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Vencidos por AkiraHilar

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Había demasiado negro.

Suspiró.

Se internó en sus propios negros.

Caló.

Apretó la firmeza de sus hombros mientras lo sentía venir, con el golpe fuerte de una ola a la roca de sus piernas. Bañándolo de espuma, rompiendo con su fuerza, dejándolo más débil: temblorosa gelatinosa. Tras sus parpados se mantuvo resguardado, porque era lo mejor, ser tragado por las constelaciones que veía en ellos cerrados, las estrellas que él mismo se encargaba de formar mientras explotaba sus galaxias. Hiriéndolos con su gravedad, creándolo con sus oscilaciones. Piscis se deleitaba en el espectáculo monstruoso de su planetario, envuelto en llamas y azufre, sintiéndole quemar. Como sol.

Siempre Saga, mago de la cosmoenergía, dios de la victoria. Su más grande señor.

Afrodita volvió a abrir los ojos, presa de la excitación que sus penetraciones creaban a su interior, en oleadas de energía. Sus manos se deslizaron por su mandíbula, formando la perfecta curva que bañaba a su barbilla de hombría y perfección, buscando aún, escrutándolo mientras le gemía. Afirmó su uña en el inferior de su labio. Abrió los suyos en total aceptación. Buscaba y añorada uno de sus besos, lo deseaba, mientras era vertido en constantes golpeteos y friccionado contra las sábanas y su cuerpo.

Había demasiado negro.

Saga se internó de nuevo contra su cuello. Le mordió. Se rió en su oído, en un velado secreto entre él y el otro él. El más joven se estremeció ante el lengüetazo en su oreja y sintió su nariz aspirando fuertemente contra su abundante cabello, desparramado en las almohadas reales, disfrutando de su aroma de rosa.

Afrodita esperó, con paciencia, a que el negro cediera. Cuando eso ocurría, la certeza de sus penetraciones que rozaban a dolorosa, en otra: portentosa, se mermaba ante la calidez de las lágrimas que caían en sus mejillas o en su cuello. Era como ver la culminación de un eclipse: negros rastros abandonando amarillos, rayos de sol que ahora se veían librados de la sombra de la tierra. Y entonces, solo quedaba él. Entonces, solo quedaban sus ideales, sus sueños. Las razones por las que se manchó los puños de sangre. La culpa que había decidido cargar por sí mismo.

Entonces solo era él. Era Saga: el hombre de las historias, de los canones, de la efervescencia. Solo era él, por un momento. Solo era él venciéndose. Y ese solo hecho era hermoso. La victoria, contra algo tan fuerte y doloroso como sí mismo, era hermoso.

¿Cómo podía dudar en seguirle? ¿Cuándo lo había visto vencerse, tantas veces, en tantas épocas?

Él era el significado de la victoria. De la fuerza, del poder.

Y sobre todo, de la belleza de vivir. Incluso de la mal fundada esperanza.

Pero esa noche solo hubo otro negro eclipse bañado de lluvia. Los negros no se esparcieron. Al llegar al clímax ambos cuerpos desnudos en el frenesí de sus deseos, se escuchó la rasgadura de la fina línea del placer, fluyendo con hartazgo. Su voz brotó lastimeramente en un mudo sollozo de paz, dejándose caer por el agotamiento de su cuerpo y el destilar dulce del sudor, cubriéndolo entre blancas gotas.

Su mirada tembló por un momento, impasible, esperanzadas. Pero el negro seguía cubriendo las blancas sábanas y los vinos cojines.

Se giró, atrapando entre sus dedos los senderos nocturnos, jugando con sus hilos en sus yemas. Sonrió de forma comprensible, hasta casi como una leve condolencia. No podía pedirle una victoria siempre, sabía que no le era sencillo, pero también extrañaba ver sus cabellos claros cuando era él, solo él. Extrañaba la gentileza que profesaba y el agradecimiento de sus pupilas verdosas. Ahora no había nada de eso, los ojos de Saga estaban teñidos de gula roja.

Descansó su rostro en la almohada, retomando el ritmo de la respiración mientras lo sentía salir de su cuerpo. Mordió levemente sus labios extrañando ya su presencia, más se degustó con la vista de su perfil que le otorgaba la cercanía. De repente todo era silencio, silencio y compañía. Con él o con el otro, a veces daba igual el sujeto.

Saga, sin embargo, no duró demasiado tiempo acostado, no tenía intención de hacerlo al menos. Sus movimientos indicaron que iba a levantarse y Afrodita conocía la señal. Esperó en silencio que Saga abandonara la habitación aprovechando el momento para verlo desparramar su desnudez al aire, a las sombras y a la luz. Tan inmoralmente él.

Esa noche, Saga se sabía vencido. Cuando eso ocurría, siempre iba a la alberca.

Unas veces para gloriarse, otras veces para llorar.

Era momento de él también partir. Por mucho que quiso encontrar un rastro de Saga esa noche, no halló nada. Tampoco estaba seguro de si había ganado su petición. Por lo pronto ya el tiempo se había agotado y debía retirarse. Sabía que ese era el ritual.

Durante las últimas semanas, debido a los acontecimientos externos del santuario, Saga ahora lograba menos control de sí. Sus tempestuosas posesiones se alargaban más y más, comiéndose con ello el rostro de tranquilidad que a veces tenía, que a veces compartía. Desde la llegada de la diosa, la aparición de la armadura de Sagitario y la carrera por detener lo que parecía venirse encima, su propia cordura se tejía de negro hilos, como las galaxias que se entretenía por crear.

La noche del santuario le recibió al haber abandonado el templo del patriarca, junto a las rosas, aquellas preciosas hijas de su manto que danzaba suavemente al ritmo del viento helado. Su fragancia inundaba el ambiente, aún pese a la finísima lluvia que caía sobre ellas en esa noche. Ellas estaban allí, susurrándole en el roce su frágil vida. Allí como sus compañeras, únicas. Al sentir el silencio de la madrugada golpearle la piel, el rostro y el alma, Afrodita volvió a recobrar la pulsada que antes el placer había camuflado. De nuevo, volvía aquella sensación agria que intentó mitigar con besos y fallos de palabras.

Aspiró aire, con fuerza, casi escuchando silbar a sus pulmones mientras bajaba los escalones hacía su templo. La razón principal por la que había subido fue por la ansiedad. No podía dormir, no podía descansar sintiéndose atrapado en una espiral de recuerdos, de dudas y de remordimientos que era muy tarde para desenterrar. Había subido para pedirle solamente una cosa, una minúscula, pero absurdamente importante. Una que no estaba seguro si obtendría o no.

Saga era también el mago de las mentiras, el señor de las palabras. Era capaz de perderte en los laberintos de su elocuencia al punto que cuando te dejaba salir, no podrías estar seguro de si obtuviste o no lo que buscabas. Solo alguien así podría mantener el santuario a sus pies, incluso a él. Pero esa inseguridad ante el triunfo de sus intenciones le dejaba el sin sabor latente y penetrante.

Inundado de agua y recuerdos llegó a las puertas de su templo, sintiendo el piso especialmente frío. La lluvia que caía dócilmente remojaba las paredes de mármol, haciendo crepitar los sonidos en crocantes salteos de gotas. Era muy distinta a la de esa última vez que lo vio.

Odiaba aún poder sentir la pequeña presencia recriminándole contra la sombra de la columna. Resentía sentir que no pudo hacer algo para mantenerlo allí. Estaba seguro que si tan solo hubiera habido algún indicio de oportunidad, quizás su autoexilio no hubiera sido necesario. O al menos, eso quería creer en su interior.

Era ya demasiado tarde para pensar en hubieras como si eso pudiera cambiar el presente. Mu había traicionado al santuario, todos los sabían, todos lo veían así. Todos habían masticado su traición lenta y dolorosamente.

Se internó en su habitación, soltando primero la capa a la cual sacudió en el aire, derramando gotitas de aire en su habitación. La dejó descansar a un lado de su mueble de madera y agitó su mano para desprenderse de su armadura. Está, presta a obedecerle abandonó su cuerpo para acomodarse a una esquina de la habitación, vibrante y vaporosa, orgullosa de su brillo dorado.

“¿Sabes que ellas tienen vida?” —escuchó, esa voz infantil acaparada entre montones de recuerdos—“. Yo puedo escucharla.”

Sonrió, como recordaba haberlo hecho en ese momento, solo que sin el dejo que de niño dibujó mostrando su escepticismo. Mu, en sus jóvenes siete años, había entrado a su templo y empezado a tocar su armadura sin su permiso. La imagen del niño volteaba hacía él, portando su propia armadura y dejando que algunos mechones de su cabello rozara sus redondas mejillas.

“¿Quieres saber que dice tu armadura?”

“¡Sorpréndeme!”— Desvió su mirada de la armadura y la dejó caer, lánguidamente, a las sombras que dibujaba su cuerpo contra el trasluz.

“Dame unos minutos”—le dijo, sonriéndole con suavidad.

Sintió volver el nudo en su garganta amarrándose entre sus venas, al punto de hacerlo parecer de papel entre las luces de plata que en medio de nubes de lluvia se filtraba la luna.

La lluvia le recordaba a él. Le recordaba cómo empezó a llorar luego de durar unos minutos con sus manos en el peto de piscis, al nivel de su corazón. La lluvia de esa noche se sentía como las mejillas húmedas y sonrosadas de Mu.

“¿Qué te dijo?”

Dulces… amargamente dulces.

“Te lo prometo. ¡Te prometo que no te dejaré solo!”

Tan insulsamente hermoso. Tan inocente… tan veleidoso.

Al final, no le dijo que vio en la armadura. Solo le hizo la promesa.

Había creído en esas palabras, las había tomado con una rapidez que él mismo se asombro de sí, no hallando una lógica. Las hizo tan suyas que ahora le quemaba, eran huellas de soledad. De su primera decepción.

Arrastró con sus dedos la fina gaveta al lado de su cama. Entre ellos, el viejo sobre, el último de tantos, yacía esperando alguna resolución. El resto sabría Zeus en donde habrían quedado. Si llegaron a su destino, si fueron arrojados al viento del Himalaya… Si al menos fueron leídos.

“No estoy solo. ¿No lo ves? Todas ellas están conmigo.”

Se dejó caer de espalda al colchón. Al menos, estaba seguro, que Mu también las tenía a ellas, a las armaduras en la soledad de Jamir. Al menos lo esperaba… que ellas no le hubieran dejado de hablar. Que fueran como sus rosas, allí, siempre presente, siempre ausentes.

Tardó en entender la razón por la que Mu lloró esa tarde, pero al inicio había cumplido su promesa. Todas las tardes iba a su templo, bajaba del templo patriarcal para contarle de cosas, preguntarle de otras y ver como el viento de la tarde jugueteaba con los pétalos de las rosas. Por mucho que le hubiera dicho que no estaría solo, que las rosas estaban con él, él había regresado tarde a tarde para regalarle un poco de su compañía.

Fue de las principales cosas que resintió, cuando se escuchó el rumor de que el patriarca había enviado a Mu a Jamir, por un tiempo, como castigo de no haber obedecido su mandato cuando Aioros traicionó al santuario. Cuando su presencia se esfumó dejando un mausoleo de memorias en Aries. Cuando él desapareció.

“Saga. ¿Puede pedirte algo?” —Solo secundó silencios, y besos y lamidas—“. Quiero ser yo quien entregué su destino a Mu.”

Mu merecía morir entre rosas.

No solo…


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