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El camino de oro por Gadya

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Notas del fanfic:

No soy Kurumada, lalalalala. Si lo fuera, SS sería Yaoi... Pero toda la creencia del camino de oro si la inventé yo XD

Notas del capitulo: Me encanta esta pareja, creo que eso debe haber quedado en claro por ahí. Y si alguien me dice que es Sjota, lo mat... em... lo negaré rotundamente XD

   EL CAMINO DE ORO

 

                            El viento vespertino arremolinó las aguas de la costa con sentida dulzura, murmullo que arrancó entrecortados suspiros a las salinas olas. Otra vez, como cada tarde, el mar se aprestaba a recibir las fervorosa plegarias de las miles de huellas que adornaban la arena de la playa bajo los pies de las muchachas del pueblo, que, con ansias, esperaban la mágica aparición del dorado camino que creaba el sol besando el horizonte… Caía la tarde, y en el sonrosado crepúsculo se perdían los rojizos cabellos de un muchacho, que, melancólico, observaba a las doncellas rezar con ahínco, compartiéndole al ocaso sus más ocultos deseos… Muchas tardes ya las había visto, muchas veces había oído  sus anhelantes oraciones, románticos deseos de ver llegar, en aquella ilusoria vereda, el amor de alas desplegadas a sus vidas.

 

                            Kiki suspiró, regalando sus desgracias al vacío…Cuántas veces había compartido con ellas sus silenciosas súplicas, cuántas otras, se había mezclado entre sus pisadas en devota peregrinación  hacia su improvisado templo a orillas del Egeo, templo de pisos de arena, resplandeciente ante los últimos destellos de luz diurna, con os acantilados por níveas columnas acanaladas que mediasen su humanidad con los dioses, y por techo la cambiante bóveda celeste, que teñía sus mejillas  con púdico recato, confidente de un secreto que no podía divulgar. Había llegado allí casi por curiosidad, a la tierna edad de doce años, siguiendo recuerdos empapados de leyenda, miradas evocadas al pasado y susurros femeninos que el trajín del pequeño poblado no podía ocultar… aquel mito se había grabado a fuego en su mente, una vez que, instalado en el Santuario, había sido libre de oír los rumores que en el viento circulaban… que el abrazo tierno del sol al gran mar creaba un camino de oro, camino que traía a tu vida aquello que desearas, si con fe se lo pedías. Había visto muchas veces a su Maestro, perdido en la playa, orando porque su deseo llegase, bajando escaleras, y a Saga, una vez libre, mezclado en la arena, rogando porque fuese la quilla del barco de Caronte la que cortara sus dorados ribetes acuosos, cargando en ella a su amado, trayéndolo de regreso del país de los muertos… Tantos pies conocidos habían adornado aquellas riberas con sus huellas, tantas historias mezcladas con las rocas que, imponentes, asomaban por encima del tostado manto, tantas vivencias que, entonces, no había entendido, hasta que se había descubierto enamorado de un recuerdo.

 

                            La brisa se arremolinó en sus largos cabellos, arrastrando en ella algunos de las minúsculas micas que cubrían el alto risco en donde se hallaba sentado… siempre lejos de ellas, y, a la vez, tan  cerca… tan distante y tan próximo que podía oír sus susurros aunque ellas no pudiesen verlo… sentir sus plegarias cabalgando en el húmedo aroma del mar le recordaba por qué se hallaba allí, por qué se esclavizaba cada tarde a contemplar el reflejo del atardecer en las mansas aguas, por que, apartado de aquellas doncellas, rezaba cada día a aquel ilusorio camino, como una forma de llenar con plegarias el espacio vacío de su ausente amado.

 

                  Cinco años de ocultarse, cinco años  de serle fiel a un mito, una superstición fermentada  en el imaginario popular de Rhodrios, aguardando el regreso de aquel hombre que, alguna vez, lo había cobijado entre sus brazos, a un océano de distancia, aquel hombre que, a kilómetros de allí, aún dominaba sus sueños adolescentes con sus ojos claros…

 

                            Rió, interrumpiendo sus oraciones por un instante con el mudo temblar de su garganta, a lo lejos el sol, a pocos centímetros del horizonte, había comenzado a reflejar el mítico camino de baldosas doradas, invocado por un murmullo de jóvenes que, devotas, oraban a su supuesto mágico poder. Ante sus ojos aparecieron sus recuerdos, una vez más, usurpando el momento, como una forma de sublimar su ausencia, hacerle regresar  sin que volviera, y cumplir su deseo sin cumplirlo… y lo vio, sentado en aquella misma piedra, contemplando la lejanía, tan perdidos sus ojos en el mar, que no alcanzaba a distinguir en dónde acababa uno y comenzaban los otros…

 

                  Shiryu, su perfecto Santo del Dragón, cinco años más joven de lo que debía ser entonces, despidiéndose de una Grecia que jamás lo había acogido, para asumir sus funciones como nuevo Caballero de Libra, y mezclarse con la ermitaña paz de los Cinco Picos. Lo recordó, deshaciéndose en el viento, tan  inalcanzable como siempre le había parecido, aguardando una decisión de su Diosa que no podría rechazar… perdido entre el sonido del mar, el antiguo Dragón imaginaba, con impaciencia, el nombre de su discípulo, letras de escaso significado que lo llevarían a un exilio voluntario, de regreso a China, a los brazos de una mujer que lo amaba sin esperanzas de ser correspondida.

 

                            Se había acercado entonces a él por la espada, con aquellos cándidos doce años a cuestas, y entre risas le había asustado, a modo de entretener un poco su amarga espera; siempre se había llevado bien con él,  a pesar de la diferencia de edades, y en su infantil inocencia había creído poder hacer algo para alivianar su carga, pero la melancólica mirada azulina que lo había recibido entonces, se clavó hondo en su alma, empujándolo desde entonces a aquel sitio, cada tarde durante la muerte del sol, sólo para evocarlo, con la inocente esperanza de que, algún día, el dorado camino en el mar lo trajera de regreso.

 

                            Todavía podía recordar la conversación que, esa tarde, habían tenido, teñida de los rosados rubores  de la tarde en la distancia, y cerrando los ojos, aún podía evocar  cada detalle, cada brillo en sus ojos, como si aquel momento, repetido infinitamente en sus memorias, se hubiese transformado en la totalidad de su vida, hasta que el destino decidiera regresárselo, y dejar de torturarle con aquella espera agonizante. Sus párpados se apretaron con fuerza, intentando retener el tiempo que, entre las arenas, se escurría, y todo a su alrededor fue mutando poco a poco, retrocediendo los días, los meses, los años, a aquella tarde en que el reloj de su existencia de había detenido; y lo vio, sentado en la roca, tal y como, cada día, lo traía a su mente… el viento había acariciado su rostro, en los rojizos rizos que, graciosos, se confundían con el ocaso, y su sonrisa, enmarcada entre ellos, había dejado escapar un grito que había hecho saltar al Dragón.

 

-Algún día me vas a matar de veras- le había dicho Shiryu, una vez repuesto de tan tremendo susto, y se había ganado unas carcajadas por tan jocosa referencia, que ameritaron nuevas bromas por largo rato.

 

-¿Qué haces aquí tan solo?- recordaba haberse atrevido a preguntar, una vez acabado el tiempo de risas y chistes vanos, y entonces, aquellos ojos tan queridos se habían ensombrecido, a la par que sus labios se curvaban con un dejo de tristeza.

 

-Espero- había respondido Shiryu -Espero a que Saori me envíe a China con un niño para entrenar, espero volver a esclavizarme al servicio de la Diosa, ver pasar los años entrenando a un pequeño que, sé, morirá, quizás incluso antes que yo… espero cerrar mi corazón otra vez, para no encariñarme con él, para no recordar que tengo sentimientos, que puedo amar, que puedo odiar, que puedo sufrir… y no vivir maldiciendo el día en que dejé de usarlos, a sabiendas de que ya jamás podría traerlos de regreso… -sus ojos le habían mirado tristemente unos segundos, perdidos, quizás, en el destello de inagotable inocencia que todo él irradiaba, para luego rehuir amargamente -espero… a olvidar lo que es un beso, así no vivir penando el nunca haber sabido lo que se siente uno… eso hago, Kiki… esperar-

 

-Un beso- fue el susurro que el pequeño había soltado, acariciando imperceptiblemente sus labios -Pues si quieres, yo puedo darte uno- y ni bien acabada la frase, le había plantado un atolondrado beso en los labios, que había hecho reír al mayor.

 

                            La clara carcajada había evaporado, por un momento, su tristeza, y al pequeño pelirrojo le había dado gusto poder ayudar… tan feliz estaba que apenas había sentido las manos de Shiryu posarse en sus mejillas.

 

-Asi no…- había dicho el muchacho -asi…- sus dedos habían acariciado suavemente su piel, recorriendo el leve sonrojo que las encendidas mechas escondían, y su boca,  por unos momentos libre, había rozado suavemente sus labios, en el único e imperceptible beso que ya jamás daría. Y luego, se había marchado, al servicio de la Victoriosa Atenea, dejando, en aquella saliente, a los doce años de Kiki, prendados, sin saberlo, de aquellos ojos tristes.

 

                            Aquel instante lo había sido todo… sus doce años apenas si lo habían sentido llegar a su corazón, y sin embargo, el Dragón se quedó allí desde entonces, dueño de sus sentimientos, atándolo con aquel único y mágico momento, repetido entonces eternamente en la vida del pequeño Aries, como una forma de que jamás terminara. Atrapado por ese único beso, había, desde entonces, concurrido a aquella playa, siguiendo los pasos de su propio Maestro, y otros tantos más, a rezarle al dorado camino en el agua, para que lo trajera de regreso… pero ya habían pasado cinco años, cinco largos años que le hacían pensar que, quizás, ya no volvería, que aquel recuerdo, atesorado por su adolescente alma, sería todo lo que le quedara de él, junto con el sabor de aquel beso, que jamás se había ido de sus labios.

 

                            El sol escondió, pudorosamente, su rostro en el horizonte, como ocultando sus vergüenzas de los muchos pares de ojos que, esperanzados, contemplaban su reflejo prolongado hasta la costa, y en su sigiloso camino, arrastró, confidente, tantos secretos regados en la playa, deseos pedidos con ciego fervor, preguntas a la nada, hechas con esperanzas de, algún día no muy lejano, recibir aquellas tan ansiadas respuestas en un rostro querido y por largo tiempo añorado. Kiki había rogado  largas tardes por aquel milagro inconcluso, un perfecto ruego que le devolviese aquellas cálidos labios que lo habían besado por primera y última vez, aquel hombre en cuyos brazos se había permitido soñar libremente, sin que su inocencia le cerrara las puertas al guardián de sus sueños.

 

                            El pelirrojo abrió los ojos, nublados de recuerdos, y su vista se encontró con su propio cabello, regado sobre el peñasco, y peinado por la fría brisa marina, que lo acariciaba con ternura. El mar frente a sus ojos, ennegrecido por un cielo tachonado de estrellas, cantaba con melodiosa voz una canción de cuna que aliviaba sus penas, reflotando los gratos recuerdos que los habían creado. Parsimoniosamente se puso de pie, y con un leve suspiro, dejó escapar en soledad sus dolores, mientras que, en la playa vacía, las olas lamían las huellas de la tarde. Kiki perdió su vista una última vez, en el negro horizonte, tan semejante a los cabellos que cubrían sus recuerdos, y escondiendo ilusiones, regresó al Santuario, a seguir esperando.

 

                            Mientras tanto, a lo lejos, el casco de un barco rompía el camino dorado, que la luna había pintado de blanco

Notas finales: ToT

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