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Él no ellas por Marbius

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Después de Gretchen no hubo otra como ella, pero sí muchas más que dedos de una mano que pasaron por la misma cama que Georg y Tom compartían.

María, la de los ojos grandes; Anne-Rätsel la que no dijo ni preguntó nada en todo aquello; Brigitte, quien salió al final corriendo por la puerta; Inna, que lloró durante el proceso; Ulkig, que se rió presa del desencanto y Sabine…

—Hummm… —Abriendo un ojo pese a la borrachera que le dominaba, no tuvo palabras para aquello que presenciaba y en lo que supuestamente era una partícipe. Como maniquí, permaneció tendida en el barato colchón de aquel hotel por horas. Impávida, no dijo nada mientras aquello duró exceptuando por un par de exclamaciones airadas al darse cuenta cada vez más que su presencia no era sino una farsa de lo más bajo.

Pudo haber sido como Anne-Rätsel o una más de aquellas que permanecían con nombre. Las desconocidas, las compradas por cifras de tres euros en tiempo de necesidad, se olvidaban como pensamientos lanzados al azar al aire.

En lugar de ello optó por recuperar la dignidad perdida por todas ellas que envueltas en su propio torrente de emociones confusas, contagiadas de aquel par, salieron de cada una de las habitaciones para no decir nada.

—Esto es tan… —En su lengua bailaron en vano un millar de palabras. No salió ninguna. Con zapatos en mano, azotó la puerta al salir dejando a Georg con la idea de que su silencio no ocasionaba nada de daño. Lo que no tiene nombre permanece fuera de la realidad y no lastima, no afecta, no es nada de lo que tomar importancia.

Para Tom, sin embargo, fue lo peor. Tan grande, tan terrible era lo que hacían al engañarse con todo aquello, que no existía parámetros para horrorizarse.

 

Bill, que prefirió cerrarse los ojos a la realidad por voluntad propia y con su misma mano, no se enteró de nada como Gustav.

En su caso, cándido a lo ajeno, la exclusión de su persona en aquellas situaciones que escapaban de su comprensión era totalmente incómoda.

Era salir de una habitación con la sensación extraña de que estaba de más; entrar a una y experimentar un deseo intenso de regresar por lo andado; peor aún: era sólo querer sentarse en las orillas porque en medio de sus compañeros de banda, era como estar atrapado.

Cabeceando en negación varias veces, Gustav aprendió a las malas que quien fuera la pareja entre aquellos tres, no le importaba. Sin saberlo, asentía a la protesta silenciosa de Bill dejando al resto solos con su tensión.

A Georg y a Tom que cada vez tenían los nervios más destrozados.

 

Olvidando a Berlín y a lo que la ciudad representaba para él y para Georg, Tom se encontró con un sudor frío en la palma de sus manos una tarde que decidió ir a comprar café y casi arrolló a Gretchen y a su hija en su veloz carrera.

La mujer recobró su identidad tras unos segundos de reconocimiento, pero no hizo nada. Julie sí. Abriendo los ojos grandes, saludó a Tom con una voz tan pequeña y chillona que su madre no tuvo otra opción que tender la mano y aceptar que era lo menos que podía dar.

Los quince minutos que Tom había calculado del hotel a la cafetería que tanto le gustaba, se convirtieron en dos horas.

De regreso, furioso, tiró su café por el inodoro y vació el mini bar. Pidió servicio a habitación y comió por dos e incluso tres personas. Bebió más y entonces llamó a Georg.

 

Su discusión se dejó oír por todo el hotel. Los muros retumbaron con sus voces airadas subiendo cada vez más de volumen, pero eso en imaginación. La verdad fue que gritaron mucho, alto como nunca, pero el único que sufrió de aquello fue Bill, a un cuarto de distancia de su gemelo.

Intentando hundirse en su almohada, ahogarse en ella y morir para no tener que oírlos, comprendió tarde que lo que escuchaba era una pelea entre amantes.

Tendido de espaldas, entonces lloró por aquellos dos. En su cabeza, ni una remota idea de porqué se complicaban sino es que por un afán autodestructivo de desear lo que no tenían, o tener lo que no apreciaban a buen recaudo.

Haciendo un nuevo intento de sofocar los gritos bajo su almohada, cerró los ojos para dormir.

 

Después de aquella noche, tanto Georg como Tom aprendieron un nuevo juego: discutían como nunca antes, se superaban de su última gran pelea y salían azotando la puerta… Uno de los dos entonces tenía que arrastrarse de regreso y sería quien en la próxima ocasión esgrimiera el argumento de ‘ser el único que tomaba aquello en serio’ lo cual venía a ser su propia burla personal.

Aquella vez Georg, casi siempre Georg, pero de cualquier modo a él le gustaba jugar su papel lo mejor posible. Repetirlo dos o tres veces al mes le confería cierto aire teatral y dramático que todavía conseguía sacar un poco de sentimiento en Tom, quien cumplía con su papel y perdonaba.

Caminando por el pasillo rumbo al cuarto del mayor de los gemelos, se dio contra Gustav que al verlo venir, cambió de rumbo a la máquina expendedora de refrescos y vaciló como eligiendo una bebida que ambos sabían que no quería.

—Hey Gus –le saludó sin embargo el mayor.

Obtuvo un gruñido. El dinero tintineó y la lata cayó haciendo eco por el corredor. Congelados en su lugar, ninguno se atrevió a tomarla.

—Detesto esto –murmuró el baterista cuando al fin se arrodilló por cu Coca-Cola.

—¿Qué? –El corazón de Georg deteniéndose un segundo.

—No sé. Esto. –Gustav se encogió de hombros—. Vas con Tom. Vas a… ¿Qué diablos pasa ahí? –Rompiendo su regla de ‘No interfieras a menos que sea de vida o muerte’, se atrevió a preguntar—. ¿Está todo bien entre ustedes dos?

—Está… —¿Bien? Georg se limitó a decir la verdad— como siempre ha estado, Gus.

No mintió.

 

… Un salto de cama.

Después de terminar ni Tom soportaba a Georg cerca, ni Georg estar en el mismo sitio. Sin molestarse en cubrir su desnudez-¿Al fin y al cabo cuál era la jodida vergüenza que podían mantener por tantos años de ‘sí-juntos’ y ‘no-juntos’?-evitaban mirarse no sólo a los ojos sino al conjunto en general.

Tom era siempre el que corría por una de sus playeras. Georg por sus pantalones.

Y sin embargo…

—Sonríe –pidió Tom con la mano en alto, apuntado a sus mejillas juntas y dando el clic para que el flash de su cámara los iluminara un escaso segundo y capturara su secreto.

—Bésame. –Tom lo hizo y su mano presionó de nuevo el pequeño botón.

Tres, cuatro, cinco flashes más y los ángulos se distorsionaron. Tom no se molestó más en enfocar el ángulo sobre sus rostros o al menos no le importó tanto como la mano de Georg en su pecho presionando con fiereza.

—Espera, espera… —Pidió entre jadeos.

Se sentó lo mejor posible dado el revoltijo en la cama y su propio desorden entre brazos y piernas para dejar la cámara en la mesa de noche.

Activada en automático, cada treinta segundos tomó fotos por el resto de la noche.

 

—Ugh… Tom, ¿Qué mierda es esa? –Gruñó Bill al inclinarse por encima del hombro de su gemelo y dar una mirada. Sobre su regazo, Tom pasaba una tras otra las imágenes que coleccionaba desde hacía dos meses atrás en cuenta regresiva.

Al verse atrapado, intentó apagar la cámara pero Bill fue más rápido y en un segundo la tenía en su poder. Cambió las fotografías un par de veces y suspiró con cansancio.

—¿Te gusta complicado, no?

—Quizá no me gusta aburrido –arrugó la nariz.

—Lo que no te gusta es Georg –replicó—. Si no…

—No –gruñó con advertencia—. No te atrevas.

—Tom… -Musitó con arrepentimiento.

—No, cállate… —Le quitó la cámara de las manos y la apagó. No se atrevió a dar un último vistazo o decir algo en réplica,porqueGustav entró a la habitación seguido de Georg y Bill lo dejó en paz.

Él único que dejó el cuarto fue el menor de los gemelos. Salió sin hacer ruido.

 

Tras mucho tiempo, muchos años, muchas mujeres que pasaron por una que no era su cama pero en la que igual pasaba largos momentos, las ganas de llorar de Tom se convirtieron en llanto.

De costado, contemplando la cámara en la que sentía guardar su vida, lloró y lloró hasta que fue imposible ignorarlo.

Georg, que esa noche estaba a su lado, lo abrazó por la cintura y recordó a todas y cada una de las chicas que habían pasado entre ellos dos sin siquiera dejar una huella.

A Julie, la primer Julie o sólo Jules; a un par del cual nombre no recordaba o nunca se molestó en preguntar. Otras tantas a las que la memoria nunca rozó y desaparecieron. A Gretchen con su propia maldición, con su propia Julie. La pequeña Jules o la segunda en su memoria. Las que siguieron y las que ya no podía soportar que continuaran desfilando por su cama cual pasarela de modas.

—Odio cualquier lugar que no sea este –murmuró tapándolos a ambos con una sábana aún húmeda de sudor—, antes era sólo Berlín, pero ahora…

—Yo odio a Julie. Te odio a ti. Odio que incluso eso no sea suficiente –barbotó con los dientes unidos. Sus manos buscando las de Georg y entrelazándolas en una confusa vorágine de sentimientos dolosos como dagas—. Quiero tener catorce y ser virgen. Quiero empezar de nuevo contigo… —Murmuró—. No me gusta lo que somos ahora; lo que soy no es… No es… —Se ahogó. Su mano libre soltó la cámara para tallarse los ojos una y otra vez. Su muñeca presionando contra su nariz y la estúpida confusión desbordándose sin control por lo que más le dolía en la vida.

—Guárdalo, Tom –dijo el mayor.

De sus ganas de reírse, nada. De acompañar a Tom, todo lo que cargaba dentro, porque si en algo era bueno, era en admitir cuando el tiempo de la verdad llegaba. Él también quería llorar.

—Voy a terminar esto –sentenció Tom. Dejó de llorar, pero no soltó a Georg, que el resto de la noche, permaneció despierto, inseguro de qué significaba aquello.

 

Y llegó una tercera Julie…

Sin ojos verdes o lipstick de frambuesa; sin abrigo rojo o rodillas huesudas.

Julie miró la habitación de hotel con ojos chispeantes producto de una costosa botella de vino de 150€ para dar vueltas con los brazos abiertos y caer sin gracia en la cama. Gruñó sacándose el control remoto del televisor desde debajo de la espalda y lanzó sus zapatos de tacón lejos con dos certeras patadas que le dieron gracia a Georg.

Tom entró un par de segundos después tras darle una propina generosa al anciano del elevador y apenas cruzó el umbral, cerró la puerta con un pie y apagó la luz.

—¿Debería de asustarme? –Susurró con la voz cargada de excitación—. ¿Esto es algo que hacen a menudo o es la primera vez?

Desde su lugar, Georg se rió. Su carcajada sonó hueca; metálica. Salió desde el interior del tambor de hojalata que tenía como pecho y la asustó. Julie se sentó en el colchón y tanteando con los pies en el suelo buscó por sus zapatos.

—Es la tercera vez –dijo Tom. Sus tenis deportivos hicieron sonar el piso de madera hasta que la lámpara en la mesa tintineó al ser encendida—, pero también la última. 

—Supongo que esta vez debe ser especial –susurró ella con un ligero estremecimiento.

—Nah, por lo general una última vez significa que lo peor está por terminar. Hablando claramente, es para el recuerdo de los peores tiempos.

—Hum –desvió la mirada ella. Aquello no era un cumplido y Julie lo entendía así.

Georg esbozó una de sus sonrisas torcidas y aún cruzado de brazos, se recargó en el único mobiliario aparte de una cama que estaba ahí; la mesita crujió bajo su peso pero no cedió.

—Tienes lindo nombre –comentó, pero la aprensión de Julie sólo aumentó—, pero no me gusta. Alguien te podría odiar sólo por eso.

Julie se levantó y el mareó la golpeó con fuerza. –Me voy –anunció.

Tomó sus zapatos y con ellos en manos se fue.

A Tom sólo le tomó una mirada de Georg, para entender que ahora de verdad sólo estaban ellos dos… Ahora ya no existía ese tercer puesto vacante.

 

E incluso los nuevos comienzos tienen sus tropiezos.

Estar juntos no fue propiamente un estado nuevo. Tom ya sentía un lazo con Georg y el mismo Georg intuía que el cambio más grande en su relación es que al fin se podían mirar de frente y no por el hombro de alguien más.

Dejó de doler, un poco; dejó de dar risa, un poco más…

 

… La mujer, Gretchen, con la primera paga de su nuevo salario, compró un regalo para aquel par. Lo mandó a nombre de la pequeña Jules y terminó de una buena vez con su parte en esa historia.

Deseó suerte desde lo más hondo de sí.

 

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