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En el elevador por Gadya

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Notas del fanfic:

La idea original salió del clip  de “Love in an elevator” de Aerosmith, combinada con algunas historias de esas que cuentan los jovenzuelos de 15 en sus reuniones... ¬¬ vaya amigos que se gasta mi hermana...

          “No hay amor en mi vida… sólo lujuria”… aquella frase, repetida como un mantra eterno, resonó una vez más en su cabeza, intentando convencerse  de no sentir lo que sentía… cada mañana era igual, aquellas palabras revoloteando en su cabeza, tratando de borrar con su intimidante presencia, la imagen del hombre que, cada día, pagaba tributo a su reinado de nada con una clara sonrisa. Encerrado en su pequeño reino de dos por dos, su morena figura era un elemento más del paisaje cotidiano, irreconocible pero a la vez irreemplazable en el elevador que manejaba, en el elegante edificio de negocios

 

          César, tal era su nombre, pero hacía años que no lo oía en boca de nadie… Deathmask, un apodo, la única forma de reconocerse en la voz de los empleados de las múltiples oficinas… Deathmask, aquel mote por nadie inventado y por todos conocido, referido a su italiano rostro imperturbable, como eterna máscara funeraria cubriendo sus desconocidas facciones, tan similar a las doradas ofrendas mortuorias micénicas por las que, no era ningún secreto, sentía especial adoración. Y en aquel ficticio rostro, congelado en eterna mueca de disgusto, sus ojos azules brillaban, como joyas engarzadas al magnífico tesoro que su semblante adusto era, siempre enfocadas en su espacio vacío… el lugar que ocuparía aquel hombre si estuviese allí.

 

          Cada día se le hacía más difícil de negar, al verle llegar enfundado en su clásico traje  impecablemente blanco, ostentando una brillante sonrisa que encendía su mirada… si dudas, aquel muchacho había capturado su corazón con redes invisibles, y ya no podía zafarse; tan sólo le quedaba verle llegar cada mañana, ondeando su cabellera lila en el espacio que le rodeaba, llenando su visión, como si, por un momento, el tiempo se detuviese, y sólo quedara él, él y su andar cansino, su mirada cristalina, y su sutil aroma a lavandas invadiendo el elevador, impregnándose en sus sentidos, enredándose en su cuerpo hasta el final del día. No conocía su nombre, no sabía nada de él, ni si quiera había oído una palabra de su boca, tan sólo su presencia había sido suficiente para enamorarlo sin remedio, aunque intentase negarlo... y cada noche la luna le descubría, tendido en su cama, pensando en aquel amable extraño que le había prendado.

 

          Ese día no fue diferente. Como uno más se descubrió prendiendo los dorados botones de su impecable uniforme negro frente al espejo de cuerpo entero que dominaba las paredes de su casillero… igual que siempre salió con paso lento de la habitación, en dirección a su territorio, su elevador, su mundo de día completo y muy buena paga, tan lleno y a la vez tan vacío, odiado al llegar, pero imposible de dejar una vez acabada la jornada… Su universo, su refugio y el altar en donde cada día quemaba su corazón al verle llegar con su simpatía arrebatadora… Su templo, su lugar y su escondite para escapar de aquellos absurdos sentimientos que no le dejaban en paz.

 

          Con total parcimonia limpió los botones del comando, dejando reluciente aquel pequeño ambiente, en espera de los miles de trabajadores que, en unos cuantos minutos, comenzarían a arribar al edificio, y en su mente, la evanescente figura de su misterioso amado se formó sin esfuerzo, eclipsando unos instantes cualquier otro pensamiento, robándose por unos segundos, cualquier deseo de olvidarlo que tuviera. Meneó la cabeza a ambos lados, no quería recordarlo, cada minuto que pasaba su imagen mezclada en sus memorias dolía, al saber que era imposible, que jamás podría tenerlo, que nunca  podría hacer que se fijara en él. Su propia irreverente risa se burló de sus pensamientos, evocando aquel escudo que tan poco efectivo resultaba, aquella frase que, cada mañana, repetía para si, como un desesperado intento de desterrar a aquel joven del lugar que, tan cálidamente, había usurpado, y sus labios, sin pena, la formaron, haciéndola resonar  entre las cuatro estrechas paredes del pequeño ascensor.

 

-No hay amor en mi vida, sólo lujuria…-

 

          Cada sonido emitido por su boca rebotó en los dorados marcos de la puerta, mientras, a lo lejos, el incesante pitido de un reloj delataba el comienzo de un nuevo día laboral, acortando los minutos que faltaban para verle. Los pasos erráticos de los primeros trabajadores  resonaron en los pulidos pisos de mármol, conduciéndolos veloces, hacia el adorado territorio de Deathmask, su reino, su mentira; allí en donde, fingiendo sumisión, los dominaba, controlando sus decisiones con simples consejos dados al aire,  con tontos comentarios que, sin significar nada, lo decían todo. Y entre aquellas pisadas a prisa, pudo distinguir un par, enfundadas en caros zapato blancos, deslizándose elegantemente por el pasillo, directo a su elevador, mientras que sus labios, por fin abiertos, enfocaban sus palabras en su rubio compañero, tan costosamente ataviado como él.

 

-Date prisa, Mu- apuró el rubio, y Deathmask sintió como, de pronto, todo su mundo se llenaba de luz.

 

          Su impecable traje blanco eclipsó el resto de la realidad, llenando sus sentidos de aquel sutil aroma a lavandas que, acostado en su cama, el moreno tanto extrañaba, y aquella clara melena lacia acarició su mano imperceptiblemente, al pasar aquel excelso ser a su lado, rumbo al fondo del  ascensor, a seguir hablando con su insistente compañero… Mu… tal era el nombre del misterioso objeto de sus deseos, del dueño de aquella sonrisa que desataba escalofríos en su cuero, y que, ahora, asomaba, tímida, en los sonrosados labios, al descubrirse observado. “Despierta idiota!” se reprendió mentalmente Deathmask, meneando levemente la cabeza, e intentando apartar los ojos de aquel hombre, puso en movimiento el elevador, riendo internamente de su torpeza.

 

          Uno a uno los oficinistas fueron abandonando el lugar a medida que alcanzaban la planta a la que iban, y al final, sólo Mu y su blondo compañero quedaron, al fondo, como siempre, hablando de negocios, supuso el italiano, tan acaloradamente que intimidaba el interrumpirlos, aunque más no fuera con la mirada, cuando la puerta se abrió nuevamente, en el último piso… pero a diferencia de cada día, esta vez sólo el rubio se marchó… el blanco contorno del pelilila se clavó frente al morocho, y los azulinos ojos de Deathmask lo miraron intrigados.

 

-¿Qué puedo hacer por ti?…- preguntó, intentando olvidar, por un momento, las claras pupilas que tan intensamente lo miraban

 

-Mu… mi nombre es Mu…-dijo el intrigante muchacho, y sus sonrosados labios emboscaron la italiana boca en un beso tan apasionado que lo dejó sin aliento.

 

          No pudo creer que aquello estaba sucediendo, la lengua de su inalcanzable Mu jugaba en su boca, mientras sus albas manos enviaban en picada al ascensor hasta la planta baja. Deathmask aferró con fuerza el fino talle, al tiempo que sus manos se abrían paso bajo el claro saco, desterrándolo al piso veteado. Los pícaros dedos de Mu se aventuraron, luego, a los dorados botones del oscuro uniforme, enfermos de deseo, y sin pensarlo dos veces, una de las morenas manos de César tanteó el comando, en busca de un negro interruptor que rezaba “stop” en gordas letras blancas, deteniendo el recto camino de su reino en el entrepiso.

 

          El espejo de la pared posterior reflejó vagamente el ritmo al que las prendas caían, víctimas de descaradas caricias y febriles besos que  marcaban el trayecto de la lujuria, que, lentamente, se transformaba en amor. Las contrastantes pieles, semidesnudas, se rozaban sin tapujos, enredadas contra una de las paredes del angosto recinto, mientras sus idos dueños se perdían en un mar de sensaciones prohibidas, ocultos sus leves gemidos entre las pisadas que, en el piso superior, tapaban cualquier ruido que pudiese abandonarlos. La húmeda lengua del italiano recorrió los finos pliegues de las albinas orejas de su eventual amante, mientras sus manos, ávidas de piel, desprendían el cierre del caro pantalón sin titubear, rozando en el proceso la fina tela de la ropa interior, que, celosa, ocultaba la excitación del misterioso hombre de negocios que lo había empujado a semejante locura. En su propio oído, los leves gemidos del pelilila encendían aún más su deseo, su necesidad de tomarlo y acabar, de una vez, con tan maldita obsesión que consumía sus días, mientras que, en su espalda, los pálidos dedos buscaban dejar huella de tan sublime momento que estaban viviendo, apenas reflejado en el espejo empañado de delirio. Entre besos, las morenas caricias se hicieron más frecuentes, explorando sitios imposibles, tocando con la seguridad de un experto amante al joven trabajador, que, sin más, se dedicaba a gozar y gemir al contacto de aquellas extremidades con su trasero, aún oculto bajo los claros boxers, mientras una de sus piernas buscaba, infructuosamente, aferrarse a la cadera del hombre que, aún enfundado en oscuros pantalones, comenzaba a frotarse en su propia excitación. Deathmask soltó momentáneamente a su amante, y con desesperación, sus manos se deshicieron de su ropa, la maldita tela que le impedía  tomar a aquel hombre y hacerle el amor hasta cansarse, sin importar tiempo ni espacio, ni mucho menos, el resto de los hombres que, al llegar al edificio, esperaban contar con sus servicios, y una vez libre, eliminó la ropa interior de su acompañante, para sujetar sin censuras, su  miembro entre sus manos y comenzar a masturbarlo, mientras su boca regresaba a su cuello, a marcar nuevos caminos al delirio...

 

        La campanilla del elevador le trajo de nuevo a la realidad, y sus ojos se encontraron con la puerta de su mundo, que abría a un nuevo piso, el último, en su rutinario día de trabajo... otra vez, al igual que muchas mañanas, había vuelto a dejar que sus propias fantasías dominaran su mente, escapando de tan intoxicante presencia que mellaba su cordura con su irresistible sonrisa. Una disimulada risa escapó de sus labios, al tiempo que su mano acomodaba ligeramente su cabello tras su oreja, dispuesta su mente a atesorar tan maravilloso sueño diurno junto con el resto, listos para evocar en las noches cuando la soledad desesperara…

 

          El blondo compañero de Mu descendió con prisa del elevador, temeroso de llegar tarde a su empleo, pero el otro par de pasos se detuvo mucho antes de alcanzar la salida, y al alzar su mirada, Deathmask se encontró con los penetrantes ojos del pálido muchacho mirándole fijamente, mientras sus labios, curvos en sonrosa, enmarcaban tan maravilloso momento.

 

-¿En qué puedo ayudarte…?-preguntó el italiano, evocando, sin querer, su más reciente fantasía

 

-Mu-dijo el joven, con su típica sonrisa peligrosamente cerca –Mi nombre es Mu…- y sus labios rozaron imperceptiblemente la boca del moreno, antes de olvidar sus pudores y sumergirse por completo en ella

 

          La puerta  se cerró, antes de que el elevador cayera en picada por su rutinario camino, y el botón de “stop” bajo la morena mano de su amo, detuvo su camino en el entrepiso…

Notas finales: ehhh... como siempre, virus no, que la PC es mi sustento para "Arte Digital" este año XD

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