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Sonata a dos tiempos (Twincest) por Bastianxt99

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Notas del fanfic:

Fanfiction escrito en colaboración con Aelilim.

Pasaban las ocho de la noche y cada rincón de las altas paredes de aquel santuario de belleza clásica resguardaba las tristes notas de la Obertura Trágica de Dvořák. Alfred Horn esperó a que sonara la última nota para salir detrás de las cortinas de la sala de estar, irrumpiendo en el salón y haciéndole notar su presencia a su alumno.

—Antonin esperó ciento cuarenta años para que alguien lo interpretara con tal exactitud. Bill, es un honor escucharte, creo que la virtuosidad que has desarrollado a través de los años solo te depara grandes éxitos. Creo que sabes a lo que vine.

Bill bajó el rostro y se abrazó de su chelo, asintiendo lentamente. Alfred suspiró, reparando una vez más cómo el joven que tenía delante se había transformado de ser un niño a todo un hombre ante sus ojos.

—No quiero que se vaya —confesó Bill. Sabía que no lograría nada pero sacar esas palabras de su pecho le hizo sentir mejor.

Su maestro no dijo nada de inmediato, avanzando hacia él y descansando una mano en su hombro.

—Es tarde —comentó el anciano casualmente, apretando con suavidad. A continuación dio los primeros pasos hacia la puerta. No quería hacerlo más difícil—. Te tengo preparado algo especial, Bill, he hecho algunos arreglos. Ve y haz tus sueños realidad. Yo iré a morir en paz a mi ciudad… Te he preparado para ser el mejor, no lo olvides —añadió con autoridad.

Bill asintió de nuevo, esta vez con firmeza. No hubo más despedidas y cuando quedó a solas guardó su chelo en el estuche con el mismo cuidado de siempre. Afuera le esperaba un auto y arribó a su casa luego del recorrido de una hora que había hecho de ida y de vuelta desde que era un infante. Al ingresar recibió los saludos de la mucama que aguardaba por él y a quien con cierta renuencia le tendió su chelo.

—La señora y sus invitados están en la sala, joven. Dentro de unos minutos la cena se anunciará—le indicó.

Bill exhaló hondo, sacándose el abrigo y también entregándolo. Debía de conservar un buen talante hasta que pudiese excusarse de la asfixiante presencia de su madre.

Su padre había muerto en un accidente automovilístico hacía unos cuantos años, y desde entonces el ambiente de su hogar no volvió a ser el mismo: pasó de ser cálido y amoroso a uno en el que la distancia entre sus miembros parecía pautada por la frialdad, y ahora, la única persona que había demostrado que creía en él se marchaba lejos para morir por el cáncer que le había estado consumiendo por largo tiempo.

—Buenas noches —saludó acercándose a su mamá sentada en el sillón que dominaba la sala y depositando un beso en su mejilla. Había cuatro o cinco conocidos de la familia a los que reconoció con un leve asentimiento de cabeza.

—Al fin nos das el honor de contar con tu presencia, querido —sonrió Simone, su madre, ataviada en un vestido largo y que mostraba su cuello de cisne. Apenas había pisado los cuarenta y no tenía reparos en seguir disfrutando de su juventud—. Justo estaba aquí recalcándole a Mikel el gran músico que eres.

Bill tragó amargo, sabiendo de antemano que no le gustaba esa dirección de la conversación.

—Sí —dijo Mikel Franz, un señor con bigote canoso y regordete—. Y yo le decía a tu madre que si había escuchado de Tom Kaulitz, la gran promesa de la Filarmónica de Berlín, de lo positivo que sería que asistieses a alguno de sus conciertos.

Ese maldito nombre otra vez. Bill expertamente fingió una sonrisa y mientras el resto de los convidados guardaba silencio, tomó asiento en uno de los otomanos disponibles.

—¿Kaulitz? He escuchado poco, tal parece que es uno de los favoritos de la gente que no aprecia el clasicismo puro. —Cayó en cuenta del tono despectivo que estaba usando y recordó sus modales de golpe. Debía reparar el daño sino quería una amonestación de su madre en público—. Pero si usted lo recomienda, Mr. Franz, lo consideraré.

A pesar de su intento, Simone cruzó una severa mirada con él, a lo que Bill se encogió levemente de hombros. Sabía lo que esos ojos expresaban, así como también sabía que lo mejor era no molestar al posible amante de su madre.

—Deberías —remarcó el caballero antes de inclinarse galantemente hacia Simone, ofreciéndole el brazo para escoltarla hacia la mesa en cuanto se anunció que la mesa estaba preparada.

La cena trascurrió sin mayores sobresaltos, volviendo a girar lejos de lo que le importaba.

Así era su vida en general, reflexionó el muchacho sorbiendo un poco del líquido de su copa de agua. Comidas elegantes, fingir respeto por personajes ruines y solamente tener refugio en su música. Aquella rutina tal vez lograría matarlo de a pocos. Ofuscado por ese último hilo de pensamiento, se levantó antes de que sirvieran el postre alegando que se sentía cansado y fue hacia el jardín. Ahí se acostó en el verde césped sin prestarle atención a que su ropa pudiese llenarse de grama y contempló la luna, fumando sus frustraciones.

—Kaulitz promesa —musitó con ironía. Varias veces había sentido el impulso de saber de él, pero no lo había hecho por anticipar que abrir la puerta de la curiosidad solo traía otro tipo de infiernos.

A pesar de que su maestro le había dicho que le tenía algo especial, cuando ingresó a su habitación, luego de haber esperado a que los invitados de su madre se marcharan transcurrida la acostumbrada tertulia pseudo-intelectual, nunca imaginó lo que hallaría. En uno de sus veladores había un sobre blanco y al abrirlo se encontró con un papel grueso escrito con pluma y tinta.

Era una recomendación que le abriría puertas que no hubiera considerado jamás. Por la conmoción no reparó enseguida que el sobre contenía otro papel con la misma caligrafía, solo que empezando con un “Bill”. La carta no consistía más que en un párrafo escueto:

Bill,

A lo largo ha habido muchos estudiantes bajo mi tutela, sin embargo, ninguno tan especial como tú. Tienes el talento y la dedicación, no los desperdicies. Lucha por lo que quieres y si no me he equivocado contigo, pronto tocarás en los mejores lugares y miles de personas te aplaudirán. Pero eso no es todo: vence tu principal obstáculo, tú mismo, y sé feliz.
Alfred Horn

Bill cerró los ojos por un instante, decidido. Guardó con cuidado ambas cartas y procedió a quitarse las prendas para darse un baño y obligarse a dormir. La mañana siguiente sería el primer día de su vida, literalmente, incluso si tuviera que comenzar de cero. Aquel empujón final había sido el definitivo.

***

Se bajó los lentes de sol y aspiró todo el oxígeno que sus pulmones pudieron. Estaba ahí, frente a la Berliner Philharmonie. La BPO era una de las orquesta filarmónicas más importantes del mundo y por unos segundos se imaginó fuera de lugar.

Ingresó sintiendo cómo sus manos le hormigueaban. Estar sin su violonchelo era como estar desnudo, no tener algo a qué aferrarse fuera de la carta que llevaba entre sus manos. Buscó un cuarto de baño y se contempló en el espejo. Estaba impecable, su maquillaje muy tenue y su largo cabello lacio sujeto en una coleta baja.

Estaba frente a un sitio en el que cualquier músico que se respetara y tuviera el nivel tan solo de soñarlo desearía mínimo recorrer sus majestuosos corredores llenos de historia. Siempre se había sentido único y hasta abrumadoramente apreciado. Era el mejor músico de su ciudad, en su círculo, en el de su maestro, pero ahí sería uno más. No podía llegar creyéndose el centro del universo y huir no era una opción.

Se giró sobre sus talones y emprendió con renovada decisión su camino hacia la oficina administrativa. Tenía media hora a su favor antes de la hora estipulada de la reunión que había concertado con la secretaria. Ese encuentro era vital porque determinaría si le darían la audición o no.

Recorrió el pasillo dando vistazos a los cuadros que ahí colgaban. Su corazón se volcó de excitación al cruzarse con la foto de Herbert von Karajan. Había algo mágico en el cuadro como si brindase la impresión que el maestro de maestros estuviera todavía vivo.

Bill liberó un sonido prácticamente inaudible desde el fondo de su garganta, odiando la época que le había tocado vivir, una sin algo remarcable. Los grandes ya habían muerto, y su propio maestro, quien había sido alumno distinguido de Karajan, iba por el mismo camino.

De pronto todo pensamiento fue dejado al lado cuando sintió una presencia a su lado.

—No quiero ser entrometido, pero no te he visto por aquí y me preguntaba si podía ayudarte o algo así.

Frunció el ceño. No tenía tiempo que perder y mucho menos con desconocidos, pero al girar no pronunció algo. Vio a un chico con ojos verdes, cabello castaño hasta debajo de los hombros y una sonrisa amigable. Bill podía ser muchas cosas pero descortés sin motivo no era una de ellas.

—Vengo a que me den una posible audición —respondió cordial.

—Oh. —La sorpresa en la cara del otro era casi tangible y Bill no podía culparle: las audiciones en la BPO eran escasísimas. En sí lograr un lugar en la prestigiosa institución era un imposible para cualquiera que no fuese un músico excepcional—. Soy Georg Listing.

—Bill Trumper —dijo con simpleza, forzándose a sonreír

—¿Cuerdas, cobres, percusión…?

—Chelo —contestó. Los ojos verdes de Georg brillaron por un microsegundo—. Debo irme —agregó sin querer alargar la conversación trivial.

—Mucha suerte.

—Gracias —dijo en tono neutro, mordiéndose la lengua para no contestar con un “no la necesito”, y no porque estuviese tan confiado en sí mismo y sus habilidades sino porque en el mundo en el que ellos se desenvolvían la suerte no era un elemento a contar.

Avanzó unos cuantos metros cuando escuchó un grito.

—¡Oye, Bill! —Involuntariamente se detuvo—. ¿Tienes unos segundos extras?

—¿Qué?

Georg podría habérsele acercado con toda la buena intención del mundo, sin embargo, ya estaba comenzando a crisparle los nervios.

—Es que uno de nuestros músicos más reconocidos está por iniciar sus prácticas y pensé que te gustaría echarle una ojeada por unos minutos —se explicó, la misma sonrisa gentil curvando sus labios. Bill hizo una pausa, sintiéndose incómodo por tanta amabilidad—. Quizá te pueda servir de inspiración o motivación. Es chelista al igual que tú.

Sin saber exactamente en qué instante respondió afirmativamente, Bill siguió los pasos de Georg. Aunque ese no era uno de sus comportamientos típicos, la perspectiva de hacerse una idea de qué podía encontrarse si accedía era suficiente estímulo.

Entraron por un pasadizo oscuro.

—¿A dónde vamos? —quiso saber en un susurro. Esa ruta que se hallaba lejos de ser glamorosa le enervaba—. ¿No podíamos haber entrado por otro lado?

El castaño volteó a verle e inclusive en la obscuridad Bill pudo distinguir que esbozaba una burlona sonrisa.

—No, es un ensayo privado —explicó. Subieron por una escalinata un tanto peligrosa y alcanzaron el ingreso a uno de los palcos—. A él le gusta hacerlo solo… digo, en días como hoy —puntualizó avanzado unos pasos e invitándole a hacer lo mismo. Bill dudó—. No te vas a arrepentir, vamos.

Con un mohín, ingresó al palco y se sentó al lado de Georg en una de las sillas al fondo. No tenían una buena vista del escenario, lo cual era acentuado por la falta de iluminación pero la música les llegaba alta y clara.

—¿Qué sucede en días como hoy? —inquirió a Georg, quien se puso los dedos en los labios indicando silencio.

Bill enarcó una la ceja. Dejándolo ir, cerró los ojos y se llevó un dedo al oído, presionándolo levemente, sin embargo, antes de lograr su cometido recibió un manotazo.

—¿Qué haces? —acusó Georg alterado.

—Lo obvio, tengo oído absoluto muy fino y me gustaría…

—No salgas con esa actitud pedante—pidió Georg con el rostro algo descompuesto. Sus sonrisas amables eran cosa del pasado y Bill se quedó mudo—. ¿Quién crees que eres para probar así a otro músico?

Sus palabras eran ariscas pero su modulación intentaba mantenerse moderada, y por tal razón Bill se debatió entre querer defenderse y sentirse avergonzado por su comportamiento.

—Hey, ¿quién anda ahí? —fue la voz que emergió desde el escenario e impidió que Bill pudiera formular una respuesta. Ninguno de los dos había advertido que la música se había detenido—. ¿Acaso no saben lo que es un ensayo privado? —cuestionó la misma voz más cerca, sin duda aproximándose por otra de las escalinatas.

Georg se pasó los dedos por el cabello y cuando el retumbar de zapatos en la madera llegó a hasta donde estaban, se incorporó. La luz del palco fue encendida.

—No queríamos interrumpirte.

Bill también se levantó pero en vez de alzar la vista se preocupó en acomodarse la ropa.

—¿Georg? ¿Qué haces aquí? Sabes que necesito practicar a solas especialmente ahora… Espera, ¿quién es ese?

—Bill Trumper.

Ante la mención de su nombre, Bill alzó la mirada y la colisionó inminentemente con unos ojos marrones. Estaban ante un hombre con una imagen que estaba lejos del estereotipo de un músico clásico así como él mismo: tenía trenzas negras y un rostro apuesto, joven. Sabía que no podía juzgarlo por usar ropas tan holgadas en un ensayo pero sin duda lo juzgaba porque, a su juicio, representaban un atentado al buen gusto.

—Mira, lo siento —dijo Georg, haciendo que su contacto visual se rompiera—, pero este chico quizá ingrese a nuestras filas y pensé que…

Bill arrugó el ceño ante “quizá” y “chico”. Le sabía desdeñoso, y seguramente por juegos estúpidos se le estaba haciendo tarde.

—Yo me marcho —imposibilitó a que Georg siguiera. Dio un asentimiento breve en forma de adiós y avanzó hacia la escalinata. No estaba siendo gentil, lo sabía, pero ser todo lo contrario lo había llevado ahí, distrayéndole momentáneamente del motivo principal de su ida a Berlín.

—Espera —le detuvo el desconocido—, no nos hemos presentado.

—Ya sabes que soy Bill Trumper —dijo sin detenerse ni volver la mirada.

—Yo me llamo Tom Kaulitz.

Sin poderse contenerse, esta ocasión Bill giró.

—¿Tom Kaulitz?

—Sí, ¿no oíste bien? —inquirió Georg. Tom despegó la vista de Bill y la posó en el castaño con cierta curiosidad.

—¿Y esos modales?—preguntó con una sonrisa extrañada.

Innegablemente, Georg seguía alterado por el episodio sucedido minutos antes en el que Bill había intentado probar qué tan afinado era el músico que había sido llevado a escuchar y ahora se enteraba que era Tom Kaulitz.

Sin esperar respuesta a su pregunta, el chico de trenzas fue hacia Bill y lo observó con cierto descaro de pies a cabeza, sin cuidar el tiempo ni la forma en que repasó desde sus zapatos hasta el modo pulcro en el que llevaba recogido su cabello.

—¿Vienes a ser entrevistado, eh? —indagó una vez satisfecho con su escrutinio.

—¿Terminaste? —Bill se sentía como un objeto raro en proceso de exanimación

—¿De qué?

—De verme como que fuera una cosa extraña.

Tom sonrió.

Georg presenciaba la escena inmutable.

—Rattle mismo te entrevistará, es seguro —dijo sin hacer ningún comentario sobre su inspección. Le rodeó, sus ojos adheridos al cuerpo estilizado del muchacho—. Desabróchate un poco el saco, él es relajado y un poco loco, si te ve muy estirado creerá que escondes falta de talento. Somos músicos, no robots. Ese es mi consejo, si te importa.  Suerte, Bill, espero volver a verte —finalizó su discurso dando un pequeño golpe en el hombro del muchacho—. Georg, nos vemos en casa —añadió—, y ahora desaparezcan los dos, por favor.

Bill le dirigió una última ojeada y siguió el camino por el que Georg lo había llevado, de ahí se apresuró a la secretaría. Si se le había hecho tarde jamás se lo perdonaría. Por suerte, cuando llegó una mujer detrás de un escritorio le indicó que había surgido algo y que debía esperar unos cuantos minutos.

Tomó asiento en uno de los sillones luego de acomodarse una vez más el cabello y el saco, todos los botones bien abrochados y sin un solo pelo fuera de donde correspondía.

Acababa de conocer a Tom Kaulitz, alias gran promesa, alias la persona que le había sacado de sus casillas desde hacía un par de años en el que su nombre comenzó a hacerse conocido en sus círculos y que le había irritado tanto que no se dio chance de escuchar o ver tocar. Su maestro le había llevado un CD y solo eso había bastado para ponerlo en su lista negra.

El reciente encuentro había servido para ponerlo en primer lugar de entre la gente que le desagradaba.

—Puedes pasar —le dijo la secretaria.

Quisiera aceptarlo o no, apenas entró a la estancia sobria pero elegante, tuvo que reconocer que Kaulitz había tenido razón en algo: Simon Rattle expiraba excentricidad, no era como los directores que había conocido con anterioridad. Tenía el cabello cano en todas direcciones y vestía ropa sport.

—Tenga muy buenas tardes, jovencito. ¿Su nombre? Debe estar por aquí, pero… —dijo remarcando el desorden en su escritorio.

—Bill Trumper, señor  —contestó sintiéndose cohibido. Haciendo acopio de su voluntad, añadió—: Es un honor estar aquí.

—¿Lo es? —cuestionó Simon Rattle—. Siéntate.

En un abrir y cerrar de ojos Bill sintió como su seguridad se iba al demonio y le dejaba parado en castillos de aire.

—Yo…

Rattle le guiñó el ojo y le hizo quedar callado con un gesto de su mano. Bill se sentó rígidamente.

—No espero que me contestes ahora, no he nacido ayer. ¿Te ofrezco algo de beber?—ofreció cambiando de tema radicalmente.

—Un té, por favor.

—Dios, eres un cliché, me siento hasta honrado. Eres todo con lo que mis predecesores hubieran estado encantados. ¿Quién te recomendó? —inquirió llegando al lado del muchacho.

—Horn, Alfred Horn.

—Lo supuse, tu talante me gritaba “¡soy de Horn!”. Es uno de los grandes… Lo amé con todo mi corazón. —Guardó silencio de repente como si la nostalgia de algo lo hubiera llevado hacia algún punto lejano—. ¿Sabes?, le pedí una recomendación a Horn en su momento. Tenía veinte años y me la negó —confesó cayendo en una carcajada.

La frente de Bill estaba perlada de sudor helado.

Contados músicos podían contar con su background, el poder decir que había sido alumno estrella de un maestro como Horn, el haber sido solista desde sus primeros años de adolescencia en diversas presentaciones y, en especial, el tener un oído absoluto muy fino que garantizaba una limpieza de interpretación totalmente impecable. Sin embargo y con todo eso, parecía que nada le ayudaría a llevar la entrevista con elegancia.

Dos golpes a la puerta cortaron la risa del director. Era la secretaria con su taza de té, la cual recibió con una mano temblorosa y un “gracias”.

—¿Sabes qué es lo que busco que tengan mis intérpretes? —dijo Rattle. Bill no contestó, percatándose de que era una pregunta que no buscaba respuesta de su parte—. Pasión. Es evidente que ser dedicado y sobresaliente son requisitos innegables, pero eso no lo es todo: uno tiene que vivir lo que toca y tocar lo que vive, no ser reducido a un mero pasatiempo o una profesión. La música tiene que ser nuestra vida, eso que sondea cada una de nuestras fibras.

Simon Rattle hablaba con entusiasmo y con un brillo particular en la mirada.

—La música es un arte de ciencias infusas y todos los que estamos aquí estudiamos las reglas y las técnicas, sí, sin embargo, jovencito, eso solo es el comienzo. ¿Crees tener lo necesario?

Bill se vio a sí mismo, un niño medio pálido y delgado ante el primer regalo que le dio su padre: un disco de música clásica de los más grandes compositores. Un disco que hasta ahora atesoraba. También vio la imagen de su adorado maestro y las horas que había pasado ante el chelo que su padre también le había obsequiado. Recordó las heridas y ampollas en sus manos, los sermones de su madre diciéndole que desperdiciaba su tiempo y apariencia. Pero, en especial, recordó lo que era sumergirse en las melodías con su violonchelo entre sus manos.

¿Tenía lo que era necesario?

—Sí, sí lo tengo —dijo con firmeza.

—No se diga más —sonrió Rattle aprobando la sentencia dicha con tal certeza—. Te escucharé y decidiré.

La plática de ahí en adelante fue menos oficial, intercambiando palabras, anécdotas sobre Alfred Horn y los ambientes y circuitos en los que Bill había tenido que tocar. Después de estrecharle la mano y comunicarle cuándo sería la audición, se despidieron y Bill abandonó la oficina sintiéndose más ligero.

Los corredores le parecieron igual de impresionantes y nuevamente se tomó unos minutos contemplando el cuadro de Karajan. Pero todo buen ánimo amenazó con atenuarse cuando se topó con Mikel Franz justo a la salida del edificio.

—Te estaba esperando —anunció este al verle aproximándose.

—No me diga —ironizó elevando una ceja. Ni siquiera quería averiguar qué hacía aquel señor ahí, únicamente despacharlo con prontitud.

—Le prometí a tu madre conseguirte…

—No interfiera, gracias —interrumpió pasando junto a él, dispuesto a iniciar su caminata hacia el hotel donde hospedaba.

—Vamos, chico, no me hagas las cosas más difíciles —le siguió el paso, o lo intentó, que su ancha figura y sus piernas cortas no le condescendieron el pretender seguir el ritmo de Bill.

—No necesita mi bendición para lo que sea que tenga con mi madre, así que por favor márchese —dijo deteniéndose y clavando una fría mirada en su interlocutor.

—No te des tantas atribuciones, muchacho —dijo Franz con voz controlada pero el rostro rojo como si estuviese ofendido—. He venido a hacer negocios y estoy aquí para cumplirle un pedido a Simone, no por ti.

Sin poder evitarlo, esto le llamó la atención a Bill. Su madre le había puesto trabas en cuanto le informó sus planes de mudarse a Berlín y forjarse una carrera como músico, trabas más que todo emocionales gracias a que desde los dieciocho Bill tenía acceso a las cuentas que le había heredado su papá y el tema dinero no representaba un problema.

Habían pasado semanas enteras sin dirigirse más que los saludos de cortesía, y aunque no había marcado contraste con su trato previo, su madre se despidió dándole un beso en la mejilla y deseándole buenaventura, implorándole que al menos le comunicara dónde se alojaría y cómo contactarlo.

—¿De qué habla? —inquirió.

—Te conseguí un apartamento en el Mozart Institut, es un…

—Sé lo que es —cortó visiblemente desconcertado—. ¿Por qué lo ha hecho, dice?

Ahora quien pareció estar fastidiado fue Franz.

—Tu madre —aclaró—. Sé que sus relaciones son… —Hizo una pausa y movió la mano en el aire, como si realmente no le interesase explayarse—. Como sea, el contrato ya está firmado a tu nombre y la renta de los primeros meses está pagada. Tus cosas están instaladas, solo faltan las personales.

Bill estaba por reclamar semejante libertad cuando Franz meneó otra vez la mano en el aire y le dejó con la palabra en la boca, dándole la espalda y apresurándose a subir al auto que le esperaba.

Era asombroso pero no sabía cómo tomarlo. Tal vez este era el modo de Simone de decirle que confiaba en que alcanzaría el éxito. Una sonrisa amarga se posó en sus labios. O tal vez solo le decía “no me interesa si fallas o no, pero no regreses”. Quizá… quizá era demasiado injusto y duro con su madre. Sabiendo que no lograría avances dándole más vueltas al pensamiento, inició la caminata a su hotel no muy lejos de ahí a recoger sus maletas y cancelar la cuenta.


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