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2.- 2€ por tus celos.

 

Para desazón de Bill, el negocio (si es que se le podía llamar así) de Tom, estaba yendo viento en popa. O más bien, marchaba sobre ruedas, si es que quería reírse del hecho de que la vieja camioneta blanca apenas tenía puertas, ni hablar de llantas sobre las que moverse.

Como si eso no fuera suficiente, el que su ventana diera directamente hacia el jardín trasero tampoco era de gran ayuda, y el que su curiosidad se llevara lo mejor de él a la hora de ver qué chica pagaba por los ‘servicios’ de Tom tampoco.

—Mamá, odio mi vida —abrazó Bill a su progenitora desde atrás mientras que ésta se encontraba frente a la estufa y cocinando lo que sería la comida de ese día.

—¿Qué? ¡Oh, cariño, eso no es cierto! —Dejando de lado la cuchara con la que revolvía el cazo y dándose media vuelta, Simone le correspondió el gesto cariñoso que era tan habitual entre ellos dos—. Sé que no encuentras tan divertido estas vacaciones, pero debes verlo por el lado positivo.

—¿Y cuál es ése? —Inquirió el menor de los gemelos, soltándose un poco del abrazo y frunciendo el ceño. Estaba seguro al ciento por ciento de que cualquier sugerencia que su madre le diera, no iba a funcionar por la simple y sencilla razón de que Simone no sabía en realidad a qué se debía su desazón—. Estoy muy aburrido —mintió a medias—, y estoy harto de sólo estar en casa sin hacer nada.

—¿Dónde está tu hermano? —Preguntó Simone, regresando a la estufa y revisando que la carne no se hubiera pegado al fondo—. Los dos pueden ir a comprar un helado o a la pista de patinaje

—Tom está ocupado —gruñó Bill, recordando que si estaba en ese actual estado, era por culpa de su gemelo y la chica con la que en esos momentos se estaba besando en el jardín de atrás—. Ya no tiene tiempo para mí.

—Eso no es cierto…

—¡Claro que sí!

—Bill… Basta. No tengo tiempo para esto—interrumpió Simone las quejas de su hijo menor—. Tú también puedes divertirte sin Tom.

—Pero mamá…

—Sin peros —le espetó Simone alzando amenazador el dedo índice—. Pronto cumplirás catorce años, debes de ser independiente de tu hermano y tener tus propios pasatiempos y amistades. Demuéstrale que te puedes divertir sin él —le guiñó el ojo—, así él volverá a tu lado. Es un truco de chicas, pero funciona con cualquiera, ten confianza.

Conteniéndose para no esbozar una mueca de fastidio, Bill asintió sólo para no oír más.

—Esa es la actitud. Ahora llama a Gordon y a tu hermano, diles que la comida está lista —le ordenó con dulzura—. Ah, y antes de que lo olvide —agregó—, después podrás ir con Andreas. Te daré dinero para que compres una pizza para los dos. ¿Qué tal suena eso?

Con los ojos brillantes de sincera alegría, Bill abrazó de nuevo y con más brío a su progenitora. —Gracias, gracias, ¡gracias, mamá!

Simone le dio un beso en la mejilla. —Anda, ve a decirles y después me agradeces. Y no olvides lavarte las manos cuando vengas de regreso.

—Sí, claro —obedeció Bill en el acto.

Bajando de dos en dos las escaleras hasta el sótano que era donde Gordon tenía su propio estudio y con una sincera sonrisa en labios que nada ni nadie podría borrar (ni siquiera Tom y sus ‘clientas’), Bill llegó a pensar que la tarde no iría tan mal, lo mismo que sus vacaciones.

Estaba, según comprobaría más tarde, por completo equivocado.

 

—Vamos, Bill —soltó malhumorado Andreas el control remoto de su Playstation—. No podemos jugar a gusto si sigues manteniendo esa cara de que alguien atropelló a tu gatito y se fue sin disculparse.

—Perdón —masculló Bill, jugueteando con los controles entre sus dedos y sin atreverse a levantar la vista del regazo—. No estoy en mi mejor momento.

—Eso lo puedo deducir sin ayuda, genio —bufó su rubio amigo—. Pareces una chica que está en sus días.

—¡Hey!

—Sólo intento ser honesto —se encogió Andreas de hombros—. Ya en serio, ¿qué pasa?

—Ugh, no quiero hablar de eso, Andi.

Como si fuera una señal divina que le otorgaba una epifanía imposible de ignorar, Andreas asintió para sí. —Tiene que ver con Tom, ¿no es así? No me puedo equivocar, siempre pones esa expresión dolida cuando se trata de él.

—Quizá… —Concentrado en arrancarse el esmalte de las uñas con cierta rabia, Bill terminó por ceder y asentir—. Lo admito, es culpa de Tom.

Andreas hizo un ruidito de incredulidad. —O una de dos, Tom hizo algo y te molestó o Tom no hizo nada e igual te molestó. ¿Cuál fue?

—No me enojo por nada —reculó Bill sin mayor efecto, a su lado, Andreas lo golpeó en el brazo para hacerlo hablar—. ¡Auch! Está bien, lo admito. Hizo algo, pero… Admito que tal vez me enojé más de lo que debía. O tal vez no y yo tengo la razón como siempre. ¡Oh, Andi, no lo sé!

Andreas se contuvo de rodar los ojos a sabiendas de que Bill era así y lo aceptaba tanto con sus virtudes como con sus defectos sin juzgarlo ni una pizca. —Esto tiene que ver con su Sex Van, ¿verdad?

—¡¿Qué?! —Se atragantó Bill con su propia saliva, abandonando en el acto la deprimente actitud que llevaba a cuestas por una de incredulidad y sorpresa.

—Pfff —desdeñó Andreas su exagerada reacción—. Todos en este pueblo de porquería saben de su pequeño negocio, así que no te hagas el sorprendido. Al menos todos los de la escuela, no sé los adultos, pero por su bien espero que no sea así.

—¿Cómo te enteraste? —Preguntó Bill con verdadero interés. Tom sólo había hecho un póster ofreciendo sus servicios y lo había pegado ya tarde en la noche en una de las paradas de autobuses que estaba cerca de su vecindario. A la mañana siguiente el letrero ya no estaba lo cual había supuesto una decepción para su gemelo, pero sin importar la falta de noticia al respecto, las chicas habían ido apareciendo frente a la puerta de su casa. Algo simplemente no cuadraba en todo ese asunto.

—No lo escuchaste de mí, pero… —Andreas bajó la voz, seguro de que se meterían en grandes problemas si su madre en la otra habitación los escuchaba—. En el autobús oía a dos chicas hablar del tema. ¿Sabes quién es Nelly del otro grupo? —Ante la cara impávida de Bill, Andreas prosiguió—. No importa. Ella le dijo a su amiga que la noche anterior había encontrado un anuncio bastante interesante. Al principio pensé que era una tontería, ya sabes, pero cuando lo sacó de su mochila y se lo enseñó, al instante pude reconocer los feos garabatos de Tom.

—Mmm —frunció Bill el ceño—. Sigue, ¿qué pasó después?

—No gran cosa —se encogió el rubio de hombros—. Nelly pareció tomárselo a broma, pero su amiga, creo que se llama Katterine o Katrina…

—¿Katty Busch? —Siseó Bill.

—¡Ella misma! —Chasqueó Andreas los dedos.

—Mierda… —Recordó Bill que él mismo le había abierto la puerta a Katty aquel día. En su momento, no había recordado el nombre, pero ahora que podía pensar con un poco menos de furia, podía estar seguro al ciento por ciento de que era ella—. ¿Y después?

—Lo obvio, supongo. Por tu cara imagino que fue a tu casa, ¿o me equivoco? —Sondeó Andreas la respuesta de su amigo—. Si me preguntas, cobrar cinco euros por eso… Es un buen negocio.

—Es asqueroso, Andi —protestó el menor de los gemelos—. Es dinero mal ganado y… y…

—Una oportunidad de besar chicas sin consecuencias, tal vez hasta más. Y no me mires así —le espetó Andreas a su amigo, quien en esos instantes le clavaba los ojos como dagas—, porque es cierto.

—Ugh —se negó Bill a darle la razón a Andreas.

—Sabes que estoy en lo correcto, pero los celos no te permiten verlo —dictaminó el rubio, tomando de nueva cuenta el control del Playstation entre manos y eligiendo una nueva partida—-. Como sea, es asunto de Tom y él sabe lo que hace.

—Ugh, Andi. No estoy celoso ni una pizca, ¿por qué lo estaría de esas chicas? —Gruñó Bill, a su vez sosteniendo su propio control y esperando a que el juego empezara—-. Eso que hacen es degradante.

Andreas se giró de golpe y con una ceja arqueada. —Me refería a Tom.

—¿Uh?

—Celoso de que Tom bese a todas esas chicas, no celoso de que las chicas besen a Tom.

Incrédulo de lo que oía, Bill empezó a toser sin control por culpa de haberse atragantado con su propia lengua. —¿Q-Qué estás di-diciendo? —Alcanzó a decir antes de necesitar que Andreas le diera palmadas duras en la espalda—. ¡Andi, estás loco o qué! Yo no estoy celoso de esas chicas, ni de Tom. Es una estupidez.

—Estupidez o no…

—Olvídalo. Cambia el tema —refunfuñó Bill, adoptando una expresión malhumorada.

¿Es qué Andreas había nacido con el cordón umbilical enrollado alrededor al cuello o qué? Bill no estaba celoso. No de Tom y por supuesto no de esas chicas. Bien sabía su gemelo lo que hacía poniendo la boca y la lengua en cualquier lado. Era su problema, de Tom, no el suyo. Frunciendo el ceño hasta casi quedarse con una arruga permanente, Bill quiso convencerse de su propia mentira, pero lo cierto era… Que sí, estaba celoso. Tom era suyo, ser su gemelo así se lo aseguraba, y le molestaba de sobremanera que cualquier chica pudiera reclamarlo como de su propiedad por la mísera cantidad de cinco euros cada que les diera su regalada gana. Simplemente no, se negaba a que así fuera.

Ajeno a la oscuras elucubraciones de su amiga y convencido de que botar el tema sería lo mejor, Andreas lo dejó ir. —Bien… ¿Listo para otro juego? ¿Preparado para que patee tu trasero?

Respondiendo con un gruñido, Bill inició la partida.

 

Más tarde ese mismo día, apenas cruzar el umbral de su hogar, Bill se llevó una grata sorpresa al encontrarse con Tom y sólo Tom. A la vista, ni el menor rastro de cualquier otro tipo de visita del tipo indeseable que tanto pululaba dentro de su hogar y jardín trasero recientemente.

Tom con una expresión bobalicona en el rostro que delataba sus previas actividades y los labios rojos e inflamados, pero Tom a fin de cuentas.

—¿Dónde estabas? —Fue lo primero que su gemelo le preguntó a Bill.

—Andreas —fue la única respuesta que éste le dio—. ¿Por qué?

—Uhm —se llevó Tom la mano a la nuca en un ademán nervioso muy característico de él—. Hoy gané veinte euros…

Bill soltó un bufido que simplificaba todo lo que pensaba al respecto y que le evitaban el agregar un ‘métetelos por donde mejor te quepan’ cargado de resentimiento y (ahora lo sabía) celos.

—Mmm, y pensé que podría invitarte a comer pizza —finalizó Tom su oración, consciente de que podría ganarse un buen golpe en la cabeza si Bill así lo decidía.

—Ya comí pizza con Andreas —fue la seca respuesta de su gemelo. Bill hizo un intento de subir las escaleras para encerrarse en su habitación, pero Tom lo retuvo sujetándolo de la mano apenas su pie se apoyó sobre el segundo peldaño—. ¿Qué, Tom? —Inquirió cansino, sin cejar en su empeño de retirarse.

—¿Un helado? O podemos ir al supermercado y comprar lo que quieras. Hay un paquete de gusanos ácidos con tu nombre escrito en la envoltura, estoy seguro.

Bajo sus palabras, Bill se sintió bañado por una calidez que sustituyó la frialdad de antes.

—Pero es tu dinero… —«Dinero sucio y mal ganado», pensó sin poder evitar que la sonrisa hasta entonces postrada en la comisura de sus labios decayera en gran medida.

—Quiero compartirlo contigo. Hace días que no pasamos un buen rato juntos —lo tentó Tom con su sugerencia—. ¿Qué dices de mi plan? Tú, yo, una buena película y rodeados de caramelos. Sólo los que te gusten —agregó para cerrar el trato.

Bill fingió que buscaba una respuesta a esa proposición cuando en realidad ya tenía una en la punta de la lengua.

—Supongo que… —Alargó los segundos—. Acepto.

—Ése es mi Bill —soltó Tom su mano para pasarle el brazo por encima de la espalda—. ¿En marcha?

Bill suspiró convencido de que ahí no terminaba todo, pero decidido a que de momento, lo fuera. —Que así sea —asintió un tanto decaído—, vamos.

 

Una película había seguido a otra, y cuando menos se lo habían pensado, ya pasaba de medianoche en la casa Kaulitz.

—Ow, me duele un poco la espalda —estiró Bill los brazos por encima de su cabeza y haciendo crujir con ello cada vértebra de su espalda, convencido de que la causa de sus males era haber estado en la misma mala posición por espacio de tres largas películas.

Tom le respondió con un sonoro bostezo seguido por un quejido que hizo al menor de los gemelos curioso en averiguar a qué se debía.

—Ouch, arde —fue la respuesta de Tom al pasarse la lengua por los lastimados labios—. Se siente como si estuvieran en fuego.

Bill se abstuvo de comentar que ése era su propio problema por pasar gran parte de la mañana en su Sex Van con todas esas chicas, que se las arreglara solo, pero luego de una tarde magnífica como no habían tenido en un muy largo tiempo en la que todo había sido risas y diversión, lo que menos quería era dar pie a agriar el ambiente. En su lugar, se rebuscó entre los bolsillos del pantalón y extrajo un pequeño tubito con la etiqueta desdibujada.

—Ten —se lo dio a Tom, mirando a otro lado—. Ayudará con el ardor.

—¿Es… labial? —Lo inspeccionó Tom de cerca, abriendo la tapa y aspirando el aroma a fresas—. Huele bien, pero no quiero parecer travesti.

—Idiota, por supuesto que no, yo lo uso y ni siquiera se nota—se lo quitó Bill de entre los dedos y le indicó que entreabriera los labios—. Así, mira —hizo un pequeño puchero que Tom imitó sin dificultad—. Ahora, no te muevas.

Sosteniendo el rostro de su gemelo en su sitio, Bill le sujetó la barbilla con una mano mientras usaba la otra para poner en acción su brillo labial. En menos de veinte segundos había terminado y con ojo crítico admiró su trabajo—. Nada mal.

—¿Quedó muy rojo? —Hizo deslizar sus labios entre sí—. Mmm, sabe bien.

—No te lo comas —le advirtió Bill a su gemelo—. Apenas si se nota y te ayudará con las cuarteaduras. Ponte un poco cada vez que lo necesites y todo estará bien.

—Oh, Bill —se lanzó Tom sobre su gemelo y lo hizo caer de espaldas sobre el sofá con él encima—. Gracias, prometo cuidarlo bien.

—Uhmf —murmuró Bill por lo bajo—. No hay de qué.

Los ojos de Tom brillaron maliciosos y antes de que Bill pudiera evitarlo, su gemelo lo besó en la mejilla con fuerza. —Cierto —dijo Tom—, apenas se nota.

—Te lo dije —balbuceó el menor de los gemelos por lo bajo, el corazón acelerado en el pecho por lo que acaba de pasar. ¿De verdad Tom lo había besado? Como si hubiera leído sus pensamientos, Tom procedió a llenarle el rostro de besos y brillo labial.

—Es increíble, no se acaba —besó Tom ahora un camino que bajaba por su mandíbula hasta el cuello.

—Ugh, Tomi… Me estás llenando de saliva —luchó Bill sin verdadero esfuerzo. Cada beso, ligero como el roce del viento, lo hacía sentir un dolorcillo agradable en el estómago.

—Tienes razón —dijo de pronto Tom, liberándolo de su peso e incorporándose hasta quedar de pie—. Es tarde, vamos a dormir.

Tendido de espaldas y con un ligero regusto amargo porque los besos habían terminado, Bill aceptó de mala gana—. Vamos pues.

Al menos por aquel día, Tom ya no daría más besos, fuera a las chicas que tocaran a su puerta o a él. Bill no sabía qué sentir al respecto.

 

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