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A dos semanas de que Tom y su negocio se hubieran puesto en marcha, justo cuando Bill creía que ya nada lo molestaría al respecto, fue que so topó con una sorpresa tan grande, tan difícil de digerir como una bola de pelos de gato sarnoso, que necesitó de urgente ayuda por parte de Gordon a riesgo de morir si no era así. Literalmente…

—¡Uno, dos, TRES! —Con un último impulso de sus dos manos presionando fuerte contra su estómago, el padrastro de los gemelos logró que Bill expulsara el trozo mal masticado de carne que por poco había asfixiado al menor de sus hijastros—. ¿Todo bien? ¿Necesitas algo? ¿Quieres que llame a tu madre?

—A-Agua —dijo Bill con una voz pequeña y ronca, la cabeza a punto de estallarle como balón por la falta de oxígeno. Su experiencia cercana a la muerte apenas si lo había impactado, lo que en verdad había estado a punto de ocasionar su prematuro deceso había sido la noticia de que no más de una hora antes, Tom había recibido una visita.

Y no una visita cualquiera. No una con cabello largo y minifalda a juego como las que en últimas semanas habían plagado su casa, sino…

—Niels Vogler —masculló Bill para sí el nombre, seguro de que en cuanto pudiera recuperar el aliento y la habitación decidiera dejar de dar vueltas a su alrededor, saldría al jardín trasero y…

—¿Dijiste algo, Billy?

Saliendo de ensoñaciones asesinas y de vuelta al mundo real, Bill enfocó los ojos sólo para encontrar un vaso repleto de agua y la expresión curiosa de Gordon por sus palabras.

—Te oí decir algo —agregó su padrastro, atento a cualquier síntoma extraño en Bill que revelara si era necesario o no acudir al hospital.

El menor de los gemelos denegó con la cabeza. —No es nada, gracias —aceptó el vaso con agua y bebió un largo trago mientras maquinaba bien qué hacer y cómo. En su planeación, estaba el éxito o el fracaso.

—Por si acaso llamaré a tu madre, ¿de acuerdo? No te muevas de aquí —le indicó su padrastro antes de abandonar la cocina.

Bill suspiró apenas se vio a solas.

Que Tom recibiera visitas era normal, muy normal considerando el tipo de negocio que mantenía en el patio de atrás con la vieja camioneta de Gordon, pero usualmente esas ‘visitas’ solían ser del tipo femenino y siempre con cinco euros en el bolsillo. Niels Vogler no encajaba en lo absoluto en ese cuadro. Ni de lejos. Y eso era sólo por el simple hecho de que Niels era varón, capitán del equipo de basquetbol y además un año mayor que ellos.

¿Sería acaso Tom capaz de aceptar el dinero sin importarle de quién venía? Por inercia, el menor de los gemelos se llevó los dedos al rostro, rozando el área donde él recordaba, Tom lo había besado repetidas veces a modo de broma apenas unos días antes.

Como si el cosmos decidiera demostrarle que sí, en efecto Tom aceptaría el dinero sin tomar en cuenta el género de su cliente, aparecieron en la cocina su gemelo y Niels, los dos con una compartida sonrisa de complicidad en sus labios turgentes, Bill suponía y acertaba sin lugar a errores, por besarse hasta el cansancio al menos por media hora.

—Hey —saludó Tom a su gemelo, seguido de Niels. Bill los ignoró a ambos—. ¿Pasó algo?

—Casi muero hace menos de dos minutos —dijo Bill sin emoción alguna en la voz, avergonzado al punto de ni siquiera poder levantar el rostro del suelo—. Me atraganté con un trozo de carne.

—¿Pero estás bien, verdad? —Preguntó Niels por cortesía, haciendo que el menor de los gemelos rechinara los dientes en el acto.

—Claro que sí —respondió Tom en el lugar de su gemelo, agitando un poco su rebelde cabellera negra en el proceso, al parecer, sin percatarse de que apenas estuvieran solos, Bill le echaría la bronca de su vida—. Es más resistente que las cucarachas a las explosiones nucleares. Estará bien, sólo exagera.

—Uhm, bueno…—Rió Niels por la broma—. Tengo que irme —dijo al cabo de unos segundos—, le dije a mamá que no tardaría y bueno… Sí, eso. Me voy.

—Sabes dónde está la puerta —lo despidió Tom sin ambages de ningún tipo—. Vuelve cuando quieras.

—Claro. Adiós, Tom. Gracias por todo. Erm…Adiós, Bill.

Momentos después la puerta principal se escuchó abrir y cerrar, dejando por completo a solas a los gemelos.

—¿En serio, Tom? —Fue lo primero que dijo Bill, herido de muerte por razones que ni él mismo comprendía—. ¿Cualquiera puede llegar, darte dinero y conseguir lo que quiera de ti?

Tom al menos tuvo la decencia de lucir avergonzado. —No es lo que crees.

—No importa qué es lo que creo, sino lo que es… Se llama prostitución. Aunque sólo sean besos y manos por encima de la cintura, no es correcto.

Tom soltó un sonoro bufido. —Son sólo besos, quizá una mano aquí o allá, tú mismo lo dijiste, pero nunca más. No veo cuál es la gravedad de esto si no le hago daño a nadie. Es más, se siente bien.

—Se supone que es especial —masculló Bill por lo bajo, arrepintiéndose en el acto. Sabía que estaba actuando como una chica, virgen además de todo. Pero no podía evitarlo, él en verdad creía que el acto de besar era importante y por eso no debía de ocurrir con cualquiera, mucho menos bajo la promesa de cinco euros—. Olvídalo.

—Bill, vamos… —Apoyó Tom su mano sobre el hombro de su gemelo—. Es dinero fácil.

«Tú eres el fácil aquí», pensó éste apretando los labios hasta que su boca se contrajo en una fina línea, pero se guardó muy bien de externar su opinión.

—Bien —dijo en su lugar—. Haz lo que quieras.

Y sin darle oportunidad alguna a Tom de detenerlo, abandonó la habitación. Tenía mucho en qué pensar. Mucho en verdad.

 

—Mamá… —Con la palma de las manos sudada y el corazón latiéndole al doble de su capacidad en el pecho, Bill se recordó a sí mismo que era importante y repitió su llamado—. Mamá…

—¿Uh? —Alzó Simone la vista del libro en el que apenas unos segundos antes, se encontraba sumergida—. ¿Pasa algo, cariño?

—Me preguntaba si… —El menor de los gemelos aspiró aire a profundidad—. ¿Podrías adelantarme mi mesada? Sólo un par de euros, no es mucho lo que necesito—agregó al ver el ceño fruncido de su progenitora—. Con cinco me basta, pero si me das diez… Estaría muy agradecido.

—¿Es para algo especial? —Inquirió ésta con verdadera curiosidad. Usualmente Bill era meticuloso con sus ingresos y sus gastos, por no hablar de que nunca antes había necesitado un adelanto.

«No quieres saber», pensó el menor de los gemelos, optando por una mentira blanca. —Quiero probar algo nuevo con mi cabello y… El tinte cuesta un poco más de lo normal. Un par de euros, pero salen de mi presupuesto y… Me preguntaba… Si no es mucha molestia…

Divertida de lo nervioso que su hijo menor se comportaba, ni por asomo se le ocurrió Simone que mentía. Bien sabía ella lo mucho que Bill odiaba depender de alguien más en cualquier sentido y lo herido que estaba quedando su orgullo por el simple hecho de pedir dinero.

—Bien, ¿con un billete de veinte bastará?

En la cabeza del menor de los gemelos se formó el número cuatro, pero se apresuró a hacerlo a un lado. De momento, su plan marchaba sobre ruedas.

—Gracias, mamá.

—No hay de qué, cariño.Ah, sólo no olvides no comentarle a Tom de esto o querrá él también que le adelante su mesada, ¿de acuerdo?

Sonriendo para sí, a sabiendas de que ni en sueños le diría a Tom de la procedencia de ese dinero, Bill prometió que así sería.

 

Con el rostro ardiendo a causa de lo que estaba a punto de hacer y un dolor de estómago que se asemejaba mucho a la fea sensación que tenía cada vez que salía mal en un examen de francés y tenía que mostrárselo a su madre, el menor de los gemelos aspiró aire un par de veces antes de acercarse a su gemelo y golpetear con un dedo delicado sobre su hombro. Al girarse para mirarlo de cerca, Bill interrumpió sus palabras abriendo la boca, y para sorpresa suya, no trastabillando con su lengua.

—Ten —le extendió a Tom un billete de cinco euros cuidadosamente doblado en cuatro—. Uhm, quiero…

Tom arqueó una ceja. —¿Quieres…? —Lo instó a seguir—. Bill, ¿estás bien? Te estás poniendo verde.

«Curioso», pensó el menor de los gemelos, convencido hasta entonces que el color de su piel lo delataba con rojo y no en verde. Dándose un par de golpecitos contra las mejillas, Bill se aprovechó para poner el billete sobre la mano de su gemelo y con ello cumplir con un tercio de su propósito. Quizá aún estaba a tiempo de retirarse, Tom aún no sabía y-…

—¿Y esto por qué es? —Tom inspeccionó el billete de cerca e hizo ademán de devolverlo, pero Bill denegó con la cabeza—. Quiero —repitió, haciendo una pequeña pausa—, un paseo en la Sex Van. Contigo —especificó como si de por medio hubiera quedado cualquier duda.

Apenas aquellas palabras salieron de su boca, el menor de los gemelos apreció como Tom abría los ojos grandes y sorprendidos, una expresión que rayaba en la incredulidad total, y por fortuna, sin rastros de asco o disgusto en ella.

—Bill… No hablarás en serio, ¿o sí?

El menor de los gemelos alzó la vista que hasta entonces tenía clavada en el suelo y miró a Tom en los ojos. —Cinco euros, ¿no? Dinero es dinero, ¿correcto? Si Niels ya tuvo un paseo… Yo también tengo derecho a comprar un vale por una hora contigo.

—Eres mi hermano. Mi gemelo —recalcó Tom, pese a sus palabras, indeciso—. No deberías tirar tu dinero así.

Bill se encogió de hombros. —Yo hago lo que quiero con mi mesada. Puedes negarte si quieres, pero no voy a aceptar el dinero de vuelta.

Jugueteando un poco con el crujiente billete, el mayor de los gemelos tomó su decisión ahí mismo.

—¿Ahora te parece bien?

Tragando saliva, Bill se lo hizo saber. —Sí.

 

Decir que estaba nervioso era poco decir. Bill se sentía a punto de vomitar el corazón que en esos mismos instantes llevaba atorado en la garganta y amenazaba con salírsele si abría la boca.

A su lado, Tom parecía la estampa perfecta de la relajación, al grado en que el menor de los gemelos creía que de pronto empezaría a meditar.

—Relájate —le dijo Tom cuando al cabo de varios minutos dentro de la Sex Van, era obvio que parecía estar sentado sobre alfileres—. Ven acá.

—No, tú ven acá —replicó Bill mordaz, en el acto conteniéndose para no ir a estampar la cabeza contra el costado de la camioneta. En lugar de tomárselo a mal, Tom lo hizo, arrinconándolo contra uno de los asientos traseros y uniendo sus frentes. La cercanía era tal que sus alientos entrechocaban contra la mejilla del otro al tiempo que sus narices se rozaban—. Uh, Tomi…

—No hay devoluciones —le cortó su gemelo, sonriendo con una pizca de picardía—. ¿Estás listo?

—¿Es lo que haces siempre? —Bill se mordió el labio inferior—. Digo, quiero estar seguro de que obtengo lo justo por mis cinco euros.

—Bien… —Deslizó Tom una de sus manos hasta entonces sobre el asiento, para apoyarla contra la rodilla de su gemelo—. Usualmente prefiero empezar con lo más sencillo.

—No quiero eso, uhm, quiero… Besos —pidió Bill, asombrado de su propio descaro, pero incapaz de retractarse ahora que podía hablar sin tapujos de ningún tipo—. Muchos besos…

—Al cliente lo que pida —murmuró Tom, reduciendo la corta distancia entre sus bocas y presionando sus labios secos pero cálidos sobre los de Bill. A su alrededor, el silencio se hizo total, sólo roto por el ritmo pausado de sus respiraciones.

Bill no estuvo seguro si sólo duró un milisegundo o una hora.Al retirarse Tom, los oídos le zumbaban y la certera convicción de que quería más, lo tenía vibrando como si él fuera una de las guitarras de su gemelo y éste hubiera acertado al tocarlo en la cuerda y el acorde adecuados.

—Más —rogó apenas, saboreando aún el sabor de su gemelo y aferrando la tela a cada lado de su camiseta—. Tomi… Más.

Contento de que así fuera, Tom lo hizo. Una, dos, tres, mil veces.

—Mmm-ah —gimió Bill cuando al cabo de varios intentos, Tom introdujo su lengua dentro de la boca de su gemelo y lo hizo estremecerse de pies a cabeza—. Es tan…

—Shhh —lo hizo callar Tom al besarlo de nueva cuenta, esta vez sobre la comisura de los labios. Para entonces, una de sus manos sujetaba a Bill por la cintura y la otra se deslizaba por debajo de la camiseta de éste, trazando círculos perezosos sobre su ombligo y rozando la pretina de su pantalón con dedos tiernos.

—¿Esto es lo que siempre haces con tus clientes? —Preguntó Bill con voz pequeña, indeciso entre el dolor de saber o el que producía la ignorancia de no hacerlo.

—Depende —murmuró Tom, trazando con su pulgar una gran parte del esternón de su gemelo—. No siempre, no con cualquiera.

—¿Pero lo has hecho antes? ¿Varias veces?

—Sí —respondió Tom, sin especificar a cuál de sus dos preguntas aludía.

Decidido a no arruinar su corta hora con tonterías, Bill tomó la iniciativa reclamando los labios de su gemelo con los suyos, abandonando su actitud pasiva para tomar un papel más activo en su sesión de caricias, y al contrario de lo que Tom habría actuado en otro tipo de situación, permitió que pasara.

Pronto, muy pronto para el gusto de ambos, el sol había terminado por bajar sobre la línea del horizonte y su madre los llamaba para la cena.

—Mierda —terminaron por separarse, cada uno revisando su apariencia en los pocos cristales que le quedaban a la vieja camioneta y asegurándose el uno al otro que ni su madre ni Gordon adivinarían que estaban haciendo.

—Tomi, me dejaste un chupetón —hizo Bill un puchero al subirse el cuello de su camiseta y cruzar los dedos porque su progenitora no se diera cuenta al menos por ese día. De no ser así, tendría mucho qué explicar y prefería ahorrarse la sesión de mentiras si podía.

—Perdón —se inclinó su gemelo por encima de la marca y la besó, haciendo que a Bill se le hicieran líquidos los contenidos de su estómago—. No me pude detener.

Dándole un ligero golpe en la cabeza, Bill agradeció a la oscuridad por esconder el tono sonrojado que cubría cada parte de su cuerpo, mitad por el bochorno, la otra por el calor que lo envolvía como si se tratara de una manta extra gruesa.

En silencio y sin mediar palabras de por medio, los dos salieron lo más disimuladamente posible de la Sex Van, evitando incluso rozarse las manos al momento de cerrar la portezuela o de que sus miradas se encontraran. Por extraño que pareciera, ahí afuera en el mundo que bien podría juzgarlos por lo que habían hecho durante las últimas horas, hasta el más simple roce parecía fuera de lugar.

Caminando a lo largo del jardín trasero y en dirección a la casa, fue Bill el que se rezagó por un par de metros y a su vez, el que se atrevió a romper la autoimpuesta barrera de la discreción.

—Uh, Tomi…

Regresando sobre sus pasos, el mayor de los gemelos pegó la punta de sus pies con los de Bill y entrelazó sus manos al frente, ayudado por la oscuridad y la carencia de mirones indeseados. —¿Sí?

—Gracias —susurró Bill por lo bajo, no muy seguro de si era lo correcto por decir, pero sintiéndolo por todo el cuerpo—. Fueron los mejores cinco euros gastados de mi vida.

En la penumbra de la noche, la sonrisa de Tom se dejó entrever gracias a la luz de una farola en la lejanía.

—Si te interesa… Puedo hacerte un descuento, eso si quieres una… —Tom inhaló para tomar aire y valor—. Ya sabes, una segunda vuelta en mi Sex Van.

—Me enc-… —Se quedó Bill a la mitad de la oración, porque en ese momento su madre decidió sacar la cabeza por la puerta trasera y romper el momento.

—Chicos —les mandó llamar de vuelta—, la cena. Es la segunda vez que se los digo, no quiero repetírselos de nuevo. Ah, y no olviden lavarse las manos antes de sentarse a la mesa.

Rota la atmósfera etérea en la que parecían envueltos, los gemelos se separaron, agradecidos de la carencia de luz en su jardín trasero y a lo distraída que podría ser su madre cuando tenía mil y un cosas en la cabeza. Cada uno por su lado, emprendieron el camino a su casa.

Con los labios ardiendo, cosquillas en el vientre bajo y a pesar de todo, una pesadez extraña a la altura del pecho, Bill sonrió para sí mientras caminaba los últimos metros. Era un sentimiento extraño.

«Sí, muy extraño pero también agradable», pensó ensanchando más la sonrisa.

Tenía que cavilar un poco al respecto.

 

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