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¡Hey, Mr. Diva! por Edi

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Notas del capitulo:

Hola, sí, tendría que haber saludado antes. Pasó tanto tiempo desde que subí algo a AY que se me mezclan las cosas :s

Bueno, como dije, estoy re-subiendo mi bebé, porque también es de ustedes; todavía no sé qué voy a hacer con los otros fics, ahí están en mi carpetita jhsdjkfskf bien cuidados y calentitos.

Voy a tratar de ir subiendo los capítulos a medida que los voy editando, porque sí, los etoy editando (¡qué desastre eran mis guiones de diálogo! ¿por qué nadie me dijo algo nuncaaaa? redescubrí que mi Choi Minho es un pesado de mierda, Kibum te compadezco, bombón).

Gracias a todas las personas que alguna vez leyeron HMD, esto es para ustedes y de ustedes (NO se lo tomen taaan literal y re-suban el fic con otra pairing pls, llevémonos bien).

Capitulo Uno:

Eres demasiado nena

 

Aquella mañana desperté, extrañamente, de buen humor. Por supuesto, era sábado, por unos momentos lo había olvidado.

Aún recostado, sonreí de lado, pensando en todo lo que haría durante el día. Nada. Y eso era grandioso. Mamá trabajaría todo el día y no estaría encima de mí, diciéndome que podía hacer y qué no, aconsejándome con quién debía de pasar mi tiempo y de quién era mejor mantener distancia. Aunque en realidad, jamás le hacía caso. Ya no era un niño, podía tomar mis propias decisiones.

Revoleé las sábanas a un lado, apoyando los pies sobre la alfombra, y tropecé dos pasos después, con algo que parecía ser aquel bóxer gris que creía perdido. Lo pateé, alejándolo del camino. Ya después mamá los buscaría y me haría el favor de lavarlos. Mañana seguramente, que era cuando lavaba la ropa, aprovechando su día libre.

Azoté sin cuidado la puerta de mi habitación y bajé las escaleras, con pereza. Bostezando y pasando las manos por mi cabello, lo tenía bastante largo, y ondulado. Exactamente como le gustaba a las chicas del colegio. Sonreí vanidoso. No había porque ser humilde, solo era sincero conmigo mismo: les encantaba a las mujeres, y eso era algo que sabía aprovechar muy bien.

 

—¡Ya está el desayuno! –—gritó mama desde la cocina, seguramente aún me hacía en el cuarto, durmiendo.

 

—Estoy aquí, no grites —exclamé tomando asiento, detestaba oír a la gente gritar, sobre todo si solo estaba a una distancia corta, y no había razón lógica para hacerlo. Me ponía de mal humor.

 

—¡Oh! —soltó ella, acomodando mi taza de té sobre la mesa, mientras le daba un sorbo a su café y tomaba unos papeles que había dejado en la mesada. A veces me preguntaba cómo mi madre podía hacer tantas cosas al mismo tiempo. —Creí que dormías, como es sábado —explicó, sonriéndome. La conocía muy bien, bueno, es mi mamá, creo que teniendo eso en cuenta es algo normal.

 

—Saldré con los chicos —dije seco, tomando de mi bebida.

 

—¿Con qué chicos? —cuestionó, pispiando rápidamente sus papeles para luego observarme, esperando que le respondiera.

 

—Con los chicos —fue mi respuesta. Me irritaba que siempre preguntara con quién salía. Ni que fuese un niño de jardín de infantes que no se puede cuidar solo.

 

—Minho —llamó, seria, clavándome sus ojos oscuros, queriendo que sea más preciso.

 

—Mamá, no empecemos —avisé de repente, de verdad que no quería discutir con ella. —Con los chicos, ¿está bien? –—pregunté, aunque no esperaba que me dijera algo de vuelta, quería dejar el tema hasta ahí.

 

—Sabes que ellos me dan mala espina —opinó, y sí, ya lo sabía. Creo que me lo dijo unas… tres mil veces en solo dos meses. ¿No era eso demasiado?

 

—Son mis amigos, quizás sus madres piensen lo mismo de mí —rebatí, desafiándola con la mirada.

 

—Entendería que lo hicieran, lo extraño sería que pensaran que eres un chico correcto, no haces nada para que los demás piensen bien de ti —me estaba retando, otra vez. Y mi malhumor y molestia estaban comenzando a crecer, ¿por qué simplemente no me podía dejar en paz?

 

—No soy hipócrita, no me interesa lo que los demás puedan llegar a pensar, a decir verdad, me importa una reverenda—

 

—¡Cuidadito, Choi! —me interrumpió, señalándome con su índice, —no digas groserías delante de tu madre, y no me hables en ese tono —aclaró de manera rápida.

Agaché la cabeza y negué.

No lo podía creer. Mi madre al parecer, no podía soportar verme de buenas.

 

—Mamá, disfrutas de verme alterado y de cara larga, ¿no es así? —pregunté enojado, mirándola con severidad.

 

—No, no es así —respondió, cortante, concisa. —Solo me preocupo por ti, eres tú quien no entiende las cosas—. Bufé desbordado, desesperado. A esas íbamos una mañana más.

 

—Siempre soy yo quien no entiende —completamente ido, negándome a mirarla a la cara.

 

—No es eso, Minho, pero nada de lo que digo te parece bien, siempre haces lo que quieres, lo que se te antoja, y ya me cansé.

No dije nada, solo la escuchaba, sentado en mi lugar, observando a través de la ventana de la cocina.

Hasta que ella se levantó, tomó unos papeles y algunas carpetas y caminó hacia la salida.

 

—Hoy no saldrás—. Rápidamente me giré a mirarla. —Kibum debe estar por llegar, te quedarás en la casa todo el día.

 

¡¿Qué?!

No, no, no.

¿Kibum?

¿Acaso se refería al rarito de hace unos días?

¿Hablaba de aquella nena de ropas extrañas y apretadas? ¿Se refería a aquel de cabello extraño y colorinche?

Decidido.

Mi mamá estaba completa y absolutamente fuera de órbita.

 

—No me quedaré con ese —grité ofuscado. —Ve tú a saber lo que puede hacerme —excusé nervioso, sintiendo mi cara arder a causa de la impotencia.

 

Ella no podía hacerme eso.

 

—No seas exagerado —respondió ella, guardando su celular en la cartera, parecía que no atendía a mis pedidos desesperados. —Es un buen chico, solo trátalo bien y lo verás —aconsejó, pero mi expresión de incredulidad era demasiado obvia.

¿No le bastó aquella tarde para comprobar que ese tal Kibum era el demonio en persona?

 

—¿Qué te hace creer que me quedaré aquí todo el día? —cuestioné decidido, sonriéndole.

 

—Esto —dijo ella, mostrándome las llaves y cerrando la puerta, dejándome solo, dentro de la casa.

Dentro de la casa, repito.

 

—Puedo salir por cualquier otro lugar —grité desde la puerta, sabiendo que estaba del otro lado.

 

—No, no puedes —respondió.

 

—Mamá, ¡ábreme ya mismo! —ordené furioso, sintiendo mis venas cobrar mayor tamaño, comenzando a experimentar el calor de aquel día soleado.

 

—Pórtate bien y no le des demasiado trabajo al chico —dijo ella, y luego escuché como arrancaba su auto. Dejándome allí dentro, solo, enojado, lleno de impotencia.

 

—¡Mierda de vida! —grité aún de pie al lado de la puerta, golpeándola con mis puños.

Di vueltas en el lugar, pareciendo un león enjaulado, completamente enojado, sintiéndome el ser más desafortunado del planeta.

Corrí hasta la puerta trasera y traté de abrirla, la sacudí mil y un veces, siempre con el mismo insoportable resultado. El maldito pedazo de madera no se abría.

Con la misma desesperación, e insultando a todas las madres del mundo en mi cabeza, revisé todas y cada una de las ventanas de mi casa, encontrándome con todas ellas cerradas de alguna manera maquiavélica para que no pudiesen abrirse desde dentro. ¿Es que mi madre me odiaba tanto?

Absolutamente llevado por el cansancio y la resignación, me tiré en el sofá de la sala de estar; bufando cual búfalo y ladrando cual perro; tan venenoso como una cobra desértica. 

Tomé una almohada y comencé a propinarle golpes, descargándome de forma infantil y tonta con el almohadón favorito de mamá.

¿Qué haría ahora para no aburrirme como un hongo?

No podía salir, así que no tenía muchas posibilidades atractivas.

¿Mirar televisión?

¿Distraerme en internet?

Ninguna idea me parecía seductora, solo quería escapar y respirar un poco de aire contaminado.

Ofuscado y desbordado en rencor por la actitud carcelaria de mi mamá para conmigo, su único hijo, tomé el control remoto de la televisión, lo observé con odio y lo apreté fuerte entre mis manos. También detestaba a ese coso largo lleno de botones con letras y números en negro.

Eso era una conducta normal en mí cuando me encontraba enojado; generalmente, me desquitaba con lo primero que se me cruzaba. No importaba si era un objeto que carecía completamente de vida, la idea era solo desahogarme.

Aunque no estaba funcionando.

 

Cambié de canal.

Volví a presionar el mismo botón, volviendo a cambiar.

Seguí cambiando.

Cambié, otra vez.

¿Es que no había nada bueno en la tele?

Estuve repitiendo esa acción unos cinco minutos más, hasta que encontré un programa de variedad, de esos en los que salen los jóvenes famosos haciendo tonterías. Hubiese seguido con mi zapping de no ser por aquella chica hermosa de cabello azabache y ondulado que se movía de manera sensual al ritmo de alguna canción de un conocido grupo de chicas.

¡Wooo!

¡Ella es sexy!

Fue lo primero que pensé.

En verdad que lo era, sexy y divertida, totalmente mi tipo.

Lástima que era famosa y eso hacía descender a la nulidad mis posibilidades de que cayera rendida a mis pies.

Continué observándola, ahora bailaba con gracia, bueno, en realidad no, solo bromeaba con aquella humorista famosa, haciendo la versión cómica de aquella coreografía.

Era linda.

Y la humorista tampoco estaba nada mal. Me gustaban las mujeres mayores.

Sonreí divertido, recordando a aquella profesora que seduje de manera descarada para que no me reprobara el año. Fue una buena experiencia, aprendí varias cosas, como que las profesoras tienen la fantasía reprimida de hacerlo con su alumno más rebelde, el que les causa más problemas, generalmente también es el más atractivo. Justo como yo. Ja.

Tuve que acostarme con ella unas dos veces, la primera para que no me reprobara y la segunda para convencerla que lo que había hecho no estaba mal, la mujer parecía muy arrepentida, al borde de un colapso nervioso, pero en cuanto le arranqué la camisa de seda blanca pareció olvidar todos aquellos temores y fantasmas de moralidad.

Al año siguiente ya no la volví a ver, después supe que había pedido pase a otro instituto.

 

—Pobre mujer —dije en un susurro, hablando solo. Esto era lo que conseguía mi madre, me estaba volviendo loco.

Cambié de canal en cuanto la chica dejó de mover las caderas. Típico.

 

Salté en el sofá cuando oí el timbre.

¡Esperen!

¡Nononono!

¡NO!

Era el rarito ese.

Me había sentado, mirando hacia la puerta. Hasta que esa idea salvadora y maravillosa llegó a mi abultada cabellera.

No tenía llaves, entonces… Técnicamente no podía abrirle la puerta.

Listo.

No lo haría.

Problema resuelto.

 

—Gracias, mamá —exclamé al aire, afilando mi mirada hacia la nada, victorioso.

Volví a desparramarme sobre el sofá. Tranquilo, sintiéndome holgado.

El timbre volvió a sonar; y yo, volví a ignorarlo Ya se cansaría, se daría por vencido y me dejaría en paz, olvidando la idea estúpida de vigilarme.

 

Pero eso no sucedió.

 

El maldito infeliz bastardo cabello ridículo y colorinche siguió jodiéndome la existencia tocando el timbre con más insistencia aún.

Arrugué entre mis manos pedazos del sofá y me levanté como resorte.

 

—¿Puedes dejar de romperme… los oídos? —agregué, dudando de decir algo más fuerte.

Era él, podía verlo. Pero no le abriría la puerta, bueno, en realidad no podía.

 

—Hola, buenos días, ¿podrías dejarme pasar?—. Era tan insoportable, ni siquiera aguantaba el tono de voz que se cargaba. Tan hipócrita, falso, y desbordando sarcasmo hasta por las cuerdas vocales.

 

—¿Y tu podrías mover tu culo de mi puerta y desaparecer de mi vista? —cuestioné cizañero. Divirtiéndome un poco con su paciencia.

 

—Me dijeron que eras maleducado —dijo él, y pude escuchar su risita.

 

—Óyeme, niña —espeté, marcando bien la ultima palabra. —¡Lárgate ya mismo!

 

—¿No piensas dejarme pasar? —preguntó. ¿Era retrasado? ¿No podía suponer que obviamente la respuesta era un rotundo NO?

 

—¿Qué comes que adivinas? —solté con gracia. —Por supuesto que no te dejaré pasar, niña.

 

—Muy bien —respondió él.

¿Ahora sí? ¿Me dejaría vivir tranquilo? ¿Podría seguir haciendo nada?

 

Luego de eso no escuché nada más, parecía que se había marchado. Sonreí contento y me alejé de la puerta.

 

—¡¿Pero que mier…?! —grité sorprendido. El tarado ridículo me había asustado.

 

El muy infeliz sonreía de oreja a oreja, tintineando un juego de llaves en su mano derecha.

 

—Tu madre suponía que esto pasaría —explicó él, volviendo a cerrar la puerta… con llave.

 

Con mis llaves.

 

Ese juego era mío, y misteriosamente, ahora era suyo.

 

Estaba congelado, inmóvil, observando las llaves. Eran mías… ¿Por qué mi madre se las dio a él?

 

—Devuélvemelas —ordené, de manera atropellada. —Son mis llaves… mías —aclaré.

 

—Ya no lo son —respondió él, guardándoselas en la ¿cartera? ¿El rarito llevaba cartera?

¡Oh por Dios!

¿En manos de qué ser había caído?

 

—¿No me las darás? —cuestioné, apretando la quijada. Lo quería matar, y ahora se me presentaba una buena oportunidad.

Como respuesta el solo me observó desafiante, con los ojos oscuros y ¿delineados?

¡Santo cielo!

Quería golpearlo hasta sacarle todo el maquillaje que tenía encima.

 

—Ya te lo dije, ahora son de mi propiedad, están en mejores manos —explicó, tranquilo, caminando hasta la sala.

Me quedé de pie, siguiendo sus pasos.

No pensaba decir nada más, no quería cruzar palabra alguna con ese ser extraño, pero su carcajada desaforada lo convirtió en mi centro de atención.

¿Por qué no podía reírse como una persona normal?

¡Por supuesto! Porque no lo es.

Maldita diva de pacotilla.

 

—No pensé que tú…—carcajadas— … no creí que tú… —más carcajadas— no le entendía nada, a causa de su risa no llegaba a entender lo que decía. Aunque en realidad no me importaba, bueno, solo un poco, quería saber qué mierda era tan divertido.

Balbuceó unas palabras más, pero como seguí sin comprender, señaló el aparato encendido frente nuestro.

 

—¡Te gusta Barney el dinosaurio! —gritó emocionado, burlándose, para luego volver a explotar en carcajadas, tomándose el estómago y pataleando sobre el suelo alfombrado de la sala.

 

Lo miré con odio, con la intención de fulminarlo, de volverlo partículas.

 

—¿No estás algo grandecito para eso? —siguió mofándose de mi mala suerte.

Me acerqué desafiante, tomé el control que descansaba a un lado de su cuerpo convulsionado por la risa y apagué esa maldita caja.

 

—Deja de decir estupideces —grité con nervios, algo apenado porque creyera que me gustaba ese programa para niños de 0 a 6 años. —¡Solo estaba haciendo zapping hasta que una persona extraña y molesta llegó a mi puerta y no me fijé en que canal quedó la maldita televisión! —escupí casi en su cara, y ahora que lo pienso, lo tenía demasiado cerca. Me alejé de inmediato en cuanto fui consciente de la cercanía.

 

Su perfume era tan… dulzón.

Tan femenino…

Tan…

¡Insoportable!

 

—Tranquilo, tranquilo, no te tiene que dar pena —decía, moviendo sus manos.

 

—¡Que no miro ese programa! —volví a gritar. Lograba alterarme con mucha facilidad.

 

—Bueno, ya, está bien, deja de gritar que no hay nadie con sordera aquí, o ¿Acaso tú…?  —exclamó, mirándome con los ojos entrecerrados.

 

—¡No soy sordo, estúpido! —renegué. —Y dame mis llaves, me largo de aquí —ordené enajenado. —Me rehúso a compartir mis días, espacio y tiempo con alguien como tú—. Extendí mi mano, esperando que las llaves hicieran contacto con ella, para abrir la puerta y dejar a ese chico dentro de mi casa, solo, lejos de mi persona.

 

—Minho, no lo haré —dijo, poniéndose serio de pronto. —Este es mi trabajo, y no un juego, así que saca tus libros de inglés que es lo que sigue —explicó tranquilo, sacándose la cartera extraña, dejándola a un lado suyo, sentándose en el suelo y apoyándose sobre la mesita baja de la sala de estar. —¡Rápido! — ordenó, clavándome sus ojos de zorro en mi rostro.

 

Lo admito, no pensé que tendría un carácter tan… fuerte. 

Resoplé parado, mirándolo desde arriba, tratando de que mis ojos lo quemaran vivo.

Debía hacerle caso, por lo menos por ahora, hasta que se distrajera y aprovechara para sacarle mis llaves.

 

—Ya vuelvo —dijo en un bufido, subiendo las escaleras yendo en busca de mis libros de inglés.

 

 

 

—¡Así no! —gritó en mi oído izquierdo, golpeándome en la cabeza por tercera vez en un minuto.

 

—No me pegues —exclamé, mirándolo de lado.

 

—Entonces pon atención cuando te hablo —dijo él, indignado.

 

—Pffff, es que eres tan divertido que…

 

—Minho —me llamó con voz profunda. —Vuelve a intentarlo —dijo después, apuntando a mi libro de práctica.

 

—Detesto este idioma —solté enojado, irritado.

 

—No me interesa, en algún momento puede serte de provecho.

 

—¿Cuántos años tienes? ¿Sesenta? —cuestioné, con una sonrisa en mis comisuras, volviendo a mirarlo de soslayo.

 

—Diecinueve —respondió él, acomodándose el cabello.  —¿Y tú? —me preguntó, mirándome con cuidado.

 

—¿No deberías de saberlo? —rebatí, me estaba gustando ver esa expresión de molestia en su rostro de niña.

 

—¿No puedes solo responderme? —inquirió molesto, y luego, me golpeó de nuevo.

 

—No, no puedo —respondí con soltura, tomando la revista enrollada con la cual me golpeaba con violencia y sin ápice de piedad. —Y ya no me pegarás más —aseguré, mirándolo a los ojos a la par que en el aire mis manos batallaban con las suyas para quitarle la revista.

 

—No te la daré, suéltala —decía, luchando.

 

—No lo haré, no puedes golpearme —respondí, tomando más fuerte el trozo de papel que había logrado acaparar.

El tiraba para su lado, y yo para el mío. Estuvimos así unos minutos, podía notar el cansancio en él, yo también estaba empezando a sentirlo, mis brazos no soportarían mucho tironeo más.

Hasta que con todas las fuerzas que tenía, que obviamente eran mayores a las del flacucho extraño, tiré fuerte de la revista, pero como el necio orgulloso no soltó el papel, cuando tiré de este, él también se vino encima, cayendo de lleno sobre mí, tumbándome al suelo.

Nuestros rostros quedaron muy cerca. Demasiado.

Podía sentir su respiración corta y rápida, y los latidos agitados en su pecho pegado al mío.

Su rostro era pálido, aunque ahora estaba algo rosa debido al ajetreo que resultó luchar por esa revista. Sus ojos de zorro, vivaces, retadores, oscuros, observaban fijamente los míos.

Sentía el calor de su cuerpo.

 

Era lindo. Era muy lindo, hermoso.

Y esto estaba empezando a no molestarme.

 

Sonreí de lado, causándole asombro.

 

—Si esto querías solo debías decírmelo —dije en su oído, jugando un poco con él. —Solo debías decirme que te gusto, Diva —susurré con voz grave, chocando accidentalmente mis labios en su lóbulo.

Se estremeció.

Quedé encantado ante el reciente conocimiento.

 

—¡Diva tu abuela! —gritó él, y se levantó con rapidez, dejándome solo en el suelo, alejándose, contoneando sus caderas.

 

Estaba decidido, de ahora en más, me divertiría con Kibum. Algo debía de hacer para no aburrirme, ¿verdad?

Y la televisión no me era de interés, no ahora.

 

Sonreí con sorna.

 

Todo esto estaba comenzando a parecerme interesante. Sobre todo después de observar con atención como aquel chico raro, tan nena, movía sus caderas con gracia.

 

Estallé en carcajadas.

 

Divertido.

 

Muy divertido.

 

 

 

Notas finales:

Aaaaaah qué será del fandom...???

Nos leemos en cuanto edite el segundo capítulo :)


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