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¿Te quedarás? por Solsticio de Saturno

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Howard Stark era el dueño de la principal desarrolladora de tecnología de transporte urbano de la costa oeste. Ingeniero mecánico y civil encargado de conectar las principales ciudades del condado. El tren en el que viajaba todos los días para acudir a la escuela era obra de su empresa. Para una persona que no estuviese trabajando en el gremio, probablemente sonaría como un desconocido. 

 

La primera vez que escuché su nombre tenía diez o nueve años. Lo recordaba como un hombre que parecía causar silencio cuando entraba a una sala, por más amotinada que esta estuviese, simplemente un hombre al que no podías mirar directamente a los ojos sin sentir que le estabas faltando el respeto. Sus ojos me miraron fijamente con una mueca en la boca que parecía casi una sonrisa debajo de su bien delineado bigote, a su izquierda estaba un hombre desconocido para mí, y a su derecha estaba papá. La fotografía era vieja, ni siquiera yo había llegado al mundo cuando fue tomada. Al girar la arrugada imagen, deteriorada por los años, podía leerse “Fiesta de Navidad, Stark Industries”. Fue, en algún tiempo, el hombre para el que papá trabajó, y según May tuvieron una buena amistad.   

Nunca lo conocí en persona, pero Richard decía que era un hombre difícil de tratar, rígido e incapaz de cambiar de opinión. Supongo que tu padre halló algo bueno en él para considerarlo su amigo”, dijo May antes de volver a colocar la imagen dentro del álbum y guardarlo en el armario por años. 

Esa fue toda la conversación que alguna vez tuvimos sobre el hombre junto a mi padre en aquella fotografía. Pero estaba seguro de que May había olvidado un pequeño gran detalle sobre el tal Howard, porque de otra manera podría explicar por qué su abogada estuvo en la puerta de nuestro apartamento. Ella se negó a darme demasiados detalles sin la presencia de su jefe, solo dijo que él precisaba verme en persona para atender asuntos alrededor de mi situación actual cómo un menor a cargo del Estado. 

¿Qué tenía que ver el antiguo jefe de mi padre en ello? ¿Por qué, de pronto, estaba tan interesando?   

Esa mañana jamás habría imaginado que empezaría el día en el último piso del 183 de la Avenida Franklin, a punto de ver al hombre que, sin saberlo en ese momento, sólo llegaría a provocar más caos en mi vida. 

Escuché el “clic” de la puerta a mi espalda. Yo estaba sentado frente a un escritorio vacío, junto a la señorita Potts, quién guardaba con recelo una carpeta negra entre sus brazos.

—Buenos días, señorita Potts. —saludó—. Peter Parker.

Me levanté y giré sobre mis talones, encontrando la misma mirada que una vez vi en esa vieja fotografía. Igual de fría y firme, como la de una estatua. Su sola presencia me estremecía, casi haciéndome contener la respiración, como si todo el aire dentro de la oficina se volviese más pesado y no pudiese entrar en mis pulmones. Definitivamente era Howard Stark. Su rostro ahora estaba marcado por los años, al igual que su cabello casi cubierto por completo por un velo cano.

—Señor Stark, es un gusto conocerlo. —solté, intentando no tartamudear al estrechar su mano. 

—Mírate, eres el vivo retrato de Richard, por un momento sentí que estaba viendo a mi joven amigo. —dijo, y a pesar de lo emotivo de aquellas palabras, su voz sonó dura y sin rastro de melancolía—. Lamento tanto lo de May, debe ser duro perder a tu familia. Mis más sinceras condolencias. 

Nunca la conoció, ¿de verdad lo lamentaba tanto como decía?

No retiró su mano de la mía hasta que terminó de hablar, se sentó del otro lado del escritorio. Lo imité, aún desorientado.

—¿Cómo falleció? 

Un nudo en la garganta avisaba el llanto, y con fuerza sobrehumana, me tragué las ganas de derrumbarme de nuevo. 

—Tuvo una embolia pulmonar… Se complicó. —sólo eso respondí, censurándome antes de volver a meter el dedo en la llaga.

Él tampoco insistió mucho.

—Sé que has tenido días difíciles, muchacho. —empezó—. Cuando Richard y Mary murieron, y supe que quedarías bajo la tutela de tus tíos, sentí un profundo alivio. 

No quería demeritar sus palabras, pero ciertamente carecían de emoción. ¿Era así de frio todo el tiempo? 

Asentí, bajando la mirada. 

—No estás solo, Peter. Y no hablo por la protección del estado, también cuentas con mi apoyo. Seguramente pensarás que no te traje aquí sólo para hablarte de cuanto apreciaba a tu familia. Señorita Potts. —llamó la atención de la mujer, que colocó la carpeta sobre la mesa, abriéndola—. Si tú estás de acuerdo, me será cedida tu tutela. 

—Yo llevaré el proceso legal lo más rápido posible. —mencionó la mujer a mi lado—. Tenemos excelentes contactos trabajando en esa área del gobierno, agilizarán cualquier trámite necesario. 

Levanté el rostro bruscamente, creyendo que había escuchado mal. Una risa de nerviosismo casi se me escapó, a veces se me salían cuando estaba profundamente incómodo, pero eso habría sido una falta grave de respeto.  

—¿Señor? —tartamudee.

—Puedo realizar una petición para adquirir tu tutela, al menos hasta que cumplas la mayoría de edad. No será nada complicado, el departamento de protección a menores necesita mucha ayuda con casos como el tuyo. —explicó, como si fuese lo más natural del mundo. 

Aunque abrí la boca, ninguna palabra o sonido coherente salió de ella. Procesé la bomba de información que me detonó en el rostro. 

—No quiero ofenderlo, señor Stark, en verdad, pero hace menos de diez minutos no lo conocía, ni usted a mí. —balbucee incrédulo—. ¿Cómo fue que decidió que quería hacer esto? Lo aprecio, agradezco su interés, pero... 

Sus labios se torcieron, como una especie de sonrisa. Me congelé, tragué saliva y por un momento deseé sólo haber dicho que sí.

—La familia Parker siempre ha tenido mi aprecio, Peter. Hice mal en no presentarme a ti como era debido, sinceramente nunca imaginé que llegaría un momento como este. —admitió, encogiéndose de hombros—. Es normal que desconfíes de las decisiones de un extraño, pero no he pasado estos dieciséis años ignorando tu existencia. 

En realidad, sí lo pareció.

—Encontré una forma de mantenerme al tanto de ti, de tus necesidades. Jamás le confesé a May que esos cheques eran de mi parte, no quería que se sintiese comprometida a corresponder de alguna forma. 

—¿De qué habla? —si antes creí estar confundido, definitivamente no sabía lo que me esperaba—. Los únicos que recibíamos venían de los trabajadores sociales que cedieron mi tutela a May. 

—Por supuesto, eso fue lo que les pedí que dijesen.

Conforme más hablaba, más parecía todo tan surrealista. El señor Stark mencionó que durante nueve años envió dinero a mi tía, mes con mes, lo suficiente para no tener que preocuparse por los gastos escolares, médicos o alimenticios; haciéndoselo llegar como parte de un programa de asistencia social. Alegó que jamás habría dejado a su suerte al único hijo de su amigo, aunque jamás nos hubiésemos cruzado, aunque no intentara siquiera conocerme. Alguien que jamás conocí hasta entonces parecía ser más leal a mi padre de lo que cualquier otra persona en vida lo era. El hombre que parecía de piedra, por alguna razón aún desconocida, se compadeció de mí.  

¿Estaba en lo correcto al sentirme, aunque sea un poco reconfortado? Una parte de mi se sentía protegida, pero no podía ignorar el hecho de que Howard había aparecido en mi vida de la noche a la mañana. 

Irme al hogar de un extraño, con una familia aún más extraña, no dejaba de darme mala espina. O quizás eran demasiadas cosas a las que no estaba acostumbrado. 

Probablemente, si yo hubiese estado menos vulnerable y dolido por la muerte de mi única familia, habría tomado una decisión diferente, pero al terminar nuestra plática acepté que el señor Stark solicitara mi tutela. Al final de cuentas, ¿había algo más que perder?  




—¿Vas a mudarte? 

Asentí. Ned alzó aún mas las cejas, en un gesto de preocupación combinado con alegría, abandonando por completo su atención del Halcón Milenario de Lego frente a nosotros sobre la mesa del comedor. 

—¿Qué tan lejos es? ¿Podremos visitarte? ¿Seguirás asistiendo a la escuela o también tendrás que cambiar? —me invadió con preguntas sin darme tiempo de responder a una sola.

—No me han dado información, ni siquiera sé si aprobaron la solicitud del señor Stark. —expliqué, igual o más confundido que él.

—Ese hombre podría demoler todo este vecindario y construir una central de trenes si quisiera. Acelerar todos esos trámites no serán nada para él. —observó—. En verdad es una fortuna que alguien cómo el se haga cargo de ti, ¿sabes? 

—No, no es una fortuna. —repliqué amargamente—. Si May estuviera aquí…

—No me refería a eso, lo siento. —aclaró rápidamente—. Lo que quise decir es que… Hay chicos que pasan toda su vida en una casa de acogida, luego en otra, y otra. Buscando una manera de sobrevivir a penas los echan de ellas porque son considerados adultos. 

Viéndolo así, sí resultaba una total fortuna. 

—¿Qué clase de familia serán los Stark? —comenté, encajando en su lugar una pequeña pieza de la nave.

—Refinados, excéntricos, estirados, cómo cualquier familia ricachona de la ciudad. —respondió él en un tono que me sacó una pequeña risa—. Quizá hasta te hagan aprender reglas de etiqueta y comer con cubiertos que ni siquiera pudiste imaginar que existiesen.

—Y no comeremos nada que cueste menos de cincuenta dólares.

 

 

Sí, la familia Stark tenía dinero, más del que yo pudiese calcular, pero en realidad no me incumbía tener los datos financieros de Howard. Tenían las costumbres de una familia normal, más privilegios y poder adquisitivo, pero “normal” y al fin al cabo, o así fue cómo Howard se describió, mientras hablaba con la vista al frente, conduciendo su propio auto, llevándome a dónde pasaría mi juventud, al menos hasta que pudiese sostenerme por mí mismo. 

Mi mirada sólo percibía ese abrupto cambio de escenarios que se manifestaban al otro lado del cristal del auto. Pasé de ver bloques de departamentos, vecindarios de casas modestas, autos comunes que ahorraban la mayor cantidad de gasolina posible y niños en bicicleta surcando las calles, a enormes viviendas con metros de jardín perfectamente cuidado por trabajadores domésticos, autos de lujo conducidos por choferes personales y áreas recreativas solitarias que parecían más un adorno, salvo por un lejano atleta que corría alrededor de la pista. 

La señorita Potts me llamó dos días después de reunirnos con Howard, indicándome que empacase mis pertenencias, pero éstas ya estaban en la maleta desde el día en que la trabajadora social me visitó. Nuestro apartamento permanecería inhabilitado para cualquier hospedador, es decir, estaba en el limbo sin pertenecerme a mi o a cualquiera. Intenté hablar con la trabajadora social, aunque su respuesta únicamente fue la de “ese asunto le corresponde a otro departamento”. Definitivamente no quería perder el hogar que May tanto se esforzó por darme, pero sin un centavo en una cuenta bancaria inexistente y yéndome a vivir a otro lugar, no había mucho que yo pudiese hacer por el momento. 

—¿Estás seguro de que empacaste todo lo necesario? 

—Tan sólo mis pertenencias, señor, la señorita Potts dijo que no necesitaría nada más. —contesté, mirándolo de reojo para luego volver a observar por la ventana.

—Está en lo cierto, aun si olvidaste o necesitas algo, házmelo saber a mi o a Jarvis, ¿de acuerdo? 

Asentí nuevamente. Howard me habló todo el camino de su esposa María, de Jarvis, de los otros empleados, de personas que solían visitarlo constantemente, además de Virginia Potts, como una tal Margaret, de un hombre llamado Quentin, de otro llamado Harold, y otros más. Estaba seguro de que, con toda premeditación, omitió mencionar a otro inquilino a toda costa.

—¿Tiene hijos, señor? —pregunté más por cortesía de continuar con la conversación que por genuino interés. 

—Sólo uno. Anthony, tiene dos años más que tú. —su voz sonó con pesadez—. Un caos. 

Podría haber dicho “un caso perdido”, “un error”, “un desastre”; pero el señor no parecía sentir antipatía por su propio hijo, sonaba más a decepción, y si me lo preguntasen, yo habría estado mil veces más herido por eso. 


La casa de la familia Stark era tan grande como cualquiera en aquel vecindario, con un césped tan perfectamente verde que hacía lucir la vivienda cómo parte de un catálogo de bienes raíces. Había un árbol floral que adornaba la entrada, junto con otras plantas y flores. Sofisticada, clásica sin caer en lo antiguo. Nada más llegar, un par de empleados se acercaron al auto y comenzaron a llevarse mis pertenencias. El patriarca me invitó a pasar dentro de la casa, donde nos esperaba la ya mencionada María Stark.

—Buenas tardes, señora, es un placer conocerla. —saludé tan cordial como pude, intentando que las palmas no se me humedecieran al estrechar su mano. 

—Peter, bienvenido. —me recibió con una amplia sonrisa, cortés y aparentemente sincera—. Howard… él se parece tanto…

—Lo sé. También creí que Richard estaba en mi oficina el día en que nos conocimos. —completó su esposo, con una sonrisa ladeada. 

—Completamente. Aunque tus ojos son los de Mary. —añadió ella casi poniéndose nostálgica—. Permíteme darte un pequeño recorrido, siéntete libre de ir o venir por dónde gustes. Por lo regular desayunamos en la cocina, a menos de que sea una ocasión especial, el desayuno está listo desde las siete treinta, excepto los domingos. 

Howard se retiró a su oficina y María me guío hasta la cocina donde encontré al primer recuerdo que tendría de Anthony, colocado a la luz vespertina iridiscente que se colaba por el ventanal de la cocina, en un par de desvergonzados pantaloncillos de pijama y una camiseta interior que se transparentaba a contraluz, a pesar de que pasaba del medio día; descalzo, balanceando infantilmente un pie detrás del otro y bebiendo directamente del envase de jugo sin poder importarle menos cualquier reprimenda que pudiese recibir. Demasiado adormilado por inmutarse por mi presencia y lo suficientemente despierto para tararear una cancioncilla que nunca conocí.

—Tony, usa un vaso. —le ordenó la señora, en tono cansino.

Cerró el frigorífico y se giró, sin el más mínimo remordimiento de ser atrapado en el acto. Sus ojos cafés chocaron con los míos, fueron hacia María y luego volvieron a mí, entrecerrándose levemente, casi imperceptible. Instintivamente tensé mi cuerpo, cómo si presintiera que el muchacho frente a mi atacaría en cualquier momento. Él se relamió los labios que aún tenían rastros del sabor a naranja, mirándome con lo que interpreté como desdén.

—Él es Peter. —dijo María. 

Me preparé mentalmente para estrechar la mano del joven frente a mí. Dio un paso, dos, tres. Levanté lentamente el brazo, esperando saludarlo cómo era debido. Dio otro paso, cinco, seis, y pasó por mi lado, como si fuera un fantasma. Bajé el brazo, avergonzado, fingiendo que no me había movido de mi sitio. 

—¿Jarvis compró cereales, mamá? —preguntó con naturalidad, buscando en las alacenas a mis espaldas—. Sí, Peter, el niño nuevo… Había olvidado que llegaba hoy, con tantas personas acondicionando la habitación junto a la mía, y con todos los empleados comprando cosas para él, lo pasé por alto.  

Estaba de más aclarar que hablaba con total sarcasmo, como si yo no estuviese presente en la misma habitación que él. No sé que clase de mirada con mensaje implícito le dedicó María antes de sacarme de ahí, porque no fui capaz de ver el rostro de nadie luego del comentario que tenía toda la intención de ser hiriente. Y lo logró. Habría respondido, no lo dejaría irse invicto de un juego donde podían jugar dos, pero mi capacidad para evitar salir lastimado, a esas alturas, en un lugar lleno de personas desconocidas, era nula. Apreté los labios y me contuve el llanto que sólo brotó una vez que María me llevó a mi habitación y me dejó solo.  

 


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