─ ¿Dónde estás?─. La voz del viejo estaba cargada de rabia, había tenido un mal día y necesitaba desfogarse. ─ No podrás esconderte por siempre, Masamune, aparece en este maldito instante si sabes lo que te conviene─.
Y así comenzaba una tarde normal en el “hogar” de los Saga, la casa estaba hecha un caos, el viejo ya había rebuscado por toda la casa, había irrumpido en cada cuarto que había, y no había ningún rastro de su hijo, pero él sabía que el chico estaba allí, escondido, podía olerlo, podá sentir su miedo, él estaba cerca, tratando de aplazar el encuentro con su padre, aunque él sabía que, de todos modos, lo iba a encontrar.
Masamune estaba escondido en el ático, se había hecho un ovillo para poder ser tapado entre cajas llenas de basura y fríos recuerdos, estaba asustado, sabía que su padre le haría pagar un infierno por esconderse, pero eso no era nada nuevo para él, nada podía ser peor, a pesar de todas las cosas nuevas que había ideado el viejo con el paso de los años.
Todo ese infierno había comenzado cuando él apenas había cumplido los doce años, el viejo estaba demasiado ebrio, Masamune estaba muy cerca, y su madre no estaba allí para defenderlo, aunque, por dentro, sabía que su madre no habría sido de mucha ayuda tampoco. Después de esa horrible noche, ya se había vuelto una rutina. No podía pedir ayuda, no tenía a nadie a quien confiar, no tenía donde correr, no tenía donde esconderse. Solo tenía su ropa, que protegía la pálida piel marcada por las cicatrices.
Estaba solo, completamente solo.
─Bastardo infeliz, te encontré, te atreves a hacerme esperar, maldito saco de mierda inservible─. La voz del viejo resonó en el ático. Le rasgó los pantalones a su hijo después de propinarle un fuerte golpe en la boca.─ ¡Quítatelos! ─. Rugió.
Masamune obedeció, cerró los ojos y se preparó para lo que vendría después.
Quería llorar, pero no lloró.
Ya era de noche, Masamune estaba tirado en el piso, cansado, golpeado, sucio. Se sentía sucio, su padre lo había dejado ahí, tapado con una sucia manta que encontró en el frío y aterrador ático. Tenía que bajar dentro de poco, la casa estaba hecha un desastre, todo tenía que estar en orden antes que la mujer regresara, y Masamune sabía que el viejo no iba a hacer nada.
Masamune planeaba terminar con el ático primero. Habían muchos recuerdos, tal vez podría encontrar uno feliz, para que sus ánimos suban, pero él sabía que no encontraría nada, todo posible recuerdo estaba manchado por ese hombre, por ese ser al que se había visto obligado a llamar “padre” por tanto tiempo, ese hombre, al que odiaba, al que odiaba tanto que no habían palabras posibles como para describir todo el odio y rencor que sentía hacia él.
El ático estaba casi listo, solo faltaba volver a guardar los viejos utensilios de cocina de la mujer, ya solo quedaba un viejo cuchillo. Lo habían desechado porque era de hierro en lugar del acero convencional. Estaba completamente intacto, seguía afilado.
Un deseo nació dentro del joven.
Masamune tomó el cuchillo y lo enterró en su brazo. La sangre salía a borbotones, eso era lo que Masamune buscaba, otro dolor, diferente al que había en su alma. Introdujo más el cuchillo hasta que no pudo más, las lágrimas comenzaban a salir, se mezclaban con la sangre que había en el cuchillo.
Parecía como si el cuchillo de hierro flotaba entre las lágrimas y la sangre, parecía estar flotando en un pequeño mar.
El mar de hierro.