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Mi otoño... por LawlietTasardur

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Notas del fanfic:

Este fic es parte del "Mes AoKi: Segunda Edición" organizada por el grupo AoKiLovers~. La canción "Something About Us" Pertenece a Daft Punk.

 

El hacer un fic de esta canción en particular en este día en particular representa para mí más que simple diversión o mero entretenimiento... Es dejar una parte de mí plasmada entre cada palabra, entre cada mirada y entre cada diálogo...

Espero les agrade.

Yo no era necesariamente de naturaleza cálida. Desde que era joven, mis amigos me comparaban a veces con un témpano de hielo porque nunca fui aficionado de mostrarle afecto a nadie.

A nadie excepto a mi piano, a quien no le escondía nada… era como mi amante en cierto sentido, a la par de la música que hacía con él, y eso me agradaba, aunque no era precisamente cómodo para la gente a mi alrededor.

Sí, yo era más bien frio… tanto que el viendo en ese momento no hacía conmigo más que pasar por mi rostro como la caricia de un amante… y yo bufé, haciendo frente a mí una pequeña nube de vaho que se deshizo a los pocos segundos de abandonar mi boca mientras cubría hasta mi naríz con la bufanda a cuadros que llevaba esa mañana.

Londres, otoño, 7:00 a.m. Temperatura: 3°C o bien 37.4 Fahrenheit… o sea: mucho frío.

El otoño en Londres se sentía como el invierno en Tokyo, lo cual resultaba frustrante ya que el otoño era mi estación favorita. El color que reina en todos lados, ese ámbar, ocre y marrón que cubren absolutamente todo resultaban para mí totalmente seductores. Pero en Londres lo que predomina es el azul, el violeta, el gris… Una cualidad bastante curiosa a mi parecer.

Fue hasta que llegué a la entrada de la universidad que dejé de pensar en colores y volví a mi realidad. Miré hacia atrás, esperando ver algo que me indicara cómo había llegado sano y salvo a mi lugar de trabajo pero nada apareció, por lo que simplemente seguí adelante.

En la entrada, los guardas que custodiaban las puertas me miraron con las cejas levantadas, mostrando confusión. Yo, a penas consciente de que debía mostrar una identificación, saqué con pereza mi credencial del portafolios que llevaba y se la mostré a uno de ellos.

“AomineDaiki. Maestro interino de música.” Y esa credencial rezaba, entre otras cosas, mi dirección, dos números telefónicos y mi fecha de nacimiento junto con una foto mía. Suspiré al tiempo que el guardia, para variar, gordo, me entregaba mi credencial por entre las rejas y me dejaba pasar con una sonrisa pequeña entre sus regordetas y rojizas mejillas con su rostro congestionado por el frío un poco arrugado por la mueca de cordialidad. Le devolví el gesto, más por educación que por verdadero interés y seguí mis pasos hacia adentro de la construcción. Escuché que ese guardia le decía al otro “así son los artistas”. Muy probablemente ambos se referían a mi cabello y estuve tentado a regresar a aclarar que era mi color natural… pero no lo hice por la simple razón de que ya era tarde.

Al entrar, me recibieron dos grandes salones. De uno salía una hermosa melodía en violín, “Es un reproductor mp3” pensé, porque se sentía la música, más no el alma de quien tocaba. Reconocí entre las notas la bella sinfonía “Otoño” de Vivaldi y no pude evitar soltar una pequeña risa. Detrás de la melodiosa caída de las hojas metafóricas de los melodiosos árboles de la música se escuchaba el gentil rasgueo de lápices y pinceles sobre lienzos de papel y tela. Seguí mi camino tarareando inevitablemente el “Otoño” en mis adentros, como si yo mismo viniera de esa entonación de perfección y armonía y ahí estaba el segundo gran salón. Ventanas abiertas, una hermosa mujer desnuda frente a veinte estudiantes con la cara y las manos manchadas de arcilla mientras moldeaban dicho gentil material medio grisáceo tratando de imitar la figura de la mujer frente a ellos. Me quedé más de un minuto admirando la belleza de aquel cuerpo. Desde sus ojos cerrados hasta la curvatura de su pecho y la delgada línea de su cintura.

Sacudí la cabeza cuando sentí la mirada gris de un pelinegro al frente de la clase. Aunque llevaba un ojo cubierto por su cabello, su mirada era tan penetrante que casi dolía. Su sonrisa socarrona me hizo volver a mi expresión seria y de ceño fruncido y en ese momento en mi mente sonó esa parte lenta del “otoño”, como si la canción hubiese estado ahí todo el tiempo, como si fuera mi música de fondo, aunque alrededor ya no había más que silencio. Aplastante silencio.

Y cuando di un paso al frente, sonó de nuevo esa alegría propia de Vivaldi y me obligué a relajar mi rostro a medida que me acercaba a la oficina de la directora. Nuevamente lentitud… levanté los nudillos y golpeé tres veces.

— Adelante — escuché la potente y femenina voz del otro lado de la puerta. Al abrir, vi a una figura rubia de ojos verdes, custodiados por unos lentes, mirarme con detenimiento desde atrás de un escritorio de madera oscura lleno de papeles y una tablilla que tenía escrito “Headmistress Alexandra García” con letras blancas y tipografía gótica. Sentí que podía ver a través de mí con esa mirada y en ese momento perdí materialidad —. Tú debes ser AomineDaiki, mi profesor interino de música, ¿no es así? — preguntó, con las manos hechas puño sobre su barbilla. Asentí un par de veces

— El mismo — dije en automático. Ella sonrió y asintió

— Claro que lo eres — susurró, poniéndose de pie. El traje sastre gris perla que llevaba descompensaba un poco sus ojos pero hacía su cuerpo lucir como el de una diosa griega —. Es algo curioso que, precisamente la escuela de Artes de Londres tenga a cuatro maestros japoneses, cinco contigo, como líderes… — su suave risa inundó la estancia y me pareció ver que elpolvo que cubría los libros se levantaba a danzar con esa melodía —. El profesor Midorimatenía dos tareas importantes en la escuela: La primera era atender a sus alumnos de música en sus clases y la segunda, para la que él te recomendó, es para ayudar al profesor Kuroko y a la profesora Momoi en sus respectivas clases. Así que tú desempeñarás ese mismo papel hasta que él regrese —. Su explicación fue clara y al punto. Yo no iba a dar clases y eso me alegraba porque mis relaciones interpersonales se limitaban precisamente a esos tres amigos de infancia. Por otro lado el convivir con adultos más jóvenes que yo era tan extraño que me perturbaba un poco.

— De acuerdo — susurré, más para mí que para ella, mientras me disponía a salir.

— Por cierto… ¿Es usted de la edad del profesor Midorima? — preguntó cuando abrí la puerta. La miré por sobre mis hombros y asentí. Su sonrisa creció, de ser posible, un poco más —. 28 años, no puedo creerlo… — se mantuvo callada unos segundos, mirando al suelo de su oficina y luego volvió sus insistentes ojos hacia mí —. Vaya a su clase. La profesora Momoi debe estar esperando — y con esa orden, salí de la estancia, con un sentimiento extraño en el pecho. Esa mujer no lucía mucho mayor que yo, pero seguramente lo era. Parecía la hermana mayor d alguno de los jóvenes escultores y no la directora de la escuela, pero ese no era el momento de dejar el hilo e mis pensamientos seguir por ese rumbo.

Por mero instinto, me dirigí al salón de danza, que yo no esperaba muy grande para tener un buen sonido con instrumentos acústicos pero, para mi sorpresa, al llegar a él era solo poco más pequeño que un auditorio. Parecía más bien un pozo, con el escenario al fondo, iluminado con luces amarillentas y alrededor gradas de madera rojiza. Directas a los instrumentos, había unas escaleras con una inclinación imposible. Mareo. En un principio sentí mareo, pero al ver esa cabellera y esos ojos, ambos rosas, dirigidos hacia mí desde el escenario, no dude un segundo en bajar a toda velocidad.

— Llegas tarde, Dai-chan — dijo esa misma voz chillona, con las mejillas infladas y las manos en la cintura, sobre una pequeña falda de satín y un leotardo color negro. Yo me limité a sonreír con burla, dejando mi portafolios, mi abrigo y mi bufanda a un lado del piano de cola que había ahí.

— Guarda silencio, Satsuki,  a parte, aún no hay ningún alumno aquí, no sé por qué te alteras tanto —. Mi excusa no pareció convencerla porque a los pocos segundos estaba de nuevo en esa posición a la defensiva. Yo no la miré y comencé a tocar, cómo no, “Otoño” de Vivaldi. Ella, sin querer hacerlo realmente, comenzó a dejarse guiar por la música. Yo sonreí con cierto deje de nostalgia. Ese solía ser nuestro ritual. Yo aprendía a tocar algún nuevo instrumento y Satsuki bailaba lo que yo tocara.

Toqué “Otoño” solo un par de veces hasta que un pequeño grupo de diez alumnos se juntaron en el iluminado escenario. Todos tenían una sonrisa en sus rostros, todos se miraban unos a los otros y algunos hablaban, aunque hubo dos, dos en específico que llamaron mi atención. Un alto pelirrojo con cejas extrañas y, a su lado, un rubio de ojos dorados y cuerpo menudo. Se mantenían en silencio, el uno a un lado del otro, como acostumbrados a su presencia. Enarqué las cejas pero no hice mayor comentario.

— Como saben — habló Satsuki, sacándome de mis pensamientos — el profesor Midorima se ausentó de la escuela por un par de meses. En su lugar está un excelente músico y viejo amigo mío, Aomine Daiki — me presentó. En menos de un segundo tenía veinte ojos, diez pares, dirigidos a mí, con curiosidad, con cierto morbo, pero hubo una mirada que me obligó a buscarla. Esos ojos dorados me observaban con insistencia tal que me fue imposible no sonreír ante ello El rubio desvió los ojos con una sonrisa pequeña en sus delgados labios.

Y en ese momento me di cuenta de lo que estaba pensando.

Un choque eléctrico me recorrió la espina dorsal al darme cuenta de que en realidad pensé que un alumno de mi amiga, un joven seis años menor que yo, era hermoso… más que hermoso, él en sí mismo parecía arte.

Sacudí la cabeza y comencé a tocar de nuevo mientras Satsuki dirigía a los alumnos en una danza sincronizada al compás de los acordes del piano.

Durante toda la clase, sentí la penetrante mirada rubia recorrerme de arriba abajo y de abajo a arriba. Curiosamente, no fue ni incómodo ni ajeno a mí.

Al terminar la clase, el pelirrojo se despidió con una mano de Satsuki y del joven rubio y subió corriendo las escaleras como si le fuera la vida en ello, lo cual me pareció incluso más gracioso que la idea de él corriendo porque ver a un joven de su tamaño, dando zancadas de casi dos metros con una elegancia digna de bailarina rusa era cómico solo por existir.

La risa se generó en mis pensamientos y se manifestó en el mundo en la boca de alguien más. Satsuki ya no estaba ahí, no me di cuenta en qué momento se había ido, solo era consciente de que en ese escenario, que yo sentí enorme, solo estábamos ese hermoso joven y yo.

— Mi nombre es Ryota… Kise Ryota — dijo, casi como si le molestara que yo pensara en él sin un nombre propio y solo como “hermoso joven”. Asentí una vez

— Es innecesario que me presente pero ya que estamos con la formalidad, Daiki, Aomine Daiki — dije, sintiéndome por un momento como Forest Gump. Él sonrió de la manera más sincera que he visto, desde los ojos hasta la punta de sus pies enfundados en zapatillas.

— Yo… ­ — inició de nuevo, con esa dulce y melodiosa voz de niño pequeño que tenía — solo quería decirle que tiene una forma hermosa de tocar… El profesor Midorima era más racional… soo tocaba para que tuviéramos un acompañamiento musical, no porque realmente lo disfrutara, y al tocar él me sentía solo en una clase… con usted… creo que fue más que solo eso, aunque suene atrevido, profesor, realmente siento que conecté con su música — y sus ojos dorados me miraron con la profundidad del océano Pacífico, en calma, con una ternura impropia de su edad, y solo pude sentir tranquilidad —. Gracias — terminó al fin, como una terrible condena ante lo inevitable.

— Nunca nadie me había dicho algo así… solo… gracias, Ryota — pude decir al final, incapaz de encontrar las palabras para describir la dolorosa ternura que me invadió al ver la emoción reflejada en sus ojos ámbar…

Y ahí estaba de nuevo… mi otoño… Ryota era ese otoño perfecto… y al salir del salón, no podía hacer nada sino pensar en él, y de ser mi estación favorita, pasó a ser mi melodía favorita y después en mi alumno favorito.

Y así fue por las siguientes semanas, el patrón se repitió dos, tres, cuatro veces, quizá más. La clase terminaba, como siempre, tras un aplauso de todos, una suave reverencia por parte de Satsuki y de mí y todos se iban por lados diferentes, todos en sus mundos, todos pensando en la siguiente clase. Satsuki se retiraba en silencio a su  cubículo, dejando detrás de ella solo el deje de una sonrisa pícara y una penetrante mirada de advertencia. Ella me conocía mejor que nadie, sabía lo que pensaba de su “alumno estrella”. Yo asentpia suavemente, regresando a mi piano, y solo nos quedábamos Ryota y yo, solos, debajo de la luz mortecinamente amarillenta de los focos del escenario, mirando a las gradas y a la nada a la vez, tratando de averiguar en qué pensaba el otro, en un cómodo silencio cargado de la electricidad que llevaba intrínseca mi mirada al atravesar la estancia y chocar con la suya, el innegable calor humano que desprendía su cuerpo después de un ejercicio como el Ballet, la extraña, inexplicable y sencilla calma que se sentía al estar yo con él.

Y yo me sentía más joven a su lado, sin mayor preocupación que cumplir mi deber y tocar, no para Satsuki, ni para la clase… Sino para verlo bailar al ritmo que yo marcaba, ser por un instante dueño de todos sus movimientos, hacer vibrar todo su cuerpo con mis manos en el piano. Esas ideas eran casi tan seductoras como él mismo, y eso me perturbaba un poco. ¿Cómo puede un profesor sentir tanto cariño por un alumno que no conoce ni de un mes? Yo no lo sabía, solo sabía que era posible, porque yo lo estaba sintiendo, y sabía que era algo recíproco, por las tiernas miradas llenas de admiración que me dirigía en la clase, y esa cantidad de sentimientos desbordados de la luz dorada en sus ojos cuando, al no haber nadie más, nos atrevíamos, en la confiable intimidad, a observar más adentro de lo que otros podían ver.

Cuando Ryota comenzó a quedarse más tiempo del habitual, me dio por tocar solo para él, para que bailara para mí, y no hubo en ese instante hombre más egoísta que yo. Quería tener a Ryota para mí, verlo bailar solo para mí. En el momento en el que lo acepté pareció fluir todo de mejor manera, como si el destino supiera ya que eso era lo que tenía que pasar y no otra cosa. Dicen que enamorarse de un bailarín es la forma más hermosa de enamorarse, porque durante un baile, la felicidad, la tristeza, la angustia, la ira, todo se muestra y el bailarín no es capaz de esconder nada. Quizá esa transparencia que mostraba al bailar, su verdadera alma mostrándose ante mí fue lo que me hizo enamorarme de él…

Hasta que pasó lo inevitable. Como una paloma mensajera que anuncia la muerte de un general en batalla, llegó el aviso de que Midorima regresaría a dar clases dentro de un par de días. Ryota estaba ahí cuando nos dieron la noticia y no recuerdo en mi vida haber visto mirada más triste que la que vi en él en ese momento. Sus ojos se cristalizaron en menos de un segundo. Sus palidas y lechosas mejillas, al igual que su respingada nariz, adquirieron un tono rojizo, y sus manos se estrujaban  nerviosas sobre su camisa. A su lado, el pelirrojo, de nombre Taiga Kagami, le pasó el brazo por los hombros, en un mohín de amistad total, apoyo, lo que yo no podía darle en ese momento.

Y así, un segundo después, esa misma mirada rota estaba dirigida hacia mí, preguntándome algo que no pude descifrar, algo que, aunque no escuché, imaginaba qué sería.

— Entonces…  Te vas — se escuchó el eco triste de su voz en el salón cuando ya todos, incluída la maestra Satsuki, se habían ido ya, cuando, planeando repetir el ritual al que ya nos habíamos acostumbrado, nos distrajo el tema de la inevitable despedida próxima.

­ — Así es — contesté con simpleza, un poco más resignado a que la idea de tenerlo un poco más de tiempo era precisamente eso, una idea, y que por más que yo tratara de imaginar cómo sería vivir con Ryota, nunca se daría. Un suspiro suyo me sacó de mis pensamientos.

— Han sido los dos meses más cortos en las vidas de todos… pero más de la mía… — dijo, con ese tono nostálgico en su voz, como un advenimiento, una advertencia de que las lágrimas que piden permiso para salir fugitivas de los ojos de Ryota estaban a punto de mandar al diablo las reglas y pensaban inundar sus mejillas —. Profesor… — inició, con un tono diferente, más firme. Sus ojos dorados, pese a estar rojos de llorar, no perdieron esa belleza que me había cautivado desde el primer momento —. Aominecchi… — susurró, con una confianza que nunca creí conocer de él. Mis ojos se abrieron aún más cuando, con dos largos y elegantes pasos, se situó justo frente a mí y me pasó los brazos por el cuello.

Sin palabras, sin ningún sonido… Silencio, eso era lo que sentía dentro de mí. La constante melodía que venía tarareando inconscientemente desde que llegué a la universidad se detuvo. El violín se detuvo, el Otoño se detuvo. El tiempo se detuvo.

— R-Ryota… — susurré, en un intento de mantenerme cuerdo. El amarre más fuerte de sus brazos en mis hombros me hizo perder toda la consciencia que tenía. Sin esperar más, pasé mis manos por esa ansiada y soñada cintura masculina. Fue el cielo. Ni las cuerdas de un violón ni las teclas de un piano se podían comparar con el sublime sonido que se formó en mi mente con el contacto de su piel.

— Aominecchi… — susurró cerca de mi oído. Su voz, su cuerpo, el calor de su piel a través de la tela del leotardo que usaba, todo era una sinfonía perfecta —. Aominecchi… concedeme esta vez… la última pieza… — susurró con voz suave y, en un movimiento totalmente inesperado, se deshizo del abrazo y se puso en posición para iniciar una nueva coreografía. Suspiré con desgano, era increíble como su cuerpo, su mente, sus movimientos, su mirada, todo de él me seducía como el sonido de un piano desgarrado. Sin desear hacerlo esperar, me dirigí al piano —. ¿Qué tal… Invierno, de Vivaldi? — sugirió, mirándome como nunca antes me había visto. Esa petición, aunque extraña, fue como una señal, algo más que me hizo darme cuenta de que no existía nadie más para estar a mi lado…

— ¿Puedo preguntar por qué esa elección, Ryota? — pregunté, con una pequeña sonrisa en mis labios, comenzando a tocar. Él, sin responder, movió su cuerpo, dulcemente, sutil, sensual. Él se conectaba completamente con mi música, conmigo.

— Solo… - dijo, sin dejar de moverse — me recuerda a ti, Aominecchi — continuó, abarcando todo el escenario con su baile, aturdiéndome. Agradecí entonces saber de memoria esa sinfonía o habría fallado sin duda —. El invierno es mi época favorita del año — entre leves jadeos, con las mejillas rojas, me miró, sin detenerse, mientras la melodía se acercaba al final —. Navidad, año nuevo, chocolate caliente, nieve…  Todo eso me gusta, Aominecchi… y eso eres tú… Aominecchi, tú eres mi invierno… — y la melodía terminó, con él sostenido en la punta de su pie derecho, con una pose totalmente sublime, sin despegar sus ojos de los míos.

Y yo seguía incapaz de pronunciar palabra, tratando de procesar lo que él me había dicho. Yo era su invierno, él era mi otoño. Dos estaciones juntas pero nunca mezcladas… Ámbar y zafiro… Era perfecto…

— Tú eres mi otoño… Ryota — susurré, tras un segundo de ese eléctrico silencio en el que nos gustaba abstaernos. Sonreí —. Tú eres mi otoño… desde el primer día… — y mi sonrisa se hizo más grande.

— A-Aominecchi… — balbuceó, caminando tímidamente hacia mí —. Aominecchi… sé que…  — inhaló profundo, cerrando los ojos. Estaba dándose valor. Un par de segundos después, al abrirlos, me miró con seriedad y con más brillo dorado del que había visto nunca en su mirada. Determinación. En ese momento, la diferencia de edad era nula­—. Sé que no soy el indicado, y quizá este no sea el momento perfecto… pero cuando tú tocas… Cuando me muevo al compás de tu música… Sé que es ahí a donde pertenezco… Y me duele que esta sea tu última semana aquí… En verdad, no había conocido a nadie que me aturdiera de la manera en la que tú me aturdiste... Que me tocara así, con tanta pasión… que fuera capaz de llegar hasta lo más profundo de mi corazón con dos notas… — dijo, con el corazón en una mano.

Me enternecí de manera tan intensa que, levantándome de mi asiento, lo envolví en un abrazo diferente al de antes. Este no sabía a despedida, sabía al inicio de algo. Separándome un poco de él, lo suficiente para verlo a los ojos, y a los labios, y pidiéndole una disculpa en mi mente, uní nuestras bocas en un beso suave. Su cuerpo, para mi sorpresa, solo se dejó llevar, abandonándose totalmente en mis brazos, ladeando la cabeza para hacer el contacto más profundo.

“Este pequeño, atrevido y desvergonzado niño inglés” pensé, divertido, sintiéndome en pleno solsticio.

Al separarnos, él siguió depositando suaves besos sobre todo mi rostro, desde mis mejillas hasta mi frente, y yo no podía dejar de sonreír.

— Ryota… ¿sabes? — Con eso, dejó de marcarme con sus suaves labios y se concentró de nuevo en mi mirada —. Es mi última semana aquí, pero eso no quiere decir que sea la últma vez que te veo. Sé que soy seis años mayor que tú, y mi ética como profesor me impide estar contigo dentro de la universidad… aunque lo que acabamos de hacer, pese a que lo disfruté con todo el corazón, va contra mis principios — dije. Su cuerpo se tensó, así que traté de tranquilizarlo besando con dulzura su frente —. Pero eso es lo que más deseo…  Estar contigo… Porque tienes razón. Aunque deje de ser tu profesor, y no nos veamos a diario, sé que hay algo entre nosotros de cualquier forma… Lo siento. Lo sentí desde que el Otoño de Vivaldi me recibió el primer día… — besé sus labios con ternura y él sonrió — eras tú… quien faltaba para hacerme cáido… para hacer al invierno menos frío… — nos abrazamos más fuerte y sentí, por primera vez, la necesidad de hacer que Ryota entendiera lo que sentía… pero ya habría mucho tiempo para ello, por ahora, lo único que deseaba decir era —. Gracias… te amo.

Notas finales:

Creí que sería más corto... Al parecer narrar desde la perspectiva de daiki es entrar a un pozo sin fondo (O al salón de baile de la universidad).

Que belleza narrar esto... Gracias por leer.


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