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Viento. por nezalxuchitl

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Notas del fanfic:

Segunda entrega de mi serie de elementos. (La primera fue Nieve) Fanfic historico, hubicado en el tiempo de Don Porfirio, el dictador mexicano (gran estadista, por cierto) que gobernó México de 1876 a 1911, y entre otras cosas creó una policía militar llamada la Rural, integrada por soldados a caballo que casi siempre de uno en uno patrullaban el vasto territorio rural, con autoridad para hacer de todo, practicamente. El protagonista de este cuento es uno de esos policias-soldados.

El lugar donde se desarrolla la accion es mi pueblo, San Miguel de Allende, que esta en la frontera oriental del estado de Guanajuato, que esta en el mero centro de México, y los cerros, las vistas, las piedras y hasta los mismos arboles son los que le han dado paisaje a mi vida, por lo que es una narracion que lleva mucho de mi.

Constara de dos, tres capitulos, mas o menos.

Notas del capitulo: ¡Adelante!
 

Viento.

 

Por la lejana montaña va cabalgando un jinete. Un cielo límpido y azul se cierne sobre el como único testigo de sus andares. Un sol brillante y caliente, indiferente al mundo que ilumina desde las sacras alturas del meridiano inunda de luz y de color el vasto paisaje: las rocas, el agua, el verde apagado de los retorcidos mezquites, árboles nudosos y resecos que se aferran a la vida como todo lo demás en la tierra dura y leal del altiplano mexicano.

 

El jinete esta atravesando la Sierra Madre Oriental, desde una altura de mas de dos mil trescientos metros sobre el nivel del mar la vista es de muchas, muchas leguas a la redonda. El viento fuerte y frío que desde el amanecer lleva soplando del norte ha barrido las brumas y las nieblas y el paisaje se puede observar hasta su mas mínimo detalle: motitas móviles al sur, en un valle cercano: han de ser ganado, piensa nuestro hombre, y se ajusta mas el sombrero, para que el viento no se lo lleve.

 

‘Ta reduro el aire, piensa, volviéndose de cara al norte, a las lejanías ignotas de las que procede ese viento invisible, intangible, tan raro y misterioso que hasta los sabios se han devanado los sesos intentando averiguar si es algo o la nada.

 

Alfonso no es un sabio, ni mucho menos. Es un soldado de la Rural, la guardia fundada por el presidente reelecto de México don Porfirio Díaz; un soldado-policía que hace su ronda por los montes y las cañadas, jugándose la vida cada que se enfrenta, solito, con los también solitarios bandoleros que saquean las diligencias o quieren sabotear la construcción del ferrocarril. Alfonso no es un sabio, pero si esos señores profesores de la pontificia universidad de Guanajuato le preguntaran acerca del aire (o aigre, como le dicen los campesinos) él les diría que si existe, aunque no se vea, como Dios. Es mas, les diría que tanto existe que es su único amigo, su único compañero desde el día en que, por desengaños de amores, se alisto en la Rural y se hecho pa´l monte.

 

El viento es un amigo leal: te avisa cuando va a cambiar el clima. Si les prestas atención a sus susurros, a sus caricias, el te dice cuando va a llover, cuando va a helar, cuando va a hacer tanto calor que hasta las serpientes se van a salir de sus escondrijos. Claro que el viento también te puede matar: mas de uno se ha quedado dormido, muerto bajo la invisible mortaja del aire estático, casi sólido, de una helada, y luego las fieras se lo comen o las inclemencias del tiempo se lo acaban,  y sus huesos mondos, a veces mantenidos juntos por las ropas, blanquean bajo un sol tan bonito como el de este día, listos para espantar por la noche, esperando por un alma caritativa que les de cristiana sepultura para poder descansar en paz.

 

Cada que Alfonso encuentra un muerto así lo entierra, pensando que ese muerto podría ser él, y que cuando sea su hora, le gustaría que alguien hiciera lo mismo por el. El soldado rural esta conciente de que, como dicen los relojes de las casas elegantes, todas hieren y la ultima mata.

 

Alfonso se hecha a reír con una carcajada que nadie escucha, pues el ser humano mas próximo esta a mas de veinte kilómetros. Se hecha a reír con su cuate, el viento, que como todos los amigos lo es hasta que deja de serlo. Y entonces hay que tener mucho cuidado.

 

Alfonso mira al horizonte con sus ojos claros, cafés, pero claros, muy claritos. Es un hombre muy bien plantado, guapo, macho. Ha de medir como uno ochenta y cinco y es mas delgado que fornido, aunque su espalda ancha y sus músculos bien cincelados son fuertes. Sus miembros tienden a ser grandes; las piernas largas, las manos grandotas, de dedos largos que aprietan como zarpas, capaces de romperle la madre de un putazo a cualquier cabrón, como bien ha tenido la ocasión de demostrar. Su cabeza también es grande, con mucho pelo castañito, corto, como mandan las ordenanzas y como le gusta traerlo. Su rostro sigue el mismo esquema de grandeza bien proporcionada de su cuerpo: los ojos, claros y vivaces bajo las cejas rectas y pobladas, aunque bien separadas, la nariz grande y recta, muy masculina, la boca larga y de labios normales. Su mandíbula esta trazada con huesos rectos y duros, rasgos un poco cuadrados que se ven suavizados por la tez clara de la piel y la mirada inteligente, y con un no se que, que lo atraviesa a uno desde la sombra que le hace su sombrero.

 

Le gusta rasurarse, pero hace tres días que no ha podido, y los cañoncitos de la barba y el bigote lo hacen lucir mas rudo y descuidado de lo que en realidad es. Viste con botas cortas, de esas que les dicen botín, con espuelas de plata que le regalo un amigo, con pantalones ceñidos y cafeses de esos que se usan debajo de las chaparreras de cuero café también, bordadas con hilos de plata, de buena plata de Guanajuato. Su camisa es blanca, y sin adornos en el cuello ni en las mangas, y se ve que lleva dos botones desabotonados, su chaleco es color crudo y su chaqueta, corta como de torero (lance en el que de vez en cuando Alfonso se desempeña) es a juego con las chaparreras. De su cinto cuelgan dos pistolas y un puñal, y en la caña de su bota lleva un cuchillo corto o navaja larga, como se prefiera, bien afilada, que es la que usa para afeitarse o para salvar su vida cuando todas las demás armas han fallado y esa viene a su auxilio como un as en la manga (aunque a Alfonso no le gusta jugar).

 

Va montado sobre su caballo bayo el Pinto, un semental de buena alzada y mejor carrera, resistente y noble, comprado hace ya dos años luego de que a su antecesor, el Colorao, lo matara de un plomazo un bandido en la sierra de Atargea. Los arreos y la silla son herencia de su padre, de buen cuero francés bien amoldados a sus necesidades, y amarrados a la grupa del caballo, detrás de su silla, lleva dos gabanes bien gruesos y calientitos, y una mochila yesca, pedernal, clavos, municiones, en fin, con todo aquello que un viajero de aquellas soledades necesita llevar.

 

Alfonso retiene con la brida los brios de su caballo y le hace dar una vueltecita en redondo para que se esté sosiego mientras él termina de interpretar las señales del viento, llevando dos dedos a su boca y dándoles una lamidita, para luego levantarlos en alto mientras los frota, para comprobar el índice de humedad del ambiente. Ya es marzo, pero bien dice el dicho que febrero loco y marzo otro poco, por lo que una tardía cabañuela o lluvia de invierno podría caer. Si, de hecho es bastante probable, con el aire tan recio y fresco que lleva soplando del norte desde el amanecer. El aire esta muy limpio, sin nada de la neblina que se genera al ras de la tierra los días calientitos: ese aire limpio y hermoso que incrementa la luminosidad de los rayos solares es señal inequívoca de frío. Y aunado a ese viento fuerte y constante, puede presagiar lluvia.

 

Alfonso frunce el ceño, tratando de hacer vista de águila hacia el noreste, y le parece ver allá muy a lo lejos, ya casi sobre el cielo que esta sobre San Luis (ya en otro Estado Soberano de la Republica, con su señor gobernador que solo tiene que rendirle cuentas a don Porfirio) una mancha gris.

 

Es mediodía pasadito y hace hambre. Alfonso decide esperar mientras almuerza a ver si ya ve mas claro como va estar el clima para seguir su camino. Desciende de lo alto del cerro donde estaba parado y la cuesta del siguiente cerro le tapa un poquito la vista. Hace un ratito que pasó la frontera oeste del estado de Querétaro, pues desde lo alto del cerro donde estaba parado alcanzaba ya, a ver en el valle del lago y del río el pueblito de San Miguel. Orita el cerro se lo tapa. Amarra al Pinto a un huizache retorcido y junta piedras para hacer un fuego donde calentarse la comida. Cazó una liebre ayer, y todavía le queda la mitad mas chiquita, y una docena corta de tortillas que le mercó a una indita en el ultimo pueblo por el que paso. Su conejo lo había cocinado con chile y estaba bien bueno. Se bajo la comida con unos buenos tragos de su cantimplora de agua (habría de rellenarla en el próximo arroyo) y hasta sacó la bota del tequila y le dio un par de tirones al aguardiente de los pobres.

 

Le hace gestos y lo tapa, le gusta mas el brandy, pues, como toda la gente bien nacida de la época esta afrancesado, o sea, que le gustan las cosas de Francia, pero su raya, la paga del ejercito, no llega con la frecuencia que marcan las ordenanzas. Pero cuando llegue a Guanajuato la ciudad capital y cobre su recompensa va a tener para pagarse un buen brandy, unos puros finos y hasta el Pinto va a salir rayado con unas zanorias. La recompensa se la asegura la cabeza, que ya huele un poco feo aunque le hecho harta sal, del bandido conocido como el Perdonavidas, no porque fuera humanitario como lo sugería su apodo, sino por todo lo contrario. Era un hijo de la chingada que cada que asaltaba un tren o una diligencia con su bandita no dejaba ni uno vivo porque se jactaba de que nunca seria un blandenque perdonavidas.

 

Pero su famita no le duro ni cuatro estaciones al Perdonavidas, porque para eso estaban los rurales, para guardar el orden y cuidar que ningún hijo de su puta madre anduviera por ahí achichinándose a las mujeres y a los niños. Y el pinche Perdonavidas tuvo la mala suerte de que al rural Alfonso Álvarez de la Peña se le metiera entre ceja y ceja acabar con su vida de delitos y cobrar la recompensa que por su cabeza daban en la ciudad de Guanajuato, tan bonita ella con universidad y su estudiantina.

 

Por eso luego de cazar a la bandita hasta exterminarlos uno por uno, persiguiéndolos por todo el Bajío, y Querétaro, y llegando casi hasta Hidalgo, donde mató al Perdonavidas, le cortó la cabeza, para llevarla como prueba y cobrar su recompensa, y emprender el camino de regreso, evitando lo mas posible los pueblos y las ciudades y hasta los ranchos, pues no le gustaba tratar con la gente, aunque si se terciaba lo hacia de buen modo, y las gentes decían de el que era un rural muy amable y muy culto. Eso de culto porque sabia leer, y luego llevaba libros en su mochila, para quitar el tedio de sus soledades.

 

Así pues iba de camino a Guanajuato Alfonso Álvarez de la Peña, a principios de marzo, y aunque ya empezaba a declinar el sol hacia el oeste y el viento francamente le contaba que detrás de el venia la agua el no se decidía por que camino seguir. Lo mas prudente seria bajar al valle del río Laja y pasar la noche a cubierto en algún mesón de San Miguel, pero el hubiera preferido tomar el camino largo y dar un rodeo por los Altos al norte del pueblo, cruzando por la sierra, aunque fuera un poquito mas largo, pero con el agua y el frío que se venían, además de la falta de comida eso seria imprudente.

 

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El motivo por el cual un hombre tan centrado quería tomar la decisión mas descabellada era para librarse de la tentación. Evitaba el bello pueblo de San Miguel como la peste, pues ahí vivía su amor perdido. Ahí, en una mansión de tres pisos cuya fachada estaba adornada por canteras talladas, en cuyo interior había fuentes, y alfombras, y sillones tapizados y harto lujo.

 

Pero no era el lujo, la diferencia de clases lo que truncaba su amor, era otra cosa, mas profunda, oscura e insalvable. Un obstáculo tremendo que en definitiva no se podía superar. Uno que no se confesaba casi ni a si mismo, ni sabia explicarse como se había dado.

 

Todos en el pueblo, en su natal San Miguel, sabían que Alfonso Álvarez de la Peña, soldado hijo de comerciantes (padre meztizo, madre de buena cuna) había sido amigo de don Arturo de la Canal y Silva, descendiente de los condes de la Canal y heredero de una de las mas ricas e ilustres familias de todo el estado. Se habían hecho amigos cuando, muchachitos, los mandaron a estudiar el bachillerato a la universidad de Guanajuato, y los mozos, por afinidad de edades, de origen, para mayor seguridad, iban y venían juntos a fin de mes, y compartían la misma pensión en el callejón del Beso.

 

Pero cuando terminó el bachillerato tuvieron que separarse, pues don Arturo iba a estudiar Filosofía y Letras y Alfonso tenía ya que buscarse la vida. Pero siguieron tratándose aun unos meses mas, mientras Alfonso hacia un poco de esto y de aquello, sin embargo, cuando don Arturo anunció sus bodas con doña Isabelita, la flor mas bella del pueblo, a Alfonso se le vio alterado, y el día de la boda, cuando entre repiques de campanas y lluvia de monedas los novios salieron de la iglesia parroquial Alfonso, montado en caballo y con todo lo que había que menester en la grupa de su caballo lanzó una triste mirada a la feliz pareja y sin decir adiós volvió grupas para no volver por mas de diez años.

 

Hacia dos había vuelto a pisar su pueblo, en un viaje oficial, para llevar documentos y papeles de la reelección de don Porfirio al señor alcalde, y ya apagados los fuegos de su corazón, pudo saludar de mano a su antiguo amigo y hasta besar la mano de doña Isabelita, que luego de diez años y otros tantos hijos había perdido mucha de su reputada belleza.

 

Todos en el pueblo creían que Alfonso se había marchado enamorado de doña Isabelita, pero la verdad, conocida solo por una, cuando mucho dos, personas, era otra. Alfonso se había marchado enamorado de don Arturo.

 

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Ya eran casi las dos de la tarde y el Pinto piafaba y levantaba el polvo pegando con sus cascos la tierra suelta, aburrido, cuando Alfonso tomó la decisión que no podía seguir postergando. No con el viento gritándole advertencias que ya casi eran amenazas. Miró con resignación los altos, y el final del horizonte las montañas rellenas de plata de Guanajuato, su destino, al alcance de la vista pero no de la mano, y pensó en lo curioso que era el hecho de que el ser humano, a semejanza de aquel personaje de la mitología griega, Tántalo, tuviera su mayor suplicio en la paradoja del cerca y a la vez tan lejos: podía ver la Luna, pero no tocarla, sentir el viento, pero no verlo, estar junto al ser amado, pero no abrazarlo...

 

Montó al Pinto y agarró el viejo camino real, la vía mas rápida y segura al pueblo de San Miguel, y mucho antes de que se pusiera el sol ya estaba en la calle de los mesones. Se apresuraba a entrar en una cuando una voz, conocida y otrora añorada, lo saludo.

 

-¡Anda pero si es Alfonso! ¿Que ya no saludas a los amigos Ponchito?

 

Don Arturo se venía a él, un poco mas acabado de lo que lo recordaba, con mas entradas en la frente y unas ojeras. Venia con la enguantada (de cabritilla, pues cualquier otro material era vulgar) mano extendida y una sonrisa iluminándole la cara.

 

Alfonso sonrió débilmente, y le extrañó no sentir la punzada de ansiedad en el corazón, el nudo en la garganta y las ganas como de orinar que sintió hacia dos años, al verlo por vez primera luego de diez.

 

-¿Que hubo Arturo, como te trata la vida? - le devolvió el saludó inclinándose desde lo alto de su caballo, desmontando luego.

 

-Mal, muy mal Ponchito.- se quejó el otro- Requetemal. Todavía no me acostumbro a la perdida de Isabelita.

 

Aquella noticia dejo frío a Alfonso.

 

-¡Ah, pos no me digas! ¿Isabelita murió?

 

-¡Ay, si! - volvió a lamentarse con un lastimero suspiro Arturo - ¿No sabias? A la pobrecita la finaron las fiebres puerperales cuando tuvo a nuestro undécimo hijo.

 

-Pos no hombre, ¿como iba a saberlo? Mi mas sentido pésame.- le dijo dándole palmaditas en la espalda, sin sentir ese extraño cosquilleo que había sentido dos años atrás, cuando Arturo lo abrazó efusivamente.

 

Hacia dos años su mero contacto le había hecho temblar las piernas, y ahora, nada. Era extraño, la verdad.

 

Continuará...

Notas finales:

Cualquier parecido físico entre el protagonista de esta historia y mi contador favorito no es mera cohincidencia, jajaja!!! (Pa'que lo conozcas, Hina *.- )

Tampoco será cohincidencia si se parece físicamente a Marco Aurelio, uno de los protas de "SPQR", fanfic de romanitos sin calzones que pronto, pronto vera la luz...

Muchas gracias por leer y disculpen las locuras de esta autora ;)


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