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Pequeña Caja De Pandora por _Islander_

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Notas del capitulo:

Resubido por perdida de la cuenta. Espero que os guste.

Aoria recorría a grandes zancadas el pasillo de su templo una y otra vez. Se sentía tan intranquilo, tan confuso y tan impotente que no era capaz de estarse quieto. Llegó a creer que si seguía caminando de esa manera acabaría cavando una zanja en su pasillo. Pero en aquel momento, salvo atormentarse a sí mismo, no podía hacer otra cosa.

Aún no podía creerse lo que había ocurrido. Engañados y traicionados por Saga. Y no solo él. DeathMask, Afrodita y Shura, conocedores del engaño, no solo no advirtieron a sus compañeros, sino que además se unieron a la mascarada.

Shura… ¿Cuántas veces tenía que hacerle sufrir aquel hombre? ¿A cuántas humillaciones debía someterlo para quedarse tranquilo? Aoria no lo sabía, pero lo cierto es que Shura siempre lograba dañarle en su zona más sensible, y quizá la más inaccesible, su orgullo. Primero manchó el buen nombre de su hermano y con él el suyo propio, y después, no contento con ello, manipuló su propio deber, haciéndole estar a punto de levantar su mano contra la propia Atenea, defendiendo los sucios ideales egoístas de una mente bipolar trastornada.

Y por si eso fuera poco, ahora el mismísimo Poseidón había escapado de su encierro y amenazaba un mundo que ahora se sumía en las profundidades de la propia ambición de aquella terrible deidad. Además, para aumentar las ya demasiado aumentadas preocupaciones de los dorados, la propia Atenea había sido secuestrada por Poseidón, y los únicos que podían salvarla eran aquellos chicos, los caballeros de bronce. Unos pobres niños recién iniciados como caballeros que ahora debían plantar cara a un poder que escapaba a la imaginación.

Aioria no podía dejar de preguntarse porqué. ¿Por qué Atenea solo se llevó a aquellos críos para hacer frente a la sublevación de Hilda? Si se hubiese llevado con ella a los dorados, ahora podrían salvarla de las garras del dios de los mares. Pero no. Ellas eligió a los Caballeros de Bronce, mientras que los de Oro tuvieron que permanecer reconstruyendo el maltrecho Santuario. ¿Por qué? Bien era cierto que los Caballeros de Bronce habían demostrado el poder obrar milagros durante la Batalla de las Doce Casas pero… ¿Esos milagros podrían hacer frente a la cólera de un Dios? Aioria, por mucho que le doliese en su orgullo el no poder ayudar, quería creer que sí. Aunque solo fuera por el destino de su Diosa.

Atenea ahora estaba cautiva en las profundidades del Reino de Poseidón, lugar inaccesible para simples mortales sin el consentimiento de su soberano. Lo único que podían hacer era esperar. Esperar y rezar. Y sobre todo, tener fe en los Caballeros de Bronce.

Aioria comenzó a sentirse muy sofocado, debido a toda la presión que sentía en su cuerpo, necesitaba aire. Con un molesto resoplido, salió al exterior e inhalo profundamente. Miro al cielo. Nubes de tormenta. No era necesario saber sentir el cosmos para darse cuenta de que algo no iba bien. La ira de Poseidón se extendía por el mundo, cubriéndolo con su negro manto mientras su acuosa presencia se extendía por la superficie. Si sus camaradas de bronce no detenían aquello pronto el mundo no tardaría en estar bajo en control del dios de los mares.

Miró hacía la escalera que conducía al Templo de Virgo. Al final de aquella escalera se encontraban sus compañeros supervivientes, poniendo orden en el Templo del Patriarca tras el periplo de retorcido gobierno de Saga. Él se había ausentado unos momentos con la escusa de que necesitaba caminar un rato. Aunque había terminado haciéndolo dentro de su propio templo. Con un suspiro comenzó a ascender la escalera, sumido aún en sus pensamientos, ya era hora de que volviese a su labor. Pero cuando llegó a perpetuamente vacía casa de Sagitario, sin siquiera quererlo, sus pies se detuvieron. La morada de su hermano. No había tenido valor de entrar desde que Aioros desapareció. Bajó la cabeza, triste. Aquella sensación de desolación que se sentía no era solo por su hermano, era muy triste pensar que ahora, a partir del Templo de Sagitario, todas las casas estaban vacías. Sus compañeros, en los que habían confiado, habían muerto. Y lo que más carcomía a Aioria era que lo habían hecho dentro de una batalla que resultó ser un engaño.

Pero como caballero que era, ahora debía mantenerse firme y seguir adelante, por su Diosa, y por el resto de camaradas que aún seguían con vida.

Tras atravesar la última casa del Santuario, paso el trecho que separaba el Templo de Piscis del Templo del Patriarca, ahora libre de las mortales rosas de Afrodita. Llegó ante las puertas del gran templo y entró sin llamar. Allí se encontraban los compañeros que quedaban. Mu, Milo, Aldebarán y Shaka. Limpiando y ordenando el lugar.

 -¿Ya te encuentras mejor? –Preguntó Shaka, mientras le echaba un vistazo a la portada de un libro que había tomado de una pila que estaba colocando.

 -Solo necesitaba caminar –contestó Aioria, con cierto matiz de tosquedad-. No me pasaba nada.

 -Todos nos sentimos preocupados e impotentes, Aioria –habló ahora Milo-. Pero tratamos de mantenernos firmes.

 -No sé qué tratas de insinuar con eso, Milo –respondió Aioria a la observación de su compañero, fulminándole con la mirada-. Solo necesitaba andar.

 -Como tú digas.

 Estaba claro que el Caballero de Leo no estaba de humor, asique optaron por proseguir con su silenciosa labor.

Aioria fue hasta la pila de libros que había dejado a medias antes de irse y continuó con ella. Trataban de separar los libros de Saga de los del anterior Patriarca, aunque, a decir verdad, dentro de la curiosa colección de Saga, había ciertos volúmenes de sumo interés. O al menos, eso dijeron Shaka y Mu. De momento, los que él estaba clasificando pecaban, lo menos, de extraños. Un libro sobre animales venenosos, otro sobre bestias que técnicamente ni existían en el mundo, y un tratado sobre venenos. Todo muy acorde con aquel lado desquiciado y destructivo que tomo control de la mente de Saga. Con un bufido, siguió ojeando los títulos de los libros.

 -¡Eh! ¡Mirad esto!

 Todos volvieron su atención hacia Aldebarán, que traía una caja de Oro entre las manos. Los caballeros se acercaron para ver mejor aquella caja. Tenía el tamaño de una caja de zapatos, y unos extraños grabados la cubrían. Los caballeros pronto identificaron los caracteres cirílicos de la inscripción que había sobre la tapa.

 -Aracne… -leyó Mu.

 -¿Aracne? –Repitió Aioria, sin entender.

 -¿No conoces la leyenda de Aracne? –Pregunto Mu, sorprendido.

 Aioria negó con la cabeza, algo molesto.

 -Según la mitología griega, Aracne era una tejedora que se jactaba de ser más habilidosa que la propia Atenea –comenzó a narrar Shaka-. Como castigo por sus continuas faltas de respeto Atenea la transformó en una araña. O eso es lo que dice la leyenda.

 -Vaya… -murmuró Aioria-. ¿Y creéis que dentro de esa caja está Aracne?

 -Lo dudo severamente –dijo Shaka, observando la caja con mayor detalle. Miró a Aldebarán-. ¿Donde la encontraste?

 -Moví una de las estanterías para limpiar el polvo –explicó el Caballero de Tauro-. Y tras ella había un hueco en la pared, la caja estaba allí, a la vista –le tendió a Shaka un papel que llevaba en la mano-. Esto estaba debajo de la caja.

 -Son unas siglas y unos números –comentó Shaka mientras leía el papel-. Tal vez algún tipo de código…

 -¿Sabes que pueden significar? –Preguntó Milo.

 Shaka negó con la cabeza.

-No. Pero creo que será mejor no abrir la caja, no sabemos que podría contener. Aldebarán, devuélvela a su lugar.

 El aludido asintió con la cabeza y se llevó la caja. Aioria observó como la colocaba en aquel hueco en la pared, pero en el momento en el que Aldebarán iba a mover la estantería para ocultarlo, Milo lo llamó. La caja estaba allí, a la vista, y casi sin darse cuenta, el Caballero de Leo caminó hacia ella. No sabía por qué, pero tenían la imperiosa necesidad de ver que había dentro, aunque una parte de él le dijese a gritos que no lo hiciera, tal y como Shaka habían aconsejado. Puede que el Caballero de Leo no conociese la leyenda de Aracne, pero si conocía la de Pandora, y sabía muy bien que podría arrepentirse si seguía adelante con su plan, pero… ¿Qué tenía de malo pecar de curiosidad al menos una vez en la vida? Fuera lo que fuese que contuviese aquella caja, si resultaba ser una amenaza lo detendrían, después de todo, había cinco Caballeros de Oro presentes. Y si de verdad contuviese algún verdadero peligro hubiese estado mejor escondida y protegida. No, aquello no podía ser tan terrible.

Tomó la caja y se la llevó hasta una mesita cercana, donde la posó. Nadie había reparado en su acción. Sabía perfectamente que no debía hacer lo que estaba a punto de hacer, pero sentía tan aturdido por todo lo que había pasado hasta el momento que le dio igual.

Shaka reparó entonces en lo que Aioria estaba haciendo.

 -¿Aoria, qué…?

 Demasiado tarde. El Caballero de Leo levantó la tapa y algo saltó desde su interior, tan rápido, que a los caballeros les pareció solo una pequeña sombra. Aquella cosa aterrizo muy cerca de Aioria, y ahora podía verla bien. Era una araña, pero parecía hecha de metal, de algún metal negro. Tenía el tamaño de un gato, más o menos,  y sus ojos, rojos y brillantes, como pequeñas luces, observaban, amenazadores, al Caballero de Leo.

Aioria hizo un amago de retroceder, pero la araña, que con increíble velocidad, respondió a aquel movimiento colocándose en una posición ofensiva, como si se prepara para atacar si Aioria osaba hacer otro movimiento.

 -No te muevas, Aioria… -dijo Mu.

 -No es más que una araña –respondió Aioria, molesto, pero sin embargo, obedeció la advertencia del Caballero de Aries.

 -Esa no es una araña normal –dijo Shaka-. Quédate quieto mientras…

-¡Ya basta! –Rugió Aioria-. ¡No es más que una araña! ¡Yo la aplastare!

 Aquel grito alerto al metálico insecto que se inclinó hacia delante y sacó a relucir el aguijón que tenía en su parte trasera. Como si de un pequeño cañón se tratase, aquel mortífero aguijón apuntó a Aioria, y un pequeño proyectil, un minúsculo dardo, salió disparado de él para sorpresa del Caballero de Leo, que no esperándose aquello, no logró reaccionar a tiempo.

 -¡Cuidado! –Gritó Shaka, lanzándose sobre Aioria.

 Ambos caballeros rodaron por el suelo.

 -¿Shaka, estás…?

 Aioria no necesitó terminar de formular la pregunta. Shaka tenía clavada en el brazo derecho aquella aguja que había logrado llegar hasta donde la armadura no les protegía. El Caballero de Virgo se sujetaba el brazo y tenía una expresión de dolor en el rostro.

 -Mierda… ¡Shaka!

 Aioria trató de ayudarlo a levantarse, pero olvidó que la araña seguía ahí. Una nueva ola de diminutos proyectiles salió disparada de aquel aguijón, directo al castaño, que de nuevo, no tuvo tiempo de reaccionar, solo cerrar los ojos y tratar de proteger el cuerpo de Shaka con el suyo propio. Pero el dolor nunca llegó. Aioria abrió los ojos. Los dardos habían chocado contra algo invisible. Mu se colocó entre sus compañeros y la amenazante araña, su muro de cristal les había salvado. Milo se colocó a su lado y apuntó a la araña con su aguijón.

 -Retira el muro, Mu –dijo-. Voy a acabar con ella.

 El pelilila asintió y retiró el muro. La centella carmesí salió disparada del aguijón de Milo, directa a la araña, pero esta se hizo a un lado, veloz como en el viento.

 -¡¿Qué?! –Exclamó Milo-. ¿Cómo es posible que ese insecto logre esquivar mi ataque?

 Otro aguijón, otro, y otro más, la araña los esquivaba uno a uno, acrecentando la furia de Milo que, finalmente, logró acertar al quinto golpe. La araña salió despedida a varios metros de la sala, y quedo patas a arriba en el suelo, inmóvil.

 -Con eso será suficiente –dijo Milo, con desagrado.

 Corrieron hacia Shaka, para ver su estado.

 -¿Cómo te encuentras? –Preguntó Mu.

 -Estoy bien –contestó Shaka arrancándose aquella aguja del brazo-. Pero creo que el veneno se está extendiendo por mi cuerpo. Siento una presión en el brazo y empiezo a sofocarme…

 -No sabemos qué tipo de araña era –dijo Aldebarán-. Tendríamos que llevar a Shaka junto con la araña a algún hospital, allí puede que logren conseguir un antídoto.

-No sabemos como de toxico es veneno, quizá no lleguemos a tiempo –le contradijo Milo. Apuntó a Shaka con su aguijón-. Tal vez pueda frenar el avance del veneno.

 -Y causarle una embolia –sentenció Mu, interponiéndose entre Milo y Shaka-. No tiene ninguna hemorragia, Milo, si cortas el flujo sanguíneo de cualquier punto solo lograrás matarle.

 Milo bajo la cabeza, avergonzado, no había pensado en eso.

 -¿Porque no estará Afrodita ahora que se le necesita? –Gruño Aioria-. Él es el único que sabe de venenos.

 -El… el papel… -dijo un agotado Shaka, que había empezado a sudar.

 Mu corrió hacia el hueco de la pared y cogió el papel. Leyó varias veces su contenido, en silencio, y después comenzó a mirar por las estanterías, repasando los lomos de cada libro. Con un gruñido, siguió buscando por la pila que Shaka había estado clasificando, y después, por la de Aioria.

 -¡Este es!

 Corrió hacía Aioria, que aún seguía sosteniendo a Shaka entre sus brazos, y le tendió el libro. El castaño lo tomó y miró el título con el ceño fruncido.

 -Criaturas del Abismo…

 -Rápido, busca la página 416 –le apremió Mu.

 Aioria obedeció. Comenzó a pasar páginas a toda velocidad hasta dar con la que Mu le había indicado. ¡Ahí estaba! Había una imagen muy fiel de la araña que les había atacado.

 -La aguja de Aracne… -comenzó a leer Aioria-. Ese es su nombre.

 -Vamos, busca sobre como contrarrestar en veneno.

 Aoria trataba de leer todo lo deprisa que podía, pero sin saltarse ningún detalle.

 -¡Aquí esta! –Exclamó, triunfante-. Aquí dice que el veneno de esta araña se concentra en el punto donde ha sido inoculado y se condensa ahí. Después se va extendiendo por la sangre y causa la muerte.

 -Por eso Shaka siente presión en el brazo –observó Mu-. ¿Qué más dice?

 -Dice que hay que proceder como si se tratase de la picadura de una araña normal, hay que succionar el veneno primero, porque si entra en el torrente sanguíneo el antídoto no servirá de nada.

 -¡¿Hay antídoto entonces?!

 -Sí, aquí viene una explicación detallada de su elaboración, no parece complicado. Pero dice muy claro que si el veneno se extiende no sirve de nada, se disponen solo de unos veinte minutos antes de que el veneno afecte al sistema nervioso.

 -Mierda… -gruñó Mu.Y sin pensárselo dos veces, rasgo la manga de la camisa de Shaka-. Qué alguien me dé un cuchillo o algún objeto afilado.

 Aldebarán tomó un abrecartas de una mesa y se lo tendió.

 -¿Te sirve esto?

 -Sí.

 -Mu… -el agotado Caballero de Virgo parecía querer saber que era lo que Mu se traía entre manos. Pero pronto fue consciente de ello, cuando el abrecartas cortó su piel-. Mu… ¿Qué…?

 Lo siguiente Shaka sintió fueron los tibios labios de Mu, succionando su sangre y luego escupiéndola.

-El libro dice que hay que succionar hasta que la presión desaparezca –informó Aioria, aún mirando el libro-. Contra más tiempo pasa más se condensa.

 Mu siguió succionando, y Shaka, poco a poco, fue sintiéndose mejor. Notando como aquella presión se iba rebajando poco a poco.

 -Avísame cuando la presión haya desaparecido –le dijo Mu a Shaka, para a continuación seguir succionando.

 Shaka, que se mantenía con los ojos cerrados, asintió.

Mu siguió succionando durante un rato más, hasta que sintió una mano tocándole la nuca, con delicadeza, como dándole una señal de que se detuviese. El Caballero de Aries miró a su herido compañero, este ya había abierto los ojos, y le sonreía.

 -Gracias, Mu, la presión a desaparecido.

 -Es un alivio... –suspiró Mu, aliviado.

 -Hay que suministrar el antídoto antes de 24 horas o el veneno volverá a extenderse –advirtió Aioria.

 -De acuerdo –dijo Mu, poniéndose en pie. Tomo el libro-. Prepararé el antídoto. Mientras, vosotros cuidad de Shaka.

 Los tres caballeros asintieron. Movieron a Shaka hasta un sofá y lo tumbaron ahí.

 -Bueno –dijo Aldebarán mientras caminaba hacia el cuerpo de la araña para recogerla-. Será mejor sacar esto de aquí.

 Cuando Aldebarán se agachó y estiró su mano para cogerla, el metálico insecto, con un rapidísimo movimiento, se dio la vuelta y retrocedió, con su aguijón preparado.

 -¡¿Pero qué?!

 -¡¿Qué ocurre?! –Preguntó Milo.

 -¡El maldito insecto! ¡Sigue vivo!

 Milo y Aioria corrieron hacia allí.

 -Maldita alimaña, si que eres resistente –maldijo Milo, entre dientes. Y acto seguido apuntó a artrópodo con su aguijón-. Esta vez no escaparás. ¡Te lanzará los quince golpes seguidos!

 Pero la araña no estaba muy por la labor de escuchar las amenazas de Milo, y apenas el caballero había terminado de hablar una ola de pequeños dardos salió disparada del aguijón del terrible insecto hacia los caballeros, que tuvieron que moverse con rapidez para esquivarlos.

 -¡Maldita! ¡Ahora verás! –Bramó Aldebarán-. ¡Gran Cuerno!

 La veloz araña logró salir del medio de la trayectoria del ataque, pero no de su rango de alcance. La onda expansiva del devastador golpe de Aldebarán hizo salir a la araña despedida por una ventana.

 -¡Has hecho que escape! –Le regañó Aioria.

 -¡No ha sido a posta! –Se defendió Aldebarán-. Ese insecto es muy escurridizo.

 -¡¿Qué está pasando aquí?! –Mu había sentido los cosmos encendidos de sus compañeros y el golpe de Aldebarán, y salió a toda prisa de las cocinas. Miro el destrozo causado, todo su trabajo al traste-. ¿Qué ha ocurrido?

 -La aguja de Aracne… -respondió Aioria, cabizbajo. Su orgullo se veía herido por haber fracasado en más que simple misión de detener a un insecto-. Estaba viva, y ha escapado.

 -¿Qué ha escapado? –Repitió Mu, asustado.

 -Quizá sea mejor así –hablo Milo, restándole importancia al asunto-. Un problema menos.

 -No digas tonterías –le reprochó Mu-. Si esa criatura estaba encerrada en el Templo del Patriarca sería por alguna razón. No sabemos qué más puede hacer. Podría incluso procrear. No podemos permitir que salga del Santuario y ataque a personas inocentes –se mordió el labio inferior, tratando de dilucidar algún plan-. Milo, Aioria –dijo por fin-. Buscadla, no dejéis que escape del Santuario. Yo me quedaré para terminar el antídoto para Shaka, y mientras, Aldebarán cuidará de él.

 Los Caballeros de Escorpio y Leo asintieron, y sin perder más tiempo salieron a toda prisa en pos de su pequeño y mortal enemigo.

 -Puede que sea una araña más grande de lo normal –comentaba Milo mientras bajaban a toda prisa la escalera del Templo del Patriarca-. Pero no es tan grande como para que resulta fácil encontrarla. Va a ser como buscar una aguja en un pajar. Y si ha decidido esconder en el jardín de Afrodita, como me temo, tendremos un gran problema. Podrá atacarnos desde donde quiera sin que podamos verla. Ese maldito insecto no despide ningún tipo de flujo de cosmos.

 -Lo sé –coincidió Aioria-. Echaremos un rápido vistazo en el Templo de Afrodita y si no da señales de vida bajaremos a toda prisa al de Mu y esperaremos. No podemos dejar que salga del Santuario.

 Milo asintió, mostrando su conformidad, y pronto llegaron al Templo de Piscis. Otearon con sumo cuidado por el jardín de Afrodita, estando muy alerta ante cualquier posible ataque, protegiéndose las espaldas mutuamente. No hubo señal alguna de la araña. Pude que esperase el momento propicio para atacar, o podría ser que estaba herida por los ataques de Milo y Aldebarán, o incluso podría no estar allí. En cualquier caso, lo que no podían hacer era dejarla escapar, asique, tal y como habían dicho, bajaron a toda prisa hacia el Templo de Mu.

Cuando atravesaban el Templo de Leo, Aioria creyó ver algo entre las sombras.

 -¡Milo, cuidado!

 Demasiado tarde. Un fino y brillante dardo se clavó en el cuello del Caballero de Escorpio.

 -¡Maldita! –Aulló el peliazul, y apuntó con su aguijón.

 La araña dio un impresionante saltó desde la columna en la que se encontraba encaramada y voló, literalmente, por encima de sus cabezas. Lanzando una nueva serie de dardos sobre ellos. Aioria se arrojó sobre Milo para apartarlo de la trayectoria de los mortales proyectiles, y ambos rodaron por el frío suelo de mármol.

La araña aterrizó muy cerca de ellos, con su aguijón preparado.

 -¡Desgraciada!

 Milo se incorporó y disparó su aguja escarlata, pero la araña ya había tensado sus patas y dio un gran salto hacia atrás, esquivando el golpe. El insecto se paró sobre una columna, pero parecía que no había contando con que había un segundo caballero. Apenas sus patas tocaron la pétrea superficie de la columna, una luz la dio de lleno.

 -¡Plasma Relámpago!

 La columna voló en pedazos. Gracias al cielo, Aioria había controlado la intensidad del golpe y el Templo no se había venido abajo.

 -¿Ya… ya está…? –Preguntó Milo, entre jadeos.

 -Sí –respondió Aioria, orgulloso-. ¿Eh? ¡Milo! ¡¿Estás bien?!

 El Caballero de Escorpio había empezado a sudar y su respiración estaba agitada.

 -Tengo calor… -se quejó.

 -Mierda… Ese condenado insecto… -gruñó Aioria- Espera, te extraeré el veneno e iré s buscar a Mu. Quizá ya haya terminado el antídoto. Extrajo el pequeño dardo del cuello de Milo, pero entonces, se dio cuenta de que no llevaba ningún objeto afilado encima –Espera, entraré en mi templo y cogeré un cuchillo.

 -No… espera…-dijo Milo. Y uso su propio aguijón para hacer un pequeño corte allí donde había estado el dardo-. Ya está.

 Aioria se agachó sobre él y comenzó a succionar el cuello de Milo, sintiendo el sabor de la sangre de su compañero en la boca. Succionó unas cinco veces, escupiendo luego la sangre envenenada, hasta que Milo le dijo que la presión había desaparecido.

 -Creo que te he dejado una marca –observó Aioria. Milo, con los ojos aún cerrados sonrió y negó con la cabeza, en señal de que no tenía importancia-. Espera aquí, iré a por Mu.

 -Aioria… -lo llamó Milo, antes de que este se fuera.

 -¿Qué ocurre?

 -Creo que esta subiéndome la fiebre… ¿Podrías ayudarme a quitarme la armadura?

 El Castaño asintió y ayudo a su compañero a quitarse la armadura. Milo se quedó tumbado sobre el frió suelo de piedra del Templo de Leo, parecía más aliviado.

 -No tardaré –le dijo Aioria antes de salir a la carrera en dirección al Templo del Patriarca.

 Pero un fuerte grito de Milo lo hizo detenerse. Con el estómago encogido, Aioria dio media vuelta corrió de nuevo hacia donde estaba su compañero. Creyó que el corazón se le paraba en cuanto llegó y vio aquello. La araña estaba viva, parada boca abajo, en el techo del Templo de Leo.  Había dejado car una ola de dardos sobre Milo que, ahora sin la protección de su armadura, había recibido todos los golpes en varias zonas de su cuerpo.

Una nueva lluvia de agujas caía sobre Milo, pero Aioria reaccionó a tiempo y disparo contra ellas. Su golpe pasó por encima del maltrecho Milo y destruyó las agujas. Entonces, la araña se soltó y se dejó caer sobre Milo, pero Aioria, de nuevo, y ya harto de aquel insecto, estaba preparado. Se lanzó contra ella y la propino una patada antes de que llegara a caer sobre su compañero. El insecto voló unos pocos metros y aterrizó en suelo, como si nada. Aiora corrió hacia ella y la araña, con su aguijón preparado, saltó hacia él.

 -¡Plasma Relámpago! –Grito el Caballero de Leo.

 Y el luminoso ataque dio de lleno a la araña. El insecto, humeante, cayó al suelo, inmóvil. Pero esta vez Aioria se cercioraría de que había terminado el trabajo. Corrió hacia ella y la aplastó con el pie, una, dos, tres, cuatro, y cinco veces. Jadeando, vio satisfecho el destrozado cuerpo de su letal enemigo, y tras ese corto momento de alivio y triunfo reparó en Milo y corrió hacia él.

 -¡Milo!

 Pero lo que vio le dejo sin aliento. Milo había recibido más golpes de los que creía. Tenía muchas agujas por todo el cuerpo. Cualquier humano normal abría muerto ya, pero a pesar de ser caballero, Milo tampoco podría aguantar mucho más.

 -¡Milo! ¡Milo! –Le llamaba Aioria.

 El peliazul abrió los ojos con pesadez, y entonces se llevó una mano a la boca para extraerse, ante la anonadada cara de Aioria, una aguja de la lengua.

 -Mi castigo por gritar… -dijo con amargura.

 -¿Puedes hablar?

 -Ya ves que sí… pero empiezo a marearme…

 Aioria le tocó la frente, estaba ardiendo.

 -Tienes mucha fiebre, tengo que llevarte dentro.

 Y dicho aquello, cargó, con cuidado, al Caballero de Escorpio entre sus brazos y lo introdujo en su Templo. Lo llevó hasta su cama y lo dejó allí.

Aioria examinó el cuerpo de Milo de arriba abajo, con gravedad. Lo primero era extraer todas las agujas, y así lo hizo, extrayendo un total de dieciséis agujas.

 -Hay que quitarte la ropa para ver el lugar exacto de los golpes –dijo Aioria.

 Milo dio un largo suspiro.

 -Apenas puedo moverme…

 -Deja, lo haré yo.

 Pero Milo, con un monumental esfuerzo, logró incorporarse.

 -No estoy tan incapacitado –pero su tono de voz decía lo contrario.

 Al ver el gesto de dolor en la cara de Milo y su total imposibilidad para quitarse siquiera la camisa, Aioria le obligo a tenderse de nuevo.

 -¿Qué estás haciendo? –Protestó Milo.

 -Estás al borde del desmayo, déjame a mí.

 Milo no dijo nada más. No porque no quisiera, sino porque el agotamiento que sentía lo hacía imposible. Aioria le quito la camisa, luego le descalzó y le quitó los pantalones, dejándole, tan solo, en calzoncillos. Después, examino todas las rojizas marcas donde habían estado clavadas las agujas y se le hizo un nudo en la garganta. Sabía que debía extraer el veneno, y más teniendo en cuenta la cantidad de golpes que había recibido, pero…

 

-No tienes porque hacer nada… -habló Milo, con soberano esfuerzo-. Ve a por Mu. Nosotros solos caballeros, el antídoto será suficiente…

 -¡No! –Le cortó Aioria-. El libro lo decía bien claro. Si en veinte minutos no se extrae el veneno de los puntos de inoculación el antídoto no servirá de nada. Y mira todos los golpes que tú has recibido. La fiebre no deja de subirte, quizá para cuando quiera llegar hasta Mu tú… -se detuvo.

 No quería decir aquellas palabras. No quería tener que enfrentarse de nuevo a aquello. La pérdida de un compañero. Después de lo ocurrido en la Batalla de las Doce Casas, se había prometido no dejar morir a ningún compañero más. A ningún amigo. Haría lo que fuera para salvar a sus compañeros, y eso implicaba dejar su orgullo de lado, por duro que fuera, lo haría.

En silencio, cogió una pequeña navaja que tenía en un cajón de su mesa de noche y, bajo la confusa mirada de Milo, se subió a la cama, poniéndose sobre él, pero con cuidado de no aplastarle. Hizo la primero pequeña incisión sobre uno de los puntos rojos que Milo tenía en el pecho, causando un pequeño gemido de dolor en el peliazul debido a lo mucho que el veneno le había debilitado. Aioria comenzó a succionar, escupiendo la envenenada sangre en un jarrón vacío que tenía debajo de la cama. Se suponía que Milo debía avisar cuando la presión del punto despareciese, pero el Caballero de Escorpio tenía tantas marcas que puede que lo notase. De todas maneras, Aioria fue sintiendo el mismo como el músculo se aflojaba con cada succión. Tras unas cuantas succiones, Aioria oyó quejarse a Milo, y se separó un poco para mirarle.

 -¿Qué ocurre? –Preguntó, avergonzado-. ¿Te he hecho daño?

 Milo negó con la cabeza, sin querer mirarle a la cara. Estaba rojo como un tomate, aunque Aioria se lo achacó a la alta fiebre, temiendo no tener escusa para su propio rubor.

 -Me has clavado la armadura –dijo Milo-. Lo siento… no sé que me ocurre, pero mi cuerpo está muy sensible, deber ser por el veneno…

 -Oh, lo siento… -Aiora se levanto de la cama-. Me…me la quitaré…

 Aiora comenzó a quitarse la armadura y Milo no puedo evitar mirarlo, maldiciéndose así mismo por hacerlo. Por alguna razón, no podía evitar que ha su mente acudieran ideas muy extrañas y a su cuerpo toda clase de sensaciones. Era la fiebre, se repetía una y otra vez, pero lo cierto es que no podía apartar su cansada mirada de su compañero.

Por su parte, Aioria, se sentía igual que Milo, solo que él no podía achacarle aquello a la fiebre. Su cuerpo se sentía muy extraño, un gran calor lo embriagaba, extrañas ideas sobre Milo acudían a su mente y no podía dejar de sentirse nervioso. ¿Qué era lo que se le estaba pasando por la cabeza? Debía terminar con aquello cuanto antes si quería salvar la vida de Milo. Terminó de quitarse la armadura y se descalzó, pero se dejó la ropa que llevaba bajo esta puesta, después de todo, no había ninguna necesidad de quitársela ¿verdad? A pesar del calor que estaba sintiendo. En cualquier caso, el quitarse la armadura le supuso una liberación, y volvió a tumbarse sobre Milo, sintiendo de nuevo extraños cosquilleos y calambres por todo el cuerpo ¿Pero que le pasaba? Aquello era necesario, tenía que hacerlo o Milo moriría. Tratando de apartar todas aquellas sensaciones intentó centrarse en su labor. Recordó entonces una cosa.

 -Te… -la frase no se decidió a salir. Inhalando profundamente, Aioria volvió a intentarlo-. Te había dado en la lengua… ¿no?

 Milo abrió los ojos de par en par.

 -¡No voy a dejar que me hagas un corte en la lengua ni que... agh…!

 Las quejas de Milo fueron acalladas cuando Aioria tomó sus mejillas con una mano y le obligo a abrir la boca para examinar la lengua. Allí estaba el pequeño punto, señal de donde se había clavado la aguja. Justo en la superficie de la lengua, muy cerca de la punta. Aioria liberó a Milo de su tenaza manual.

 -¡En serio Aioria, no quiero que me hagas un corte en la lengua con una navaja!

 -Es un corte muy pequeño…

 -¡He dicho que no! ¡Y tampoco vas a…!

 De nuevo acallado por el castaño, Milo se vio obligado a abrir la boca de nuevo. Aioria observó, una vez más, la localización del corte.

 -De acuerdo –dijo, en un intento de parecer resuelto-. Lo haré…lo haré yo mismo…

 -¿Qué…?

 Y por tercera vez Milo fue acallado por Aioria, solo que esta vez fue porque la boca de Aioria se pegó a la suya. Aioria trataba de atrapar aquella lengua con sus labios, pero Milo la hacía retroceder a las profundidades de su cavidad bucal. Sin saber que otra cosa hacer y algo consternado por la infantil actitud de su compañero, Aioria apretó las mejillas de Milo con una mano, obligándole a sacar la lengua que, obediente, se introdujo en la boca de Aioria. El Caballero de Leo no encontraba el punto donde había estado la aguja, asique, casi inconscientemente, su propia lengua comenzó palpar la de Milo, deslizándose por cada rincón de esta, tratando, por medio del tacto, de localizar el punto. Milo había abierto los ojos de par en par. Por extraño que pareciese, aquello no le resultaba repugnante. Aioria tampoco sentía ningún tipo de desagrado. Aunque estaba tan enfrascado en su trabajo que puede que ni se parase a pensarlo. Por fin dio con el punto y, con sumo cuidado, dio un pequeño mordisco, diminuto, solo lo suficiente para agrandar la herida y poder extraer el veneno. Ahora, Aioria inmovilizó la lengua de Milo entre sus labios y comenzó a succionar, escupiendo luego la sangre en el jarrón, y manteniendo aprisionado el rostro de Milo de igual manera para que este no volviese a meter la lengua. Y así lo hizo, unas cuantas veces, hasta que liberó el rostro de Milo dejando que este, agotado, recobrase el aliento. El Caballero de Escorpio no dijo nada. Se mantuvo en silencio, con la mirada enfocada hacia otro sitio. Aioria se sentía también extrañamente avergonzado. Pero lo que estaba haciendo era para salvar la vida de Milo ¿No? Miró su cuerpo desnudo y caliente, y su profunda respiración… Era innegable que Milo resultaba atractivo a la vista… Meneando fuerte la cabeza, Aioria desechó todo pensamiento no relacionado con su deber, y su deber era salvar a su compañero. No podía perder más tiempo, había muchos puntos donde Milo fue herido y el tiempo pasaba, no podía entretenerse más.

Asió la navaja e hizo otro pequeño corte en pecho de Milo, muy cerca de uno de sus pezones, arrancando un pequeño quejido de su compañero. Comenzó la succión. Pero la proximidad con el pezón del peliazul hizo imposible el poder evitar que la boca de Aioria lo absorviese también. Un pequeño jadeo escapó de los labios del caballero.

 -¿Qué pasa? –Pregunto Aioria, preocupado-. ¿Te he hecho daño?

 -Un poco… -mintió Milo, avergonzado.

 Había un par de cortes más por la zona del pecho de Milo, pero Aioria creyó conveniente dejarlo reposar aquella zona un rato, ya había practicado dos succiones ahí y el cuerpo de Milo está especialmente sensible a causa del veneno, no quería hacerle más daño.

El siguiente corte fue en el estómago. Cuando Aioria terminó observó otro punto muy cerca de donde acababa de hacer la anterior succión, casi pegado al ombligo. Tras otro pequeño corte comenzó de nuevo la succión abarcando casi en su totalidad el ombligo de Milo, que se mordía el labio inferior para no proferir ningún jadeo por el irresistible cosquilleo que estaba sintiendo.

Aioira terminó con aquel punto, y decidió dejar reposar un poco todo el torso de Milo. Observó ahora sus extremidades, había algunos puntos más en los brazos y en las piernas, y en un tobillo. Comenzó con los brazos, con sumo cuidado. Ahora Milo pudo relajarse más, hasta deseó perder el conocimiento, para que Aioria no fuese testigo de aquellas extrañas reacciones involuntarias que su cuerpo producía por el delicado contacto de su boca contra su piel. Aiora pasó luego a las piernas y finalmente al tobillo. Tomó el pie y lo levantó un poco, con cuidado, para fomentar la circulación de la sangre y poder succionar con mayor facilidad. Un nuevo quejido se escapo de la boca de Milo.

 -Perdona –se disculpó el castaño-. ¿He vuelto a hacerte daño?

 -Lo… lo siento… no sé porque mi cuerpo esta tan sensible… -trató de excusarse el herido-. Me has hecho cosquillas.

 Aioria sonrió.

 - Lo siento, tendré más cuidado.

 Aioria terminó con el tobillo de Milo y volvió a posar el pie, con sumo cuidado, sobre el colchón. Ahora, volvió a centrarse en el torso de Milo, aún quedaban varios puntos repatidos entre el pecho y el estómago. Tomando Aire, continuó con su labor, mientras Milo trataba, con todas su fuerzas, de soportar aquellas extrañas sensaciones.

Finalmente, y tras un largo rato de extraño sufrimiento por parte del peliazul, Aioria, termino de extraer todo el veneno.

Milo suspiró, aliviado.

 -¿Eh? –La mirada de Aioria enfocó el cuerpo de Milo-. Milo… eso…

 Aioria señaló la entrepierna de Milo y este creyó que se desmayaba. Su ropa interior, blanca, había trasparentado una mancha de sangre. Milo se mordió el labio y maldijo para sus adentros, él mismo se había apresurado a arrancar esa aguja antes de que Aioria la viese. Hubiese sido una vergüenza aún mayor verse en aquel estado frente a su compañero. Pero al parecer, de nada había servido.

 -También te dio ahí… -murmuró Aioria, mientras su temblorosa mano, con suma lentitud, se aproximaba hacia la entrepierna de su compañero.

 La mano de Milo asió la suya por la muñeca, deteniéndola, con la poca fuerza que su maltrecho cuerpo podía aplicar.

 -A… Aioria… -dijo un extenuado Milo, con sumo esfuerzo-. No… no puedes… no puedes tocar ahí…

 Aioria trago saliva con fuerza. Agradeció a los Dioses que ahora mismo allí solo estuviesen ellos dos. Sentía una vergüenza como no había sentido en su vida, y saber que su exagerado rubor estaba rivalizando con el del febril Milo solo hacía que sintiese ganas de que lo tragara la tierra. Observó es sudoroso y enrojecido rostro de Milo, lucía agotado, y su respiración estaba muy agitada. Sus ojos se habían enrojecido también. Con la mano que le quedaba libre, tocó la frente de Milo, y se asustó. Estaba ardiendo, su temperatura había subido mucho más desde que empezó con el tratamiento. Miró el reloj que tenía sobre su mesita de noche. Ya casi habían pasado veinte minutos… el tiempo se le acababa, si no hubiese dado con ese último punto… Se mordió el labio inferior. Trató de pensar, tan rápido como podía, algún otro método, pero no dio con ninguno. Y aunque lo hubiese hecho, no tenía tiempo. No podía hacer otra cosa.

Con la mano libre, agarró con la que Milo aprisionaba la suya y se liberó, este, le miraba con una expresión entre la preocupación y el miedo, cosa que no ayudo mucho a Aioria. Rezó para que aquella fiebre fuese tan alta que le hiciera perder el conocimiento y al día siguiente no recordar nada.

 -Milo… -comenzó a decir, haciendo acopio de todas su fuerzas-. Trataré de hacerlo lo más rápido posible.

 Milo quiso decir algo, pero ninguna palabra salió de su garganta. Aioria lo obligo a volver a tumbarse y bajo su calzoncillo. Allí estaba el punto, casi a la mitad del tembloroso miembro de Milo.

Cerrando los ojos, Aioria hizo la pequeña incisión con la navaja, arrancando un grito de Milo, y sin pensárselo dos veces, lo introdujo en su boca. La espalda de Milo se arqueó, como si Aioria hubiese pulsado algún botón que produjo aquel involuntario movimiento. No pasaron ni cinco segundos cuando el miembro de Milo se agrandó. Aioria tuvo que sacárselo de la boca, y aunque le resultó muy difícil hacerlo, miró a Milo a la cara, pero en cuanto lo hizo, este aparto la mirada. Esta temblando de pies a cabeza. Desde que Aioria comenzó aquel tratamiento extrañas sensaciones torturaban su cuerpo, había hecho lo imposible por evitar que aquello ocurriese, pero una vez que Aioria tocó su miembro… de nada sirvió tratar de controlarlo.

Aioria lo miró, triste. Si para él mismo aquello estaba resultando difícil, por su honor como hombre y sobre todo, como caballero, para el ahora indefenso Milo debía ser aún peor.

Pero era por su bien, se repitió Aioria a sí mismo, con resolución, tratando de desechar cualquier otro pensamiento de dolorida cabeza. Y sin más preámbulos, volvió a introducirse el erecto miembro de Milo en la boca, tratando de terminar lo antes posible.

Cuando Aiora estaba realizando la que sería la última succión, un grito ahogado escapó de la boca de Milo y el Caballero de Leo sintió como su boca se llenaba de más. Escupió la sangre envenenada junto con el resto en el jarrón, aún asustado de lo que acababa de suceder. Con sumo esfuerzo, miró a Milo, este mantenía los ojos cerrados y su rostro apartado. En silencio, Aioria le subió el calzoncillo y se levantó de la cama.

 -Iré a por Mu. Y luego te daré algo de comer, te he extraído mucha sangre.

 Y dicho esto, se dispuso a salir por la puerta, pero la voz de Milo lo detuvo.

 -Aioria…

 -No te preocupes –respondió el castaño sin tan siquiera volverse-. Esto quedará entre nosotros.

 Y sin decir más salió por la puerta.

 -Gracias… -terminó Milo su frase antes de quedarse dormido.

 

 

 Mu esperaba frente a la puerta del Templo de Leo mientras veía como Aldebarán recogía los restos de la araña, que ahora parecían alambres retorcidos, y los introducía de nuevo en la caja de oro.

Aioria salió de templo.

 -Ya se ha tomado el antídoto –informó.

 -¿Seguro que no quieres que pase al verlo? –Preguntó Mu.

 -Está dormido. Será mejor que lo dejemos descansar.

 -El antídoto ha reaccionado bien con Shaka, aunque aún está algo cansado. Mañana estará perfectamente. Pero si como dices, Milo recibió más de un dardo… será mejor que lo vigiles esta noche ¿Succionaste bien todo el veneno?

 -Sí –asintió Aioria.

-Bien. No dudes en llamarme si pasa cualquier cosa. Yo volveré al Templo del Patriarca y ayudaré a Shaka a volver a su templo.

 -Y yo dejaré esto donde estaba –dijo Aldebarán, con la caja, de nuevo cerrada, entre sus manos.

 -De acuerdo.

 Aioria se despidió de sus compañeros y le vio marchar. Entonces sintió tras él la presencia de Milo, que caminaba hacia él, con dificultad.

 -No deberías levantarte –le regañó Aioria-. Aún estás muy débil.

 -Estoy bien –mintió Milo, la verdad era que se sentía agotado-. Puedo volver a mi templo.

 -No sé si has oído a Mu, pero lo mejor es tenerte esta noche vigilado, hasta comprobar que el antídoto surte su efecto, no sabemos que podría pasar con número de picaduras que tu recibiste. Esta noche te quedarás aquí –sentenció Aioria, dando por terminada la discusión.

 Milo suspiró. Sabía que Aioria no le dejaría irse, y en esos momentos estaba tan débil y agitado que, aunque quisiese, no podría llevarle la contraria al castaño.

 -Vamos –dijo Aioria tomándolo por el hombro para hacerle volver a entrar-. Debes descansar.

 Pero algo llamó la atención de ambos caballeros y les hizo detenerse en el umbral de la puerta. Ese Cosmos que sentían… Si, lo conocían, y lo conocían bien. Era el cosmos de Seiya, se había hecho notar junto con el abrumador cosmos de Poseidón, cuya presencia se notaba desde hacía varias horas atrás. Pero no estaban solos, otro cosmos despertó, muy cerca de allí. Y Aioria sintió que le daba un vuelco el corazón.

 -Aioros… -murmuró.

 Ambos compañeros se asomaron al exterior y pudieron ver como la Armadura de Sagitario se elevaba en el aire, rodeada de un haz de brillante luz, y desaparecía en la lejanía.

Los dos caballeros sonrieron. Tal vez aún había esperanza.

 

Pasaron un par de semanas desde el incidente con aquella araña maldita. Los Caballeros de Bronce habían triunfado sobre Poseidón, que volvía a estar encerrado. El mundo se había salvado, de momento. Aunque los estragos que había causado Poseidón aún tardarían en arreglarse. Atenea había vuelto, sana y salva, parecía que todo había vuelto a normalidad. Aunque todos los caballeros eran muy conscientes de que un nuevo peligro se avecinaba.

Pero hasta que ese día llegase, en el Santuario, reinaba la calma.

Aioria y Milo habían tratado de evitarse, debido a la vergüenza, pero estando solo cinco caballeros en el Santuario era complicado evitar no encontrarse, y en presencia de los demás debían aparentar que no ocurría nada.

Una tarde, Aioria se encontraba fuera del Santuario, entre los árboles, muy cerca de la orilla del rio, observando el despuntar del sol y la hermosa y anaranjada luz del atardecer. A sus pies había unas rosa, se agachó, y no pudo evitar que su mano tratara de coger una. Pero el pequeño rosa no aprobaba tal secuestro, y las espinas de la rosa se clavaron el dedo del caballero. Con una queja, Aioria se puso de nuevo en pie y notó que alguien se acercaba, era Milo.

 -Hola –saludó Aioria, con algo de timidez.

 -Hola –respondió Milo al saludo, de igual manera-. No sabía que estabas por aquí.

 -Salí a dar a un paseo.

 -Yo también.

 Milo reparó en que Aioria había escondido su mano a sus espaldas nada más verle.

 -¿Te ocurre algo en la mano? –Preguntó el peliazul.

 -No –se apresuró a decir Aioria.

 Milo suspiró. No tenía valor para hablar de aquello, pero se sentía en deuda con Aioria por salvarle la vida, y era muy consciente de que si para él había sido difícil, para alguien como Aioria debió de ser también una muy dura prueba. El problema ahora era como abarcar el asunto sin herir aún más el orgullo del caballero. Aunque aquello quedó como un secreto entre los dos, sacarlo a la luz era complicado.

 -Aioria… yo… -debía escoger muy bien las palabras-. Solo quería darte las gracias por todo lo que hiciste por mí. Por salvarme la vida –Aioria lo miró, sorprendido, Milo trataba de no mirarle a los ojos-. Sé que no debió ser fácil lo que te viste obligado a hacer y… y entendería que no quisieses volver a mirarme a la cara. Pero quiero que sepas que siempre te estaré agradecido.

 A Aioria se le hizo un nudo en el estómago. No quería que Milo pensase eso.

 -Milo –lo llamó, y espero a que el peliazul le mirase a los ojos-. Eres mi compañero y yo daría mi vida por cualquiera de mis compañeros. Pero… también te considero mi amigo, habría hecho cualquier cosa por salvarte, y creo que cualquiera en mi ligar habría hecho los mismo.

 Milo no supo que contestar a aquella observación. Aiora le tendió una mano, y él se la estrecho. Como si hubiesen olvidado aquellos silencios incómodos, y reanudado su amistad, se miraron y sonrieron.

 -Aioria ¿Vas a decirme que te pasa en la mano que escondes?

 Finalmente, y con algo de vergüenza, Aioria le mostro la mano. Su dedo índice sangraba.

 -Me pinche con esa rosa.

 Milo tomó la mano de Aioria entre la suyas, y ante la sorprendida mirada del castaño, se llevo el dado a su boca y lo chupó.

 -No es una rosa de Afrodita… -murmuró Aioria, en un tono que parecía un niño enfadado-. No creo que este envenenada.

 -Lo sé -respondió Milo-. Pero aún te debo mucho.

 El Caballero de Escorpio siguió trabajando el dedo de Aioria.

 -Milo –lo llamó.

 -¿Sí?

 -Yo… -un rubor cubrió sus mejillas. Trató de parecer regio y orgulloso, como siempre, pero la verdad es que era incapaz de mirarle a los ojos-. Yo… volvería a hacerlo.

 Milo sonrió. Observaron la puesta de sol y luego regresaron juntos al Santuario. Se sentían extrañamente felices.

 

Fin

 

Notas finales:

Espero que os haya gustado. Gracias por leer!


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