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Santa Claus En La Ciudad por sakuriki

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Notas del fanfic:

Espero que os guste, este fic lo he escrito durante dos años >w< tanto porque a veces paraba, por la U y esas cosas.

También podéis leer mi reciente relato, Mi Caída Del Cielo: www.amor-yaoi.com/fanfic/viewstory.php?sid=89109

Es mi primer GacktxHyde :3 y es un fic Navideño.

Nada más, ¡a leer! Iré actualizando tan pronto como pueda. Tiene 6 capítulos.

Notas del capitulo:

www.shadowsoftheworld.foroactivo.com Aquí les dejo mi foro ^^ es de rol fantasía (ángeles, demonios, almas en pena, vampiros, neko otoko, humanos, mediums, arcángeles, licántropos... etc.)

www.shadowsoftheworld.foroactivo.com

Podeis ingresar tanto con un personaje hombre como un personaje mujer, sea asiático o sea europeo o americano, no importa ^-^

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En Japón, lo primero que visitaba los días navideños, incluso antes que todas esas lucecitas y adornos de Santa Claus, era el frío. Un frío que calaba los huesos aunque se fuera bien abrigado, y que a veces se colaba travieso debajo de los pantalones, o congelaba miles de narices, o se apoderaba de la garganta de muchos;  fuera como fuera, siempre hacía un buen acto de presencia. Gackt odiaba el frío por lo mismo, pero no sólo el frío, también la Navidad. No le veía sentido alguno a todos esos diseños que ponían en las calles para advertir que las famosas fiestas llegarían pronto, ni a aquella canción que repetía reiteradas veces “Jingle bells, Jingle bells, jingle all the way”, todo lo contrario: le parecían obstáculos, como la nieve en la que sus pies se hundían, y la que teñía su cabello rubio de blanco por haberse olvidado el paraguas en casa. Esa era la Navidad en muchos sitios de su país: días de nieve, frío y ese estrés que la gente no soltaba ni en las vacaciones.
Había salido a recorrer el centro comercial en busca de un regalo, un regalo para sí mismo, ya que no se conformaba con la mansión de tres pisos que tenía, ni con la piscina de oro decorando su enorme jardín, ni con sus quince armarios de ropa, ni con todo el alimento que compraba  que, al menos, debía tirar cinco kilos de comida cada día los cuales aún podía aprovecharse. Nada de eso le llenaba; se había acostumbrado de pequeño a tenerlo todo, y le parecía molesto tener que ahuyentar a los vagabundos y las personas que merodeaban siempre por los cubos de basura de su hogar, buscando alimento para tener el estómago un poco lleno y así poder soportar el frío un poco mejor.
Había entrado en una tienda luego de haber estado caminando por varios minutos, y en cuanto dejó la calle a sus espaldas, la calefacción del recinto había comenzado a ahogarle. Se aflojó la bufanda y se abrió su largo abrigo de piel, para más tarde empezar a callejear por los pasillos cogiendo todo lo que le gustaba para llevárselo. Se sentía observado, y es que no podía evitar llamar la atención allí por donde iba, ¿acaso nunca habían visto a un millonario? Era irritante serlo en ese sentido, le era difícil pasar desapercibido.
Sacó su cartera de cuero blanco para pagar las bolsas repletas de caprichos que había llenado, y en cuanto le devolvieron la tarjeta, volvió a reliarse la bufanda y salió. El tiempo se había enfurecido y ahora los copos caían con fuerza cristalizando su pelo, que no dejaba de sacudir, y emprendiendo de nuevo su trayectoria, esta vez a casa, tranquilamente, aunque apenas soportara el ambiente que inspiraba y llenaba sus pulmones con ese aire acaramelado, y las luces de colores que iluminaban de diferentes tonos cada paso que daba, hundiéndose en el suelo blanco que se encontraba bajo sus pies.
Sintió un leve tirón de su abrigo que lo hizo retroceder, y molesto se volteó para ver de quién se trataba. – Hola. – Un niño. Un pequeño niño tan dulce como el aroma a pastel que se incrustaba en su nariz, despojado y sucio, con la ropa hecha añicos. - ¿Me compras chocolate?

-    … ¿Cómo? – Enarcó una ceja mientras le miraba, alejándose de él. – Pídeselo a tu madre.

-    Pero mi mamá está trabajando. -  Le señaló a sus espaldas una mujer que permanecía de rodillas en el piso, con la cabeza agachada tapada con un gorrito y al lado un cartel que ponía: “Sin casa, dos hijos, tenemos mucha hambre”.

-    … Lo siento. – Se disculpó negando con las manos. – No me queda dinero. Espero que te lo pueda comprar alguien muy pronto.

-    Pero señor…

-    ¿Qué quieres, niño? – Se giró de nueva cuenta cuando ya estaba listo para marcharse, hablándole molesto.

-    Señor, por favor… Tengo frío.

Rodó los ojos y se puso de cuclillas sin tocarle, indicándole con el dedo la primera tienda que pudo divisar. – Mira, métete ahí que calentito vas a estar, ¿eh? Yo me tengo que ir.

-    ¿Va a repartir regalos como Santa Claus? – El chico sonrió de oreja a oreja a la par que veía todas las bolsas que el rubio llevaba en las manos, que no eran pocas.

-    … No.

-    ¿Entonc-… -

-    Vete. – Lo empujó suavemente hacia donde le había dicho antes, y luego agitó las manos como si hubiera tocado algo repugnante. - ¡Vamos, lárgate!

El pequeño se quedó justo delante de la pastelería, viendo cómo aquel hombre se iba alejando lentamente, sus pasos eran grandes y ligeros, era rubio, muy alto y sabía vestir con elegancia. No podía apartar la mirada de él, lo admiraba con la boca muy abierta, al igual que sus ojitos, sin percatarse de que estaba justo en medio estorbando a la gente que entraba y salía con su bandeja de dulces recién hechos, dejando un camino con su aroma.

-    ¡Ay! ¡Perdón! – Se disculpó una señora ya algo mayor al tropezarse con el chiquillo, y los pasteles que llevaba en la mano casi se le cayeron al suelo. - ¡L-lo siento! ¿Estás… Bien…?
Se quedó petrificada viendo tal estado de un niño tan chiquitito. – Cariño… - Bajó y acarició su cabeza, la tenía helada. - ¿Te he hecho daño?

-    No se preocupe. – Su sonrisa tenía uno o dos huequecillos. – Estoy bien, pero me quedé mirando a un señor con el que hablé antes.

-    Ah, ¿sí? – Mostró cara de sorpresa para divertir al crío, y así viera que tenía interés por escucharle. - ¿Y dónde está ahora ese señor?

-    Allí. – Le señaló, aún no estaba muy lejos y todavía podían verlo. - ¡Es muy alto, y elegante, y fuerte, y…! – Daba saltitos mientras se reía. - ¡Cuando sea mayor seré como él!

-    Ya veo… - Dejó un poco entreabiertos sus labios de carmín sin darse cuenta, observando cada paso que él daba, su ropa, sus complementos, todo lo que cargaba parecía muy caro, debía tener mucho dinero… Quizás demasiado, tal y como le habían contado. - ¿Y te hizo algún regalito?

-    … No…

-    ¿¡Cómo que no!?

El pequeño jugó con su dedos, moviéndose a un lado y hacia otro. – Me dijo que no le quedaba dinero y que entrara en esta pastelería para que se me pasara el frío. Fue muy amable por preocuparse.

-    Amable… - Era lo menos que podía decir de aquel personaje. A él le faltaba amabilidad y a ese chiquitín le sobraba corazón. – Dime, cielo, ¿tienes hambre?

-    Mucha, señora.

-    Pues aquí tienes. – Y le dio toda la bandeja de pasteles que había comprado, la cual estaba bien llena de ellos.

-    ¡¿D-de verdad?! ¡¿Son para mí?!

-    ¡Claro que sí! – Acarició su mejilla.

-    ¡¡Muchas, muchas gracias!! – Tomó con mucho cuidado su regalito y antes de irse se volvió para mirar a la mujer que tan feliz le había hecho. – Lo compartiré con mi hermanito.

-    ¿Tu hermanito? ¿Dónde está?

-    En ese restaurante de al lado, mamá nos dijo que nos quedáramos allí mientras ella trabajaba, pero siempre me salgo por si alguien me regala algo como hizo usted y así compartirlo con mi hermanito.

-    ¿ Y cuántos añitos tenéis?

-    Él cuatro, yo… - contó con los dedos. – Seis.

-    Oh… - Revolvió su cabello alegremente para ocultar que por dentro se había roto de tristeza. – Bueno, cariño, he de irme. Ve con tu hermanito y cuídale, ¿vale?

-    ¡Sí! – Y corriendo fue con la bandeja de dulces calentitos hacia el que era ahora su refugio, dejando atrás un camino hecho con aquel delicioso olor que desprendían.

La mujer, ya sola, suspiró hasta que lo vio desaparecer y más adelante divisó a su madre con la cabeza a gachas y, además, todavía seguía de rodillas. Se acercó a ella al tiempo que rebuscaba en su bolso, y escuchó a una pareja hablar a la par que le echaban varias monedas en la cajita de cartón que había puesto . Entonces, cayó en la cuenta de cuál era el trabajo de la madre de aquellos dos niñitos: pedir por algo de misericordia. “Quién sabe si mañana nosotros podremos estar así”, oyó del hombre que iba delante suya cuando le dio algo de limosna y sus labios se curvaron débilmente: ellos le habían echado muchas monedas, y de seguro era otra familia que no podría comprar los regalos de Navidad porque sus salarios no llegaban a concederles ese lujo. Amaba que todavía quedaran personas que daban lo que no tenían. Y entonces, ella movió su nariz.
Por fin a su lado, sacó unos billetes y se los puso con suavidad delante de sus rodillas: eran unos cuatrocientos mil yenes. Se encontró con su mirada, antes vacía y ahora llena de felicidad en forma de lágrimas, y observó el temblor de sus manos al coger todo ese dinero y colocárselo en el pecho mientras le dedicaba un “gracias” en un leve susurro, que parecía apagado, pero que estaba más encendido que todas aquellas luces coloridas que adornaban la larga calle.
-    Feliz Navidad. -  Le dijo, y echó a caminar otra vez tranquilamente sabiendo que centenares de miradas se habían clavado en sus espaldas, y vio a lo lejos a aquel joven que paseaba igual que ella, con la diferencia de que no había hecho nada bueno más que para sí mismo. – Así que tú eres Gackt… - Pensó en voz alta al tiempo que le echaba una ojeada al papel que sujetaba con una dirección escrita en él para poder llegar a su mansión, pero que por el destino ya ni le hacía falta, simplemente lo seguiría con cautela.
Paseaba con calma, sin adelantarse, manteniendo casi la misma distancia siempre; a veces se aproximaba un poco más para no perderle de vista, mas evitando que se diera cuenta de su presencia. Ella, al contrario que él, andaba calmada, disfrutando de cada color que tenían los árboles, la nieve, el cielo; no habían colores más hermosos que los naturales.
Unos minutos más fueron suficientes para llegar a la enorme casa en la que residía Gackt, quien había dejado las bolsas esparcidas por el suelo y se dedicaba a una búsqueda infinita de sus llaves, como le solía ocurrir cada vez que salía. Se acercó de manera sigilosa, y se asomó por el borde de una de las pequeñas murallas de piedras preciosas que adornaban la entrada, tapándose los labios con los guantes al ver que al chico se le acercaba un perrito temblando por la helada que caía.
-    ¡¿Tú otra vez aquí?! – Exclamó él, y lo apartó con brusquedad con el pie. - ¡No tengo comida para ti! ¡Lárgate, vas a ensuciármelo todo, chucho pulgoso! ¡Fuera!
La mujer, sorprendida, observaba al can irse espantado, con sus orejitas hacia atrás y triste. ¿Cómo había podido ser tan cruel con semejante animalito? Disgustada, suspiró hondamente. Gackt debía aprender muchas lecciones y tenía que ser en ese corto periodo de tiempo llamado Navidad.
Entonces, ella movió su nariz.
-    Maldita sea… ¡¿Se puede saber dónde demonios he metido mis llaves?! – Él, sin dejar de maldecir a la vez que indagaba en sus bolsillos se desesperaba a cada segundo, con tan sólo el tacto sobre la tela se notaba que no se encontraban por ningún lado. Bufó molesto, ¡menudo día estaba teniendo! De repente recordó dónde podría hallarlas, en una de tantas bolsas que había llevado consigo, pero ahora debía ver en todas que reposaban en el suelo dejando que la nieve las cubriera con su fina blancura.
-    ¡¡Por todos los santos!! -  Maldijo de nuevo, más frustrado, y pisó el suelo con fuerza  salpicándole encima toda la nieve, dejando sus piernas heladas. -¡Y ahora esto! ¡¿podría tener peor suerte?! – Chisteó furioso, y pateó el piso de nuevo estampando la nieve en su puerta esta vez, sintiendo seguidamente una vibración que le hizo mirar hacia arriba y encontrándose con una especie de avalancha en el tejado que no le dejaría tiempo a reaccionar.
-    No jorob-… - Fue incapaz de terminar la frase, toda aquella acumulación de agua congelada se le cayó encima de repente y no se podía ni mover, se le había helado todo el cuerpo. – Genial… - Rió sarcástico y miró al cielo abriendo los brazos. - ¡Querida vida: cuando dije “¿Podría tener peor suerte?”, era una pregunta retórica, no un desafío! –
Una vez más resopló molesto, y ya rendido, tocó el timbre de la casa para que alguno de sus servidores le abrieran, sería más rápido que seguir buscando por aquellas llaves que ya había comenzado a odiar, mientras cogía sus regalos y entraba notando por fin en sus huesos ese ya conocido calor de su acogedor hogar.
La mujer, sin poder parar de reírse en pequeñas carcajadas le observó entrar en su mansión, así que ya era su turno de intervenir; esperaría un poco a llamar para que no fuera sospechoso, aunque por otro lado el frío le estuviera congelando los dedos de los pies.
-    Buenos días, señor. – Le daba la bienvenida el mayordomo y tomó con cuidado su abrigo de piel cuando se lo quitó, que pesaba bastante, dejándolo bien liso y colgado en el perchero favorito del rubio, como a él le gustaba.

-    ¿Ha llegado el correo? – Preguntó él a la par que tomaba su taza de café servido por una señorita, ni siquiera se había molestado en devolver el saludo.

-    Sí, señor. Aquí está su correspondencia. – El mayordomo le acercó una bandeja donde reposaban los sobres que harían enojar a Gackt en cuanto supiera de qué eran, como ya era costumbre.

-    ¿Y de qué son?

El hombre mayor, sin rechistar, abrió una de las cartas. – Esta es de su tía Naoko. Dice que ahora reside en Shibuya.

-    No me interesa. – Dio otro sorbo a su café. – Abre otras, las de la casa.

Le comenzó a leer, y en cuanto llegó a la cifra de dinero que debía solamente de la luz pegó un leve salto al escuchar el grito que Gackt había emitido junto a su peculiar atraganto con su bebida.

-    ¡¿Cuánto?!

-    Señor, entienda que somos trece en esta casa.

-    ¡Es un maldito ojo de la cara!

-    Pero señor… Siendo trece personas y cada uno poniendo su porción de dinero, ¿qué problema hay? Usted no tendrá que pagarlo todo, no se preocupe por eso.

-    ¡Y tanto que no voy a pagarlo yo todo! - Bufó y se removió el cabello todavía decorado con una fina capa de copos blancos; al menos Fujiwara-san, con su tan tranquila voz, siempre lograba calmarle. Se dejó caer en uno de los sillones que adornaban la sala llena de figuritas y objetos sumamente valiosos. Miró la chimenea que desprendía grandes y vivas llamas, quizás fue porque no se fijaba nunca, pero parecía estar más encendida de lo normal. “Por fin, calma” meditaba con los ojos cerrados, tan sólo escuchando el ruido de las bandejas que fregaban, mas el sonido de los troncos quemándose era mucho mejor. Todo era paz y armonía hasta que el timbre de la puerta le retumbó en los oídos.
-    Quién será ahora… ¡Abrid! – Ordenó, pero nadie acudió, cada quien estaba ocupado haciendo alguna tarea para mantenerlo contento. – Será posible… ¡Abrid, he dicho! – Lo dijo más fuerte, y sin obtener resultado se levantó gruñendo y maldiciendo todo lo que veía.- ¡Gracias, mis queridos criados, por servirme tan maravillosamente bien!
Abrió la puerta con un resoplo de fastidio y se topó con una señora rubia, con el pelo rizado y ojos azules, acobijada en su abrigo.- Y usted qué quiere. – Le habló serio, inspeccionándola. – No tenemos nada para usted.

-    ¡Oh! No malinterprete, buen hombre. Soy la nueva limpiadora a la que contrataron.

-    Ah, ¿pero hemos contratado una nueva sirvienta?

Ella sonrió y le tomó una mano para taparla con las suyas propias; ¿cómo podían estar tan calentitas con el frío que hacía fuera? Además, eran… acogedoras. – Me llamo Margaret.

Se quedó mirándola: sin duda alguna, era una mujer bastante mayor. Tomó su carnet cuando se lo entregó y comprobando que no le engañaba se hizo a un lado, no muy convencido, para dejarle entrar.– Pase…

-    Es usted muy amable. – Hizo una leve reverencia y entró, no sin antes pedir permiso.
Ya dentro, echaba una ojeada rápida a su alrededor: todo parecía hecho de oro, ni siquiera podía ajustar cuentas de cuántos millones habían allí en forma de figuras y decoración. Estaba totalmente asombrada.

-    ¿Es de su agrado? – Cuestionó el rubio justo al cerrar la puerta tras de sí.

-    Claro. – Tardó unos segundos en responder. – Aunque lo veo todo muy limpio y ordenado, parece que hoy no tengo mucho trabajo.

-    Usted lo ha dicho: hoy. – Dejaba la tarjeta de la mujer sobre una bandeja de plata. – Y dígame, Margaret, ¿qué edad tiene?

-    Oh, disculpe mi descortesía, Gackt-san, pero eso no debe preguntárselo nunca a una dama. - Rió un poco a la vez que le negaba con el dedo suavemente.

-    Oh, disculpe mi descortesía, Margaret, pero esta es mi casa y aquí se responde a las preguntas que yo haga, sean cuales sean. – Le remedaba, empujándola un poco hacia las escaleras. – Y a mí se me dice -sama, nada de -san.

-    Por supuesto, Gackt-sama. Tengo sesenta y ocho.

Se quedó observándola extrañado, ni siquiera había mostrado un deje de molestia por lo que le había dicho. ¿Qué pasaba con ella? Tampoco le gustaba que ignoraran sus malos modales, era divertido ver cómo se frustraban y procuraban disimularlo, y con ella nada de eso tenía afecto. Así que lo intentó una vez más. – Ahora váyase a su dormitorio, está arriba, el tercero a la derecha.

-    Gracias Gackt-sama, estaré lista en un instante.

-    Sí, y cuídese de las escaleras, a ver si se va a caer y va a partirse la cadera, que todavía no les hemos puesto remedio para que suban las personas mayores.

-    Es usted muy amable, preocupándose por mi bienestar de esa manera; mas tenga calma, por favor, no se vaya a gastar dinero por mí acabando de arribar a su casa. – Y con otra dulce sonrisa empezó a subir los escalones junto a su maleta, desapareciendo por el pasillo donde se hallaban las habitaciones.

-    …¡¿Acaso esa mujer es de cartón?! – Reclamó el rubio.- ¡Pareciera que no le importara nada de lo que le digo! Pues más le vale que sea buena, porque como no me haga caso, de esta casa va a estar fuera ya! – Y se fue enfurecido hacia la cocina en donde había una gran cantidad de alimento cocinado, del que seguramente al siguiente día tirarían la mayor parte, pues él no comía nada que tuviera más de veinticuatro horas, su cliché era muy grande como para eso.

Cuando entró en la pieza se quedó anonadada. Todo era de cristal: la lámpara, los armarios, la mesa, las sillas, el boudoir, y de un color que transmitía una paz infinita. Aspiró hondo y corrió las blancas cortinas, poniéndose a mirar por los vidrios de la ventana la nieve vestir de blanco la ciudad, aquella triste ciudad que adornaba sus calles sólo por mera costumbre, en la que las familias se reunían únicamente en las fiestas, en la que en la Navidad, lo más importante eran los regalos.
-    Deberían estar siempre unidos. – Musitó ella, con su dulce voz. – No esperar a que una Navidad los una. Es una de las cosas buenas que tienen estos días especiales. – Sonrió. – Pega cada cachito de familia rota, y los vuelve a unir.
De repente recordó a aquel niñito de seis años con el que tropezó en la calle y el que le había dicho que cuidaba de su hermano, tan pequeño, mientras su madre pedía limosna para darles de comer sin dejarlos solos ni un momento, y ellos sin separarse el uno del otro. “Las familias que menos tienen, son las que más unidas están”, pensaba acordándose de la bandeja de dulces que le había regalado al pequeño, y luego la cantidad de dinero que le puso a su madre en las manos. Aun así, nada era suficiente.
Un grito del dueño de la mansión pregonando que la cena ya estaba lista la hizo emerger de sus pensamientos. - ¡Ya voy! – Contestó, y en un chasquido de dedos ya lo tenía todo ordenado y guardado en su correspondiente cajón. Se puso cómoda con una bata amarrada por la cintura y bajó por la escalera, para luego dirigirse a la cocina donde todos la esperaban para darle la bienvenida.
Cuando se adentró, esta vez no se sorprendió por lo grande que era aquel amueblado espacio, pero sí por toda la comida que debía llevar junto a otras sirvientas a la ancha mesa del comedor, adornada con velas y platos de porcelana jamás vistos. Ahora ya eran catorce, pero aquella cena era como para treinta personas. Se acercó a una de las chicas y le puso suavemente la mano en el hombro para captar su atención. – Disculpe… ¿Todas las noches la cena es así? ¿O sólo esta noche por mi bienvenida?

-    Es por su bienvenida, señora Margaret. Aunque… - La chica se arrimó y le habló en el oído para no ser escuchada por nadie más. – No hay mucha diferencia con las cenas de todos los días. Incluso los almuerzos son parecidos.

-    Supongo que sobrará mucho luego… - Ella hablaba de igual forma para no levantar sospechas. - ¿Qué hacen con los restos? Imagino que los guardarán para el día siguiente, ¿no es así? – Echó una ojeada otra vez a todos los platos. – Perdóneme, no he querido sonar metiche, pero… Es que todo tiene una pinta muy exquisita.

-    ¿Verdad que sí? – La joven miró hacia los lados para asegurarse de que no había nadie merodeando por allí. – Pues… Se tiran.

-    ¡¿Se tiran?! – Se llevó la mano a los labios, eso sí que le había impresionado. – Pero… ¡es mucho! ¿Cómo vamos a arrojar a la basura tanto alimento?

-    Capricho de Gackt-sama, oiga. Pero no diga nada, se lo ruego.

-    No se preocupe, bella, quedará entre nosotras. – Le guiñó el ojo haciéndola sonreír, oyendo segundos más tarde otro grito del hombre de la casa para que se dieran prisa en poner la mesa, y vio a aquella chica ir con suma rapidez al comedor con dos bandejas en cada brazo a la par que ella se quedaba nuevamente contemplándolo todo, que parecía estar realmente delicioso, mas pensar que al día siguiente la mayor parte de aquello acabaría en el contenedor de al lado pudiendo darles de comer a tantos niños y personas con ello, otra vez le hacía reflexionar sobre lo mal que estaba repartido el mundo, y que nadie sabía aprovechar la suerte con la que había nacido.

-    ¡Margaret!

-    ¡Ya voy, señor! ¡Perdone! – Cogió de forma veloz dos platos y se dispuso a abandonar la cocina ante el firme llamado de Gackt, y por última vez divisó la comida que llevaba entre las manos, recordando todo lo que había meditado mientras.

Entonces, ella movió su nariz.

La cena de bienvenida no pudo ser mejor; el único inconveniente era tener que lavar cada utensilio que se había utilizado, pero Margaret con gusto lo haría. Incluso, con amor, mandó a dormir a todos los sirvientes que querían echarle una mano. Gackt le miraba de arriba abajo apoyado en el borde de la puerta, ¿qué tenía esa mujer para haberse ganado el cariño de todos en tan sólo la primera noche? Sin embargo, a él no lograba convencerlo del todo.
Sin percatarse siquiera, cuando quiso salir de su mente y volver a la realidad, ella ya había terminado de recoger, limpiar y secar absolutamente todo, dejándolo boquiabierto.
-    ¿Ocurre algo, Gackt-sama?

-    … - Señaló hacia adelante, mirando luego su reloj. – Tú… ¿C-cómo has hecho todo… eso?

-    ¿ El qué? – Ella lo miraba confundida. Se volteó hacia donde el otro indiciaba, sin embargo, seguía sin comprender. – Es tarde. – El péndulo de la cocina marcaban las dos de la mañana. – Será mejor que vaya a descansar, ¿qué le parece? Quizá mañana sea un día duro, quién sabe.

-    Día… ¿Duro? – Notó que le volvía a tapar las manos con las propias, aquel extraño y rico calor que no sólo le envolvía los dedos, sino su cuerpo entero.

-    Tranquilícese, respire hondo; al fin y al cabo, al final de la jornada siempre obtenemos nuestra recompensa. Ahora vaya a dormir relajado, que ya me encargo yo de lo poco que queda por ordenar.

Por segunda vez en el día se había sentido protegido, y le costaba admitirlo, pero también feliz. Eso era correctamente lo que le provocaban esas manos cada vez que le tocaban; no obstante, su cabeza insistía en seguir dándole vueltas al mismo tema: ¿por qué? ¿Qué había en ella que no le gustaba? En definitiva, a esas horas de la madrugada no encontraría respuesta eficiente alguna, así que optó por, una vez ya en su cama, cerrar los ojos y descansar por fin, porque como le había dicho, el día de mañana podría ser largo y duro.

Notas finales:

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