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El perro color mostaza por szukei

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El perro color mostaza – Especial de Halloween

Todas las tiendas estaban repletas, y ya casi no sabía qué hacer. La idea de celebrar una fecha así no le resultaba muy interesante, pero le inquietaba lo que le provocaba. La decoración oscura y monocromática, los dulces picantes y agrios, los mocosos haciendo estupideces de puerta en puerta, era sin duda la personificación del chico de cabello rubio, ojos de oro y sonrisa fulminante: Edward Elric, el alquimista de acero. Mejor conocido como… el perro de Roy Mustang. Su perro.

Hacía algunas semanas habían comenzado a revolcarse en su cama, luego de que el alquimista terminara ebrio tras haber perdido de vista a un delincuente que lo llamó “enano”. Era graciosa la facilidad con la que ese muchacho se sentía ofendido por esa palabra, pero en realidad no notaba lo mucho que había crecido desde que llegó. Solo él, que lo miraba todos los días, y que sin descanso revisaba sus fichas. Todo un acosador en potencia, pero no podía evitarlo…Después de todo, quería que fuese suyo. Y gracias a los dioses que así fue.

El uniforme le estaba causando molestia, ya había caminado varias cuadras buscando algún caramelo o algo por el estilo para obsequiarle al rubio. Estaba ya resignado, cuando de pronto pasó por una tienda de mascotas, y observó con detenimiento un pequeño cachorro de color mostaza. Estaba acostado tras la vitrina, casi dormido, pero pestañeó unas tres veces, y tras ver al coronel, se dio la vuelta, dejando ver su regordeta panza. Amaba a los perros, le fascinaba la forma en que lo daban todo por su amo, sin esperar nada a cambio. Incluso eran obedientes y listos, ¿qué más se podría querer en un animal? Una sonrisa conquistó su rostro, y entró con paso firme a la tienda, tras haber encontrado el regalo perfecto para su perro.

 

* * * * *

 

Estaba tarareando una canción, con un tono bastante desafinado. Pero no se sentía irritado por ello, es más, le causaba gracia lo animoso que estaba. Tenía claro que el alquimista se reusaría ante su regalo, pero de todos modos acabaría aceptando. Los perros jamás desobedecen a sus amos.

Tan concentrado estaba en su cancioncilla que no notó que a toda prisa se aproximaban unas niñas pequeñas vestidas con telas blancas. El resultado fue obvio, los tres salieron disparados por los aires, y acabaron sobre el suelo en segundos. Roy estaba a punto de moler a gritos a esos mocosos impertinentes, pero notó que eran solo dos niñas que no superaban los siete años, y se contuvo.

-       Lo sentimos señor, no fue nuestra intención.

-       Es verdad, fue sin querer

-       Cogimos dulces de más y no sabíamos qué hacer con ellos

-       Pensamos en entregárselos a unos niños del barrio, pero quisieron quitárnoslos todos

-       Así que salimos corriendo antes de que nos golpearan y nos quitaran nuestros dulces.

-       ¿A usted le gustan los dulces, señor?

-       ¡Le regalaremos todos los que quiera!

 Roy se rascó la cabeza, confundido, y antes de que pudiera hablar, las niñas se colocaron de pie y le tiraron dulces mientras daban vueltas a su alrededor.

-       ¡Feliz Halloween, señor!

Las niñas se largaron a reír, y se marcharon casi tan rápido como aparecieron. El coronel comenzó a reírse también, todavía en el suelo. Era increíble que después de haber buscado caramelos por toda Central acabara recibiendo los de unas niñas. Recogió todos los que pudo, y se los metió en los bolsillos. Ahora sí que podía celebrar Halloween.

 

* * * * *

 

Metió las llaves dentro de la cerradura, y al no haber resistencia, notó que su chiquillo rubio estaba en casa. El imbécil jamás le colocaba seguro a la puerta, a pesar de todas las veces en que se lo pidió.

Sus suposiciones acabaron por ser ciertas, el alquimista yacía recostado sobre el sillón, leyendo una revista de mecánica. Llevaba puesta una camiseta sin mangas de color negro, y unos calzoncillos celestes. No traía el cabello en una trenza, sino en una coleta. Desconocía la razón, pero últimamente le gustaba llevarlo así.

-       ¡Ya llegué!

-       Bienvenido, Roy

-       No tienes ni la menor idea de lo mucho que tuve que recorrer la puta ciudad para encontrarte este obsequio.

-       ¿Un regalo? ¿Para mí? Roy, no es navidad. Es solo Halloween, unos dulces habrían sido suficientes.

-       ¡Claro que traje dulces! ¿Qué sería de Halloween sin ellos?

Y tal como lo supuso, el espíritu infantil del muchacho lo impulsó, dando un brinco hasta él. En situaciones comunes, el alquimista no mostraba interés en los caramelos, pero desde que cayó en manos del coronel, comenzó a obsesionarse con ellos. Si fuera mujer, creería que estaba embarazada.

-       ¿De verdad trajiste caramelos? ¿Y qué demonios estás esperando para dármelos?

-       No me hagas reír, acero. ¿Crees que te traje dulces solo para dártelos y verte comer? Eso no me suena nada interesante

-       ¿Qué tramas, Roy?

El chico se cruzó de brazos, y fijó su mirada en Roy. El coronel sonrió plácidamente, y le tendió un paquete. Lo miró divertido mientras su muchachito lo destrozaba sin prisa. Jamás hubiese esperado lo que estaba a punto de ver…

-       ¿Pero qué mierda es esto?

-       ¿No es obvio?

-       Roy… ¡maldita sea, no juegues conmigo!

-       Tú eres mío, Edward, solamente mío. Yo puedo hacer lo que quiera contigo, y tú pareces estar muy de acuerdo con eso, al menos cuando te hago gritar de placer… eso te encanta, ¿no?

-       Pero, Roy… esto…

El coronel observó con orgullo el regalo que había conseguido para su perrito: un collar de cuero rojo. No comprendía por qué el rubio se quejaba tanto, de seguro le quedaría de maravilla. Su piel era blanca, después de todo, el contraste sería exquisito.

Esperó unos segundos que le resultaron eternos, pero al final reconoció que había ganado la batalla. El alquimista se había sonrojado, y esa era la única señal que necesitaba para seguir con lo suyo.

Delicadamente se aproximó hasta él, y le quitó de las manos el collar. El rubio agachó la mirada, y sin esperar nada, se dio la vuelta, tomando su cabello con los dedos y despejando su cuello. Roy se mordió el labio, y se acercó al muchacho. Lo volvía loco, completamente. No quería asumirlo, pero sin duda alguna, él era el perro del alquimista. Sin él no podía vivir.

Frotó descaradamente su miembro contra el trasero del rubio, y comenzó a lamer su cuello. Escuchó como su chico gimoteaba mientras la lengua del coronel subía despacio hasta su oreja. Cogió entonces, ya algo impaciente, al alquimista por las caderas y lo apegó más contra él. Se llevó el lóbulo de la oreja a la boca, y lo mordió con delicadeza.

Excitado y de forma inconsciente, el muchacho se echó hacia atrás, y dejó salir un gemido más pronunciado. El coronel entonces, sin despegarse de su amante, le colocó el collar con destreza, lamiéndose los labios en el proceso.

-       Date la vuelta, acero

Y entonces, ante sus ojos, observó la cosa más hermosa que jamás había visto en su jodida vida. Frente a él, el chico rubio estaba con el rostro enrojecido, tembloroso, y con mirada hacia abajo. El collar le quedaba perfecto, se acoplaba de maravilla contra su piel clara, por lo que esbozó una sonrisa de satisfacción y orgullo. “Él es mío, solo mío”

-       ¿Qué piensas hacer con esto, Roy?

-       Es simple. Tú adoras los caramelos, ¿verdad? Bueno, tendrás que obedecerme toda la noche, para conseguir todos los que te he traído.

-       Estás loco, lo digo en serio.

-       Tú quieres dulces, yo quiero placer. Me parece bastante lógico.

El alquimista hizo un puchero con la boca, pero el coronel no se detuvo. Lo cogió por las muñecas y lo empujó contra la pared, posando una de piernas entre las de su cachorrito. Estaba duro ya, y eso que apenas empezaba.

-       Dices que la idea te parece absurda, pero… tu cuerpo me dice otra cosa.

-       Ca…cállate, bastardo

-       Sé que me deseas, y que deseas esos caramelos también. Sé un buen chico entonces, acero.

Sus manos bajaron y se colaron por debajo de la oscura camiseta, rozando con paciencia cada músculo que iba encontrando hasta pillar sus pezones. Roy sonrió, y comenzó a apretarlos y a pellizcarlos rudamente, mientras que besaba al chico, introduciéndole la lengua y lamiéndosela en círculos. El muchacho apenas respiraba, ahora jadeaba, con los ojos entrecerrados y las mejillas hechas un infierno. Realmente deseaba al coronel.

Roy se alejó de sus labios, y se acercó a su oreja, dejando caer su peso contra el alquimista, que ya casi lloraba de placer por las caricias de su amante.

-       Acero, ¿me deseas?

-       Yo… aahh… aahh…

-       Contéstame, ¿me deseas?

-       S-sí… sí… aahh

-       ¿Y deseas que te de esos caramelos también, verdad?

-       Aahh… sí…

-       Entonces, ¿vas a obedecerme, perro?

-       Aahh… sí, amo… sí…

Y ahí estaba lo que tanto deseaba oír, lo que tanto anhelaba. Ser el dueño de ese rubio de ojos de oro, que solo él pudiera tocarlo y hacerlo gemir. El orgullo le infló el pecho, y sin alejarse de su muchacho, metió una mano a su bolsillo, y sacó de éste un caramelo de color verde. Se lo colocó sobre los labios con la punta de los dedos, y esperó a que el alquimista lo lamiera, impaciente por sentir su dulce sabor en la boca.

-       Lámelo, acero

Entonces, su mano se posó sobre la del coronel, y comenzó a lamer el dulce con más intensidad, jadeando por el anhelo de saborearlo. El coronel pasó su otra mano por entre el cabello de su chico, y sonrió, imaginándose las miles de órdenes que pensaba darle hasta el final de la noche, y se excitaba al tener claro que no importaba lo difícil que fuera, el alquimista lo intentaría. Porque era suyo, él era su dueño, y jamás le desobedecería. Besó su frente, y luego lo observó. Definitivamente, amaba a los perros.

Notas finales:

Amantes del RoyxEd, espero que hayan disfrutado de este miniespecial que les he regalado.

Les deseo a todos un terriblemente horroroso Halloween >:)


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