer estallar la bomba antes de tiempo.

—¿Hay algo entre Tom y tú? Te juro que lo voy a comprender. No voy a gritar, ni a ponerme loco. Voy a respetar lo que sea que decidas, Gus, pero me tienes que decir porque… —Se detuvo apenas se vio atrapado en un abrazo repleto de calidez—. ¿Gus…?

—No es eso. Lo juro. –Besó sus labios brevemente antes de proseguir—. Todo va a salir bien, pero tienes que confiar en mí.

—Gus… —Suspiró.

—No, todo va a salir bien. –Lo besó una vez más, esta vez con más calma—. Tú y yo estaremos bien; mientras decidas seguir conmigo, estaremos bien.

El abrazo silencioso que compartieron, selló el trato de que juntos, podían contra lo que viniera.

 

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