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Hoy por ti, mañana por mí por Marbius

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Notas del fanfic:

Disclaimer: Trabajo de ficción; nada contenido en este fic es real.

1.- El turno de Tom.

 

—¿Y bien, qué tal? —Les preguntó Simone apenas servirles la sopa de brócoli con crema agria en los platos y hasta el borde—. ¿Buena, muy buena, excelente? No sean tímidos, pueden halagarme todo lo que quieran, les prometo que no se me subirán los humos a la cabeza—se sentó ella misma ante la mesa.

Los gemelos intercambiaron una mirada de terror con Gordon, quien cerró los ojos en una oración personal y hundió su cuchara en el espeso menjunje. Un bocado y su expresión era un poema a todos los perritos y gatitos muertos del mundo.

—Uhm, cariño, es delicioso—mintió. Obviamente mintió. Lo que salía de sus labios y lo que realmente decía su cara, eran dos sentimientos por completo diferentes.

—Dios se apiade de nuestra alma —le murmuró Bill a su gemelo, antes de darle un bocado a la sopa.

—Y de nuestros estómagos —agregó éste, haciendo lo propio y deglutiendo su cucharada sin siquiera darle oportunidad a sus papilas gustativas de apreciar el sabor. Mejor así, si no quería después arrancarse la lengua en un ataque de locura.

—¿Qué tal ustedes? —Los miró Simone con ojos brillantes de la emoción—. Aún queda en la olla por si quieren repetir dos y hasta tres platos más. No me importaría.

—Oh mamá —dijo Bill con el tono de la piel casi del mismo color que la sopa—, eres tan... tan...

—Generosa —suplió Tom antes de que su gemelo la cagara en grande hablando con lo que en verdad pasaba por su cabeza—. Por supuesto que comeremos más.

—Yo también —se les unió Gordon en solidaridad, consciente de que si estaban en esa situación era por su culpa—. Es lo mejor que he comido en años.

Apenas Simone se retiró de la mesa para traer el segundo guiso, los tres comensales sacaron la lengua y se las limpiaron con sus servilletas, tratando por todos los medios de quitarse el asqueroso sabor de la boca, considerando en ello un buen trago de gasolina o aguarrás.

—No voy a poder sobrevivir si a esto si de verdad cocinó tres platillos —gruñó Bill, llevándose una mano al estómago y pidiéndole disculpas por el mal rato que le estaba haciendo pasar.

—No olvides el postre —le recordó Gordon con una mano en la garganta y con aspecto de contenerse para no vomitar ahí mismo.

—Mierda —maldijo Tom, a sabiendas de que nadie en esa mesa le reprocharía el uso de una palabrota para describir su impresión porque todos pensaban lo mismo.

No era ningún secreto que las habilidades culinarias de Simone eran deficientes y dejaban mucho que desear. Más que eso, eran pésimas. Terribles. Una ofensa. Una blasfemia tan grande como aparecer en plena misa, desnudo y borracho.

Tampoco que fuera un asunto del que preocuparse. La madre de los gemelos era distraída por naturaleza y no la mejor ama de casa del mundo. En sus palabras, se limitaba a limpiar, mantener el orden y a llamar a la comida rápida cada vez que le apeteciera, algo de lo cual los demás miembros en el hogar no oponían objeción en lo absoluto.

Por desgracia para ellos, la visita un mes antes de la tía abuela Norah había supuesto en sus vidas un cambio radical. La anciana, a pesar de frisar los setenta años y tener artritis en las dos manos, era también conocida por ser una excelente cocinera. Bajo su cuidado, tanto los gemelos como Gordon y Simone comieron como reyes platillo tras platillo de exquisiteces y delicias dignas de la alta orden culinaria.

Su partida había supuesto un cambio triste, de regreso a las pizzas a domicilio, a la visita semanal al restaurante de comida china, al autoservicio en McDonald’s y a otros tantos restaurantes que en cinco kilómetros a la redonda los rodeaban. El fallo había sido de Gordon al comentarle a Simone lo mucho que extrañaba a la tía abuela Norah y a sus manjares, porque esa misma tarde la madre de los gemelos había ido a la librería más cercana y comprado todos los libros de recetas que su tarjeta de crédito había podido pagar, que hablando con honestidad, no eran pocos.

Convencidos de que en cuestión de días se le pasaría, grande había sido su sorpresa cuando Simone había pasado la mañana completa en la cocina, entre el ruido de los sartenes y el cuchillo al golpear la tabla de picar sin descanso y con ahínco, sólo para salir de ahí con una comida de tres partes que había sabido a rayos, truenos y centellas.

Lo más triste de todo el asunto había sido ver el rostro de Simone al servirles la comida, orgullosa del trabajo hecho con sus propias manos y esperando los elogios que el esfuerzo le daría. Incapaces de romperle las ilusiones, ni los gemelos ni Gordon habían podido hablarle con la verdad. En su lugar, optado por mentir y decirle que era lo más rico que hubieran comido en su vida, incluso si en ello se arriesgaban a vivir con los intestinos hechos trizas por el resto de su existencia.

Craso error, porque una semana después y a Simone seguía sin írsele la fiebre por la cocina, con un resultado de siete días continuos víctimas de gases, dolores de estómago, náuseas, acidez, diarrea crónica y otros tantos padecimientos en la casa Kaulitz.

Aquel día no había sido la excepción y Bill casi había preferido tirarse desde alguna ventana del segundo piso para cancelar la comida del día por una visita de emergencia al hospital cuando se había enterado de que el primer plato incluía a su archienemigo de toda la vida: El brócoli.

—He aquí el platillo fuerte —regresó Simone de la cocina, llevando consigo una cacerola grande cubierta aún por la tapa—. ¿Preparados para la gran sorpresa? No vayan a babear encima del mantel. Sin más... ¡Voilá! —Destapó la comida sólo para mostrar lo que parecían ser los restos maltratados de algún puerco arrollado en la carretera, aún con las pezuñas en su sitio y recubierto con una generosa capa de ensalada y una crema que olía a chamusquina—. ¿A que luce apetitoso?

Tom y Gordon alcanzaron a fingir sonrisas, ambos llevándose una mano al pecho y preguntándose cuántos segundos tendrían entre el primer bocado y una carrera de vida o muerte hacía el baño más cercano.

Bill no. Con su delicadeza habitual, lo dijo todo sin palabras: Vomitando sobre la cacerola,con la piel sudada y cetrina, para después desplomarse sobre la mesa en un estruendo de platos y cubiertos cayendo al suelo.

—¿Uh? —Frunció Simone el ceño—. ¿Hay algo de lo que me deba enterar?

—Verás, cariño... —Se puso en pie Gordon, tomándole la mano a su mujer y guiándola fuera del comedor, no sin antes hacerle una seña a Tom de que se encargara de su gemelo—. Es un poco penoso de explicar pero...

—Gracias —le susurró Tom al cuerpo inerte de su gemelo, que desmayado y con aspecto cadavérico, no se imaginaba ni de cerca lo mucho que su intervención había sido de ayuda.

De momento, las apariciones de Simone en la cocina, canceladas y para bien.

 

—Bueno, pudieron haberme dicho desde un inicio, honestidad ante todo, ¿no?—Les reprochó Simone a su familia media hora después, cuando la verdad había salido a flote, ahogada en su propia salsa especial y flotando vientre arriba—. Yo odiaba cocinar tanto como ustedes comer lo que yo preparaba, aparentemente. Sólo lo seguía haciendo porque ustedes parecían tan felices y contentos que no quería arruinarlo.

Gordon se presionó el tabique de la nariz entre dos dedos. —Haberlo pensado antes.

—Ow, sí —se quejó Bill desde su sitio en el sofá, bebiendo entre pautas de la conversación de su Pepto-Bismol. Aún tan verde como un buen ramo de brócoli recién cortado.

—Tom, ¿podrías encargarte de él? —Le pidió Simone al mayor de sus hijos—. Si me doy prisa, aún puedo devolver todos estos libros de cocina a la librería. No le veo caso a que guarden polvo en nuestro librero si nadie más va a utilizarlos.

—Yo te acompaño —se ofreció Gordon, sin ocultar en lo mínimo lo feliz que estaba ante el fin de una era de terror a la hora de sentarse a comer.

Apenas los gemelos escucharon el automóvil partir, Tom se ofreció a cargar a su gemelo a la cama.

Con él en brazos, el mayor de los gemelos resopló todo el camino escaleras arriba, pero sin que una palabra de queja saliera de sus labios. Bill había sido muy valiente y como gracias a él podrían regresar a su vieja rutina de pedir comida rápida, en ese momento tenía carta blanca para cualquiera de sus peticiones, sin importar lo ridícula que fuera.

—Ouch, me siento del asco —murmuró el menor de los gemelos apenas su cuerpo tocó el colchón—. ¿Es mi imaginación o la habitación da vueltas?

—Se llama intoxicación, así que eres tú—se recostó Tom a su lado, tocándole la frente sudorosa y frunciendo el ceño—. Creo que tienes un poco de fiebre.

—El termómetro está en el botiquín del baño de mamá —murmuró Bill con los ojos entrecerrados, acostándose de lado y haciéndose un ovillo con la almohada en el estómago—. Ugh, duele.

Rápido de movimientos, en menos de cinco minutos Tom ya lo había comprobado: Bill tenía un poco de fiebre. Casi con treinta y nueve grados, su gemelo ya estaba en un buen viaje de delirios y alucinaciones.

—¿Recuerdas cuando éramos pequeños y mamá nos regaló un poni? —Le preguntó a Tom mientras éste le colocaba un paño humedecido con agua fresca sobre la frente—. Porque yo no, pero estoy seguro de que pasó, ¿verdad?

—Sí, un poni —se rió Tom por lo bajo.

Convencido de que lo mejor era refrescarlo por todos los medios posibles, el mayor de los gemelos desnudó a Bill hasta dejarlo en su ropa interior. Inconfundible, la hinchazón en el área del vientre delataba el padecimiento que el enfermo sufría.

—Quiero un beso —masculló Bill, respirando agitadamente.

—No, acabas de vomitar. Me niego—denegó Tom con la cabeza, preguntándose si su gemelo recordaría algo de eso al día siguiente.

—Aaandaaa —Lloriqueó Bill hasta sonar como un crío pequeño al que Santa Claus no le trajo lo que deseaba para Navidad. Antes de que Tom pudiera replicar, el menor de los gemelos soltó un eructo profundo que olía a ajo y a la sopa que habían comido menos de dos horas antes.

Tom resistió las arcadas que subían por su garganta a una velocidad alarmante, cubriéndose la nariz con una mano para así amortiguar la peste.

—Ok, eso fue... asqueroso —finalizó Bill limpiándose la boca con el brazo—. Pero quiero mi beso.

—Ni lo sueñes —se negó Tom con rotundidad—. Cuando estés mejor, hablaremos de eso. Hasta entonces, ni soñarlo. Preferiría comer del guiso de mamá antes que hacerlo.

Bill pareció reconsiderar su petición. —Hecho. Pero sigo queriendo mi beso —gimoteó—, ¿ni siquiera uno pequeño? Me haría mucho bien, mejor que cualquier medicamento amargo que me pueda dar mamá.

Tom se mordisqueó el labio inferior. Bien sabía él que su gemelo era terco como pocas personas en el mundo lo eran, él incluido. Y seguiría de necio hasta que obtuviera lo que quisiera, así que... ¿Por qué no ceder de una buena vez por todas y terminar con la tortura de escucharlo quejarse?

—¿Un beso? Sólo uno, ¿verdad?

—Sí —alzó Bill los labios en un pequeño puchero, listo para lo que se viniera y obteniendo a cambio una agradable sorpresa cuando Tom se inclinó sobre su inflamado vientre y con cuidado, presionó un pequeño beso cerca de su ombligo.

—Listo, un beso, justo lo que me pediste—sonrió Tom al decirlo, seguro de que había ganado y de que Bill no podría refutárselo. Un beso era un beso, sin importar dónde.

—Sé cuándo he perdido... —Balbuceó el menor de los gemelos, dejándose envolver en la calidez que dos pares de brazos en torno a su centro le proporcionaban.

—Esa es la actitud —murmuró Tom a su vez, cerrando los ojos y tratando de relajarse—. Ahora a dormir. Cuando despiertes todos nos sentiremos mejor.

—Eso espero —murmuró Bill cediendo a la somnolencia—, de verdad que sí.

 

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