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La cajita de Yesca por Gadya

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Notas del fanfic:

Basado en el cuento homónimo de Hans Christian Andersen, fue realizado para el evento "Fayrinejo" de Saint Seiya Yaoi, el cual consistía en tomar cuentos existentes y convertirlos en fics patonejos XD

 

No acepto reclamos XDD

 

Aclaración: Una cajita de yesca no es otra cosa que un encendedor (prehistórico XD es de los que se usaban en el siglo XIX si no estoy equivcada)

LA CAJITA DE YESCA (adaptación de una adaptación del cuento

                  homónimo de Hans Christian Andersen)

 

                  Hace mucho, mucho tiempo, en una lejana comarca, existió un joven soldado llamado Hyoga, de tal belleza que a primera  vista no parecía sino un príncipe. Sus cabellos rubios evocaban al sol, que brillaba imponente en el cielo, tan  celeste como sus ojos, y su piel, pálida como la nieve, daba aires de cortesano al muchacho. Pero, a pesar de su apariencia, no dejaba de ser un simple soldado que regresaba de la guerra aún más pobre de lo que se había ido, luego de luchar valientemente por un rey que jamás se lo agradecería.

 

                  Caminaba distraído por el bosque, perdido en el canto de las aves, disfrutando del tibio sol en su rostro, cuando alcanzó a ver a una anciana junto al tronco hueco de un árbol. La mujer lo llamó sin saludar, y le pidió que se acercara.

 

-Veo, buen soldado, que retornas sano a tu pueblo, pero sin  una moneda en los bolsillos- dijo la señora. -Si quieres enriquecerte, yo tengo la solución!-

 

                  El muchacho entrecerró los ojos. En verdad la oferta era tentadora, pero algo había en aquella anciana que lo hacía desconfiar. Ciertamente no se veía tan vieja como debía ser, en sus cabellos lilas no se hallaban atisbos de canas, y su mirada, del mismo color, poseía el brillo de una juventud maliciosa. Aún así, no podía desperdiciar una oportunidad como aquella, así que contestó:

 

-Gentil señora, su propuesta es muy tentadora! Sin embargo,  por qué ha de querer ayudarme sin conocerme y qué desea a cambio?-

 

                  La anciana, que no era otra que la rencorosa bruja del bosque, respondió:

 

-Ay, sagaz soldado! Si sigues mis instrucciones, obtendrás muchas riquezas, y yo simplemente recuperaré un objeto que dejé allí olvidado hace años!-

 

                  Hyoga lo pensó dos veces... si bien no tenía nada que perder, la anciana aún le resultaba sospechosa, pero al fin se decidió a colaborar con la mujer. Ésta, satisfecha, señaló el tronco hueco a su lado e indicó con voz firme

 

-Deberás descender con cuidado por el oscuro hueco de este árbol. Cuando hayas bajado lo suficiente, encontrarás un largo pasillo con tres puertas cerradas pero sin llave. Si abres la primera, entrarás en un cuarto que tiene un cofre repleto de monedas de cobre, custodiado por un enorme Pegaso. Para apoderarte de las monedas, primero tendrás que desplegar esta alfombra mágica y colocar al animal sobre ella- dijo, mostrando una raída alfombra de borrosos arabescos. -La segunda pieza contiene un arcón lleno de monedas de plata, custodiado por un dragón. Si deseas tomar el tesoro, deberás trasladar al guardián hasta la alfombrilla. En la tercera habitación hay un baúl con monedas de oro. Un ave Phoenix, un pájaro de fuego de enormes proporciones, cuida el lugar; para juntar el tesoro, tendrás que poner al ave sobre la alfombra, como en los casos anteriores. Lo único que deseo a cambio es que me traigas una antigua cajita de yesca que encontrarás al final del largo pasillo.-

 

                  Hyoga sonrió, pensando en lo sencillo que sería, y tomando la alfombra, se deslizó por el hueco del árbol. Cayó sentado en el suelo, luego de bajar un largo trecho, y tras recuperarse del impacto, se encontró con un largo corredor, y tres puertas desplegadas frente a él.

 

                  Tal como dijera la anciana, al entrar en el primer cuarto, se encontró con aquel caballo alado frente al cofre. No le fue difícil colocarlo sobre la alfombrilla, el Pegaso cooperó sin titubear, y Hyoga pudo llenar sus bolsillos con monedas de cobre sin interrupciones.

 

                  En la segunda habitación tampoco tuvo problemas. El dragón, sumiso, de deslizó hasta la alfombra ni bien el joven la hubiese extendido, y allí se quedó. Hyoga abrió el arcón, y al ver las brillantes monedas de plata destellando frente a sus ojos, dejó a un lado las de cobre, y juntó varios puñados plateados, que guardó en su bolsa y bolsillos, y corrió a la tercera habitación.

 

                  Ni bien entró, el resplandeciente plumaje del ave lo encegueció por un momento; posado sobre el baúl, vigilaba celosamente el recinto. El soldado intentó agarrarlo, pero el Phoenix huía de sus manos, picoteando su cabeza en señal de reproche, despeinándolo, hasta que el joven se percató de las monedas en sus bolsillos. Tomó un puñado y lo colocó sobre la alfombra; su brillo atrajo la atención del ave, que, sin darse cuenta, acabó posada en la tela también. Entre risas, Hyoga corrió a abrir el cofre, y la habitación se iluminó con los destellos de su precioso contenido. Entonces, desechando su carga anterior, no sólo llenó nuevamente su bolsa y bolsillos, sino también sus botas y boina. Antes de salir, tomó el viejo yesquero, y subió por el hueco.

 

                  La salida fue dura, constantemente caían restos de corteza en sus ojos, y las monedas pesaban demasiado en toda su ropa, sin contar que tenía una mano inutilizada por la cajita.

             

                  Apenas asomó por el hueco, la anciana le arrebató la alfombra, y a gritos, comenzó a pedirle el yesquero. Curioso, Hyoga quiso abrirla; desde el momento que la había visto, había deseado ver su contenido. Apenas posó su mano en la tapa, la bruja se reveló tal como era: joven, bonita, pero a la vez, fúrica y perversa. Sus ojos morados brillaron con fuego demencial, y su voz, amplificada por sus mágicos poderes, le gritó que no lo hiciera, para luego desaparecer en una nube de humo.

 

                  El joven guardó el yesquero, y retomó el camino hacia la comarca, aliviado de haber salido con bien, mientras las doradas monedas tintineaban entre los pliegues de su ropa. Pronto olvidó el episodio, y con su oro a cuestas, llegó a su pueblo natal, en donde se convirtió en el personaje más rico. Compró una lujosa mansión, llena de sirvientes, y mandó a  hacerse miles de trajes de delicada factura. Gastó su dinero a manos llenas, dando suntuosos bailes y organizando eventos para alegrar el lugar. Se rodeó de amigos inconvenientes, con quienes malgastó su fortuna. Numerosas mujeres lo observaban como al partido perfecto, y se dejó endulzar los oídos con halagos, a la vez que hacía costosos regalos a las muchachas por simple gusto, sin tomarse nada en serio. Y así, de a poco, fue agotando su dinero.

 

                  Al cabo de un tiempo, debió abandonar la mansión; tanto tiempo se había divertido que no había notado que el dinero se le escurría entre los dedos, hasta que ya no hubo más. Abandonado por todos aquellos que dijeron ser sus amigos, Hyoga alquiló un mísero cuarto, y regresó a la vida de pobreza de la que tanto tiempo había huido. Sus rubios cabellos ya no brillaron entre las velas de los bailes, ni sus ojos azule encendieron las miradas de las doncellas; ya su risa no se mezcló con los aristocráticos violines ni sus historias cosecharon festejos femeninos. Completamente olvidado, se sumió en la miseria, su antigua compañera de camino.

 

                  Aquella noche fue particularmente fría en la comarca. El viento gélido silbaba entre las raídas cortinas de la habitación, acariciando las pálidas mejillas del muchacho, que, temblando, se arrebujó en una apolillada manta. Extrañó, entonces, su confortable mansión, y con la mirada buscó algo con qué encender la mísera vela que tenía junto a sus pies, y calentarse un poco.

 

                  La cajita de yesca apareció frente a sus ojos, sobre la mesa, y a ella se dirigió Hyoga, con tanto frío, que no pudo evitar darle un golpecito al tomarla. Como aparecido de la nada, el  Pegaso apareció frente a él, ocupando casi toda la habitación,  e inclinándose, preguntó:

 

-¿Qué desea, mi amo?

 

                  Los ojos del muchacho se abrieron en sorpresa, recordando a aquel fantástico animal, y no articuló palabra hasta que su estómago habló por él con un gruñido desesperado. Hyoga rió  nervios ante la mirada del Pegaso, y pidió algo para comer. Al instante, una mesa repleta de manjares, estaba dispuesta para él; diversos platillos de distintas partes del mundo, que Hyoga engulló con real hambre.

 

                  Después de cenar, golpeó dos veces el yesquero, y el dragón se presentó ante sus ojos.

 

-¿Qué desea, mi amo?

 

                  El muchacho le solicitó lumbre para calentarse, y una cama para descansar, y en un abrir y cerrar de ojos, el cuarto quedó convertido en una elegante habitación. En la pared, una chimenea albergaba al fuego que crepitaba, calentando el lugar, y una acogedora cama lo esperaba, dispuesta a velar su sueño.

 

                  Al amanecer, Hyoga golpeó tres veces la cajita, y el rebelde ave Phoenix se le presentó. El muchacho le solicitó una bolsa de oro, y en un tris, tuvo las brillantes monedas entre sus manos. Ahora comprendía por qué la bruja deseaba aquella caja, sin duda, podría obtener lo que quisiera con sólo pedirlo.

 

                  Sentado en su cama, perdido en la refulgencia del oro, Hyoga decidió el destino que, esta vez, le daría a su fortuna. No más insensateces, ni fiestas, ni caprichos. Sería un hombre de bien, y encontraría a una muchacha bonita y honrada con quien compartir su suerte.

 

                  Recuperó su mansión, y se dedicó a atender las necesidades de la aldea; mejoró las calles, reconstruyó puentecillos, y dedicó su inagotable riqueza a embellecer la comarca, en provecho de todos. La gente del pueblo lo conoció, al fin, como era, no sólo un bello muchacho, sino también, un hombre generoso, preocupado por el bien de todos, y así lo quisieron. Llegaron, dado sus buenas obras, a desear que se convirtiera en heredero al trono, e incluso, algunos, pensaron que podía serlo.

 

                  Pero aquel deseo era imposible, dado que el trono ya tenía un heredero, un joven al que nunca, nadie, había visto. Desde el momento de su nacimiento, los reyes tenían oculto a su hijo para evitar que se cumpliera el encantamiento que la bruja del  bosque le hubiera lanzado.

 

                  Al momento de presentar al pequeño príncipe a los cortesanos, la bruja había aparecido, reclamando a mano del heredero, y al no otorgársela los reyes, le había lanzado una terrible maldición: Cuando el niño creciera, no tomaría por esposa a ninguna princesa, sino que se enamoraría de un simple soldado.

 

                  Los reyes creyeron morir ese día... su niño no sólo no se casaría, sino que amaría a un plebeyo, un hombre, alguien de su mismo sexo, dejando su honor por el suelo... sin duda, la vida no podía ser más cruel.

 

                  Los soberanos, a pesar de todo, aún albergaban esperanzas de poder casar a su hijo, así que le habían recluido en un castillo amurallado, apartado de las miradas de cualquier plebeyo. La historia se había convertido en un popular cuento de la región, y había acabado llegando a oídos de Hyoga, quien no era más que un simple soldado, despertando su curiosidad.

 

                  Esa noche golpeó la cajita y ordenó al Pegaso traerle al príncipe. Al rato regresó el animal, cargando sobre su lomo al muchachito dormido. Hyoga observó embelesado la belleza del joven. Su piel era de alabastro, sus facciones, armoniosas, y su tranquila faz era enmarcada por largos bucles verdes que acariciaban sus mejillas graciosamente. El corazón del joven saltó en su pecho, y enseguida se percató de las gracias de la vida, sin darse cuenta, se había enamorado del joven príncipe.

 

                  Pasó la noche contemplando su divina belleza, hasta que el sol  despuntó el alba. Antes de devolverlo al palacio, se armó de valor y depositó un dulce beso en sus labios sonrosados.

 

                  Esa mañana, el príncipe despertó feliz. Entre los borrosos recuerdos de sus sueños de esa noche se colaba continuamente la imagen de un apuesto soldado rubio que le besaba, y en sus labios, el gusto de aquel beso permanecía intacto.

 

                  Las siguientes noches fueron similares. El Pegaso se llevaba al príncipe de su castillo, lo dejaba en la sala de la  mansión, en donde Hyoga le contemplaba toda la noche, disfrutando de su silenciosa compañía, confesándole en susurros sus sentimientos, para luego regresarlo al palacio con el sol, con un beso de despedida en sus labios. Y al despertar, el joven príncipe sonreía, atesorando a aquel rubio sueño en su inocente corazón, que comenzaba a cosquillear ante sus ojos azules... Y calló el heredero el motivo de su alegría, sabiéndose incapaz de encontrar el valor para contarle a su madre, pues, ¿Qué diría si se enteraba que su único hijo soñaba que un hombre lo besaba?

 

                  Fue un día que se armó de valor y le contó a la reina que había soñado con un caballo alado y un apuesto muchacho rubio.  La mujer, preocupada, decidió vigilar el buen dormir de su hijo, y se apostó en la puerta de su habitación. Esa noche, el muchacho envió nuevamente al Pegaso por el príncipe, y al verlo, la reina le siguió cada paso a distancia prudencial: la salida del castillo y el viaje a la mansión, procurando memorizar el camino, para luego contárselo a su marido.

 

                  Entre tanto, en la casona, Hyoga salió a recibir al caballo, que traía en su lomo a su amado. Con delicadeza lo bajó, y lo  colocó en uno de los sillones de la sala, pero no pudo evitar  esta vez, que el joven despertara. Lentamente sus párpados se  abrieron, revelando sus orbes aguamarinas, que al instante, reconocieron al rubio soldado.

 

-Eres tú!- exclamó el príncipe, atónito. Hyoga no pudo más que sonreírle con dulzura, agradecido de poder oír su voz. -Eres  tú... y eres real!- balbuceó el joven sin poder contener la emoción. Su apuesto rubio no había sido un sueño! Su corazón galopaba al ritmo de sus ilusiones, y se arrojó a sus brazos dispuesto a decirle cuanto lo amaba, que cada noche había rezado para poder volver a verlo entre sueños, y que había deseado con todas sus fuerzas que no fuera sólo una invención de sus fantasías

 

                  Hyoga lo tomó por la cintura, y acariciando sus mejillas, se perdió en su cálida mirada, que lo envolvía con aquellos sentimientos desbordantes.

 

-¿Cómo te llamas?- acertó a preguntar, ansioso por conocer el  nombre del hombre que le había robado el corazón en tan sólo una noche.

 

-Shun- respondió entre susurros el peliverde, entregándose a su abrazo, completamente rendido.

 

-Shun... - repitió Hyoga, y se perdió en los labios del muchacho, en un beso que Shun no dudó en corresponder... y pasaron el resto de la noche amándose en silencio.

 

                  Al enterarse el rey de lo sucedido, por boca de su esposa, envió a apresar a Hyoga apenas salió el sol, poco le importó el hecho de que su ayudante fuera un animal inexistente. Mandó ese mismo día a investigar su pasado, y su enojo se convirtió en furia al enterarse de que no era más que un soldado...  podía ver en sus ojos celestes la maldición que pesaba sobre su niño, y no permitiría que se cumpliera... sin siquiera darle oportunidad a explicarse, el monarca lo sentenció a  muerte.

 

                  La noticia llegó a oídos de Hyoga por medio de Isaac, un amigo, que le había ido a visitar a la prisión.  Encarecidamente le pidió que le trajera la cajita de yesca, sin ninguna otra explicación aparte. Isaac prometió llevársela, y el día de la ejecución, Hyoga caminó hacia el patíbulo con el yesquero entre sus manos.

 

                  El pueblo entero se había congregado en la plaza, en donde se llevaría a cabo la sentencia, y el joven fue trasladado allí para comparecer ante la familia real. Shun observaba con los ojos aguados a su amado aceptar su castigo con resignación, y sintió su sangre hervir sin saber cómo ayudarlo.

 

                  El rey, iracundo, le preguntó al soldado cuál era su último  deseo, y Hyoga respondió despreocupadamente que quería fumar su pipa. Shun arrugó el rostro, nunca se le hubiera ocurrido  una ridiculez así, pero Hyoga sólo sonrió y tomó el yesquero entre sus manos. Uno, dos, y tres golpes, y al instante, el  Pegaso, el dragón y el ave Phoenix rodearon a su amo, impidiéndole a los guardias que se le acercaran. La plaza se convirtió en un caos, los habitantes comenzaron a aclamarlo  como futuro gobernante mientras que los guardias y los reyes,  perseguidos por las bestias, corrían a refugiarse en el estrado. Shun observaba la escena divertido y sonreía, ante la mirada de satisfacción de Hyoga.

 

                  Al fin, el joven príncipe se armó de valor y enfrentó a su padre. Le rogó que no matara al apuesto rubio, puesto que lo amaba. El rey se negó rotundamente, pero Shun le hizo frente, no cedería. El pueblo seguía aclamando a Hyoga, que continuaba custodiado por sus animales, fuera del alcance de los guardias, y en los gritos escuchó el rey las buenas obras del soldado para con la comarca que él gobernaba. Los pueblerinos presionaban, la mirada de su hijo era demandante, y al fin acabó el rey cediendo de mala gana, y perdonándole la vida al muchacho.

 

                  Shun sonrió satisfecho, y sin poder contener la alegría, bajó del estrado y corrió a refugiarse en los brazos del hombre que amaba, a unirse en un beso, mientras, en la plaza, el pueblo los aclamaba

 

                  (y colorín colorado, este cuento se ha terminado XDDDD)

Notas finales: Repito: No acepto reclamos XD

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