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Endlessly por RyuuMatsumoto

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Notas del fanfic:

Pues nada (?) Es mi respuesta para el desafío del grupo Rock n' Ink: Las otras caras del amor.

El tópico que me tocó fue Amor no correspondido.

El título lo tomé de un tema de MUSE. Endlessly.

Les dejo el link con una traducción linda.

http://www.youtube.com/watch?v=ciptlEg0EnA

 

«Cualesquiera que sean nuestras luchas y nuestras victorias,
comoquiera que las padezcamos, enseguida desaparecen en la
corriente, como la tinta acuosa sobre el papel.»

-Arthur Golden

Técnica a lápiz

El lápiz es considerado el material básico para el dibujo por excelencia; si bien “básico” no debe confundirse con obsoleto. El secreto de su encanto radica en la facilidad de difuminado que el grafito ofrece cuando se realizan los trazos adecuados y, auxiliado del esfumino, éstos pierden su forma para convertirse en sombras mágicas que logran dar vida y movimiento a un diseño en escala de grises.

Bajo la luz amarillenta, los ojos cansados de Hiroto recorren una y otra vez ese boceto a medio terminar. Le duele la espalda debido a su mala postura, porque trabajar sobre un restirador no garantiza entera comodidad. Mucho menos cuando su mano, profesional pero no por ello inmune al cansancio, tiembla de manera imperceptible para el ojo humano, no así para el papel, que ha de mancharse a la menor perturbación en el trazo que se desea. Y ese alter ego que le mira desde el papel de pronto se torna ciego cuando el extremo del borrador pretende desaparecer el desastre que sólo los ojos del dibujante pueden distinguir.

Hace bastante rato que el CD del reproductor llegó a su fin. Acostumbrado a trabajar con música de fondo, resulta inusual que no se haya levantado para cambiarlo por otro o, en su defecto, para encender la radio. No obstante, el silencio —apenas interrumpido por el constante tick-tack del reloj— no es algo que incomode a ese muchacho de cabello castaño, cuyas ojeras son el fiel reflejo de la fatiga física y mental en la que se ha visto envuelto desde hace poco más de un mes. Porque a lo largo de su vida, Hiroto ha conocido diferentes tipos de silencios. Ninguno es igual. Mucho menos el actual: el silencio junto a la persona amada —pese al mutismo característico de los seres durmientes— es siempre más liviano de sobrellevar que el silencio experimentado en soledad.

Aun cuando estar en compañía de la persona amada no implique, bajo ninguna circunstancia, ser amado de vuelta.

¿Es esa razón válida para lamentarse? ¡Por supuesto que no! Hiroto Ogata tiene, en esencia, la vida perfecta. Lleva poco más de un año compartiendo el techo con la persona que más quiere; hace lo que le apasiona y le pagan por ello. Es ilustrador profesional. Siempre quiso serlo. Se ha esforzado para conseguirlo. Se ha esforzado para conseguir todo lo que en éste momento posee. Porque si hay alguna cualidad que se equipara a esa habilidad innata para callar es precisamente su perseverancia. Perseverancia que muchos otros han calificado como terquedad y otros pocos —entre ellos su inconsciente—, como estupidez.

—¡Es que nunca dices nada! —habría de reclamarle un muy enervado Akira cuando, tras quitarle el lápiz con el que pretendía hacer un esbozo de naturaleza muerta, el muchacho castaño —de por entonces doce años— se limitó a mirarlo con el ceño fruncido para, acto seguido, encogerse de hombros—. Parece que no tienes voluntad, Hiro. A veces me enfermas.

—No es que no tenga voluntad. Es que no me gusta discutir con idiotas.

Menos mal que eran mejores amigos, o Hiroto habría terminado con un puño en medio de la cara. La mayoría de la gente se mostraba sorprendida de la fuerte amistad que ambos muchachos forjarían desde niños y que al parecer, había sido alentada por ese único pasatiempo que ambos compartían: el soccer. (Contaba la leyenda que, recién llegado de Okutama, sin amigos en el colegio, Hiroto era el último en ser elegido para la clase de deportes por los capitanes del equipo, y un muy incrédulo Akira lo aceptó en el propio con la condición de que no les hiciera perder. Hiroto marcó tres goles.) Porque fuera de ello, sus personalidades resultaban imposiblemente contrastantes. Y si bien Hiroto fungía como una suerte de conciencia para Akira Suzuki, hasta la fecha, a sus catorce años, no había podido enseñarle los beneficios del silencio prudente.

—Voy a ser músico. Me es físicamente imposible quedarme en silencio.

—Pero tampoco por ello tienes que ir por la calle gritando “¡que Dios salve a la reina!” —replicó con una mueca de desagrado.

—¿Y para qué a la reina? ¡A mi abuela, mejor! —rió abiertamente—. Tengo que ir haciendo méritos si quiero ser como Sid. Necesito comprar una casa grande para mis mujeres. Y tú tienes que aprender a hablar si es que vas a ser mi representante —reclamó, devolviéndole el lápiz—. Cuando nos estemos pudriendo en dinero, me voy a volar la cabeza como Curt, y mi carta de despedida dirá algo así como “púdranse todos, ineptos” —e interrumpiendo su monólogo, se agachó para mirar por encima de su hombro—. ¿Qué dibujas, por cierto?

Hiroto necesitó de todo su autocontrol para no enterrarle el lápiz en el ojo salir huyendo de ahí. Menos mal que Akira no podía verlo pues ¿de qué manera habría de justificar ese rubor producto del nerviosismo que se le extendía por la cara, si no podía ni explicárselo a sí mismo? Se limitó entonces a apartarlo, empujándolo de un codazo, componiendo una mueca de falsa —pero convincente— irritación, como venía haciendo desde unos meses atrás, cada vez que al adolescente más alto le daba por invadir su burbuja personal.

—Naturaleza muerta con técnica a lápiz.

—Pues yo la veo bastante viva— Akira miró alternativamente el bloc y los bonitos tulipanes del jardín de su madre.

—No seas idiota. Así se llama cuando dibujas cosas sin vida. Eso o bodegones.

—Ajá… — asintió, haciendo como si se enterara de algo—. ¿Y cómo haces eso?

—¿El qué?

—Las sombras.

—Ah… —interrumpió su labor, girándose para mostrarle más de cerca el dibujo del bloc—. Depende. Si son superficies como planas, haces líneas así, y luego así. Como cuadrículas ¿ves?

—¿Y si son redondas?

—Con bolitas —dijo, mostrándole cómo—. Y cuando terminas, le pasas un pañuelo de papel por encima. ¡Pero sin salirte de las líneas, idiota!

Que el lápiz sea usual, no quiere decir que sea sencillo usarlo. Siempre se lo recordaba cada que podía.

Que fuese un sujeto acostumbrado a callar, no significaba que fuese sencillo para él hacerlo.

E incluso ahora, con sus veintiséis años y un título en dibujo y diseño, aún debe recurrir al borrador para corregir esos detalles que pese a ser mínimos, a él le generan un terrible malestar. Aún con sus veintiséis años, debe morderse la lengua para no soltarle una —nueva— declaración de amor a ese idiota que dormita bajo las sábanas.  

 

Técnica con tinta china

La tinta es el pigmento más maleable con el que los ilustradores suelen trabajar. Si bien es cierto que ofrece pocos matices en escala de grises y no es posible difuminarla como al grafito, ello se recompensa con la imagen resultante, efecto de la fuerza y la durabilidad que la tinta china ofrece. Para utilizarla, existen diversos materiales que va desde las plumillas, estilógrafos, rotuladores, bolígrafos, plumas estilográficas, hasta otros más rústicos pero con increíbles resultados: plumas de ave, de bambú, de caña, pinceles finos...

Hiroto prefiere las plumillas. Tiene una amplia colección de ellas, todas ordenadas por grosor. Las cuida con tal devoción, que cualquiera pensaría que en los cajones de su escritorio tiene oculto algo que bien podría ser tanto un cadáver como el Santo Grial.

Sus favoritas son, sin embargo, las Tachikawa. Ofrecen una amplia versatilidad de trazos, convenientes para alguien que, como él, detesta los dibujos estáticos, fríos, sin movimiento, sin vida.

¿El único inconveniente? La tinta es permanente. Una vez que ha errado ya no hay marcha atrás.

En un afán obsesivo por encontrar metáforas en donde no las hay, Hiroto siempre ha considerado que el dibujo a tinta es muy similar al ciclo de la naturaleza humana. Una línea errada implica la imposibilidad de volver a dibujarla; una decisión tomada involucra la pérdida de mil y un posibilidades más que nunca habrá de conocer. El futuro vivido, consecuencia de la toma de decisiones, da pie muchos más futuros alternos, mejores o peores, pero todos ellos desconocidos.

Ojalá hubiera tenido conciencia de ello cuando, en medio de esa fiesta —cuyo fin era celebrar la entrada de ambos en la Universidad Nacional de Bellas Artes y Música de Tokio— se le ocurrió la grandiosa idea de que ese sentimiento inmoral, impropio y errado de enamorarse de su mejor amigo ya no tenía cabida en su mente ni en su corazón. Él normalmente no bebía, y con razón: si con apenas unas cuantas latas de cerveza tuvo el valor y la osadía de interceptarlo fuera del baño y colgársele del cuello luego de prácticamente gritarle un “me gustas, siempre me has gustado” directo al rostro. Aprovechose entonces del repentino shock en el que Akira se sumió y le plantó un beso en los labios que pese a su brevedad, le supo como a un trago de agua fresca después de una larga caminata por el desierto.

—¡Pero qué mierda te pasa! —le gritó entonces un Akira que, furioso, le empujó para deshacer de un alcoholizado Hiroto, el cual trastabilló y se sostuvo de un anaquel que, colocado en la orilla del pasillo, le impidió la caída.

—Akira, perdón, pero es que…

—Nada de peros, cabrón. Siempre supe que eran un maldito marica ¡pero no quieras arrastrarme contigo!

El castaño se quedó de una pieza, observando esa espalda que se alejaba hacia la sala en donde todos bebían, fumaban, bailaban y se besaban entre parejas y amigos, conocidos y desconocidos. Akira lo sabía. Akira lo sabía. Pero ¿qué era lo que sabía? ¿Qué le gustaba por ser hombre? ¿O que estaba enamorado de su mejor amigo? Era imposible que el otro lo supiera cuando ni él mismo era consciente de cuáles eran las causas primeras que acarreaba esa necesidad de estar siempre, el mayor tiempo posible, al lado de él.

Hablaron unos días después. Akira acompañado de un cigarrillo —adicción más o menos reciente y la cual Hiroto reprobaba tajantemente— y él, con los vestigios de una resaca monumental —con efectos más psicológicos y morales que físicos— que le hizo prometerse a sí mismo no probar una gota de alcohol, nunca más, por todo lo que le restaba de vida. Se saludaron inusualmente cordiales, charlando luego sobre nimiedades, sentados en la alfombra de pasto que rodeaba el hermoso lago del parque Sankei-en. Pese a que el lugar le recordaba enormemente a su preciado Okutama y a que en la mochila llevaba los siempre fieles papel y lápiz, Hiroto no tenía ánimos para dibujar. La mudez de ambos era abrumadora. La tensión en el ambiente era tanta que daba la impresión de poder cortarla fácilmente por la mitad.

—Oye, ¿ya empacaste?

Hiroto tardó en asimilar lo que el otro le decía.

—¿Cómo?

—Que si ya empacaste —repitió—. Tenemos que irnos a Tokio la próxima semana si no queremos que nos ganen el departamento que vimos anunciado en el periódico.

—No… bueno sí —balbuceó—. Es que pensé que después de lo de la fiesta…

—Cállate — le interrumpió—. No pasa nada. Hay que olvidarnos de eso y ya ¿está bien?

No, por supuesto que no estaba bien. Era algo que Hiroto simplemente no podía callar; mucho menos ahora que iba a vivir con él, a dormir en la misma casa con él. A compartir con él su vida universitaria, ese sueño que ambos habrían de prometerse mutuamente el cumplir, el plan de vida que forjarían desde que cada uno decidiera que quería ser dibujante y músico respectivamente. Claro que no estaba bien: ya había callado cinco años por ello, mordiéndose la lengua para no soltárselo de sopetón; controlando sus celos cuando lo veía tomado de la mano de alguna de sus compañeras de clase, reprimiendo la frustración cada vez que su amigo le contaba con lujo de detalles la diferencia entre los besos de ésta y aquella jovencita; incluso tuvo que casi amarrarse las manos para no correr a sus brazos cuando Akira, devastado por haber terminado con su novia más querida, se presentó en su casa con una penosa expresión de despecho y rabia. Y tuvo que unirse a él en los insultos dirigidos a la muchacha, aun cuando mentalmente le daba las gracias por, al fin, quitarle las manos de encima.

Hiroto asintió.

—Sí. Está bien.

 

—Arg… ahora no…

La procesión de recuerdos se interrumpe cuando el cartucho de la tinta se vacía. Si hay algo que le irrita de su profesión, es padecer escasez de material cuando más inspirado y concentrado se encuentra. Desafortunadamente, cargar tinta a la plumilla no es tan sencillo como sacarle punta al lápiz. Ello implica todo un ritual, un intenso cuidado para no derramar el pigmento, un proceso repetitivo que le cansa más que todo el arte de entintar un boceto terminado.

Aprovechando la interrupción, el ilustrador se toma la libertad de un pequeño receso. Levantándose del incómodo banquillo alto, se encamina a esa pequeña cocina y de paso enciende la radio en una de sus estaciones preferidas. The Cure suena, inundando el departamento con la emotiva voz de Robert Smith que al parecer ese par de oídos dormidos reconocen, pues el dueño se remueve debajo de las sábanas. Hiroto se detiene para observarlo. Akira, sin embargo, no se despierta.

Regresa tras haber tomado un refrescante vaso de agua. Café habría sido mejor pero se le ha terminado desde hace un par de días. Y es que hace bastante tiempo que no había estado en vela durante tantos días seguidos. Según recuerda, la última vez que sucedió fue durante la segunda mitad de ese segundo año de la universidad, el más fatigante de los cuatro que cursaría en tan prestigiosa institución. No obstante, contrario a lo que cualquiera pensaría, sus desvelos no se debían a la carga de trabajo —aunque eso no quería decir que no fuese excesiva—, sino por las constantes preocupaciones que cierto muchacho —ahora teñido de un llamativo tono rubio— le generaría constantemente.

Jamás olvidaría la primera vez que le escuchó llegar fuera de horas. Comenzaba a impacientarse; el muchacho pasaba cada vez menos tiempo fuera de casa y un muy ingenuo Hiroto buscaba atribuírselo al trabajo de medio tiempo que cada uno tenía para solventar los gastos que la ayuda de sus padres no llegaba a cubrir, al exceso de deberes escolares, a cualquier cosa que no fuese esa fama cliché que acompañaba a la mayoría de los estudiantes de arte, sobre todo a los músicos. Pues si bien en todo ese tiempo el muchacho habría de evitar caer en ese mundillo de juerga y bohemia típico de los artistas y humanistas, ello no querría decir que Akira pensara exactamente igual que él.

—¡Akira, demonios! ¡En dónde diablos estabas! —exclamó saliendo de la habitación una vez que le escuchó entrar ruidosamente—. ¡Me tenías pre…! —Pero no alcanzó a decirle lo preocupado que habría de estar durante la noche. Es más, ni siquiera alcanzaría a salir completamente de la habitación, pues la sorpresa —y la indignación— de verle llegar acompañado, empañó ese deje de aspereza en su rostro, dando lugar a uno que oscilaba entre el shock y la angustia. Akira ni siquiera lo notó, o fingió no hacerlo. Se limitó a arrastrar a esa linda muchacha —de porte más bien relajado, hipster si se quiere— al interior de su respectiva pieza. Era obvio que ambos estaban o volados o ebrios, quizás ambos. Como fuera, el alquiler no alcanzaba a pagar paredes lo suficientemente gruesas, o eso fue lo que intuyó porque durante el resto de la noche, mientras trabajaba en un par de ilustraciones de tinta que debía entregar al final de la semana, los escuchó haciendo algo que no era precisamente charlar.

Era obvio, pensaba, que Akira había dado por hecho que ese sentimiento que le declarase dos años y medio atrás habría de desvanecerse ya, como cualquier enamoramiento. Quizás así debió haber sido, quizás era lo correcto. Pero ese “debería” estaba muy lejos de su situación, comenzando porque lo suyo no era propiamente pasajero. El enamoramiento en él había muerto muchos años atrás, dando paso a algo más fuerte, más duradero, incondicional. Y por ello, indescriptiblemente doloroso.

Porque si no lo amara, no se habría tomado la molestia de cuidarlo todas las mañanas consecuentes a esas fiestas salvajes a las que el músico solía asistir. Si no lo amara, ya lo habría echado del departamento, o se habría mudado, o mínimamente le hubiera recordado al bajista (ese era el instrumento en el que quería especializarse) que su casa —la casa de ambos— no era hotel de paso. Si no lo amara, no habría pasado noches en vela a su lado, escuchando a un muy drogado y ebrio Akira despotricar contra su padre, ese sujeto infame que le había abandonado a él y a sus mujeres, dejándolos en una situación precaria por la que por poco y dejaría los estudios a una edad demasiado temprana. Porque si no lo amara, no le habría importado darse cuenta que no solo eran féminas, sino también hombres, a los que a veces llevaba a su cama, despertando la rabia de esa discusión, en esa fiesta, en la que habría de dejarle más que claro que él no era ningún homosexual. Por supuesto que no lo era, reflexionó con el paso del tiempo. Inequívocamente, a Akira lo único que le importaba era follarse a alguien. El género, estando fuera de sus cinco sentidos, era lo de menos.

Porque si no lo amara, jamás le habría perdonado.

 

—Puta madre…

Se ha equivocado. Ha confundido un trazo a lápiz con la sombra de un cabello rebelde que se refleja sobre la blancura de papel. Se levanta después de maldecir y, mientras se frota el rostro, se encamina de nuevo hacia el escritorio en donde guarda todo su arsenal de trabajo. Esta vez extrae una pequeña navaja, bien afilada; una salvadora en miniatura para casos de emergencia, y éste es uno de ellos.

Se sienta en el banquillo, se inclina nuevamente sobre el restirador. Y con un pulso impecable, comienza a raspar la superficie del papel.

Pese a que gracias al filo de la navaja la tinta es removida con pulcritud, ello no implica una desaparición absoluta de la equivocación. Pues la raspadura sigue ahí: una herida que de repetirse constantemente puede llevar terribles consecuencias.

Después de varios meses —casi un año— de semejante rutina en su estilo de vida, Hiroto dejó de preocuparse. O por lo menos de externar su preocupación. Le dolía, claro que sí. Pero ¿de qué servía lamentarse? Akira no iba a cambiar. Estaba eligiendo un camino del que no quería ser apartado. Era un hombre de decisiones fuertes, testarudo, con una inexplicable renuencia a dejarse ayudar incluso por su mejor amigo. De tal modo que aquella noche en la que le escuchó entrar tan ruidosamente, ni siquiera se levantó de la cama. ¿Cómo iba a saber que eso era exactamente lo que el bajista quería? De pronto, en medio de la somnolencia, lo único que sintió fueron las sábanas ser bruscamente apartadas y un par de fuertes manos presionando su espalda.

—¡¿Qué diablos…?! —se interrumpió, quejándose por la brusquedad con la que Akira le sostenía y le impedía respirar adecuadamente—. ¡¿Qué demonios crees que estás haciendo?!

Intentó levantarse, pero el peso del cuerpo ajeno se lo impidió. De la nada lo notó sobre él y eso, en lugar de excitarle —como se suponía que debería ser— tan sólo lo irritó. Y se removió violentamente dado que esa irritación conllevaba a su vez una repentina ansiedad.

—¡Suéltame, carajo! ¡Que me sueltes, te dig…!

—¡Cállate de una puta vez! — Un grito por parte de Akira fue lo que obtuvo—. ¡Agradece que te voy a dar lo que siempre quisiste, marica de mierda!

Lo dejó anonadado. Jamás habían vuelto a tocar el tema en todo el tiempo que llevaban viviendo juntos. Pero regresó a la realidad cuando cayó en cuenta que esa conocida mano se encargaba de bajarle trabajosamente el pantalón del pijama junto con la ropa interior. Aunado a ello vino una nueva horda de maldiciones y pataleos, de reclamos y palabras altisonantes que hacían referencia a la dudosa sexualidad del ilustrador. Ése no era Akira. Seguro había consumido algo más, pues si bien últimamente su comportamiento no era el mejor, estaba seguro que de hallarse en sus cinco sentidos, el músico jamás habría osado a gritarle, a insultarlo, a violentarlo de tal manera. Pero eso no importaba ahora; dejó de pensar en el tipo de droga que habría de consumir cuando Akira lo penetró con terrible brusquedad, usando toda la fuerza de su brazo para mantenerlo con la cabeza bien hundida contra la almohada.

La consumación del acto se le antojó algo más que eterna. Decir que le dolía era poco. No tanto el físico como el orgullo, que ahora se resquebrajaba y caía sobre la almohada en forma de lágrimas silenciosas, coléricas, calientes, decepcionadas. Porque en ese momento, nada le pareció más angustiante que desearle lo peor a la persona amada y no obstante, ser incapaz de odiarla.

La consternación le impidió soltarle un golpe cuando, después de venirse dentro de él, Akira tuvo el descaro de echarse a su lado, en el espacio que le brindaba la reducida cama. Le escuchó pronunciar un discurso ininteligible, captando solamente algunas palabras que sonaban a “papá”, “escuela”, “expulsión”, “rechazo”. Pasadas un par de horas, simplemente se levantó y salió de la habitación, dando un portazo.

Cuando estuvo seguro de escúchalo dormir, se levantó para ducharse y cambiarse de ropa. No volvió a conciliar el sueño pero el cansancio y malestar físico era tal que por primera vez en dos años y medio se dio la libertad de faltar a clase. Se encerró en su pieza el resto del día, saliendo de su enclaustramiento voluntario cuando el hambre se tornó insoportable. Sorpresivamente ahí lo encontró, sobrio y consciente como no lo había visto en días.

Un gesto con la cabeza por parte de ambos fue su elocuente saludo.

Se preparó algo rápido y regresó a su habitación. La presencia de Akira era intolerable. Sentado en la cama, aguantando el malestar que le provocaba la posición, devoró el cereal con los ojos fijos en la pared de enfrente y la radio sonando a volumen moderado. Robert Smith murmuraba desde las bocinas, y el llamado a su puerta se confundió con el murmullo de su voz.

Akira entró sin importarle no haber recibido respuesta.

—Hey.

—Hey.

—¿Cómo estás?

Cómo quieres que esté, cabrón hijo de puta. Se encogió de hombros.

—Cansado.

—Ya… —Se rascó la nuca, actitud típica en él—. Oye, yo… ayer estaba muy drogado. Me pasé con las anfeta-

—Déjalo.

El músico no supo cómo reaccionar ante su frialdad. Permanecieron en silencio hasta que el dibujante cedió a la curiosidad.

—Nunca te escuché gritar así. Estabas muy alterado.

—Lo sé… —se interrumpió. Dubitativo, le observó de reojo mientras seguía engullendo el contenido del tazón—. La abuela murió.

—Lo siento mucho…

—Sí, yo también —un nuevo silencio. The Cure en la radio todavía—. Te juro que no va a volver a pasar —aseguró. Esperó por una respuesta que nunca llegó—. ¿Entonces?

—Nada. Déjalo ya. Somos amigos ¿no?

—Claro —asintió—. Entonces ¿nos olvidamos de esto?

Se le formó un nudo en la garganta. Los ojos le escocieron y se le humedecieron irremediablemente. Buscó disimularlo, girándose para subirle el volumen a la radio que le hablaba desde la mesita de noche. Afortunadamente para él, la voz de Robert osó recordarle la infalible regla impuesta por la sociedad, por su madre, por él mismo. Los hombres no lloran.

Asentir y callar, por segunda vez en la vida.

—Sí. Está bien.

Akira se mudó del departamento un mes después: expulsado de la universidad, no tenía motivos para permanecer en Tokio. Hiroto también se fue; arrendó en una casa de estudiantes, más barata y más pequeña, pero menos cargada de recuerdos ingratos. Porque hacer como si nada pasara jamás había sido la solución. Raspar el papel con la navaja no borra el error de entintado. Es una táctica peligrosa, sobre todo si uno llegase a errar repetidas veces en el mismo trazo; pues de tanto raspar, por muy grueso y fuerte que el papel sea, éste terminará rompiéndose.  

 

Técnica con aguadas

Ésta es una de las técnicas más entretenidas y hermosas con las que Hiroto ha lidiado en su carrera profesional. Las aguadas de tinta consisten, meramente, en diluir distintas cantidades del pigmento en agua, para adelgazar el tono de la misma y obtener así diversos contrastes de luz y color. Para efectos prácticos, debe usarse un material más grueso de lo usual y fijarlo en la superficie del escritorio/restirador con cinta adhesiva, ya que debido a la humedad es muy frecuente que el papel se arrugue al secarse. Con las medidas anteriores, éste efecto fruncido no será tan evidente.

Es de utilidad preparar las soluciones antes de comenzar. Para esto, se tomarán 6 potes de plástico o una cubetera. Se vierte en uno sólo tinta china; en el siguiente tinta china con unas 15 gotas de agua; en otro, una mitad de tinta china y otra mitad de agua; en el cuarto, ¼ de tinta china y ¾ de agua; en el quinto pote, agua con unas 15 gotas de tinta china; y en el sexto y último, agua con 5 gotas de tinta china. Es a elección usar diversos colores o solamente tinta negra.

Al igual que con la acuarela, debe partirse de lo más brillante, es decir, de la capa de color más delgada y terminar con la más gruesa, ya que las capas se acumulan unas encima de otras. Es importante usar pinceles gruesos de buena calidad, para evitar que las cerdas de los mismos se caigan y terminen flotando en la solución o arruinando el trabajo.

Hiroto hace de lado por fin el monocromatismo negro de las ilustraciones anteriores para inmiscuirse en el fascinante mundo del color. Auxiliado al mismo tiempo de un paquete de pañuelos desechables para evitar que la solución se escurra, pone extremo cuidado en esa que será la portada del primer trabajo que ha ideado no solamente en el aspecto gráfico.

Endlessly.

Éste es, ciertamente, su primer manga. Mentiría si no admitiera que se resistió bastante al principiar el trabajo, pues siempre pensó que lo suyo no eran las secuencias, sino los instantes aislados: impresiones momentáneas que por sí mismas contaban una historia completa y no un fragmento de ella. Quizás es por ello que ha elegido la técnica con aguada para el arte de la cubierta; las sombras amontonadas las cuales le dan vida al rostro que le mira desde el papel, se asemejan a las heridas superpuestas en el alma humana que luego han de convertirse en cicatrices.

—Hiro…

El aludido se sobresalta. No se ha dado cuenta de cuándo fue que Akira se despertó. Sus labios se curvan en automático cuando el mismo bajista le dedica una sonrisa cansada: la misma sonrisa con la que el músico le saludaría una vez que un distraído Hiroto atendiera a la puerta tras ese débil llamado.

—Sorpresa —pronunciaría en lo que más que un saludo sonaba como a un quedo bostezo—. ¿Puedo pasar?

Hiroto se hizo a un lado para dejarlo entrar, ayudándole con esa pesada maleta de las dos que Akira llevaba consigo y que el castaño no se explicaba como él sólo habría podido cargarlas desde cualquier lado de donde el músico llegara.

Hacía dos años que había dejado de tener noticias suyas. Después de su expulsión, supo por algunas amistades en común que habría de aventurarse en compañía de algunos amigos a formar una banda y, en tiempo relativamente corto, abandonarían los ensayos en garaje para plantarse en los escenarios bares de baja categoría, pero bastante concurridos. Incluso, un par de años después encontraría ese rostro conocido en las páginas de una revista contracultural en la que se hacía una remembranza de los integrantes de the GazettE —extraño nombre, pensó—, anunciándolos como una banda independiente que poco a poco y gracias a su talento nato y nueva propuesta, habían logrado abrirse paso en el mundo de la música en un periodo de tiempo relativamente corto. No le sorprendió encontrar datos errados, como por ejemplo, que Suzuki Akira era oriundo en Tokio y había aprendido a tocar el bajo de manera autodidacta. Resultaba obvio, sin embargo: la masa quiere a líderes rebeldes, independientes, provenientes de la capital: anarquistas, diamantes en bruto que sobresalen de la jodida ciudadanía urbana. Siempre se preguntó, empero, si aquello habría sido invento del periodista, de la redacción o del mismo Akira.

—¿Cómo me encontraste? —inquirió con genuino interés, cerrando la puerta tras él e indicándole que se sentara en el único sillón que llenaba el living de su pequeño departamento de soltero.

—Mi madre y tu madre aún se llevan bien… Fue cuestión de hacer un par de llamadas.

Volvió a sonreír. Se le notaba pálido. Esa energía que siempre irradiaría ahora brillaba por su ausencia. Era, ciertamente, una copia del Akira real en escala de grises.

—¿Estás de vacaciones? Pensé que estarías demasiado ocupado con tus amigos y la banda.

—Ellos sabrán arreglárselas sin mí —respondió con simplicidad, encogiéndose de hombros. Tiempo después, el mismo Akira le confesaría que poco antes de su sorpresiva visita, los demás miembros de la agrupación habrían de votar unánimemente para echarlo y reemplazarlo—. Mejor cuéntame de ti. Te va bien ¿verdad? Vi tu nombre varias veces en algunas revistas. Muchas veces pensamos en pedirte que diseñaras el arte de nuestros sencillos.

Se enfrascaron en una conversación trivial. Resultaba desconcertante: una parte suya estaba segura de que ese que estaba sentado a su lado, bebiendo un vaso de zumo, era Akira. Su amigo de la infancia. Por otra parte, también le reconocía como el hijo de puta que le había forzado a tener sexo en medio de su estado psicotrópico. Y finalmente, pese al paso de los años, no podía dejar de verle como la persona a la cual amaba todavía.

Luego de ello, durmió. Lo hizo largamente, como si no lo hubiera hecho en días, meses, años. Durmió como si el solo hecho de existir fuese una carga exhaustiva para él. Y Hiroto jamás volvió a verle dormir de tal manera.

Excepto en esos últimos días.

—Flaco, tengo frío…

—Cómo no, si te acabas de despertar y has dormido todo el día.

—Soy un zángano, ya sé. ¿Te molestaría cerrar la ventana?

Sin decir nada, deja caer el pincel en ese vaso con agua que usa para enjuagarlo, encaminándose a cumplir la petición de un somnoliento rubio que le mira lánguidamente desde la cama. Contrario a las palabras de Akira, el clima primaveral de mayo se hace notar incluso a pesar de las altas horas de la noche. El castaño se espabila ante la brisa nocturna que le acaricia el rostro justo antes de ponerle seguro a la ventana.

—Tengo sed. ¿Podrías…?

—Ya sabes que sí.

Se sonríen. Cualquier otra persona podría tacharle de estúpido de saber que esas ojeras y esa voz, que pese al cansancio reflejado sigue siendo amable, son resultado no tanto del trabajo acumulado como de cumplir al pie de la letra las peticiones ajenas mañana, tarde y noche. A todas horas, todos los días, desde hace más o menos un mes. Tengo sed, tengo hambre, necesito ir. ¿Me ayudas? Hiroto, estoy enfermo. Te necesito, eres el único amigo que me queda. No quiero que mi madre y mi hermana me vean igual que la abuela cuando se fue. No quiero causarles problemas. No quiero las terapias, quiero que me entierren con todo y cabello. El medicamento se me terminó, me duele la cabeza; hace demasiado frío. Te prometo que va a ser por poco. No duraré mucho aquí y entonces podrás volver a tu vida. Mientras tanto, quédate conmigo hasta que me duerma…

Y ahí está él. El idiota, el siempre fiel, el eterno amigo, hermano, compañero. Hiroto.

Tras dejarle en las manos un vaso con agua, regresa al incómodo banco.

—¿Te falta mucho?

—Es sólo la portada.

El pincel se desliza sobre el papel. El exceso de agua viaja desde esos ojos flotantes, carentes de un rostro que los sostenga, hasta el borde de la hoja. Él no puede, no debe llorar, y es por ello que le permite a su creación hacerlo. No tiene ningún derecho. Porque ahí nadie más que Akira, enfermo, con esos hematomas que le adornan el cuerpo, con su mórbida palidez, fatiga y pérdida de peso, tiene derecho a quejarse. No él. Al lado de esa maldita enfermedad, el amor no correspondido es una nimiedad tal, que para no sentirse egoísta, ha tenido que esconderlo tras una careta de eterna fraternidad de la cual está más que seguro, jamás va a poder despojarse. Porque le ama. Lo ha hecho desde siempre. Lo ama pese a sus errores, sus defectos, esa innata capacidad para herirlo, esa terrible e irrevocable personalidad temerosa que le ha acompañado desde que eran niños y que siempre ha tratado de ocultar en vano. Lo ama aunque la esperanza de ser correspondido haya muerto seis años atrás.

Pero eso es algo de lo que Akira nunca, jamás, debe enterarse, aunque lo sepa de antemano. En un acuerdo tácito entre ellos, se ha llegado a la muda conclusión de que, si aquello no se menciona, no existe.

—Cuando te hartes de vivir con un enfermo no dudes en decírmelo —suele decirle cada vez que tiene oportunidad.

—No seas estúpido, Akira. Somos amigos. Nunca te voy a abandonar.

“No voy a dejarte caer”, grita su otro yo desde el restirador.

Un sonoro bostezo, que no es suyo, le obliga a girarse nuevamente.

—¿Tienes sueño?

—Lo he tenido todo el día.

—Vuelve a dormir entonces.

—No… tengo ganas de charlar.

Hiroto disimula su sorpresa siguiendo con lo suyo.

—Nunca te pedí perdón por lo que pasó esa noche.

—No hace falta que lo hagas.

—Pero si no lo hago ahora, no podré hacerlo desp-

—Cállate. No hace falta, en serio.

Un nuevo silencio se formó entre ellos, interrumpido tan solo por la música queda que desde la radio ambienta la velada de trabajo del ilustrador. Pero es un silencio extraño, desconocido, desconcertante. Un silencio que le provoca escalofríos. Un silencio que necesita romper, sí o sí.

—Mañana voy a llevar mi manga a la editorial. Probablemente el próximo mes será la presentación.

Silencio.

—Me vas a acompañar ¿verdad?

Silencio.

—Akira, idiota. Te estoy hablando.

El mutismo ajeno le exaspera. Irritado, se gira para observarlo nuevamente y lo que ve, le hiela la sangre. Inerte, Akira yace en la cama con un par de ojos ciegos fijos en el techo. El pánico se apodera de él por lo que, sin cuidado alguno, deja caer el pincel descuidadamente en el vaso, salpicando su creación con gotas multicolores, arruinándola por completo.

Ahora es él y no su reflejo de grafito el que llora. El que en medio de su desesperación, se arrodilla junto a la cama y sostiene la fría mano que se deja hacer sumisamente a la voluntad del ilustrador, rogándole que no calle, que no lo decía en serio, que no era su intención, que lo perdonaba por violentarlo, por aprovecharse de su cariño, por no amarlo, intentando, tercamente, romper ese silencio para el cual no estaba preparado: el eterno, el peor de todos. Pareciera que Akira esperaba el momento oportuno para ofrecer sus disculpas, así como él siempre esperó el momento oportuno para declararse y rogar por una nueva oportunidad.

No importa si no tengo esperanza.

Tristemente, ese momento nunca llegó.

Yo te voy a amar siempre.

Notas finales:

Bien... Es una pareja que me gusta mucho y en mi perfil dije que escribiría de ella alguna vez. Así que ésta fue una excelente excusa para hacerlo. Así también, admito que siempre quise escribir algo usando como base ésta canción (que en mi opinión, es la canción de amor más hermosa jamás existente en el mundo. Mientras la escuchaba llegué a la conclusión de que, en efecto, es un tema que no-tiene-madre; te odio, Bellamy. Púdrete. Eres un maldito genio).
Bueno, ahora voy a quejarme. Me quedó kilométrico (es que nunca había escrito un shot tan largo), así que espero nadie se haya aburrido en el proceso de lectura. ;_;

Y cosas que no tienen nada que ver:

Por si alguien quier ver algunas ilustraciones con la técnica de aguadas, les recomiendo la página de esta mujer (yo la amé, en serio, sus dibujos son magníficos):

http://www.marion-b.com/index.php?/paintings/sneak-peek/

Y para rematar, éste es el parque Sankei-en. Les dejo una reseña de un sujeto que fue y sacó muchas fotitos.

http://irukina.com/%E4%B8%89%E6%B8%93%E5%9C%92-el-parque-sankeien-un-tesoro-en-yokohama.html

Bueno, creo que es todo. De más está decir que dejé implícita la enfermedad de Reita porque soy demasiado cobarde para escribirla. La frase de la reina que aparece en el primer apartado hace referencia a una canción de los Sex Pistols. Y la que menciono de The Cure es, of course, Boys don't cry.

Gracias totales a las personas que se tomen el tiempo de leer y comentar. Son geniales. :)


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