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De cuando Georg mira a Gustav y... por Marbius

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… DESCUBRE QUE YA SON PAREJA…

 

Abrió los ojos con pereza no a la cortina que se apartaba y a los rayos de la mañana que entraban por el resquicio que la tela dejaba, tampoco por la persona extra que se coló en el estrecho espacio restante que quedaba en su litera, y mucho menos por las cosquillas en su estómago. Nada lo despertaría del coma inducido de tres entrevistas y un concierto masivo producían, excepto quizá, un par de labios contra los suyos…

—¿Georg…? –Sonrió aún sumido entre la consciencia y el estado onírico del cual no parecía escapar y un gruñido se le salió de labios cuando Gustav, que estaba completamente recostando encima de él, movió las caderas y le hizo recordar que una de las maravillas de ser un hombre sano, era una no menos saludable erección cada mañana de su vida—. Hey, dormilón; buenos días.

—Buen día –respondió por igual, coordinando manos y posándolas en el trasero de su rubio amigo, quien con sólo un par de bóxers cortos, dio un gritito de sorpresa—. Y bien, ¿A qué debo el honor de esta visita en madrugada?

—Son las, ¡Ah!, casi las siete… —Abochornado por su jadeo, hundió el rostro en la curva que se formaba entre el cuello y el hombro de Georg para resoplar con algunos cabellos rebeldes del bajista, que se empeñaban en metérsele en la boca y la nariz—. Pensé que sería bueno desayunar juntos y sin aquel par para… —Se encogió de hombros al tiempo que sentía la cara arder.

No que proponer un desayuno fuera algo de otra galaxia o acaso una actividad que nunca hubieran realizado juntos, pero le apetecía hacerlo de ese modo en particular. Toda una cita si se podía llamar de aquel modo.

—¿Cocinas tú, uh? –Preguntó el mayor, alzando la cadera y haciendo contacto con la de Gustav, que exhaló aire caliente en su nuca y pareció derretirse al contacto de sus dos erecciones frotándose juntas aunque fuera a través de la tela.

—No es como si tuviéramos servicio de habitación, tú sabes –ironizó.

Un segundo después, se encontraba ocupando el lugar de ‘la víctima de violación’, como solía llamar a que Georg lo mantuviera acostado de espaldas, con ambas manos apretadas desde sus muñecas contra el colchón y las piernas abiertas de par en par con él en medio. Claro que no podía hablar específicamente del uso de la violencia o el no consentimiento si se excitaba y la zona de la entrepierna se contraía casi dolorosamente ante la idea de lo que venía.

—¿Aquí? –Alzó una ceja al ver que el bajista procedía a desnudarlo y obediente a susmaniobras, alzaba el trasero para facilitar que la prenda fuera retirada. El mayor hizo lo propio antes de volver a su anterior lugar y el solo roce les arrancó a ambos un par de melodiosos jadeos que posiblemente se dejaron oír por todo el autobús.

—Shhh –le acalló momentos después. Los gemelos podrían dormir como piedras, pero también tenían un radar especialmente fino para arruinar el momento privado de los demás así que no era cuestión de poner a prueba la mala suerte—. No es que no quiera probar hacerlo aquí, pero ya no hay lubricante.

El labio inferior de Gustav se curvó en una graciosa mueca que le hizo merecedor de un mordisco tal, que poco tenía que envidiarle a las sensaciones que las manos de Georg recorriendo sus costados con un ansía casi violenta le producían. Para prueba, el apenas perceptible rechinar del colchón cada que se retorcían en una danza lenta pero profunda.

Dos semanas.

Dos grandiosas, magníficas y embriagadoras semanas desde que propiamente tenían sexo… “Hacemos el amor”, pensó enrojeciendo hasta la punta de las orejas y esperando que si Georg notaba su repentino bochorno, pensase que era a causa de encontrarse al borde del orgasmo y no al de la crisis de una chica de quince años que ha perdido la virginidad ‘con el amor de su vida’.

No que no tuviera su lado romántico; al baterista contaba con él al grado que se tenía que contener de no dar amplias cabeceadas de asentimiento cada que las entrevistas Bill comenzaba con el mismo monólogo de esperar a la chica especial, pero no al de dibujar corazones en cada superficie que encontrara, marcando sus iniciales y las de Georg con suspiros enamorados.

Casi. Él mismo admitía que con Georg a un lado y durmiendo, difícil era contenerse de trazar pequeñas figuras en su espalda desnuda. No serían corazones en rojo pasión, pero eran besos húmedos que le decían cuánto amaba a aquel idiota. Cuán amado se sentía por igual, pero al mismo tiempo, quizá con un poco de negatividad, que ninguno de los dos había tratado aquel tema aún.

Quizá era que los sentimientos que ambos sentían no necesitaban expresarse más allá de las palabras por la simple razón de que era un conocimiento mutuo y adquirido por el lenguaje corporal, pero quería oír esas palabras, decirlas por igual… Moría por cruzar la frontera verbal.

—Oh sí, oh sí –murmuró Georg en su oreja, sacándolo de agridulces cavilaciones al meter una mano entre sus cuerpos y hundiéndola en la entrepierna de Gustav, masajeando sus testículos con tanta suavidad que el menor se encontró eyaculando al instante y apretando con sus muslos la cadera rígida del bajista, que contraía los músculos faciales y se estremecía en su propio orgasmo.

Aún jadeando y cubiertos por una fina película de sudor, se sonrieron con languidez antes de un último beso suave y tibio que les alejó tanto la modorra de la mañana como los últimos rastros de su encuentro.

—¿Pastel y leche? –Tanteó el mayor al ponerse la camiseta y esperando que fuera un sí. Una mañana que iniciaba de tan buen modo, merecía dejar un desayuno alejado de la salud, lo más posible.

—No –rió Gustav—. ¿Qué tal omelet, malteada y fruta? –Observó las facciones contrariadas de su amante, quien aún siendo adulto, adoraba comer porquerías en la mañana—. Está bien, agrega también pan tostado con mermelada y un par de tiras de tocino. ¿Ok?

Asentimientos antes de un nuevo beso para salir al exterior de la litera y enfrentarse a un nuevo comportamiento. Fuera del reducido espacio, seguían sólo siendo amigos.

 

Luego de un abundante y delicioso desayuno que se prolongó por más de dos horas mientras Georg y Gustav comían, tomaban un pequeño postre y además se bebían un par de tazas de café, fue que el autobús comenzó a cobrar vida de nuevo.

Un par de huesos crujiendo fueron lo primero que se escuchó por el pasillo antes de que la puerta, presumiblemente la del baño, se cerrara. Luego bostezos, pies que recorrían el suelo con pesadez y arrastrándose por el linóleo y la madera para dejar claro que el que había entrado al baño, a lavarse los dientes y dar una meada, era Tom. El que caminaba rumbo a donde la pareja estaba, era Bill.

—Mañana, bella durmiente –le saludó Georg al darle espacio en el sillón que fungía como asiento doble ante la mesa del comedor.

—Humpf –recibió en respuesta, lo que no era nada extraño. Bill no era una persona de mañana, sino un animal gruñón y quejoso que comenzaba a funcionar en cuanto el sol declinaba o cuando en su sistema hubiera una dotación de cafeína suficiente para matar un caballo.

Casi siempre y más en días como aquellos donde sólo esperaban llegar a alguna ciudad para dar casi desde la puerta del bus, al menos un par de entrevistas apresuradas, se optaba por la opción dos. La salud mental de todos lo requería así.

Gustav, quien cumplía sus obligaciones de madre para aquel grupo de desobligados, ya estaba extendiéndole una taza llena hasta el borde con el oscuro líquido, dos cucharadas de azúcar y una pizca de leche, justo como a Bill le gustaba. Apenas pudo articular un escueto ‘gracias’ antes de dar un sorbo y casi como por arte de un milagro, recobrar un poco de color en las mejillas.

Sus ojos se abrieron más y su porte desgarbado y casi desmoronado encima de la mesa, se recompuso en un instante. Daba un segundo sorbo y al apartar la taza de sus labios, sonreía con timidez.

—Esto sabe mejor que nunca –aseveró al ver las caras de burla de sus compañeros de banda. Dio un nuevo trago, esta vez más largo—. ¡Es en serio! Sabe a… —Se relamió los labios tratando de encontrar la palabra—. Este café es sexy. Tiene sensualidad.

—Si claro –desdeñó Gustav. Desde que él hacía los desayunos y cargaba la cafetera, no se fiaba de los cumplidos, pues los veía como la manera discreta de agradecer por lo que hacía y a instarlo a seguir haciéndolo como consecuencia.

—¡Lo juro! –Se exaltó al ver que no le prestaban mucha atención—. Si miento, que Tom se quede impotente y sus bolas se sequen y se caigan… —Casi gritó, con tan mal tino que el mencionado casi tropezaba con un zapato en el suelo al ir directo contra el cuello de su gemelo.

—¡¿Mis bolas y mi qué, perdón?! –Exigió saber con una vena saltándole en la tensa frente.

Si Bill no era un madrugador alegre, Tom podía ser todo lo contrario, no saltando de felicidad como presa de algún tipo de locura, sino estallando en furia a la menor provocación.

—No sé de qué hablas, pero ten, prueba esto –intentó desviar lo mejor posible la conversación hacía derroteros más favorables—. Una vez que lo pruebes, desearás que tus bolas se sequen a voluntad –e ignorando una nueva réplica, le dio la taza casi contra los dientes obligándolo así a pasar el líquido caliente.

Fue un poco entre repulsivo (por los escupitajos que Tom soltaba) y obsceno (porque pese a estar muy caliente, era más lo delicioso y su cara lo delataba) verlo acabar con la taza y al final limpiarse la barbilla húmeda con el brazo. Para remedo de hombre de las cavernas, favor de llamar a Tom Kaulitz.

—Sabe a gloria –murmuró con los ojos entrecerrados y los labios de un rojo carmín. Su lengua tanteó el borde de sus comisuras y lo mismo que él se hacía de agua por una nueva taza de café, Bill hacía lo propio al verlo.

Dos tazas nuevas y los cuatro se sentaron en la mesa a compartir los restos del desayuno antes de en verdad tener que empezar con prisas y apuros de última hora. Según el conductor, aún faltaban un par de horas así que al menos podían disfrutar de un buen café, y una buena discusión en la mañana.

—¡Oh sí, oh Dios, Ohhh! –Se deshizo Bill en halagos al saborear un poco más del café. No podía definirlo si no era con exclamaciones y casi al borde del orgasmo mental porque no decirlo de ese modo, era ofender lo más delicioso que Gustav jamás había preparado en años que se conocían.

—Alguien se está mojando en sus pantalones tres tallas menores a la suya –canturreó Tom con una tostada untada en mermelada atorado en la boca.

—Ja, a alguien le quedará espacio en sus pantalones ¡tres tallas más grandes! Luego de que sus bolas se hagan polvo. ¡Auch! –Se quejó por la patada recibida bajo la mesa—. ¿No lo dijo aquel actor porno: “Polvos tienes, polvos das y en polvo te convertirás”, eh, Tomi?

Gustav bajó su periódico dejando para luego su falso enfrascamiento en la lectura para decir con acritud:

—Eso es bíblico, Bill. “Polvo eres y en polvo te convertirás”. Significa que regresarás a los inicios cuando mueras, no que tendrás un polvo… —Se sonrojó— y mucho menos que las bolas de Tom se harán polvo. Ustedes dos son un par de desagradables impertinentes.

—Ya –arrugó la nariz el menor—. Sólo quería expresar cuán delicioso me parece este café, no pensé que eso fuera un crimen.

—Bueno, Gus, hay que admitir que ya no es agua sucia, es café. ¡Café del bueno! –Aseveró Georg—. Tu talento en la cocina al fin se extiende de algo más allá que un buen omelet y ensaladas. –Quiso cogerle la mano en un gesto afectuoso, pero se contuvo. ¿Acaso había hablado de más? No. ¿Pero entonces por qué Tom tenía el ceño fruncido como si pensara algo muy profundamente?

No que el menor de los gemelos fuera una especie de idiota, pero más allá de su gemelo, su Gibson, su auto y algunos asuntos en la banda, no pensaba mucho. Y sin embargo… Su mirada traslucía un ‘sé-lo-que-pasa-aquí’ que daba miedo.

Elucubrar al respecto era meterse en arenas movedizas y más si tomaba en cuenta que desde que le había dejado en claro que sabía lo pasaba entre él y Bill, el mayor de los gemelos se había mostrado distante. Fuera de los asuntos de la banda, se mantenía alejado de su lado y evitaba tanto hablarle más allá de lo necesario como estar a menos de dos metros, que casi parecían estar en discusión. Sólo la cordialidad ayudaba a mantener la fachada, pero no parecía algo que fuera a durar por siempre.

Quizá era ir muy lejos, pero pensar lo peor no era el fin del mundo. Sólo quedaba resignarse y dejarlo hablar, lo que a fin de cuentas fue algo… Extraño.

—¿Saben…? –Comenzó aún con el entrecejo arrugado—, esto me recuerda un poco a cuando mamá se casó con Gordon.

—Ugh, Tomi… —Se tensó Bill. No que no quisiera a Gordon luego de ser el padre que faltaba en su vida, pero para él recordar esos inicios era una incomodidad más allá de lo soportable—. No empieces a hablar de los calcetines sucios en la mesa del comedor o el jabón que se convirtió en una bola de pelos –se estremeció.

—No, no, eso no. –Suspiró al dejar salir la idea que tenía en mente—. De lo que hablo es que mamá cocinaba horrible, de verdad. Más que ahora –aclaró al ver que Bill estaba listo para abrir la boca—. Sus platillos o te mandaban al infierno o te descomponían el estómago por una semana; sus postres eran como alargar la tortura y no quiero ni recordar aquel pastel de cumpleaños que nos hizo a los… ¿cuándo fue, Bill? ¿A los nueve?

—A los seis –se cruzó de brazos el menor—. Fue en aquella fiesta donde la mitad de los invitados tuvieron que ir al hospital por un lavado de estómago.

—Cierto –rememoró el mayor con la mano en la barbilla—. ¿Fue ese el cumpleaños donde todos tuvieron ronchas o hinchazón en la lengua?

La mandíbula de Georg se fue al suelo. Claro que él también había comido en casa de los Kaulitz y admitía que era preferible comer las croquetas del perro que lo que fuera que Simone preparara, pero eso ya era ir muy lejos.

—¿Y el punto crucial de todo esto es…? –Preguntó Gustav con hastío, pues ya quería regresar a su lectura del periódico lo más rápido posible.

—Cierto. Pues bien, mamá mejoró. Sí, mejoró, Bill –puntualizó al ver que su gemelo parecía dispuesto a replicar—. No digo que se convirtiera en chef de cinco estrellas, pero al menos dejó de producirnos diarrea cada hora de la comida. Siempre pensé que Gordon tenía suerte de haber disfrutado ese cambio justo cuando empezó a vivir con nosotros, pero luego me di cuenta que él era la razón del cambio. –Asintió solemnemente—. Así que más que agradecerle el haber sido una figura paterna en mi vida, le agradezco haber logrado que mamá dejara de hacer mierdas en la cocina.

—No entiendo –murmuró Bill dando el sorbo final a su café y mirando el reloj de la pared—.Carajo, es tarde. Si no empiezo ahora con el cabello y el maquillaje, no estaré listo antes de llegar…

—Como sea, yo sólo digo que mamá mejoró su cocina gracias a Gordon, así que quizá Gustav tiene a alguien especial por ahí. Tal vez esconde en su maleta alguna muñeca inflable –dijo con un tono bastante burlesco, para después finalizar también con su café y dirigirse a su litera en búsqueda de ropa para el día.

Ya solos, Gustav y Georg intercambiaron miradas de complicidad al tiempo que se tomaban de la mano por debajo de la mesa.

—Yo también pienso que tu café es más delicioso que nunca –murmuró el bajista sonrojándose de pronto.

—¿Les vas a dar la razón a ese par de locos? –Cuestionó Gustav.

—Es una linda historia –se encogió de hombres—. No mata a nadie creer en el amor y sus milagros…

“En el amor, sí”, pensó al intensificar el apretón de manos y preguntarse si el rubio entendía de qué hablaba. Una correspondencia muda que se dio al sentir el gesto retribuido. Sí, tenía que ser un sí por respuesta. O que sus bolas se secaran…

 

El siguiente par de días, si bien los pasaron corriendo por el plató de cada estudio en el que entraban, enfrascados en entrevistas cada vez más ridículas (“¿Qué tan ciertos son los rumores, digamos en una escala de porcentajes, de que Bushido entre a la banda como su quinto miembro y segundo cantante líder?”) y un par de conciertos plagados de errores técnicos que casi costaron un accidente cuando Bill saltó en el entarimado y éste crujió bajo su peso, no se consideraron entre los peores llevados.

Al menos no para Gustav y Georg, quienes iban de un lado a otro como llevados por la marea en una nube de algodón de azúcar que apenas les dejaba mirar algo que no fueran el uno al otro.

Con excepción de un día, habían dormido juntos cada noche, acurrucados yaciendo mejilla contra mejilla y las piernas y brazos enredados de tal modo que sus niveles de cercanía estaban por rebasar el de los Kaulitz, que ni estos siendo gemelos superaban al par de siameses en el que los dos mayores se convertían.

Claro que hablar de ese modo de ellos era llegar a una exageración patente, pero no existía otra manera de llamar al cambio que se notaba en ellos y que todo el que los rodeaba notaba de primera mano. Bill y Tom eran cercanos, por descontado, así que no era necesario arquear cejas ante cualquiera de sus actos, pero hablando de Georg y de Gustav, las sospechas se dejaban oír por labios de todo mundo, quienes se tenían que rendir tarde o temprano pues más allá de su compenetración mutua y una ligerísima variante a sus personalidades, no se delataban de ningún otro modo.

Todos excepto Bill, quien tras enterarse de que era noche social o traducido en el medio como noche de parranda con alcohol, sexo y drogas gratis, se ofreció a comunicar al resto de los chicos, que sólo era Georg. Quería con sus propios oídos escuchar todo para confirmar sus sospechas y no pensaba retirarse hasta obtener lo deseado. Costara lo que costara…

Subió hasta su puerta y tocó con fuerza. Muy alegre de lo que se venía, pues se dejaba castrar si acaso fallaba su gran intuición de que el bajista y Gustav ya lo habían hecho, lo que por descarte era imposible que no hubiera sucedido. Semejante disfraz era prueba más que suficiente.

—¡Tú! –Apuntó con el dedo a Georg apenas le abrió la puerta y se colaba dentro—. Vamos, cuenta, que no subí todos estos pisos por nada.

—Usaste el elevador, no las escaleras, tsk –giró los ojos el mayor al darse cuenta de a qué venía—. Supongo que tengo que darte las gracias por ese disfraz –interpretó la sonrisa del menor como un rotundo ‘sí’—, lo mismo que el lubricante de coco. Hum, no entiendo cómo a Tom no le gusta… —Se distrajo antes de recibir un manotazo—. ¡Oye!

—Me debes más que las gracias. No creo que ‘gracias’ fuera todo lo que le diste a Gustav luego de… —Hizo un gesto obsceno que le sacó al bajista todos los colores del rostro por lo chocante que resultó—. No te hagas el sorprendido, sólo… —Se quitó los zapatos antes de saltarle en la cama y rodar un par de veces sobre el edredón hasta que encontró una postura cómoda —, cuenta todo. Cómo pasó, dónde, cuántas veces y si Gustav se veía o no genial como zorrita colegiala.

A Georg casi se le desencajó la mandíbula de la impresión pero optó por hacer caso. Bill ya le había demostrado en numerosas ocasiones que si bien parecía tomarse todo a broma, era una gran ayuda en lo que a relaciones de pareja se refería. No por nada le agradecía, secretamente claro, la ayuda que le prestaba con el bajista, pues tanto sus consejos como sus patadas en el trasero para que actuara de modo correcto y su hombro sobre el cuál a veces lloraba, eran mejor que ir con el psicólogo. Y aunado a que no cobraba, iba genial como terapia.

—Pues verás… —Comenzó su relato. Narró todo hasta donde el límite de la decencia y el pudor le dejaban, que tampoco quería hablar de intimidades que sólo les correspondían a Gustav y a él, pero atento en no ser muy vago en descripciones. Para cuando terminó, Bill estaba vibrando de emoción y con los ojos húmedos—. Qué marica eres –le reprochó.

—Disculpa si me emociono, jo. De no ser porque faltó un ‘Te amo’, sería la historia gay que cualquier adolescente quisiera vivir.

—Sí, de pronto todos quieren tirarse a un amigo que casi es como un hermano –rodó los ojos—. Como sea, eso me recuerda pedirte un, ejem, frasco nuevo de… —Se sonrojo al tiempo que la voz se le disminuía. Era el colmo poder contar una primera vez con lujo de pelos y señales, pero no pedir un poco de lubricante.

—Oh, pero si estaba a la mitad cuando te… Lo di… —Sonrió con picardía—. Ok, no preguntaré nada, pero deja lo imagino –comentó al poner una cara de pervertido que le hizo merecedor de un golpe.

—¡Bill! No imagines nada, ugh, eso es grotesco.

—Es sexy –le corrigió. Luego comprobó la hora en su teléfono—. Demonios, casi lo olvidaba. David nos quiere listos a las ocho para una pequeña reunión de la disquera. –Vio la mueca que el bajista ponía en su rostro y lo compadeció—. Lo sé, la última vez que fuimos a una ese viejo asqueroso de sonido me tocó el trasero en la barra de las bebidas. Fue totalmente, iax. ¡Iax! –Se sacudió como si trajera bichos.

—Nah, es sólo que estoy cansado. Pensaba ir con Gusti por un firme masaje en la espalda, una hora en la tina para luego… Ya sabes. Fantasea lo que quieras, no me importa nadita.

—Que envidia –murmuró el menor, yendo ya hacía la puerta para salir. Aunque faltaban horas para el evento, tenía mucho por hacerse, empezando por una nueva manicura y teñir su cabello. Ser Bill Kaulitz, el perfecto Bill Kaulitz, no era tan glamoroso como se pensaba cuando se descubría el tiempo que se requería en su imagen—. A las ocho entonces –se despidió.

Una vez cerrada la puerta, Georg también se despidió de una noche decente con Gustav. Ventajas de estar en hotel y no en la carretera cuando se pensaba en una cama de colchón blando en lugar de las terribles literas, pero terrible chasco con los compromisos de última hora con que David se los jodía. Sus días libres pero con pequeñas inclusiones de agenda, apestaban.

Con todo, optó por resignarse. La idea de fiesta, aunque fuera por parte de la disquera, siempre representaba diversión de su agrado así que tan malo no podía ser, ¿Cierto?

 

Con una mano sosteniendo un delicioso cóctel que era mitad y mitad de jugo y alcohol, y con la otra sobre el hombro de una chica, Georg se sentía en la gloria. Si los ángeles bajaban del cielo a coronarlo como el rey del universo al tiempo que música celestial sonaba en sus oídos, apenas llegarían a compararse a su presente. Realmente ya estaba en el cielo.

La chica que estaba a su lado y que para evitar llamarla ‘pechos de melón’, Georg preguntó su nombre obteniendo un ‘Larissa’, se inclinó sobre su oreja y rozando sus labios contra la piel disponible, le dijo que iba unos momentos al tocador de damas, para después ponerse de pie y contoneándose, cruzar por el lugar moviendo las caderas en un cadencioso ocho horizontal.

El bajista estaba casi seguro que Larissa era ser hija de algún importante ejecutivo dentro de la disquera y que por lo tanto el trato a darle no era el mismo que a una groupie, pero no podía evitar intercalar entre la conversación que mantenía con ella, algún ocasional apretón en la rodilla o un roce de su mano cada que su corto cabello castaño le caía sobre el rostro. Larissa era bella, sin duda alguna de ningún tipo, pero no su tipo.

Y en definitiva, no con quien se iría esa noche al hotel.

Claro que un poco de coquetería no le iba nada mal y guardar las apariencias no era precisamente un trabajo que le resultara el equivalente a la tortura china, pero le entristecía un poco.

Una mirada hacía donde Gustav se encontraba en compañía de Bill y un par de chicos que reconoció como los encargados de iluminación, le eximió de tener que dar disculpas. Se encogió de hombros apenas perceptiblemente mientras Gustav sonreía apenas alzando la comisura de los labios, pero el gesto de ambos era claro. Ya estaba perdonado por esa noche y Larissa era perfecta pues en verdad era una compañía agradable.

La única pena en todo aquello era que ciertamente Georg quería dejarla ahí para ir con Gustav y pasar la noche a su lado. Lo que sería muy raro, siendo que él nunca dejaba una chica por nada y menos una que con su carita de niña y cuerpo de mujer fatal que se le insinuara del modo en que Larissa lo hacía.

—Mierda… —Murmuró entre dientes, casi conteniéndose de agotar su bebida y embriagarse por esa noche hasta perder la conciencia.

Quería ser como Tom, quien sentado entre dos chicas reía y bebía como si el mundo se fuese a acabar a la medianoche y no hubiera oportunidad de disfrutarlo en otro momento. Se preguntó entonces si realmente Tom se las tiraría… Lo que entre los gemelos existía era obvio, pero no estaba seguro hasta que punto lo que se vivía y lo que se veía de ellos con la diaria convivencia, era verdad. ¿Realmente dormiría con todas aquellas groupies o qué? ¿Qué acaso a Bill no se le erizaban los cabellos de celos? Era una buena duda la que se le presentaba de frente y en la que pudo haber perdido fácil un par de horas en sopesar las opciones y deducir cuál podía ser la verdad, de no ser porque Larissa llegó a su lado y tomándolo de la mano, lo llevó a la pista de baile.

Casi demasiado tímida para la apariencia que tenía, Larissa se abochornó cuando al llegar a la zona de baile, la música cambió para dar paso a la tanda romántica haciendo que la única opción de bailar, fuera abrazándose.

—Si quieres podemos regresar –balbuceó cruzándose de brazos al darse cuenta de que un par de personas la miraban sin disimulo, pues la ropa que portaba dejaba poco a la imaginación.

Georg se tuvo qué contener de decirle que era mejor regresar e ignorando lo que era una mirada fulminante, no de Gustav, quien se había volteado, sino de Bill, la tomó de la cintura y la llevó con ritmo por lo que él reconocía como la canción de moda para los enamorados.

—Esta canción me gusta mucho –murmuró Larissa, quien pese a lo alta que era y al par de zapatillas de punta de aguja que usaba, encontró como apoyar su rostro en el cuello de Georg sin parecer una jirafa jorobada—. Es muy bonita –agregó.

El bajista no respondió, pero el sofoco que le dio al sentir su cabello rozando su mejilla y el aroma floral que desprendía la chica, le produjo un remolino en el estómago que le hizo trastabillar un poco y casi pisarla. Dado que no era un mal bailarín, era de preocuparse. En lugar de ello, estrechó su abrazo en torno a la cintura de Larissa y viendo que ésta no lo repelía, se dio licencia de disfrutar el baile.

Sí, era una canción bella. Buena letra, buenos arreglos y buena voz; era romántica sin llegar a caer en la cursilería, pero no la disfrutaba como debería y la razón principal estaba a unos cuantos metros, mirándose las manos y fingiendo oír una conversación en la cual era obvio el aburrimiento.

Gustav no lucía como quien estuviera disfrutando de la fiesta y Georg se sintió tremendamente culpable. No era como si pudiera botar a su acompañante de buenas a primeras sin ser un grosero hijo de puta, pero tampoco era para tener cara larga y hacerse merecedor de una bofetada. Cerró los ojos y tuvo que respirar profundo para recobrar el dominio de todas sus fuerzas.

—¿Georg? –Larissa alzó el rostro y teniéndola tan de cerca, el bajista vio que tenía un par de pecas en el rostro justo sobre las mejillas. Lucía preocupada y supo al instante que era por él. Intentó componer su mejor cara de ‘aquí-no-pasa-nada’ pero en su lugar su rostro dio una mueca que la chica supo interpretar—. Es evidente que no estás cómodo conmigo.

Se separó y aunque la música siguió sonando, ambos se quedaron de pie frente a frente calibrando qué pasaba.

—No es eso –dijo Georg. No quería entrar en detalles, pero tampoco quería herir a la chica. Cruzada de brazos en actitud cohibida, con un par de mechones sueltos por el rostro bonito que tenía, él supo que enamorarse de ella no era difícil, pero al menos en su caso ya no era posible.

—Bien –y sin mediar otra palabra, se dio vuelta y se alejó.

Georg consideró la opción de seguirla, ¿Pero y luego? Era exagerado pretender que ellos dos eran más que meros conocidos y era a la vez más que evidente que el alivio que se le extendió desde el pecho hasta las extremidades, aliviaba el malestar general que segundos antes sentía. Optó por dejarlo pasar y enfilando a la barra, pidió un trago fuerte para celebrar. El qué celebraba, ni él mismo lo sabía, pero se sentía como lo correcto.

—Ni pienses embriagarte que no cargaré con tu trasero alcoholizado hasta el hotel –le dijo Bill, colocándose a un lado y con el maquillaje un poco difuminado por su rostro a causa del sudor.

—Es apenas mi segundo trago.

—Hum… Parecía el noveno por la manera en que abrazaste a esa… –Bill calibró la palabra antes de soltarla— perra.

—Se llamaba Larissa, sólo para no llamarla perra, ¿Ok? Creo que pudo haber sido el amor de mi vida –se excusó al empinar la copa y ver fondo. El alcohol que bajó por su garganta le calentó el cuerpo al instante—, pero llegó tarde o algo así. –Extendió entonces las manos al frente y comprendió que quizá serían dos tragos, pero habían estado tan cargados que ya estaba un poco achispado pese a que tenía resistencia—. Eres un poco duro con las mujeres, creo.

—Bah –desdeñó exponiendo su cadera a un costado de la barra y mirando alrededor antes de señalar con perfectas uñas a las chicas que estaban al lado de Tom—, perra, perra; quien va por algo que es ajeno, merece el título.

—Discúlpalas por antes de acercarse a un tipo, no mirar en su bola de cristal si están ocupados o no –se encogió de hombros y pidió al barman otro trago—. ¿Y Gus? –Se atrevió a preguntar lo más casual posible.

La verdad es que su voz falseaba, pero Bill optó por no hacer ninguna burla al respecto mientras le explicaba que el baterista se le había escapado minutos antes para ir al baño. Luego comenzó a contar y al llegar al número cinco vio con grata emoción que Georg se alejaba con rumbo a los sanitarios.

Lo sabía, aquel par eran unos bobos respecto a la relación que tenían, pero lo invadía la fe en que saldrían adelante porque se amaban. Más les valía…

 

El bajista se encontró con un baño desolado y, bueno, sucio. No precisamente un basurero, pero se le aproximaba peligrosamente con su pila de papeles sucios en el suelo y el suelo manchado con agua de procedencia desconocida y que prefería siguiera siendo anónima.

Caminó por entre los cubículos mirando siempre por debajo de la puerta hasta que dio con un par de particulares zapatos que reconoció como los de Gustav. Tocó la puerta una, dos veces antes de recibir un gruñido acompañado de un escueto ‘ocupado’.

No moqueo ni voz quebrada, pero el tono alarmó todos los sentidos deGeorg, quien volvió a tocar, esta vez con tono claro que pretendía ser alegre y habló para evitar que le llovieran palabrotas.

—Gusti, soy yo –pronunció, no muy seguro si sonaba como el marido infiel que tras ser descubierto le llevaba a su esposa flores y chocolates implorando su perdón.

Consideró acaso la posibilidad de que estallase la bomba en ese cochambroso baño de gasolinera, que Gustav llorase y él hiciera lo propio; vamos, un drama de índole épico que terminaría con ellos dos rompiendo su relación y estropeando el futuro de la banda haciendo que Tokio Hotel se separase y tuviera que suicidarse a los cuarenta años a causa de un daño hepático por su alcoholismo. Quizá antes, por allá como a los treinta… El futuro nada halagüeño le hizo estrujarse la mano sobre el pecho, pero la realidad fue distinta.

Gustav abrió la puerta sin signos de haber llorado, desgarrado la ropa o haber sufrido un colapso nervioso. Nada de eso; exageraciones de la mente de Georg quien siempre dramatizaba, pero sin embargo, triste.

—Este baño es un asco –le dijo con disgusto apenas lo vio—. Orinar aquí es casi garantía de pescar alguna cepa extraña de enfermedad de transmisión sexual nueva. Puaj, uno corre el riesgo de que se le pudra y se caiga…

—No me dejes… —Balbuceó Georg, no muy seguro porque pedía algo que iba con el hilo de la conversación, dando un paso dentro del estrecho cubículo y abrazando a Gustav con una necesidad que creía desconocida de sentir jamás en la vida. Soltarlo le parecía como perder lo que lo mantenía al borde de un precipicio profundo y escarpado. Daba miedo.

—¿De qué diablos hablas? –Preguntó extrañando el rubio. Sobó un poco su espalda mientras se preguntaba si Tom le había dado de fumar aquella cochinada de mala calidad que a veces compraba, porque no se explicaba el abrazo tan estrecho que Georg le daba y que casi le rompía las costillas—. ¿Estás ebrio?

—No. Sí. No sé… ¿Te parece que lo estoy?

—Georg, me asustas –intentó desasirse del abrazo, pero Georg no lo dejó y a riesgo de que alguien entrara en el baño y los viera, optó por mejor cerrar la puerta del sanitario para al menos tener un poco de privacidad—. No vayas a llorar, ¿Sí?

—Ugh, muy tarde –susurró compungido al hacer sonar su nariz y enterrar el rostro en su hombro—. Debo estar en mis días o algo así –se justificó, obteniendo así una mano en torno a su cintura y otra acariciando su cabello.

Pese a que Gustav era por un poco más bajo que él, a veces sus caricias eran tan tranquilizantes que el bajista se sentía mecido en sus brazos como un bebé.

—No me vengas con esa patraña que ya bastante tengo con la regla de Bill –resopló contra su oreja. Se la pensó un momento y preguntó con una voz muy pequeña y apenas audible—. ¿No te espera esa chica? Es bastante linda.

—Lindas pecas, pero no. Me botó –dijo como si nada.

—Ah, lo siento –pero por su tono era evidente que la frase provenía del viejo contrato de amigos, no el de amantes que eran, porque por dentro sus tripas bailaban conga celebrando que Georg no se había ido con alguien más.

—Nah. ¿Sabes…? –Alzó el rostro y se limpió el borde de los ojos con una sonrisa tímida—, me alegro que pasara. Creo que pude haber fantaseado con ella, casarme y tener cinco hijos, pero entonces te vi con Bill y tenías esa cara de…

—¿De que me aburría de muerte? –Gustav puso mala cara—. Bill hablando con los maricas de la sección de iluminación acerca de secadoras de pelo, manicura de lujo y marcas de ropa, mata las ilusiones de vivir de cualquiera. De otra manera, no habría huido a semejante baño.

—Ah… —El bajista se quedó serio. Él pensaba que era la cara de Gustav por extrañarlo y verlo coquetear con otra, pero al parecer su imaginación se había fumado un porro al exagerarlo todo. ¿Era que ambos no eran cercanos, que Gustav no esperaba que fueran pareja o que simplemente no le importaba que se fuera con otra? Le dolió un poco la idea, pero peor dolían las dudas.

—Y bueno, también estaba un poco… Celoso –murmuró sentándose en la tapa del inodoro y mirando arriba en espera de un comentario al respecto—. Digo, mi trasero tiene poderes que yo nunca creí que tendría, pero no se comparan con ella. –Carraspeó—. Te la pondré fácil porque sé que eres igual de bestia que Tom para estas cosas, así que ahí va: Tú y yo, ¿Qué somos? Me refiero a, ya sabes, ¿Somos pareja, queda en amantes o mis celos son haber tomado todo muy en serio y equivocarme?

Pareció librarse de un peso tremendo porque al instante la tensión en sus facciones se disipó y quedó un Gustav paciente que sólo pedía dejar todo claro como el agua. Georg no podía reprochárselo, muy al contrario, el poder hablarlo era un alivio tremendo que le refrescaba las ideas.

—La verdad es que yo pensé que ya éramos pareja y que te estaba engañando con Larissa –extendió la mano y le acaricio las mejillas para luego besarlo.

—Ay Georg, dices las palabras más tiernas en los lugares más sucios; debería ser al revés –se paró y posando los brazos en torno a su cuello, lo besó—. Ok, somos pareja –arrugó la nariz—, aunque preferiría que fuera un secreto…

—¿En que estás pensando? –El corazón de Georg se estrujó un poco, lo cual no era nada agradable teniendo a su Gusti en brazos.

—Dejar pasar un tiempo, unos meses, antes de decir algo. Esto va a funcionar, quiero creer que sí, pero hasta entonces me gustaría que fuera un secreto. –Lo abrazó—. No quiero pensar en hacer esto público o adelantarme mucho o presionarte, pero supongo que en algún momento habrá que decirle a los gemelos, a David y a nuestras familias. De momento es esperar, ¿Bien?

El bajista se mordió el labio inferior. ¿Sería correcto decirle que al menos Bill ya sabía? No es que quisiera probar la resistencia de Gustav a los infartos, pero la opción de mentirle no era viable si iban a tener una relación que quería con el alma que durase. De verdad que quería que funcionara y aunque de momento no podía hablar de pasar la eternidad a su lado por temor a exagerar una pizca, ya lo amaba.

Justo iba a confesarle al baterista lo del menor de los gemelos cuando recibió un beso que siguió a otro y la verdad se le ahogó en los labios. Estrechando a Gustav entre brazos contra la puerta, decidió que si no decía nada, entonces no mentía. De momento todo era tan perfecto, que arruinarlo por propia voluntad era casi un suicidio.

—Georgie Pooh ama a su Gusti Pooh –murmuró contra su labios, extasiado de cuán suaves se sentían contra los suyos.

—Yo también te amo, Georgie Pooh… —Se la pensó unos segundos antes de soltar una carcajada—. Somos unas nenazas.

—Tanto así como en plural… ¡Ouch! –El pellizco se lo ganó a pulso, pero Gustav seguía riendo—. Ok, un par de nenas. Soy muy macho para decirlo y no me da vergüenza admitirlo.

—Ya pues. Toca salir del baño, pero será como nuestro pequeño clóset personal –se tapó la boca con la mano—, aunque si es hora de confesiones, te diré que pese a los orines en el suelo y el escusado sucio, este lugar ha sido casi tan romántico como cualquier otro de los clichés. –Le dio un último beso en los labios antes de abrir la puerta y salió.

Pudo ser efecto de la luz pobre y parpadeante del techo, pero Georg vislumbró la figura de Gustav de una manera nunca antes vista.

Se sonrojó y casi corrió en pos suya.

Amaba a su Gusti… Su Gusti Pooh…

 

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