Por siempre Obsesión
Prólogo
—Te gusta, ¿no es así?
—¡Claro que no, Al!
—Pues a mi me parece que sí. No ha dejado de mirarte en toda la noche, y tú tampoco te has quedado atrás. —suprimió una risita al ver el potente sonrojo que se esparció por el rostro de su hermano—.
—Eso no es cierto. Además es demasiado viejo. —miró a su lado para ver que en ese momento quién lo acompañaba hacía un enorme esfuerzo por no soltar una carcajada—. ¡Ya deja de reírte, Alphonse Elric!
No le pasó por alto que su nombre haya sido mencionado completo, pero no pudo evitar sonreírle pícaramente.
—No seas aguafiestas Ed. Sabes que te gusta, y sabes que yo sé que te gusta. Y también sé que no te molestan los hombres mayores, al contrario. ¿Cuál es el problema? Sólo ve y háblale.
—Te he dicho que no.
Pero como si le hubiese leído el pensamiento a su hermano, el apuesto hombre de cabello negro cambió sutilmente su dirección para encaminarse hacia ellos.
—Te deseo suerte. ¡Nos vemos!
Cuando quiso girar para encararlo, Alphonse había desaparecido. ¡Maldición! Ya hablaría con él cuando llegaran a casa.
—Disculpa, ¿Me concederías esta pieza?
Los hermosos y dorados ojos de Edward se abrieron como platos cuando volteó para quedar frente a aquel hombre que se había pasado toda la noche observándolo.
—C-claro, por qué no..
A lo lejos, el menor de los hermanos observaba a la pareja bailar con una sonrisa de oreja a oreja adornando su rostro.
Los rayos brillantes del sol que se colaban por la ventana anunciando la llegada de un nuevo día, hicieron que el rubio que se encontraba enfrascado en su lectura levantara la vista del enorme libro que sostenía entre sus manos, y se desperezara lentamente.
Otra vez se había quedado toda la noche estudiando, pero eso no le importó en lo más mínimo. Se levantó para estirar sus músculos agarrotados, y se dirigió al baño para tomar una ducha. Muy pronto llegaría el momento en que deberá elegir la ropa adecuada para presentarse a su primera cita esa noche. Estaba muy emocionado y nervioso.
—¡Ya estoy harto de esto! —exclamó—. ¡Lo único que haces es trabajar, trabajar y trabajar! ¿Qué lugar ocupo yo en tu vida?
—Ya te lo he dicho Ed, es complica...
—¡Y un demonio! ¿No tienes alguna excusa mejor?—cerró los ojos un momento y se frotó la nariz con su dedo índice—. Si ya no quieres continuar con esto, es mejor que lo digas, tantas excusas me están sacando de quicio.
—Edward, yo…—suspiró derrotado y se levantó del cómodo sofá que se hallaba frente al rubio para dirigirse hacia la ventana observando la luna con una expresión triste en el rostro.
Ahí estaba otra vez. Las no palabras. Los silencios. El despertarse solo todas las mañanas sin saber por qué nunca se quedaba a su lado. La excusa del trabajo ya no era creíble. Contempló al hombre de cabellos azabache que le daba la espalda mientras observaba la noche. La situación ya no se podía mantener.
Corría desesperado por las callejuelas de Central, asustado y asombrado a la vez. No podía entender el motivo de aquellas explosiones. Y mucho menos la cantidad de hombres sospechosos que se presentaron frente a él y su pareja.
Todo fue tan rápido. Los rodearon mientras susurraban unas palabras ininteligibles que sólo su compañero parecía escuchar y comprender. Risas sarcásticas, armas blancas, explosiones que no sabía de dónde salían, y un grito potente y claro por parte de Roy.
—¡Edward corre! ¡Yo me encargaré de ellos! ¡Corre y escóndete!
Y así lo hizo. A lo lejos escuchó su último grito advirtiéndole que no volteara hacia atrás ni intentara regresar por él.
Cansado, se refugió en un callejón aparentemente abandonado. Se concentró en volver a recuperar el aliento, y recomponerse del susto, que sin embargo sólo ocasionó que fuera reemplazado por angustia y preocupación. ¿Cómo estaría Roy? ¿Esos sujetos le habrán hecho daño? Todas esas preguntas sin respuesta lo estaban matando, y la ansiedad comenzaba a carcomerlo por dentro.
No tuvo mucho tiempo para pensar. Un pequeño ruido a su derecha lo sacó de su estado, para comprobar que un tipo que no conocía lo estaba mirando de una manera fiera con una sonrisa burlona impregnada en su rostro.
—Aquí estás, pequeño.
Con horror, Edward vio como de su sonrisa perversa destellaban sus blanquecinos dientes, anormalmente grandes, con dos enormes y afilados colmillos resaltando por sobre los demás.
Y lo último que vio antes de sumergirse en la inconsciencia, fue sangre. Sangre y fuego, acompañados por unos gritos desgarradores y unas carcajadas prepotentes.