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Bajo llave por thery

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Estás viendo las caricaturas de la tarde en la sala de estar. Es domingo, y usualmente el día anda con lentitud. Vincent te acompaña, pero está demasiado distraído hoy, y tú no puedes estar más aliviado. En realidad, está concentrado en su móvil, y de soslayo puedes ver el reflejo de un mapa en sus gafas. Quien sabe que pasa por su mente, pero prefieres no interferir, te agrada este silencio.

Esta es como la calma antes de la tormenta.  No sabes cuando se desatará, pero una corazonada te indica que no falta mucho, en especial después de recordar a Noah. Sabes que no serás capaz de ocultar tu disgusto hacia Vincent por demasiado tiempo. Al igual que Noah, eres un pésimo mentiroso.

—Oliver —te llama Vincent, sacándote de tus pensamientos.

—¿Sí?

Extiende su mano y acaricia tú rostro.

—Voy a salir— te informa—. Nos vemos en un par de horas.

Asientes con la cabeza, y él pellizca una de tus mejillas con cariño.

—Está bien, nos vemos.

Luego, pasa el pulgar por tu cuello y te besa la frente. Se va. No tienes idea a donde, y no vas a preguntar.

Quizás no eres tan evidente como crees que lo eres. Estando tanto tiempo atrapado en los juegos de Vincent, algo de manipulación has aprendido. Al menos para ti, la tensión es aparente, como si algo estuviese por detonar.  

Suspiras, resignado.

Te levantas y apagas el televisor. De inmediato el cuarto empieza a vibrar locamente a tu alrededor. Estúpidas pastillas con efectos que se extienden hasta el día. Entiendes que todos esos medicamentos tienen efectos secundarios, como mareos y náuseas. Aunque ahora le das la razón a lo que dijo la doctora aquel día. Tu dieta es excesivamente liviana, y pareciera que cualquier esfuerzo físico te agota. Todo lo que te dijeron Noah y Alex era verdad; Vincent hace lo posible para que no crezcas, pero eventualmente no podrá detener el curso de tu desarrollo.  

Desde el último sueño-visión, lo que sea que eso fuera, recordaste gran parte de lo que habías olvidado. Como medida, has estado guardando pastillas en la exacta forma que lo hacía Noah. Eres muy cuidadoso a la hora de ocultárselo a Vincent, por lo que las pastillas están escondidas en el interior de un peluche de conejo que duerme junto a ti. No son tantas como las que tenía tu amigo, pero sabes que bastaran para lo que tienes en mente.

Esta vez te duermes sin pesadillas, ni voces. Excepto que una parte de ti percibe la presencia de Noah y Alexander cuidándote desde cerca. 

 

Escuchas la puerta cerrarse y a Vincent avisando que está de regreso. Ya es tarde, pasadas las diez de la noche.

Entonces lo ves; él no está solo. Junto a él, un chico unos cuantos años menor que tú, de piel ámbar, pecas esparcidas sobre su nariz y ojos verdes muy distintos a los vacíos de Noah. Está asustado, podías notarlo sólo con su mirada retraída y postura incierta.

—¿Quién es él? —preguntas, ocultando la sorpresa en tu tono de voz. Aun así, te escuchas inquieto, perturbado… ¿celoso?

—Su nombre es Elliot—responde con normalidad—. Anda Elliot, saluda a Oliver. 

No eres una persona violenta, pero esta es la primera vez que consideras golpear a Vincent en el rostro. Y de paso, arrojar todo lo que tienes cerca. No lo haces, y te admira tu autocontrol.

Los ojos claros del niño evitan hacer contacto visual, y escoge por ocultarse tras las piernas de Vincent. La sola escena te causa… confusión, y mucho fastidio. ¿Es así como te has visto todo este tiempo junto a Vincent? Vulnerable y tan crédulo que aceptabas todo lo que viniera de este… este sujeto.

—Es algo tímido —te dice.

Tu asientes. Aceptas en silencio. No quieres hacer preguntas, no quieres explicaciones porque en el fondo ya lo sabes. Tú mismo viviste este exacto proceso y ahora lo estás viendo empezar con este chico. Quisieras decirle que salga de aquí, que él va a hacer añicos su mente y acabara siendo un tonto juguete como tú.

Una mera entretención pasajera. 

—La cena está lista—dices ignorando tus gritos internos—. Voy a calentarla.

Vincent asiente.

—Me daré una ducha mientras, encárgate de Elliot, ¿quieres?

Esperas a que Vincent desaparezca en su cuarto, y coges al chico de la mano. Lo guías hasta la cocina y lo sientas en la mesa sin decirle nada. Por ahora, no puedes mirarlo a los ojos. Corres al cuarto rápida y silenciosamente y sacas las pastillas de la espalda del conejo. Partes de regreso a la cocina y de espaldas a Elliot, trituras las pastillas hasta hacerlas polvo blanquecino. Las revuelves en el plato de Vincent hasta que pasan desapercibidas. Colocas la cena en el microondas y te sientas frente a Elliot.

—Necesito que me escuches —le dices con seriedad—. Sé que no nos conocemos, pero tienes que confiar en mí. Vincent es una mala persona, y tenemos que salir de aquí para ir con la policía, ¿entiendes lo que digo?

El chico asiente en silencio, pareciera que estuviera a punto de echarse a llorar.

—No llores —le pides suavizando tu voz—. Ahora tienes que ser fuerte, ¿vale? No puedes decirle nada a Vincent.

—Quiero irme a mi casa—admite con la voz quebrada.

—Lo harás — le aseguras—. Sólo confía en mí. Esta misma noche saldremos de aquí.

 

 

La noche transcurría tortuosamente lenta.

Una vez seguro que Vincent se encontraba profundamente dormido, gracias a las benditas pastillas que colocaste en su cena, te escabulles hasta la habitación de junto en donde Elliot se había dormido. Lo despiertas en silencio, avisándole que ya es hora. Ya no te es tan difícil estar cerca de él; no te gustaba la idea que te recordara a ti en el pasado, pero no hay tiempo para ser egoísta. La prioridad es sacarlos a ambos de aquí.  

Toda la situación te llena de melancolía y desconcierto. Honestamente, si Elliot no hubiese aparecido como por arte de magia, todo hubiese sido más difícil de afrontar por tu cuenta.

Marcas el código de la cerradura digital que recordaste con a la ayuda del Noah de tu sueño. Cuando la puerta se abre, un alivio te inunda el cuerpo.

Elliot va literalmente pegado a ti, demasiado asustado como para emitir algún sonido.

Afuera está oscuro, todo lo que puedes ver es la sombra de los arbustos y el follaje. El viento frío de otoño congela tus mejillas. Ha llegado el momento de armarse de valor y enfrentar lo que tanto postergaste.  

Te echas a correr entre los tupidos árboles guiando a Elliot de la mano, está lloviznando ligeramente y sólo llevas encima un abrigo rojo. No eres caperucita roja, pero si resulta fácil colocarte en su lugar en este momento. No sabes a dónde vas, pero si estás seguro de que no regresarás a esa casa jamás.

Las ramas se desprenden crujiendo, y ambos dejan pequeñas pisadas en la tierra húmeda a medida que avanzan. Tu cabeza da vueltas, pero este no es momento de ser débil; prometiste escapar, prometiste sobrevivir. Por Noah, por Alexander, por ti. Y ahora tienes un propósito concreto; llevar a este chico a un lugar en donde no sea corrompido por alguien como Vincent. Ya ha sido suficiente de su reinado de secuestros y juegos mentales.

Escuchas a Vincent gritar tu nombre en la distancia. Todavía no amanece, pero estás exhausto de deambular por horas sin encontrar un camino. Tu cuerpo está tiritando y tu corazón no para de golpetear a toda velocidad como si fueras un conejo acorralado. ¿Pensaste que sería así de fácil escapar? Dios Oliver, fuiste tan ingenuo.

Te detienes abruptamente, inclinándote para quedar a la altura de Elliot. Apoyas ambas manos en sus hombros y lo observas con seriedad.

—Vas a tener que seguir solo —le explicas. Él hace un gesto, torciendo sus labios con ansiedad —. Si me quedo podré retrasarlo mientras tu corres y buscas ayuda, ¿puedes hacerlo, Elliot? ¿Puedo confiar en ti?

El chico asiente un par de veces, al borde de las lágrimas.

—Gracias —le dices, entregándole un breve abrazo—¡Ahora sigue, rápido!

Envías al chico en dirección a la carretera. Esperas que no se pierda y que pueda encontrar a quien sea que crea en sus palabras.

—¡No puedes escapar de mí!

Vincent sigue gritando y corres en dirección opuesta de Elliot para cumplir con tu parte. No pasan demasiados minutos cuando sientes la mano firme de Vincent apretar tu muñeca en la penumbra. Fácilmente te levanto de un tirón, arrojándote contra el tronco de un árbol. Dejas escapar un quejido de dolor, por el golpe y de paso, por el déjà vu cayendo sobre ti como un montón de ladrillos.

Está pasando de nuevo.   

—No voy a dejar que sobrevivas esta vez.

Vincent está de pie frente a ti, con esa mirada maniaca y la voz cabreada, cargada de gélida frialdad.

Escuchas el sonido de su cinturón desabrocharse. El ruido lento del cuero contra la tela de su pantalón, y allí entre las sombras y la luz que se cola de entre la luna, vislumbras aquella sádica expresión tras las gafas de Vincent. Estás sentado en el piso, tu abrigo embarrado. En un intento desesperado intentas escapar arrastrándote torpemente, pero él te toma del tobillo y te trae de regreso.

Aquí perteneces, este es el lugar donde acabara todo.

Vincent siempre fue el verdugo en la historia. Tu mente hizo lo mejor por resguardarte de la verdad, pero eso que dicen que la verdad duele es una vil mentira. No es la verdad lo que duele, sino que las consecuencias de ocultarla. Ocultar la verdad es también considerado una forma de mentir. Y tu elegiste eso exactamente, vivir en la mentira, en el engaño. Era más fácil que enfrentar la realidad.

Estás jadeando, tu respiración es frenética y aun así te mentalizas para hablar.

—Noah me lo contó todo —dices en voz baja—. Eres un monstruo.

Vincent suelta un par de insípidas carcajadas.

—Es una lástima tener que hacer esto, —dice mientras te examina con interés— pero tú me obligaste. Eras adorable después de perder la memoria, incluso deje pasar lo que ocurrió con Noah. Pero ahora sobrepasaste los límites de mi paciencia.    

Estás llorando. Hay odio y envidia en esas lágrimas. Tu muerte se refleja en esos ojos afilados y de vacío infinito. Después de todo, eras el reemplazo de fantasmas pasados, un intento de imitación de un niño muerto, también por las manos de Vincent.

Morirías aferrado al fango, en medio de la decepción, el miedo y la autocompasión. No querías pensar en lo que pudo ser, porque dolería todavía más. Al fin y al cabo, cada segundo antes de morir contaba, no los desperdiciarías.

El cinturón emite un silbido y lo último que sabes es que encuentra un lugar enredándose en tu cuello, obstruyendo tu respiración como una víbora. No ves pasar tu vida como dicen en las películas; sólo recuerdas a tu madre y su cansancio pintado en el rostro, a tu hermana y sus rabietas, y a tu padre abrumado por las deudas. No hay mucho que recordar. No hay demasiado por desear. Traes de regreso la imagen de Noah en tus brazos y ansías que, donde sea que esté, espere por ti.

 

 

 


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