Cuando Sirius despertó sobresaltado, la semi oscuridad presente no ayudó a calmarlo. Sin embargo, mientras controlaba los latidos desbocados de su corazón sus ojos lograron habituarse a la escasa luz proveniente de la ventana y consiguió distinguir las características que componían su habitación. Más grande, elegante y abarrotada de cosas mucho más sofisticadas que posters de chicas en biquinis y motocicletas, sin duda bastante diferente de la que poseía en su adolescencia.
No obstante, una nueva duda lo asaltó y giró rápidamente sobre la cama, para luego soltar un suspiro de alivio al notar el cabello rubio casi platinado. El cuerpo de Draco Malfoy yacía dormido a su lado, aunque, en cuanto se movió, pareció que su sueño menguaba.
—¿Sirius?—masculló, y a pesar de la poca luminosidad, Sirius apreció el hecho de que fruncía ligeramente el ceño.
El hombre se acomodó de nuevo con él, envolviendo la desnuda cintura, pues el pijama se le había corrido, por debajo de las sábanas, sonriendo para sí.
—No pasa nada—dijo acariciando esa zona de piel, disfrutando aún más del ligero estremecimiento que recorrió al otro.—. Sólo fue una pesadilla.
“Una horrible pesadilla” opinó mentalmente. Lo cual agradecía a Merlín y a todo ente responsable.
—¿Estás bien?—murmuró Draco, tensando los parpados, sonando más ansioso de lo que seguramente pretendía.
Sirius siguió sonriendo, a pesar de que sabía que no podría verlo. Las pesadillas de Azkaban en los últimos años habían escaseado considerablemente y los fantasmas de un pasado horroroso ya casi nunca le visitaban. Imaginó que de estar despierto, Draco habría disimulado su notable preocupación por irritación fingida, diciendo que para qué lo molestaba a esas horas de la noche.
—Sí, no hay problema. Vuelve a dormir.
El joven asintió vagamente, acercándose al mayor para acurrucarse. Debía estar realmente muy dormido si no había empezado a argumentar que lo hacía porque tenía frío, a pesar de que se hallaban en pleno apogeo del verano y la noche para dormir desnudo.
A Sirius no le importaban estos detalles, así que se permitió envolver por la calidez mientras apoyaba de nuevo la cabeza sobre la almohada y se dejaba guiar por la modorra.
Un segundo después, abrió los ojos.
—¿Draco?—inquirió en la oscuridad.
Sólo oyó un reclamo para que se callara, lo que significaba que tenía la atención del rubio.
—¿Qué te parecen los nombre Scorpius y Astoria?
Draco maldijo entre dientes algo sobre perros idiotas.
—Que a quien sea que se les haya ocurrido estaba borracho—contestó. Su voz se oía amortiguada contra el pecho contrario—. Ahora déjame dormir.
“Eso era todo lo que quería saber” pensó el animago satisfecho, convencido ahora de que Draco jamás estaría lo suficientemente perdido para permitir que su hijo y su esposa tuvieran tales nombres. Levantó una mano para tocar brevemente los cabellos platinados, tan abundantes y sedosos como cualquier maniaco de la estética que se precie debía tener.
Entonces ahí sí, despejadas las dudas sobre universos alternos, niños clones con nombres parecidos a enfermedades y mujeres llamadas como una empresa barata de jabones, durmió apaciblemente.
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