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¡Bebé a bordo! por PruePhantomhive

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CAPÍTULO 7

 

Weight

 

*

 

Se cayó de la cama al querer alcanzar a Kurogane. Se le había olvidado que este ya no estaba ahí, así que este pensamiento fue todavía más doloroso que el golpe.

 

De repente, recordó toda la conversación pasada y el silencio de la casa lo sobrecogió. Acostumbrado a vivir en la soledad a pesar de que lo rodearan las personas, habiendo exiliado el hábito gracias a la compañía de Kurogane, los chicos y Mokona, ahora se sentía parte de una horrenda pesadilla de la que le costaría trabajo despertar.

 

Se había comportado como un idiota, ¿no? Había terminado solo por eso, también. Y, de nuevo, se dio cuenta de que no sabía en dónde se encontraban los demás, así que no podría disculparse. Y ellos tampoco podrían disculparse con él. Porque era obvio que los orgullos de todos estaban faltos de un enorme ¡lo siento!

 

Al menos no se había despertado con náuseas y tampoco con ganas de comer, aunque algo le burbujeaba en el estómago y, tal vez, era la bilis. ¿Cómo podría solucionar todo eso? Kurogane le había explicado la situación y, aunque tuviera una inteligencia maravillosa, no había comprendido demasiado.

 

Sólo “Todo esto fue un error, tú no estás esperando ningún bebé, sólo estás comportandote como un  soberano imbécil”. Y lo había corrido de casa, pidiendole que, si tenía la oportunidad, se llevara también a Mokona y Syaoran. Pero sobre todo a Mokona. Y voilà, se habían ido.

 

¿Y… qué habría para desayunar?

 

Los huevos revueltos se le atragantaron en la garganta y tuvo que hacerlos a un lado. Habiendo perdido la costumbre en la cocina, se sentía incapaz de hacer nada que no fuera harinoso, crujiente o dulce. Mmm, harinoso, crujiente y dulce. Pero no podía engordar más. De hecho, Kurogane tenía razón en decir que pesaba más que todos ellos juntos. Y su autoestima, que no era para presumir, menguaba poco a poco, así que era cierto que había subido mucho de peso.

 

Apartó el plato y dejó caer su frente en el espacio donde antes había estado, sintiendo el calor que este había dejado sobre la superficie de madera. No planeaba volver a trabajar (porque aunque se supusiera que lo había estado haciendo, había estado consumiendo todo lo que producía), así que planeó un maratón de películas (de esas que coleccionaban Kurogane y Mokona) y tal vez comer demasiadas palomitas.

 

A lo mejor debería optar por salir a correr. Si corría lo suficiente, a lo mejor se daría cuenta, al volver, de que nada malo había ocurrido y que Kurogane, Mokona y Syaoran habían regresado. Pero en el fondo sabía que no sería de esa manera y que estaba luchando por no perder las falsas esperanzas.

 

Pero en esos momentos, falsas esperanzas era lo único que podía tener, además de un falso bebé.

 

 

 

En dos semanas, no se había encontrado con Kurogane o Syaoran ni una sola vez. Tampoco lo habían llamado ni habían intentado contactarse con él de ninguna forma. Y era sorprendente darse cuenta de lo grande que le parecía la casa de dos pisos sin ninguno de ellos.

 

Y en las noches, las sombras se cernían sobre él como fantasmas intentando perseguirlo. Pero ya estaba familiarizado con esa clase de sensaciones, así que no se preocupó. Pero sí pensó demasiado y en tantas cosas, que al final de la noche se descubría con increibles ojeras provocadas por las pocas horas de sueño.

 

A veces se palpaba con delicadeza ese sitio en donde se suponía que debería estar creciendo un bebé y la cólera lo invadia de nuevo, pero era un sentimiento que, gracias a ese mismo estado postrado, podía reprimir.

 

Pero estaba aprendiendo otra vez a hacer de lado todas sus emociones y estaba seguro de que nadie se enorgullecería de eso. Él, al menos, no lo estaba haciendo. En esos instantes, de qué podía enorgullecerse, ¿de haber caído en una mentira idiota que posiblemente había sido elaborada por él y los demás en esa casa y habían terminado creyéndosela? ¿Qué estaba pasando con él?

 

Seguía sintiéndose mal. El estómago revuelto lo tenía todas las mañana, pero no le daba más importancia. Supuso que de esa manera eran mejor las cosas. Pero ignorar sus molestias no era la mejor de las soluciones. Kurogane le hubiera dicho lo mismo. O hubiera gruñido y él hubiera dado por sentado que le estaba diciendo eso.

 

Pero estando solo, únicamente podía ser conciente de sus propios pensamientos.

 

Se levantó temprano y no desayunó nada. Tomó una botella de agua de la alacena y salió de la casa sin fijarse demasiado en nada. El día, con un cielo precioso de color azul y pocas nubes, le encantó. El parque, con sus muchos árboles de fuertes troncos y hojas verdes siendo sacudidas por la fuerza del viento.

 

Había una pista de tierra para corredores. La única persona que andaba por ella en esos momentos era un niño, no mucho mayor a los seis años, rubio, con el cabello rozándole los hombros y unos enormes ojos azules.

 

De pronto, Fai tuvo una repentina visión de todo el tiempo que había pasado en Valeria, encerrado al lado de su hermano, sobreviviendo. Fai era tan pequeñito. Pero, como nunca había tenido un espejo a sus disposició, supuso que nunca había podido percatarse de que él era exactamente igual.

 

Exactamente igual.

 

Pensó en sentarse un rato, pero luego se dio cuenta de que no iba ahí para ver si perdía peso viendo a los demás corredores. Había una pareja haciendo un picnic matutino, iluminados por los primeros y más calientes rayos del sol. Al otro lado del parque, una mujer castaña corría mientras bebía agua.

 

Fai no logró encontrar las fuerzas necesarias para hacer estiramientos. Además, con su volumen actual, no creyó conseguirlo. ¿Cómo había terminado de esa manera? Oh, sí… a partir de ese momento comenzaría a repudiar los pastelillos.

 

Se levantó e hizo el intento de comenzar a correr. Intentar. Intentar. ¿Y si todo se quedaba en eso? Le estaba ganando la pereza. Pero si había sobrevivido encerrado en el fondo de aquella torre, si había logrado dormir a Ashura-Ou y sobrellevar el dolor que eso le acarreaba, vencer a Fei Wong Reed y tener una relación con Kurogane, podía pararse a hacer ejercicio. Ejercicio. Ejer… le ganó la flojera y se quedó tirado en la banca, con los brazos extendidos a lo largo del respaldo de esta y observando el cielo.

 

Gordo, estaba gordo. No embarazado. Y solo. Pero le molestaba mucho más ser gordo. Porque había perdido agilidad y se fatigaba seguido. Y ya no tenía el pretexto de tener un bebé. Y era mejor así. No quería tener un niño.

 

Era mejor combatir la obesidad que las necesidades de un niño pequeño. Conociéndose y conociendo a Kurogane, era posible que el bebé terminara educándolos a ellos que ellos a él.

 

Por perderse en sus pensamientos, no se dio cuenta del momento en que extendió más de lo debido una pierna y una mujer tropezó con ella, yéndose de bruces sobre el pasto.

 

Se levantó, sobresaltado, sin darse cuenta muy bien de lo que había pasado. Cuando vio a la muchacha despatarrada en el suelo, con las manos llenas de tierra, torció la boca en una mueca y se inclinó a levantarla, sujetándola por el brazo.

 

Basándose en la edad que aparentaba Fai y no en la que realmente tenía, la muchacha debía de ser dos o tres años mayor que él. Tenía profundas ojeras y la boca seca. A Fai, su estado le recordó, de pronto, el que él mismo había tenido a principios de su embarazo ficticio.

 

De repente, se le antojó una tarta de crema y duraznos.

 

—Lo siento —murmuró sin verdaderamente sentirlo.

 

—No te preocupes. Fue mi culpa, estaba un poco distraida —se sentó al lado de Fai, que, más allá de comprender la distracción, todavía la sentía.

 

Tenía que correr. Correr y bajar esos kilos de más que lo hacían parecer una pera. Una pera muy grande y rubia. Cuando dejó de pensar en frutas y en sus curiosas formas, se dio cuenta de que la chica estaba hablando, mencionando algo sobre comprar algo para beber y comer.

 

Fai, captando partes de la conversación, escuchó la palabra “dieta”. También debería de probar algo como eso. Pero nunca había sido muy bueno cuidando su físico, porque nunca había necesitado hacerlo. Supuso que después de creer que estaba embarazado, no podía decir demasiado. Y tenía que empezar a conocerse, sí, y a cuidarse, también.

 

La muchacha siguó hablando, como si no lo hubiera hecho en meses y tuviera la necesidad de sacar, de pronto, todo lo que llevaba dentro. Como Fai de todas formas no le estaba haciendo caso, supuso que estaría bien dejarla parlotear sin decirle nada peyorativo.

 

—…Y entonces me dijeron que estaba engordando demasiado en muy poco tiempo, así que decidí hacer dietas, pero no me están funcionando muy bien. Mi amiga me dijo que ella bajaba de peso corriendo todas las mañanas y ahora es una sílfide… Yo siento que nada de esto me está funcionando, ¿qué opinas? —y lo miró.

 

Fai abrió mucho los ojos, respiró profundo y sonrió: lo había tomado por sorpresa.

 

—Pues…

 

—¿Tú también bienes a ejercitarte?

 

—Algo así.

 

—¿Puedo pellizcarte una mejilla? Se ven tan rellenitas.

 

—No.

 

—Oh, bueno. ¿Puedo traerte una bebida? Iba de camino por una cuando nos conocimos. Anda, ¿manzana o limón?

 

—Limón, pero…

 

Ella ya se había marchado a comprar las bebidas. Fai puso los ojos en blanco y se cubrió el rostro con una blanca mano.

 

De pronto, una enorme sombra se posó delante de él, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Con una actitud que claramente decía “No harás que me disculpe, ¿verdad?”.

 

—Oh, Kuro-rin. ¿Qué tal te va?

 

—No me digas “¿Qué tal te va?”, dime en qué demonios has estado pensando todo este tiempo.

 

—Ha pasado muy poco desde entonces. No he pensado casi en nada. ¿En dónde viven ahora? ¿Están bien? ¿Comparten la cama?

 

—¡Por supuesto que no! —exclamó, con un ligero rubor, cosa que indicaba que Mokona había intentado convencerlos de ello. Parecía estar sufriendo un caso de comezón en el cuello y los brazos, porque se notaba que se había estado rascando. Había rasguños por todos lados y Fai se compadeció.

 

Eso no significaba que tenía pulgas en el nuevo colchón, si no que había estado todo ese tiempo preocupado por él. Sonrió. Sus labios se convirtieron en una línea curvada, fina. Estiró una mano para tocar la de Kurogane, pero se lo pensó mejor y fingió que iba a rascarse la rodilla.

 

Kurogane parecía no tener mucho qué decir. Fai se imaginó que había ido ahí sólo para asegurarse de que se encontraba bien.

 

Fai se sintió un poco amedrentado por el sentimiento de sumo afecto que le inundó el pecho. Agachó la cabeza y se observó las manos, que seguían temblando.

 

—Tengamos una cita —dijo. Las palabras se le habían salido de los labios antes de que las hubiera terminado de pensar. Kurogane enrojeció. Entornó los ojos y fingió estar muy interesado en el letrero de PONGA LA BASURA EN SU SITIO para no tener que ver a Fai, que seguía con la cabeza agachada y una actitud miserable.

 

—¿Q-qué?

 

—Conquístame. De nuevo.

 

—Yo nunca hice eso.

 

Fai sonrió. Sí que lo había hecho. No con detalles románticos o palabras melosas, sino con sus actitudes, que más que dulces y embelesadas, le demostraron que el shinobi realmente lo amaba.

 

—¿Entonces quieres que lo intente yo?

 

—¡Por supuesto que no!

 

—¡Tu cara está roja!

 

—¡Por las estupideces que dices, mago idiota!

 

Fai se levantó y lo abrazó. Se abrazaban tan poco, que el gesto era un poco más significativo que un beso. Era como hacer las paces de forma sutil. Increiblemente sutil. Pero en ningún momento mencionaron si podían volver a la casa. Fai supuso que tanto Kurogane como los otros querían darle un poco de espacio para que se acostumbrara a la nueva situación y recuperara un poco de equilibrio emocional.

 

Les agradeció eso, porque si alguien necesitaba recuperar esa estabilidad por todo lo que había pasado, era él.

 

Se sentaron en la banqueta y Fai se olvidó por completo de quién era la muchacha que había regresado y, diciendole “Lamento la tardanza” como si se conocieran de años, le ofreció una soda de limón.

 

—No había de dieta, lo siento.

 

—Gracias —murmuró, confundido. Kurogane lo observó con cierta curiosidad. Tal vez pensaba que Fai había metido la pata otra vez.

 

—Por cierto, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó—, fui a buscarte a la casa y la vecina me dijo que habías venido en esta dirección, así que supuse que estarías aquí.

 

—Estoy bajando de peso.

 

—¿Cómo, viendo el pasto crecer? ¡Te observé desde hace quince minutos y has estado aquí sentado desde que llegaste.

 

—Oh, Kuro-puu es un chico listo —sonrió, acariciándole detrás de una oreja como si se tratara de su vieja mascota. Sin molestarse, porque la muchacha lo estaba observando con un grado alto de curiosidad.

 

Fai era amable, pero, como no la conocía, no parecía tomarla verdaderamente en cuenta. De pronto, Kurogane se dio cuenta de que debía irse.

 

—¿No tenías que hacer ejercicio?

 

Fai lo miró de manera extraña.

 

—Oh, sí —masculló.

 

Se despidieron con un roce de manos y ninguna palabra más. La cara de Fai había recuperado un poco de color entonces. Vio a Kurogane alejándose y sonrió de nuevo, aunque por lo bajo, sin sentirse demasiado contento. Sólo se habían solucionado las cosas entre ellos y eso estaba perfecto.

 

—Que hombre más atractivo —sonrió la muchacha.

 

Fai tenía bien superado el embarazo falso, pero no sus celos sobre Kurogane, así que puso una cara furibunda y se decidió a ejercitarse de una buena vez, porque era cierto que no perdería peso sólo observando el pasto y tirando a personas por descuido.

 

 

 

La rutina matutina de Fai se convirtió pronto en una costumbre con el paso del tiempo. Cuando estaban por cumplirse por fin los supuestos nueve meses de embarazo, se dio cuenta de que ya estaba tan delgado como lo había sido antes. Pero no había bastando con horas de rigurozo esfuerzo, sino que Syaoran y Mokona, que todavía no volvían a la casa, pero se pasaban por ahí de vez en cuando, le habían tirado del refrigerador y la alacena cualquier chucheria dañina y lo habían sustituido todo por frutas y vegetales.

 

Fai, que extrañaba lo dulce pero no lo necesitaba, no se había molestado para nada, otro cambio en su actitud.

 

Sin embargo, la fatiga y los vómitos mañaneros habían vuelto y, cuando terminaba de darle una vuelta a la pista del parque, tenía que tirarse en el suelo para descansar, porque el cansancio era tal que no podía mantenerse en pie.

 

Kurogane había adquirido la maña de ir a observarlo desde lejos, fingiendo leer el manga serializado en Maganyan, aunque Fai no le tomaba en serio porque, a veces, la revista la sostenía de cabeza.

 

Aunque Kurogane no estaba haciendo un esfuerzo verdaderamente tomántico, Fai sí que se sentía reconquistado. Y había dejado de celarlo por culpa de la chica de los helados, que observaba al ninja desde lejos con mirada embelesada a pesar de que Kurogane no le prestara atención.

 

Todo comenzaba a pintarse de un nuevo color.

 

Fai también se dio la oportunidad de conocer a esa muchacha que tenía casi las mismas costumbres deportivas que él y a quien se topaba todas las mañanas en el parque, aunque pensaba que el deporte no le estaba sirviendo de mucho a ella, cuyo peso aumentaba cada vez más.

 

A pesar de su amabilidad y su insitencia, Fai intentaba convencerla de que se quedara quieta y, a veces, Kurogane intervenía, intentando convencerla también. Porque era extraño ver a una mujer en su estado intentado correr.

 

—Ella está…

 

—Mucho, sí… —respondió Fai, viendola desde el otro lado del parque mientras hacia abdominales—, creo que no se ha dado cuenta. Pero quién soy yo para decir algo cuando pensé que era posible esperar un bebé. Kuro-sama, ¿me compras un helado?

 

—No.

 

Y Fai se quedó ronroneando hasta que Kurogane se fastidió y fue a comprarle el helado más barato y sencillo que pudo encontrar y que Fai le agradeció.

 

 

 

Pero pensar que la muchacha no tenía la necesidad de “darse cuenta” fue un error de parte de ambos.

 

Kurogane y Syaoran habían regresado a la casa el día anterior junto con Mokona. Fai los había recibido con un excelente humor. Habían pasado una noche larga en el salón de la casa, viendo esa curiosa colección de películas que Mokona y Kurogane habían comenzado a formar.

 

Syaoran parecía estar contento de volver a su hogar. Mokona no estaba tan complacida.

 

—¿Ya no jugaremos con esos bichitos de color café?

 

—Se llaman cucarachas, Mokona —suspiró con pesadez el muchacho, que verdaderamente parecía MUY contento de regresar a su casa.

 

Fai se sintió un poco culpable, pero ya no podía hacer nada más que disculparse. Nadie parecía guardarle rencor, así que tomó eso como la más grande señal de que lo habían perdonado. Jamás pensó que los otros tres se sentían culpables por todo lo que le había pasado relacionado con el supuesto bebé.

 

Esa mañana, Kurogane lo acompañó para realizar su rutina, alegando que también necesitaba estirarse. Fai se mostró contento.

 

Cuando llegaron al parque, se encontraron con pocas personas y con un sol brillante a pesar de que hacía un poco de frío. La chica estaba ahí, inclinada sobre el pasto. Fai, por un momento, pensó que estaba haciendo sentadillas, pero después de largos segundos sin que se moviera, se imaginó que le había pasado algo.

 

La había conocido tan poco y ella había sido súper amable…No sabía ni su nombre, pero nunca es malo ser un poco solidario.

 

Se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. Ella lo observó con cautela. Estaba empapada en sudor y su cara estaba pálida como una nube.

 

—¿Estás bien?

 

—Sí, perfecta —su mentira contrastaba con su cara de dolor.

 

Fai no supo si dejarla sola o hacer algo para convencerla de que se quedara quieta, pero antes de que terminara de dudar, ella dio un grito desgarrador que a los dos hombres les heló la sangre.


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