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Recuerda por Circe 98

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Notas del capitulo:

Yu-Gi-Oh! es propiedad de Kazuki Takahashi

Jonouichi se quedó pensando bastante. Tenía el dinero suficiente como para hacer una llamada internacional y una exhaustiva búsqueda le permitió dar con la diferencia entre Japón y Egipto. Estando frente al teléfono público, comenzó a dudar. ¿Qué le aseguraba que los Ishtar estuvieran ya en movimiento? Tenían un montón de cosas por hacer, mucho tiempo por recuperar.

Recordaba vagamente a Marik, cuando este era un demonio de odio y rabia poseído por la sed de venganza hacia su padre, creyendo que había sido un faraón encerrado el que matara a su padre, un padre que creara a la otra personalidad y que se enfrentaran al mismo durante las finales de Ciudad Batallas.

Jonouichi, tienes que hacerlo si tanto deseas ayudar a tu mejor amigo, se dijo. Tomando todo el valor que poseía, tomó el auricular y metió el dinero en el teléfono. Marcó el número y esperó. Con la respiración estrangulada, contó los timbrazos que hacía la máquina hasta que oyó la voz de Ishizu responder. Usó el árabe, la lengua madre de su lugar de origen, pero cuando escuchó que era Jonouichi, cambió al japonés.

Se le notaba sorprendida y alegre de escucharlo. Bastante complacida hasta cierto punto, pero preocupada al conocer la precaria situación en la que se encontraba. Jonouichi lo hizo de lado, pidiéndole que le prestara total atención a lo que iba a preguntarle. La egipcia accedió, permitiendo al muchacho hablar.

—¿Atem tuvo hermanos? —preguntó—. Porque aparecieron más pruebas, solo que, esta vez, es para el hermano del Faraón.

—No —respondió de inmediato la mujer, bastante sorprendida ante las palabras que decía—. Mi rey no tuvo hermanos vivos al momento de su coronación, casi todos estaban muertos o casados. Él peleó solo junto a sus sacerdotes en la guerra oscura.

Jonouichi jugueteó con el teléfono. Miró a todas partes, notando cómo la gente estaba fuera del rango donde pudieran escucharle. Apretando el auricular y su puño libre, comenzó a hablar, narrando la historia del príncipe sin nombre, asesinado por Atem. Cada palabra la hacía de una manera en que tuviera en claro a alguien ajeno a Yugi. A su mejor amigo, porque solo podía pensar en él por la actitud del niño.

-.-

Yugi sacó la caja dorada, admirándola. Los grabados en ella no se habían desgastado. El brillo era tan espectacular como el día en que lo descubriera entre las cosas de su abuelo. No había variación alguna en el peso de la caja en solitario, ya que recordaba tener que moverla con las dos cuando las piezas del Rompecabezas estuvieran dentro.

Removió la tapa, contando varias veces el número de objetos que en el interior se encontraran. Con sus dedos, extrajo el cartucho que giró sobre sí mismo con una inscripción grabada: Atem. Su nombre en jeroglíficos. Por un momento, se permitió volver en el tiempo. Tres mil años en el pasado, fueran un juego oscuro o no, había estado en la tumba de su otro yo.

Lo fría que se sentía, las enormes trampas con las que se enfrentó y la recompensa final: su nombre. Primero el altar donde se encontró después la caja contenedora de su artículo del milenio. Después de ello, el lugar de descanso final del cuerpo de Atem. Allí estaba su nombre junto a las paredes pintadas con los ritos.

—¡Yugi! —llamó Sugoroku, sacando de su transe al joven Moto quien guardó el cartucho y escondió la caja nuevamente. Salió corriendo de su habitación hasta encontrarse con su abuelo, quien iba subiendo las escaleras—. Anzu está al teléfono.

Una llamarada de esperanza se encendió en su interior. Anzu, su mejor amiga. Los buenos términos entre ambos habían quedado, muy por encima de saber que ella había estado enamorada de su otro yo. No le importó, porque aquel ente pudo haber desarrollado cierto cariño hacia la castaña. No perdería su amistad por eso.

—Voy abuelo —respondió, apartándose para dejar que el adulto terminara de subir las escaleras y él bajó corriendo hasta tomar el teléfono.

—¡Yugi! —exclamó con alegría la castaña. Se le notaba cansada. Catorce horas de diferencia entre un pedazo del mundo y el otro.

El pequeño tricolor sonrió, saludando de manera efusiva a Anzu.

-.-

Tras hablar con su amiga, se sintió mejor que antes. En un acto casi inconsciente, llevó sus dedos al cuello, donde algo debería estar colgando. Se dio cuenta de ello, muy confundido por ello. Recordó lo que estaba haciendo antes, admirar el grabado del nombre de Atem. Antes de apartarse del teléfono, este volvió a sonar.

Levantó el auricular, contestando de inmediato.

—¡Hola, Yugi! —exclamó Marik del otro lado de la línea. El tricolor rio por lo emocionado que estaba. Regresó el saludo, continuando con la típica costumbre que se hacía sobre informarse mutuamente sobre el estado del otro. Al acabar, Marik hizo un silencio prolongado—. Mi hermana me informó que estás en la búsqueda de más información sobre el Faraón.

Oh, por eso llamaba.

El joven japonés miró a todos lados, asegurándose de que ni su abuelo ni su madre estuvieran cerca. Una vez estuvo seguro, respondió afirmativamente a su sentencia.

—Pero no estás buscando algo exactamente de él —continuó Marik. Nuevamente, Yugi respondió con un sí—. ¿Qué estás buscando en verdad, Yugi?

El muchacho de cabello extravagante tomó aire. ¿A cuántas personas tendría que decirles la misma historia? ¿Cómo Ishizu se había dado cuenta de su deseo de encontrar algo más de su otro yo? Ya no tenía el Collar del Milenio, era imposible que pudiera ver el futuro a través de ello. Menos guardar alguna esencia del mismo. Casi improbable que fuera una intuición de la egipcia.

Renuente, le narró los acontecimientos que empezaron a sucederle dos semanas después de la partida de su otro yo. Las visiones, el dolor de mirar su baraja cuando todavía mantenía a los monstruos de él en ella, la misión que comenzaba a tener. En especial con esta última. Le narró a detalle cada uno de los acontecimientos pasados con mayor precisión de lo que estaban en piedra.

Todo lo referente al Príncipe sin Nombre. Su muerte, la forma en que se manifestó ante su hermano mayor Atem, la forma en que volvió para darle paz, su sacrifico de la ida a la Otra Vida con tal de quedarse lado a lado de él. Marik no hizo comentario alguno salvo en los momentos requeridos, cuando Yugi se perdía o no sabía cómo expresarse de ese niño.

No sabía relativamente nada de él, su apariencia, personalidad del día a día, pero conocía casi lo mismo que de Atem, removiendo lo obvio. ¿Cómo se había metido en un lío sin pies ni cabeza? Sin un verdadero origen.

—Le pediré a mi hermana ayuda —respondió al fin Marik, despidiéndose con aquella frase del joven Moto—. ¿Hay algo más que debas agregar?

—Sí —dijo Yugi. Algo que no le había dicho a Jonouichi. Una razón extra por la que dudaba de la veracidad—. El nombre del Príncipe significó Juego.

Con una despedida más cordial, Marik colgó.

Otra vez solo, Yugi se movió del lugar, caminando hasta su habitación donde tomó la caja dorada con sus más grandes recuerdos de su otro yo, los físicos que tenía. Entre sus dedos tomó el cartucho que fue la clave para liberar las memorias del faraón sin nombre. Lo miró durante mucho tiempo y, después, decidió hacer algo que nunca se hubiera perdonado después de encontrarlo.

Se puso el cartucho. Revisó las cartas que allí estaban junto a su otro deck. Las analizó una a una, creando combos con cada carta perteneciente a ambos decks. El Mago Silencioso, el Espadachín Silencioso, la Maga Oscura, el Mago Oscuro, Malvavisco, Gandora, Kuriboh, Gaia, la Maldición del Dragón, Cráneo Convocado y todos esos monstruos que fueran sus aliados durante su aventura junto a él y sus más terribles enemigos una vez que las líneas del desino lo decidieran, volvieron a estar con él.

¿Qué lo estaba motivando a hacer todo eso? No tenía idea alguna. En su mente estaba grabado a fuego el momento en que aquella puerta se abriera y él la atravesara, despidiéndose solo con levantar el pulgar. El increíble viento que se levantó cuando sus ropas, cuando todo él cambió de ser un estudiante japonés a un rey egipcio y encontrarse con su familia y amigos del pasado. A su verdadero presente, a su posible futuro.

Un día, Atem renacería, del mismo modo en que Kaiba y su abuelo lo habían hecho. No todos ellos, los chicos del pasado, tendrían la oportunidad. Muchos de ellos habían perdido sus almas por una u otra razón, o eso creía, después de ver al demonio Zork por unos breves momentos.

Se concentró tanto en armar su deck, que las horas se le fueron volando. La última noche en el barco, cuando su más grande deseo era estar al lado de su otro yo y poder pasarlo platicando en vez de estar encerrado en lo más profundo de su corazón. Si se hacía llamar duelista, tenía que permitirle esas horas, contra sus deseos.

También pudo rememorar un poco las semanas donde estuvieran uno al lado del otro, sin hacer nada más que vivir en compañía mutua. Un alma arisca y bastante alejada de sí, de lo que él conocía. Un chico que cargaba con el mismo problema del inicio: una crisis de identidad. Apretó sus labios varias veces, detonando una memoria por cada carta conocida de su antiguo deck del Reino de los Duelistas, de Ciudad Batallas y de su enfrentamiento con el Leviatán.

Cada carta detonaba una memoria de su vida con él.

-.-

Jonouichi entró en la Tienda de la Tortuga, notando cómo Sugoroku Moto se encontraba en aquel lugar, ordenando algunos paquetes de cartas. De las últimas generaciones. El rubio lo saludó con amigable tono y conversó con él durante bastante tiempo hasta el momento en que preguntó por su mejor amigo. El anciano le respondió con una sonrisa que se encontraba en su cuarto a lo que Jonouichi Katsuya se dirigió hacia aquel lugar.

Subió las escaleras hasta encontrarse fuera de la habitación de su amigo donde tocó un par de veces, escuchando cómo alguien se removía detrás de la misma y, después, Yugi aparecía, muy consternado de los sucesos que le llevaran en la tarde.

—¿Jonouichi? —preguntó, confundido completamente de ver al rubio frente a él, en aquel momento—. ¿Qué haces aquí?

El rubio, dando un segundo vistazo a su amigo, se percató de algo que no notó en un primer momento. Yugi traía el cartucho con el nombre Atem grabado en él. Ahogó una exclamación al notarlo.

—¿Por qué lo traes puesto? —preguntó el rubio. Yugi frunció el ceño, no captando a qué se refería—. El cartucho, ¿por qué lo traes puesto?

El rey de los duelos miró hacia abajo, viendo cómo brillaba de manera inocente aquel pedazo de metal con un nombre grabado en jeroglíficos. Tomó una bocanada de aire, tratando de encontrar una explicación razonable a oídos de su amigo para explicarlo.

—Detonó memorias de los duelos que tuve al lado de mi otro yo —respondió, regresando la mirada al rubio, quien lo examinara de una manera bastante intensa.

El Mago Oscuro apareció detrás de Jonouichi. Yugi se le quedó viendo, notando su seriedad. También la tranquilidad que le daba el ver el cartucho en su cuello, cayendo en la extensión de la cadena donde estaba colocado. El monstruo no dijo nada, solo se quedó mirando al muchacho de origen japonés.

—Solo fue una acción sin pensar, me lo quitaré en un rato. Me causa algo de incomodidad, nunca he usado nada como esto —regresó su mirada al rubio, quien no pudiera evitar ver el cartucho que colgaba en su cuello como una muestra de algo más terrorífico y dañino—. ¿A qué has venido?

El rubio se llevó una mano a la cabeza, tratando de recordar lo que fuera que tuviera pendiente con él.

—Mejor pasa, Jonouichi —dijo Yugi, apartándose de la puerta. Dirigió su atención al deck que estaba en su mesa. Uno que combinaba a sus espíritus en uno sin que le provocara el mismo dolor que antes. De allí a su capacidad de portar momentáneamente ese cartucho que iba a devolver a su lugar.

La caja contenedora del Rompecabezas del Milenio estaba expuesta con otro mazo dentro y el USB que le diera Kaiba. Caminó hasta ese lugar, llevándose las manos al cuello para quitarse el cartucho y regresarlo a su lugar de origen. Cerró la tapa, acariciando el trabajo que se realizara con el fin de proteger el alma del faraón, se supiera o no que estaba encerrada en aquel lugar.

—Hablé con Ishizu —soltó, acordándose ya lo que quería decir—. Le pregunté sobre la existencia de ese príncipe. No sabe nada respecto a él, no hay nada escrito en esos viejos pergaminos.

Yugi se rio, aguantando las ganas de corregir a su amigo respecto a la verdadera naturaleza de los contenedores de los escritos de los egipcios. Papiros, como aprendiera largo tiempo atrás en sus clases de historia de la escuela y al abuelo, quien, inconsciente o no, le enseñó a diferenciarlo.

—Me hizo la pregunta del por qué estaba tan interesado en un fantasma que no existía. No supe qué contestarle.

—Marik me llamó en la tarde —dijo, prestando atención a su amigo mientras ignoraba a los monstruos que le miraban con algo de reproche. ¿Ahora qué había hecho para merecerlo?—. Le conté la historia que me ha acompañado desde hace dos años. Solo me dio la vaga esperanza de que encontrará algo.

Notas finales:

Sí, no fueron 10 pero tampoco son 15... aún. Estoy en el capítulo 12 de hecho. Al menos, por una vez, no me extendí TANTO como me pasó con Memorias. O con O'im.

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