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Veni, Vidi, Vici por Febo Apolus

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Notas del capitulo:

Disfruten. Bajo las arenas del desierto, vive el recuerdo de una mujer fue la infiel esclava de un imperio, sierva y amante de un puebl y su ser. 

Lucho por su grandesa con la muerte... 

Su edad jamás se mediría por sus años de vida, no se vería reflejada en sus ojos ni en su andar ¡No! Debía gobernar con la sabiduría de la veteranía y la dulzura de un infante.

Sería el símbolo de Egipto, burlaría la muerte, sería Anubis, Isis  y quien hiciera falta para  hacer frente a la guerra sin armas

Pero ahora, ahora mismo debía ponerse a sí mismo a prueba como objeto y señuelo era ganar o morir y un pueblo clamaba su victoria; permitió que las damas le bañaran, perfumaran,  sus ojos serían la clave para todo por lo que ellos fuero adornados en dorado y negro, después ordeno adornaran las ropas antes de ponérselas, también se permitió escoger en que se transportaría

-Eso es todo, ahora solo debe colocarse en la alfombra – dijo apenado aquel sirviente viejo que le había seguido desde siempre; asintió amablemente y puso  su espalda contra la alfombra esperando a que la tela le ocultara.

Sintió, más bien, padeció el viaje y aun a pesar del calor, lo incómodo y el sofoco, no se halló con nervios, no podía hacerlo llevaba consigo la consigna de un pueblo.

-¿Quién eres?- escucho la voz romana, rasposa y con ese acento tan notorio del latín

-Soy el sumo sacerdote de mi señor, el rey de Egipto

-¿Hablas del niño Ptolomeo?- preguntó uno de los dos que hacía guardia

-No, de quien es el verdadero rey de Egipto. Cleorep VII Shura- contesto con honor el hombre de color. Él desde la alfombra les escuchaba, sus voces eran aterradoras, eran de temerse sus proezas en la guerra sin embargo no podía poner en tela de decisión una batalla, su pueblo se moría de hambre, no los acabaría de matar.  

-¿Y para quienes son las ofrendas que tan prestigiosamente cargan tus sirvientes?- preguntó con soberbia y burla -¿Sera que el niño rey mando algo bueno? 

-Nada que concierna a un simple centurión; deseo ver a  César Aioros- Escuchó, las sonoras burlas a sus enviados y prometió que jamás padecerían tales humillaciones al aparecerse ante alguien.

Uno de ellos, el más alto de todos se acercó a él mirándolo como un inferior

-Yo soy César Aioros - dijo mirando al frente y poniendo sus rudas facciones como evidencia de ello, el sirviente río

-Aun ciego y sordo reconocería al César entre miles de hombres, Centurión- el susodicho se preparó para desenvainar su gladius, más una voz potente le interrumpió 

-Baja eso, idiota- ante ellos apareció la elegancia misma, el porte y la figura estoica y bélica que muchos imaginaban. Tenía de Dios lo mismo que de hombre, era divino.

Sus músculos se marcaban a través del ropaje de guerrero, con facciones tanto romanas como griegas, de piel canela con el cabello rizado y la mirada más azul que los ojos de aquel sirviente habían visto, un hijo de Venus y de Ares. Tan hermoso como ello pudiera ser. 

-¿A que debo la visita de alguien tan importante de Egipto?- preguntó caminando de forma estoica.

-Traigo un regalo, para los ojos de César, de parte de mi rey. Pero es solo para él

Había escuchado, como no, del niño de diecisiete años, ahora de veintiuno, que a sus pies ponía a quien deseara, de quien se rumoraba hablaba con fluidez el latín, arameo, egipcio, griego, de quien sabía de medicina, filosofía y matemáticas… del niño que se decía un Dios  y él mismo se halló curioso de conocer al hijo de Isis.

-Brutus- dijo –Aldebaran, dejenos. Puedes poner tu ofrenda, yo soy César.

No sintió temor, no  cuando su sirviente lo presento, pero lo sintió cuando tuvo de frente al gran conquistador.  

“Permítame poner a Egipto a sus pies” y la tela se abrió.

Había llegado a la tierra de Faraones, donde el conquistador más grande conocido libero a los egipcios y nombro una ciudad majestuosa en su nombre. ¡Salve, Alexandrus Magnanimus! Y en esas tierras se había oído el rumor del nacimiento de una divinidad y él, con tantas batallas en su espalda, con la victoria en la cabeza debía ser la balanza entre lo divino y la conveniencia de su imperio. 

Él era César, el conquistador de las galias,  era el grande, no se hallaba con sorpresas pero esa figura le represento una, muy grande, tal vez demasiado.

Ante sí tenía a aquel que se declaraba un Dios en la Tierra, a la belleza misma. Lo miró ponerse en pie pudiendo mirar el cuerpo blanco y torneado adornado por oro en el pecho y las impolutas ropas blancas que cubrían su demás piel haciéndole verse frágil, más en su frente se portaba el signo de su linaje, la corona de Egipto, una tiara en realidad; impactante e imponente, no fue su belleza majestuosa  de cabellos negros como la noche, más impactante que su juventud.

En los ojos le brillaba la corta vivencia en jade oscuro y aun así mostraba determinación y tenacidad, provocaba en su juventud la necesidad de ser venerado, era un Dios.

-Ave César- pronuncio, oh la voz era melódica 

Le miró, firme y seductor. El César río, a carcajadas, permitiendo divisar la perlada dentadura contrastante con la canela piel y el uniforme de las legiones romanas.

No se movió ni se inmuto por mucho que lo deseara. Aquel había mirado, por breves segundos a un Dios majestuoso y por otros breves segundos aprecio la inocencia del infante

-Impresionante. Un honor tenerle aquí majestad- pronunció y ofreció su mano para permitirle el movimiento.  La luz tenue de las antorchas y de Diana, le permitió mirar en un breve halo de luz rojiza aquellos ojos de los que se decía imposible de escapar y él mismo lo supo, aquello sería una locura, la existencia misma de ese ser era un locura, no podía existir alguien tan bello y tan lleno de conocimiento, era simplemente demasiado.

Se halló nervioso ante la mano firme y el brazo fuerte, ante la mirada gema y los cabellos rizados retenidos por la corona de laurel: aun así se sostuvo de esa mano. (Uno sellaba su destino y el otro su muerte)

Ordeno le dejaran solo, su sirviente hizo reverencia y dejo a su rey, ya no era un niño ni el su Ayo. Cuando se fueron Aioros se dignó a mirarle de frente y con porte seductor

-¿Con qué Egipto?- preguntó y el infante se tornó soberbio e impasible, firme y, en su caminar, solicito atención divina.

-Señor y Dios- contestó el menor sentándose en donde antes estuvo el conquistador

-¿Y qué deseas hacer, majestad?

-Podemos beber, embriagarnos esta noche y mañana seguir enfiestados- propuso mirándole desde aquella silla que para su estatura era algo alta

-Eres el rey de un reino que se muere, dime niño ¿A cuántas guerras has ido?

-a ninguna, pero no me halló ignorante

-Ya veo. Eres un niño

-Yo soy Egipto. Soy el Nilo, esta noche el Nilo es tuyo- Shura contesto furioso. Aioros enarco las cejas.

-¿Con motivo de qué?- pregunto tomando el brazo blanco y acercándose a los rosados labios sin dejar de mirar los jades. Era cálido y hechizante

Por mil dioses en ese instante ningún hombre o mujer que hubiera estado en su lecho era digno de comparación con lo que ese día veía. Temblaba, lo notaba pero aun así permaneció firme y estoico,  tierno. Era caprichoso y joven.

-Con motivo de nada más que reclamar mi derecho de gobierno- contesto sin despegarse ni por un momento de aquellos ojos intensos; los sabía firmes, sin refute que pudiera valer pero no los sabía tan hermosos, tan de fuego.

-¿Y qué te hace pensar que conmigo lo tendrás? Niño

-Porque tú eres el dueño del mundo- le dijo antes de reclamar un beso furioso. –Yo soy Egipto, alto y bajo. Rey, Dios, soberano

-Y yo soy Roma, la república y el imperio. Hombre y bestia- contestó el beso demandado- jamás he cedido ante nadie… Pero hoy Roma cede ante Egipto.

-Salve…

-Aioros- dijo el mayor. 

 

Aquella noche el Nilo fue para Venus. Aquella noche Oriente y Occidente marcarían el destino de todo un mundo. Pocos saben que fue lo que realmente paso, tanto cambió la historia de ese encuentro de majestuosidad que  se llevó acabo se cambió de nombre y genero a aquel que a todo un mundo transformo…

Notas finales:

¿Un review? Son gratis y se agradesen.


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