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Vencidos por AkiraHilar

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—Los santos de bronces traicionaron el Santuario. Se han levantado en armas contra nosotros y han logrado derrotar a los santos de platas. —La información no era un secreto, las noticias de cada derrota pasaban por cada una de las casa creando una incertidumbre ante la posible batalla que se avecinaba—. Es nuestro deber impedir que lleguen al templo de nuestra diosa Atena.

Piscis miró al frente, donde la figura de Shaka, hermético en su posición a la derecha del patriarca, se mantenía en silencio como los otros escuchando las palabras finales de quien era su patriarca. Luego deslizó la mirada por los restantes, compañeros que estaban allí, afrontando la nueva amenaza con la entereza que años atrás habían desafiado a los titanes. El mismo número, en la misma posición. Definitivamente nada había cambiado esos siete años, a excepción de la mirada cortante de Aioria, hundida por el Genromaken.

Las flamas que iluminaban el recinto danzaron dudosas, iluminando con su tenue luz cálida los rostros de todos. Le pareció ver en Camus una estatua de sal, mientras que los ojos de Milo no dejaban de ver, como si buscara encontrar algún alma, el rostro apagado y contenido del santo de Leo. Shura mantenía su vista al frente, en posición de total acato mientras DM empezaba a sopesar la idea de cambiar el peso de su cuerpo y buscar equilibrarlo en su otro pie. Aldebarán, de nuevo, veía el espacio vacío de Mu.

Él también lo vio.

Volvió su rostro al frente, donde la implacable presencia de virgo se paraba ante él como un reflejo. Las palabras pese a ser oídas, no eran escuchadas. En ese momento él mismo se sentía asaltado por una enorme desazón que no transmutaba en sonidos audibles. Como si por primera vez le confrontaran a hacer algo que podría ponerle en contra de sus propios deseos.

Era inevitable. La guerra ya había sido declarada por el santuario semanas atrás. El que ahora llegara a la puerta de sus templos era esperable, aunque no se había previsto que fuera necesario. En todo caso, era el deber de ellos proteger al santuario, o lo que quedaba de él.

Dada las últimas ordenes, todos procedieron a dejar el recinto, sin que quedara tan solo uno en compañía con el patriarca. Los pasos firmes de los jóvenes dorados que distaban a los niños de hace trece años, resonaron con un eco dulce entre las alfombra roja y el mármol que reposaba bajo su pies. Las capas ondearon ante el contacto del viento y él se detuvo admirando las rosas que legaban el recogimiento de ser bienvenido, sin importar cuánto las viese. Desde allí vio como Shura y Camus se apresuraban en paso solmene a llegar a sus templos, como si estos no estuvieran lo suficiente cerca. También notó cuando Milo de Escorpio, intrigado, palmeó la coraza de oro de Leo buscando recibir alguna mirada reprobatoria o algún gesto jovial, como si el hecho de estar prácticamente en guerra no impidiera un poco de camaradería. Pero de leo no se podía más que ver la sombría sombra de un alma controlada a través de la mente, incapaz de responder a cualquiera de esos estímulos.

Soltó el aire con pesar resguardando sus ojos tras la pesadez de sus parpados. Sabía la razón por la que Aioria jamás respondería, había vivido algo similar siete años atrás, con Shura. Lo que le impresionaba del hecho es que Shaka habiéndolo atestiguado, sabiéndolo su amigo, no hubiera hecho nada para evitarlo. Recordó que fue ese episodio lo que lo llevó conocer el secreto tras la máscara del santísimo, que al ver el estado en que quedo Shura, decidió verificar que era lo que había ocurrido. Pero no, no había indicios de que Shaka ya supiera la verdad, y sin embargo había aceptado todo con tal ecuanimidad que detestó, en lo hondo de su pecho.

—¿Qué le pasa? —replicó Milo cada vez más extrañado de la actitud de su compañero de armas, mientras Aioria bajaba los escalones ausente de sus propios movimientos. El más joven de los dorados volteó hacía ellos, como si espera alguna respuesta, algo que intentara justificar su extraño comportamiento.

Afrodita abrió sus ojos de nuevo, viendo la dirección que tomaba el protector de los colmillos de león, bajando como uno domesticado. Observó a Aldebaran también observándolo extrañado, ignorante de todo.

—¿Qué le pasa? —volvió a preguntar, esta vez directamente hacía Shaka, como si él solo podría tener la respuesta. Dirigió entonces su mirada hacía el santo de la virgen quien con sus ojos cerrados y el flequillo moviéndose por sobre su nariz, tenía su atención dirigida también al cuerpo que se movía mecánicamente descendiendo los escalones—. ¡Shaka!

El aludido no dio respuesta. Siquiera pareció escuchar alguna pregunta. Sacudiendo su capa, comenzó el camino de descenso con su peculiar caminar, lento y elegante, despidiéndose del resto con el mover de su cabello dorado. Milo se mostró molesto ante aquello, pero antes de que pudiera replicar, Aldebarán le detuvo del hombro y pareció contenerlo con una comprensiva sonrisa. No pasó mucho tiempo para que ellos dos siguieran el destino de los otros.

Finalmente, Afrodita quedó en las puertas del templo del patriarca con la extrañable compañía de DeathMask, quién de nuevo se frotaba su nariz con una media sonrisa. Respiraba el aroma de sus rosas, inmunemente dulce, extrañamente pesado.

—¡Parece que por fin comienza lo bueno! —Estiró sus brazos y echó para atrás a su cuerpo como si acabara de levantarse, desperezándose. Afrodita le miró y hasta le nació una expresión más condescendiente—: Ya me dijo Saga que tengo permiso de matar al viejo decrépito cuando esto acabe.

—¿A Dohko? —Su sonrisa desapareció, mostrándose sorprendido. Saga jamás había atacado directamente a ninguno de los dorados que se negaban a ir a sus reuniones o que habían abandonado el santuario hasta ese momento, que DM había ido personalmente a tomar la vida del santo de Libra en los cinco picos de Rozan. Efectivamente, Mu lo detuvo.

Aquella idea entonces se coló, como el fino hilo de plata que es atravesado en la costura, dentro del alma del joven piscis. El viento sacudió las rosas, elevando pétalos por la extensión de los cielos mientras Deathmask, de esa forma tan suya, le hacía entender con la mirada el deseo sádico de enfrentarse con aquel hombre de años de nuevo, esta vez sin molestias.

Mu…

—Saga no quiere que el viejo decrépito suelte más la lengua. Al parecer lo de Aioría fue peligroso y no piensa perdonar a los traidores. Admitámoslo, esto debió hacerlo mucho antes.

Lo fue, sintió el choque de poder tan espeluznante aquella tarde que se vio obligado a dejar las apacibles sombras de su templo para salir al exterior, preocupado por el bienestar de su señor. Sabía que no iba a ser igual que en el pasado, con Shura, que estaría inmovilizado por la culpa de haber matado a Aioros a traición. Aioria iría cargado de odio, y sabría dios lo que el león furioso y herido podría hacer cegado por la ira.

En efecto, Saga había sido misericordioso, por años. Y en sí, el mismo Mu y Dohko habían sido cautelosos. Con una muy forzada comunicación diplomática, se habían negado a participar en cualquiera de las actividades del santuario. Ahora las cosas eran distintas. Ahora Mu se había puesto en un lugar, en un bando, distinto al propio.

Levantó su mirada al horizonte apacible donde el sol se colaba entre los templos de mármol. Tragó grueso, presa de una desolación que se negó a asumir. Si eso era cierto, si al acabar esta batalla donde se veían como vencedores serían ejecutados los traidores, definitivamente Mu iba a caer también.

—Entonces, le diré a Saga que quiero encargarme de Mu personalmente.

DeathMask rió, dándole una palmada por su hombro antes de adelantarse en el camino.

—Hazlo, aunque creo que Saga quiere hacerlo personalmente. —Le guiñó el ojo—. Y dudo que quede algo de él después de eso—se despidió con un improvisado movimiento de manos.

No dudaba en ningún momento del poder de Saga ni mucho menos de sus métodos que a veces rozaban a lo retorcido. No dudaba que fuera capaz de destrozar a Mu con todo su poder. En realidad, no dudaba de que fuera a acabar lo que no culminó aquella noche.

Eso, precisamente eso le dio miedo.

Caminó hasta su templo y atravesó la espaciosa sala para dirigir su mirada a la entrada, donde los escalones bajaban hasta darle conexión con Acuario. Desde allí, al pie, podría verse las casas disgregadas en la colina, hasta el coliseo y por allá las barracas de los aprendices, que ya estaban un poco más desocupadas. Debía admitir que había costado demasiado para que el santuario gozara de una trémula paz luego de la muerte de Aioros, que el mismo Saga había puesto mucho de sí para estabilizar el poder mientras mantenía su identidad secreta al resto. DeathMask y él se habían abocado a protegerlo aún a sabiendas de su secreto

Por lo pronto, el ambiente de nuevo se había coloreado de una bruma roja que empezaba a contaminar el aire al respirar. Todos estaban atentos, porque no podía evadir la presencia de Mu protegiendo a unos santos de bronces y a una falsa diosa. Estaba seguro que de algún modo ellos mismos estaban llenos de dudas. Aioria había caído por su ímpetu. Se preguntaba si Milo con su suspicacia no sería el siguiente al caer.

Mu volvió de nuevo a su mente y con ello una nube de lluvia pasajera cayó por sobre él. El sonido de la lluvia le traía recuerdos, muchísimos, en especial turbios y oscuros de preguntas que no se atrevió a dirigir y respuestas que se quedaron sin pronunciar. La lluvia, al parece, también consolaba. Caía tan fina y suave que más bien parecía la caricia maternal de una madre que insiste que todo está bien, aún por muy duro que se visualice el futuro.

Afrodita levantó su rostro, dejando que algunas gotas golpearan de lleno sus mejillas y se deslizaran lánguidamente por su mejilla. El sonido de ella le resultó apacible, al igual que su tacto fresco, logrando sentir el cosquilleo de una caricia ficticia. Debía estar en calma y mantenerse en control para evitar que las emociones y los sentimientos pasados nublaran de algún modo su actuar. En estos momentos, Saga necesitaba, sobre todo de ellos dos, su total fidelidad.

Pero se trataba de Mu, y era inevitable que ante su presencia en su pensamiento su garganta no se reservara los sonidos como en mudo minuto de luto. Como si hubiera muerto ya. Como si lo que guardara dentro de él no fueran más que pedazos de recuerdos enajenados dentro de sí, de alguien que no volverá. Jamás. Su ausencia en el santuario fue casi a cualidad de una muerte. Una de la que nadie habló, pronunció o tan siquiera preguntó. El vacío que dejó en su templo fue radical y certero, sin ningún tipo de justificación.

Suspiró, pasándose la mano por su abundante melena antes de bajar sus ojos a lo que era la entrada al templo de acuario, callado y discreto, como su mismo guardián. Ciertamente, lo que guardaba de Mu en su memoria ya no existía. Ese Mu había muerto y si no era por lo sucedido en esa noche, seguramente lo fue por los años y la ausencia. El Mu al que tendría que enfrentar, si Saga se lo permitía, sería uno ser totalmente diferente. Y no estaba seguro de querer conocerlo a él. Ni muchos menos de que él quisiera verlo y preguntar los porqué que estaban velados.

Por un lado tenía miedo de romper la frágil imagen del santo de Aries que guardaba en sus infantiles memorias, pero por otro debía admitir que ese tipo de apego resultaba banal. Algo tenía que darle razón a Shaka y a su pensamiento que el aferrarse a los deseos solo generaba sufrimiento y desolación.

Mu había decidido un bando: el del perdedor.


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