Se encontraba ahí, en un lugar en el que nunca pensó correría peligro, en el santuario que creo desde que su esposo murió, desde que lo dejó sólo con su niña de tan sólo un año. Estaba ahí, sentado en el piso, con un collar de cuero grueso que abarcaba el grosor de su cuello, cubierto con picos de metal y unido a una cadena; como si de un perro se tratara. Podía sentir el frío del lugar con su desnudez, a la vez que sentía la cadena siendo forzada hacia el frente. Trató de levantarse, pero olvidó el hecho de la falta de sus piernas. Cómo hubiera deseado que nunca se hubiera ido y él viniera.
Era un día de lluvia en verano, él estaba acostado en la cama con su esposo y su hija, la niña que habían adoptado una semana antes, veían televisión como todas las noches, su esposo sujetaba a la pequeña con ternura, acariciaba sus mejillas suavemente y se complacía con la vista de su bebé, tras cuatro años de intentos por adoptar un niño, la agencia los aceptó y les concedió el permiso para adoptar un bebé.
Kegan admiraba a su esposo, observaba cada línea, cada detalle en su cuerpo, adoraba su cabello azabache y su piel nívea, tan suave como la piel de un durazno o un pedazo de terciopelo. Se acercó a él y le besó con ternura, el de cabello azabache observó a su marido con sus cálidos ojos ámbar, un tono carmín se posó en sus pómulos y le dirigió una sonrisa cálida. Abel, ese era el nombre.
Se habían conocido en la oficina. Abel caminaba por los pasillos de la oficina, apurado y con un montón de papeles que tenía que llevar a la junta a la que ya iba tarde, de pronto en su carrera chocó contra un hombre poco más alto que él. El azabache cayó de espaldas y todos sus papeles cayeron al piso.
-¡Maldición!- se quejó el de ojos ambarinos, se puso sobre sus rodillas y comenzó a recoger los papeles.
-¡Dios! ¡Lo lamento!- el otro se puso en cuclillas y le ayudó a recoger los papeles, al ambos levantar la mirada al mismo tiempo, sus visiones se cruzaron y un tipo de conexión se creó entre ellos, el ámbar con el rojo se combinaron. Desde entonces salían a comer juntos todos los días, y en una de esas salidas, el hombre oji-rojo declaró sus sentimientos al otro. Se correspondían. Tras unos meses decidieron casarse y ahí estaban ahora, con su pequeña niña.
Kegan miró a su marido con preocupación después. Últimamente Abel había sufrido de dolores de cabeza constantes, tan fuertes que le hacían perder la razón y el conocimiento provocando que se desplomara varias veces. Habían ido al hospital, donde le hicieron una resonancia magnética. No había nada, pero al final de cuentas, los dolores eran cada vez más fuertes.
Pasaron los días y Abel cada vez se veía más raquítico, más pálido y las ojeras comenzaban a agolpar bajo sus ojos. Cada vez, el de cabello azabache se iba consumiendo, como si un parásito lo carcomiera en vida. Quién diría que realmente sería un parásito…
Aquel par estaba durmiendo cuando el de piel nívea sintió un fuerte dolor, comenzó a gritar sujetándose la cabeza con ambas manos. Kegan se despertó gracias a los movimientos desenfrenados y los gritos de su esposo. Estaba asustado y no sabía qué hacer, lo abrazó contra su pecho y trató de consolarlo mientras el otro continuaba soltando alaridos de dolor. El rubio lo recostó en la cama y corrió a buscar el teléfono para pedir una ambulancia. Pero dejó de escuchar los gritos del chico de cabellos de ébano, se dirigió al cuarto con el teléfono en mano y entró. Lo vio acostado en la cama de una manera en la que nunca lo hacía. Su cara estaba hundida en la almohada y su cuerpo boca abajo.
-¿Abel?- se cuestionó el rubio. Escuchó su risa, una risa que le caló hasta el tuétano de los huesos, Abel giró su cabeza de una manera muy rápida hacia Kegan, miró dentro de sus ojos rojos y penetró en su alma. Un escalofrío se coló por su piel y se erizó, cerrando todos sus poros y haciendo que todos los vellos de su cuerpo se crisparan. De los ojos, boca y nariz del azabache corrían hilos de sangre, su mirada desorbitada y una sonrisa totalmente amplia, incluso inhumana, deformando su rostro. En un respingo dio un paso hacia atrás, resbalándose con un charco de algún líquido derramado en el suelo. Cuando vio sus manos mojadas notó el característico color carmesí del aquel líquido vital llamado sangre, en ese momento se percató de la ausencia de su pequeña. Miró el suelo y observó el lugar de donde provenía. Bajo la cama logró divisar una mirada fría y perdida… era la cabeza de su hija decapitada…
Gritó a todo pulmón y trató de correr, pero el azabache le atrapó saltando sobre él.
-¡No te escaparás de mí!- dijo mientras tomaba su rostro con sus manos. Era distinto, este no era el Abel que Kegan conocía…no, no era la persona que él amaba… su tacto ya no era el de sus cálidas manos sino el de las palmas de un cadáver y éstas se pasaron de sus mejillas a su tráquea… estrujaba sus garganta con tremenda violencia mientras de sus labios emanaba la sangre de Abel muerto… ese ya no era el azabache que todos amaban.
-¡Tú! ¿Quién eres?- pronunció el rubio entrecortadamente, con su respiración casi nula.- tú no eres mi esposo…- volvió a articular con dificultad mientras que el otro hacía más presión con sus dedos en la mandíbula del rubio.
-Oh no… ese inútil ya no está… en cambio tú vas a ser mío…- cambió sus semblante a uno con una mueca más macabra, y sus fauces se abrieron en una estrepitosa risa que resultaba estremecedora.- ya veo porqué a mi hermano le gustabas tanto…eres lindo-continuó mientras soltaba una pequeña risilla.
-“¿Hermano?” - se preguntaba el rubio a sí mismo, extrañado. En ese momento, Kegan recordó algo que había visto algo que había visto en uno de esos documentales de la televisión. “síndrome del gemelo evanescente” se llamaba, un síndrome donde durante el tiempo de gestación, se registran dos o más fetos en el vientre de la madre, pero tras algunas semanas sólo se detecta uno, es decir, el gemelo más débil es reabsorbido, ya sea por su madre o…por su hermano mismo… entonces notó que los ojos de su antes amado habían cambiado, de ámbar habían cambiado a un tipo de color terracota brillante- entonces era cierto…- dijo en un susurro.
-¿Cierto que?- cuestionó el de ojos terracota, sin comprender al de ojos de carmín. Kegan se quedó observándolo y de pronto descubrió lo que pensaba.- oh, sobre el gemelo evanescente…- sí, yo soy ese gemelo, el hermano absorbido por Abel…-dijo susurrando en una voz ronca.
-¿Tienes un nombre?- cuestionó el de cabello rubio. En sorpresa el opresor abrió los ojos cual platos y después soltó a reír en un alarido.
-¿Acaso bromeas? Jajaja ¡claro que no! ¿Cómo podrían unos padres ponerle un nombre a “algo” que nunca nació?- respondió con especial énfasis en la palabra algo, mientras el agarre de sus manos se debilitaba y soltaba completamente el cuello de Kegan. – Pero si lo deseas, puedo elegirme un nombre…en este caso creo que el nombre más apropiado para mí sería Caín ¿no? Ya que Caín mató a Abel en el viejo testamento ¿no?- terminó con una pequeña risilla tras eso.
-¡Abel no está muerto! Yo sé que muy dentro de ese cuerpo él está ahí encerrado…- respondió el de ojos escarlata cuando se reincorporó. Caín, con sus ojos como platos y con una expresión de sorpresa miró a Kegan y tan solo un segundo después volvió a reír, extasiado por la respuesta del esposo de su hermano.
-¡Claro que lo está! ¡Yo mismo me aseguré de suprimir su conciencia! Cuando ambos fuimos concebidos, nuestra conciencia se desarrolló, y a pesar de haber sido reabsorbido por ese idiota, yo permanecí ahí, dentro de su mente…. ¿no te contó sobre sus visitas al psiquiatra y sus intentos de suicidio? Él escuchaba una voz, él decía que no estaba loco, y efectivamente ¡no lo estaba! Era sólo yo diciéndole que se matara….- era cierto, aunque Abel no le hubiera dicho, Kegan podía ver en su cuerpo tantas marcas de autolesiones, en sus muñecas podía ver las cicatrices cada vez que sostenía su manos. –Ahora ¿porque no continuamos jugando por otro rato?- remarcó tras su discurso. Con sus manos cadavéricas se aferró a la camisa de Kegan y lo atrajo así, y con sus labios cubiertos con la sangre de su gemelo poseyó los del rubio en un beso violento, con cada movimiento de sus labios, pedazos de estos eran arrancados gracias a las salvajes mordidas que el de ojos terracota le otorgaba y de los labios que la miel alguna vez probó, aquella dulzura se transformó en el sabor metálico de la sangre. Cada vez más se escuchaban los gritos por parte del de ojos escarlata, cada vez que Caín mordía, Kegan gritaba de dolor.
Nunca imaginó que Caín tuviera tremenda fuerza que no podría zafarse de su agarre. Pocos instantes después, ambos se encontraban en el piso y mientras Caín trataba de desnudar al otro, éste forcejeaba para soltarse. –Creo que no necesitaras más esto….- mencionó el pelinegro cubierto de líquido carmesí mientras lanzaba a un lado las ropas del otro. En ese momento, Caín se descuidó y con todo el dolor de su corazón, Kegan soltó un puñetazo a la mejilla de Caín, dañaba el cuerpo del que antes era su amado. Caín estaba impávido y un sentimiento de ira crecía en su interior, giró su cabeza rápidamente y en sus ojos se denotaba una mirada sombría que calaba hasta lo más profundo. – Pagarás por esto….- dijo el de ojos terracota y hundió sus fauces afiladas en el hombro del rubio, tiñendo su blanca piel del color del aquel líquido vital para después arrancar brutalmente un pedazo del omóplato y provocar otro alarido por parte del de ojos rojos. Cabe mencionar que cada pedazo de carne que Caín lograba arrancar del cuerpo de Kegan, lo tragaba cual lobo hambriento.
De los ojos del rubio brotaban las lágrimas cual cataratas de la misma manera que su sangre de las heridas que el azabache le había causado. Todo estaba fuera de control. El suelo a su alrededor y bajo ellos estaba cubierto con la sangre de la bebé y de Kegan, lo cual le traía una grotesca imagen placentera al agresor y de la misma manera despertaba una ligera excitación en sus caderas. Pronto, pensó en aprovechar el momento y tomar entre sus fauces el miembro del rubio. Lamía y disfrutaba de aquel pedazo de carne y moví su cabeza en un vaivén acelerado, cada vez que sacaba el miembro de Kegan de su boca, rozaba este con sus dientes afilados y provocaba que pequeños hilos de sangre corrieran por su falo. Por más doloroso que esto fuera, el rubio sentía pequeñas corrientes de electricidad correr por su espina y lo hacían arquear la espalda a la vez que soltar pequeños gemidos.
El de ojos terracota le retiró la ropa por completo y amarró sus manos con una corbata del mayor que tenía cerca y se posicionó sobre el miembro de éste, en una sola estocada y sin preparación, el azabache comenzó a embestir salvajemente al rubio, lo montó como si de un caballo bronco se tratara. Tras algunos minutos de esto, el azabache soltó un gemido de placer que resonó por todas las paredes de la casa cuando este sintió llegar el orgasmo y de la misma manera, Kegan descargó toda su semilla en el interior del de piel nívea. Cundo Caín hubo descansado sobre el pecho del mayor, decidió que éste no necesitaría más sus piernas. Sin decirle nada, se dirigió al cuarto de herramientas del rubio y tomó la motosierra. Cuando regresó a la habitación, el otro se encontraba placenteramente recostado sobre el colchón. Caín, con un toque de malicia sonrió de lado y encendió la motosierra, despertando y alterando a Kegan.
-¿Qué demonios crees que haces?- Preguntó el de ojos escarlata cuando observó al azabache.
-Si lo vamos a hacer como hoy de ahora en adelante, no necesitarás más tus piernas fufu- dijo para terminar con una pequeña risilla. Caín se acercó a Kegan y éste trato de huir. Aun así, para evitarlo, Caín pasó el artefacto por los tobillos del rubio y los cortó, causando la estrepitosa caída de éste. A continuación, un alarido de dolor que podría haber despertado a los demonios de lo más hondo del infierno. Kegan se desangraba y las lágrimas volvían a caer de sus ojos como torrentes caudalosos. Caín se divertía como nunca, ahora tenía un cuerpo, tenía con quién divertirse y sabía que después de lo que haría en ese momento, esa persona que ahora estaba desangrándose, se quedaría a su lado para siempre.
Rápidamente y con una risa frenética, Caín acercó la motosierra a los muslos del de ojos escarlata y las telas que cubrían la cama se volvieron del mismo color de sus ojos. Empapado de sangre y rodeado de dolor, Kegan se desmayó por el shock del dolor. En ese momento, la vida que aquel hombre conocía, se habría convertido en una eternidad de sufrimiento. Se convirtió en el esclavo de Caín, un demonio derrocó a un ángel y trajo consigo un tesoro.
Estaba sentado en el suelo frío de concreto y con su desnudez podía sentir como la temperatura de este lastimaba su piel. En sus brazos sostenía el cadáver decapitado y en descomposición de su niña, la trataba como si aún viviera, aunque ya no pudiera verla. Al igual que con sus piernas, sus bellos ojos carmines habían sido extirpados y guardados en un frasco con formol. Sus heridas nunca fueron tratadas, por lo que varias infecciones habían invadido su cuerpo. Por más que el azabache tratara de darle medicinas para combatirlas, este nunca las aceptó y su cuerpo se fue debilitando más y más.
Un día, el rubio se encontraba en los brazos del azabache y tras haber repartido el menor unos cuantos besos sobre los labios del mayor, éste dejó su último aliento sobre los labios del cuerpo del que alguna vez amó. Pronto, él se reuniría con su ángel de ojos ámbar y ambos estarían juntos de nuevo por la eternidad en la compañía de su bebé.
Caín había matado a Abel por amor, y su amor murió por Abel.