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Esclavo por Scardya

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Notas del fanfic:

Este es el que escribo actualmente, así que para este sí habrá que esperar a tiempo real xD

Hablando de reviews ahora, no sé por qué razón, pero la página de reviews, tanto en cel como en PC se me queda completamente en blanco. No importa cuántas veces la recargue, siempre está vacía la pantalla. Puedo leerlos pausadamente con cada recarga, pero no responderlos, así que lo que haré será contestar en "notas del capítulo" cada vez que suba uno.

—¡Señorita Maader! ¿Cómo le ha ido en la Gran Conferencia? —uno de los trabajadores de dicha mujer acababa de verla entrar a la enorme casa. Todo había resultado en orden y no había ocurrido algo distinto al resto de veces que ella se iba.

—Nada interesante, pero siempre es importante poseer información, así es más fácil evitar a los estafadores. —sonrió con un deje de aires victoriosos mientras caminaba al interior, como si acabara de ganar una batalla sin haber participado en ella. Inmediatamente, cuatro niños de poca edad salieron corriendo a su encuentro, una seria duda parecía recorrer sus diminutos y frágiles cuerpos.

—Bienvenida a casa, señorita Maader. —una de las niñas fue quien la recibió.

—Umm... Hay algo que queremos preguntarle, señorita Maader. —y otra fue la que dio inicio para que el tercer niño dijera la pregunta que los llevaba carcomiendo.

—Señorita Maader, ¿cómo se siente en realidad sobre nosotros? —su pregunta fue escuchada y no interrumpida. La mujer sujetó entonces la muñeca de esa niña, pero con suavidad, y se agachó en cuclillas para estar a la altura de ellos cuatro. Su expresión calmada distaba mucho de querer hacerles daño.

—¿Qué pregunta extraña es esa? —cubrió la mano del niño con la otra suya y la acarició. —Sois mis niños, mis adorables y queridos niños. Y yo soy quien os quiere como una madre, ¿verdad? ¿Dudáis de mi cariño? —una ligera mueca triste surcó su rostro femenino. Los niños borraron todo rastro de indecisión e inquietud y se abrazaron a ella.

—¡No, señorita Maader, nunca dudamos de su cariño por nosotros! ¡Perdone que la hayamos hecho sentir triste! —una de las niñas y un niño no pudieron evitar llorar.

—No estoy triste, mis pequeños. Yo sé que nunca dudaréis de mí, y eso me hace feliz.

—Él no tenía razón después de todo... —la niña que estaba más tranquila suspiró de alivio.

—La señorita Maader nos ama en realidad, no somos objetos para ella. —lo dicho por el jovencito desconsolado confundió a la mujer.

—¿Quién es "él"? —ahora entendía lo que pasaba, alguien había metido ideas en las cabezas de sus pequeños y queridos esclavos. Todos allí eran fieles a ella, adultos incluidos, no sabía quién había podido ser. Uno de sus niños no pudo ser, nunca ninguno fue capaz de salir del "trance" al que los tenía sometidos, pero había uno que...

—Sinbad lo dijo. Dijo que usted nos engaña, pero no puede ser cierto, porque nos quiere de verdad.

—¡Señorita Maader, por a...! —hablando del rey de Roma... El joven apareció y se quedó estático por unos momentos. No podía ser, ¿por qué los niños la abrazaban? ¿No les había hecho ver la verdad, no les había metido metas dignas y sueños para cumplir? No entendía, debía de haber una revolución, no una reconciliación. Y en ese momento él debía fingir refugiarla. Demonios, esa mujer los tenía muy bien entrenados. Sólo esperaba que no hubieran dicho su nombre o lo pagaría muy caro, muy caro... y aun si no lo hacían, ya no confiarían en él. Sintió un escalofrío recorrer su espalda. Todo había dependido de él en el último momento, y no parecía ir como esperó. Había arriesgado mucho reuniendo a los esclavos y contándoles todo aquello sobre Maader. Ella lo miró con una sonrisa y se levantó.

—Oh, Sinbad. Mi niño más confiable y responsable. ¿Ha ido bien todo en mis ausencias? —no dudaba de sus pequeños, si Sinbad les había dicho todo eso, tenía que ser cierto. Después de todo, la posibilidad de que saliera de su trance existió siempre aunque fuera mínima, la manipulación sobre él era reciente todavía a pesar hubieran pasado varios meses desde que lo tenía con ella. Pero eso no era un problema, pensaba que era fácil volver a tener su lealtad. Sería más largo el procedimiento que anteriormente, porque era posible que Sinbad se resistiera, ya que acabó sabiendo todo lo que escondía la compañía Mariadel.

Sinbad relajó los músculos y sonrió. Confió en que no habían llegado a decirle nada por la emoción de verla, o que sí se lo habían preguntado pero no dieron su nombre.

—Todo en orden, señorita Maader. —estaba en blanco, no podía decir nada más. No sabía si estos cuatro niños influirían en el resto, estaba metido en un grave problema, y se había metido él solo por arriesgarse a decirles aquello, pensando que les llenaría de dudas complejas. Continuaba teniendo escalofríos y su pulso estaba ligeramente acelerado. ¿Estaba... asustado? Sí, lo estaba. Regresaba a temer y no sabía la verdadera razón, si por pánico a que le delataran o por si Maader lo sabía y lo estaba engañando. Pero ella se veía tan tranquila que no parecía ser eso último.

—Así me gusta, siempre puedo confiar en ti. —se acercó hasta quedar delante de él y lo abrazó con ternura, notando relajarse el cuerpo del chico. Sus labios maquillados estaban cerca de la oreja de él, y pronto soltaron en un susurro: —Lástima que lo hayas estropeado, un niño que manipula a los otros en mi contra no es uno de mis niños.

Los músculos y las pupilas del joven se contrajeron de golpe, no podía moverse y comenzaba a sudar frío. Maldecía el condenado momento en el que confió en que podía sacar a esos niños de su burbuja de felicidad. Estaban demasiado cegados y no pudo hacer nada más que hacerles dudar un poco, dudas que la mujer se encargó de disolver con su excesivo cariño. Estaba estático y con sus ojos desorbitados. Esa mujer le había hecho sufrir de un modo inhumano y sabía qué iba a pasar, lo siguiente a esto era... Pudo escuchar el chirriante sonido de un enganche cerrarse y ver de reojo una cadena moverse. El grillete de su cuello fue tirado con fuerza por esa cadena y de su garganta salió un gemido ahogado. Maader lo soltó de su gentil abrazo y se incorporó con una mueca fría.

—Te has atrevido a dejar de ser uno se mis niños y has intentado manipular al resto, cumplirás el castigo como tal. —pudo ver que en el pecho de Sinbad ya no había movimiento, acababa de detener su respiración y su mirada dorada suplicaba por piedad. Mientras, los cuatro niños le miraban escondidos detrás de ella con ojos acusadores.

—¡No! ¡Señorita Maader, no lo haga! —no quería volver a esos cuartos de tortura. —¡Lo siento, no pensaba con claridad! ¡Por favor, no me envié ahí de nuevo! —su voz salía rasgada y con exceso de volumen, estaba aterrorizado. No quería volver a pasar por ese infierno, todo menos eso. El robusto trabajador que sujetaba la cadena tiró de ella con fuerza, golpeando en cuello de Sinbad contra el grillete. El chico lo sujetó de los extremos, pues el helado hierro se le estaba clavando en la piel maltratada. —¡No lo intentaré otra vez! ¡Perdóneme! —Maader sólo lo miraba y no decía nada. Ella hizo un gesto con la cabeza, e inmediatamente la cadena comenzó a tirar de forma constante, consiguiendo romper la estabilidad de las piernas del joven y haciendo ceder su cuerpo ante la fuerza. Sinbad se revolvía sobre sí mismo, agarrando todavía el grillete para que el hierro se presionara contra las falanges de sus dedos en lugar de contra su cuello irritado. Sus yemas estaban poniéndose de un color morado grisáceo, no le llegaba la circulación sanguínea a ellas. Todo tipo de resistencia era inútil, el hombre que tiraba de él era mucho más fuerte. —¡POR FAVOR, NO! ¡SEÑORITA MAADER! —sus gritos aterrados se perdieron entre la lejanía de las puertas y el sonido agudo de la cadena.

¿Cómo había pasado esto? ¿Qué pasó con la gran deuda que se suponía que Maader debía pagar? La respuesta era simple: nunca firmó ningún contrato, no perdió ni una mínima cantidad en los fondos de su compañía, y por lo tanto, regresó satisfecha y ganadora, sin nada fuera de lugar, sin tener que vender ningún esclavo por obligación.

Sinbad no se dio cuenta de ello, no supo reconocer que de nada servía poner a esclavos fieles a ella en su contra. Era un sinsentido que no había analizado, un gran error por su parte. La lógica estaba clara, niños que sentían verdadero amor por una madre, aunque fuera falsa, nunca se revelarían en contra de ella si esta demostraba cariño y nunca se enojaba ni los trataba mal. Mentes puras e ingenuas... El joven conquistador había ignorado ese dato, y le iba a costar muy caro el fallo. La posibilidad de una revolución sin que Maader hubiera sido estafada, engañada y hundida era completamente nula. Sinbad hizo un suicidio por el deseo de recuperar su libertad.

¿Y por qué? ¿Por qué Maader no había firmado ese contrato? Verdad que la compañía de Sindria había intentado una estrategia muy buena, pero el problema principal que les condenó a no conseguirlo fue utilizar el mismo método que ella usó para embaucar a Vittel. Más errores por parte de los pertenecientes a la compañía de Sinbad. Maader era una mujer inteligente, manipuladora y ningún detalle se escapaba a sus ojos, por algo ella era tan conocida, tan admirada por el mundo del comercio. Cierto que por unos momentos consiguieron hacerla dudar, pero ella era profesional en esto. ¿Qué pudo hacerles pensar que podrían devolverle la jugada del mismo modo que ella hizo? La mujer conocía pros, contras y todos los agujeros de esa estrategia, pues era suya. Saber que era un intento de engaño era demasiado fácil. Si hubiera firmado ese contrato podía apostar a que alguien se había metido en su cabeza y le había reducido su gran capacidad de comerciante. Era un disparate.

Justo como ella pensó, ese niño de cabello albino y la gran Imuchakk intentaron engañarla, pudo confirmarlo al 100% cuando salió de ese cuarto sin firmar nada. Sus rostros mostraron una enorme indignación y pánico al verla atravesar el umbral de la puerta. Maader nunca se equivocaba en el mundo del comercio, y nunca pasaría. Una de las pistas que tuvo para saber que era una trampa fue la actitud de esa mujer gigante. Rebajar de ese modo el orgullo de su propia raza considerándolos esclavos era un método de convencimiento tan forzado... Si la mujer de cabello morado fuera un poco más despistada e ingenua hubiera funcionado, pero no era así en la realidad. Alguien debía volverla más idiota por la fuerza sí querían que eso pasara.

Fue de ese modo en el que el que la meta de Sinbad cambió. Por culpa de su arrogancia se metió en un callejón sin salida, y su compañía fracasó en su intento de estafar a Maader para traerlo de vuelta. Desde ese momento, el camino de la vida del chico dio un giro brusco. Acababa de ser descubierto en su intento de revolución, su última oportunidad había valido nada. El destino del joven conquistador de calabozos había dado la vuelta, y no para mejor. Sinbad estaba atrapado por completo, la esclavitud le había cogido por los tobillos, muñecas y cuello, y ya no iba a ser liberado. Este joven hombre crecería de la mano de las cadenas y las jaulas, como el esclavo que era y sería.

—¡NO, NO! ¡POR FAVOR, HARÉ LO QUE SEA! ¡POR FAVOR, POR FAVOR! —repetía a grito desgarrado una y otra vez esas dos palabras. Su cerebro no procesaba nada más, estaba aterrorizado. Incapaz de decir nada más, moviendo su cuerpo con violencia y buscando huir de la futura tortura. Las pasarelas de debajo de la gran casa eran sucias, oscuras, húmedas. Múltiples cuartos de castigo con diferentes mecanismos, y por todos ellos Sinbad había pasado anteriomente. El simple hecho de estar ahí de nuevo, en ese maloliente pasillo subterráneo, provocaba que quisiera llorar como nunca antes había llorado, chillar como un pobre condenado que era consciente de su lamentable existencia. Pero no lo hacía, no de momento. Se limitaba a romper sus cuerdas vocales con súplicas ignoradas que se perdían en el eco del lugar. Las plantas de sus pies habían empezado a dejar un rastro rojo en el suelo de piedra. En ningún momento los levantó para dar un sólo paso, oponiendo toda la resistencia vana que era capaz. Terminó por levantar sus tejidos, quemar sus plantas y hacerlas sangrar por el fuerte arrastre que sufría. Una de las puertas de hierro fue abierta por el hombre robusto que lo llevaba. El sonido oxidado de la puerta abrirse taladró sus oídos. Sentía que acababa de quebrar sus tímpanos. En ese momento de pausa su cuerpo pudo descansar de oponer resistencia. El grillete del cuello ya no tiraba y las puntas de sus dedos, heladas e insensibles a causa de la presión y el corte de circulación, pudieron librarse de la fuerza y recuperar su color. Pero fueron pocos segundos. Rápidamente fue arrastrado del mismo modo al interior de esa habitación oscura y la puerta fue cerrada de un golpe, haciendo que saltara un poco hacia delante. La quemazón y el escozor en las plantas de sus pies era insoportable, pero no emitía ni un sólo sonido que diera evidencia de cuánto le dolía.

Sin esperarlo, fue alzado y recargado en lo que parecía ser el amplio hombro de ese hombre. Incapaz de pensar todavía, lo estampó contra una superficie dura, fría y lisa. El impacto contra su espalda le hizo abrir la boca y soltar una considerable cantidad de aire. Notó a la perfección cómo su brazo derecho era estirado y estampado también contra la placa. Tras ello, escuchó un sonido metálico provenir de ese lado, y luego sintió un frío invernal rodear su muñeca. Su cerebro deducía por si sólo. Era un grillete, posiblemente atornillado a esa superficie lisa. Un paso, dos pasos, tres pasos y luego una tenue luz que dejaba ver la habitación al fin. El hombre acababa de prender un candil en la pared. Sinbad levantó la cabeza y se miró a sí mismo. Estaba sobre una mesa de madera, y había cepos atornillados para las otras tres extremidades. Su pulso se aceleró más, si es que se podía. Antes de que pudiera volver a suplicar por piedad, la enorme mano del adulto agarró su frente y le pegó la cabeza de un impacto contra la madera.

-¡Aaah! -el golpe hizo su efecto tanto en la zona recién maltratada como en el resto de su cabeza a causa de la fuerza. No había sido tan dañino, no iba a dejar una marca, si acaso un dolor durante unas cuántas horas. Pero su cabeza se sentía un poco ligera y fuera de lugar tras eso. Y tal estado de suave confusión y desequilibrio hizo que ni cuenta se diera cuenta de que el hombre ya había encerrado la otra muñeca y sus tobillos en los cepos, aunque pronto volvió a su cruda realidad. Giró la cabeza hacia un lado, un poco mareado todavía. Estaba extrañado, y al mismo tiempo tan angustiado y asustado. Un niño de dieciséis años no debía pasar por estas cosas, las cicatrices emocionales serían muy severas a largo plazo. Vio al único acompañante que tenía hacer algo, de espaldas a él. Escuchaba agua. Todavía recordaba los castigos, más bien torturas, que este ser le hizo al inicio. ¿Qué venía ahora? ¿Encerrarlo en una habitación fría y dejarlo congelarse, quemaduras con un palo de hierro al rojo vivo, golpes en articulaciones, astillas y agujas debajo de las uñas, tirones de pelo constantes o cortes en la piel? Cualquiera le provocaba un terrible pánico. Por suerte, esta persona, que ejercía un trabajo tan sucio, lo hacía de tal forma que nunca dejaba cicatrices después de la curación para no poner evidencias y que el precio de la mercancía no se redujera. Era un verdadero torturador de esclavos. Lo vio voltearse y acercarse con una enorme jarra llena de agua y con un pañuelo de seda. Eso... no tenía pinta de poder hacerle daño. ¿Qué podía hacer con eso? ¿Acaso lo que planeara llegaría a castigo siquiera? Tal vez Sinbad consiguió tocarle la fibra sensible y decidió perdonarle por primera vez, pero era tan extraño. Confiarse le aterrorizó de más cuando el hombre le agarró sus ropas superiores y tiró de ellas, rasgándolas del cuerpo del impactado joven hasta sacárselas, aunque fuera a jirones.

—Ya no necesitarás esto en mucho tiempo. —e hizo lo mismo con las prendas inferiores hasta dejarlo con la primera que se le dio, el corto trozo de tela que se enrollaba en su cadera y le cubría todo lo importante, tan similar a una pequeña falda. El atuendo de jefe de esclavos había sido confiscado para él.

No podía hablar, no podía quejarse, su voz se atascaba en su garganta cerrada por puro terror. Estaba tan desconcertado con esta nueva situación, tan inquieto.

—No me mires así, es mi trabajo. —la falsa pena dejaba a la luz el sarcasmo. Y es que la mirada del joven era sufridora, suplicante, como la de un cordero que sabe que va a ser degollado. Una mirada que a los torturadores les encantaba ver antes de someter a los torturados. —Conspirar contra la señorita Maader... —negó con la cabeza. —Muy mal, chico. Debería imponerte una tortura que nunca olvides. No sé por qué la señorita Maader te considera tan valioso, no eres más que un niño desagradecido. —Sinbad cambió de golpe su expresión por puro instinto. Le frunció el ceño y afiló sus pupilas, clavándoselas como dos espadas, mostrando así su fuerte corazón indomable. Una última muestra de valor antes de que su orgullo y amor propio volviera a ser polvo. El hombre cerró el puño y lo estrelló contra el antebrazo del joven.

—¡AAAAH! —el grito consiguió abrir de nuevo su tráquea. Juraba que había escuchado huesos romperse. El dolor palpitante ya recorría todo su antebrazo. La gran mano robusta del hombre le sujetó el rostro y presionó sus mejillas para mantenerle la boca abierta y la cabeza quieta. Le introdujo el pañuelo de seda en la boca de tal forma que no pudiera escupirlo y lo empujó con los dedos casi hasta su garganta. La tela tocó por unos segundos su campanilla y Sinbad dio una arcada.

Cerró los ojos con fuerza y comenzó a respirar con intensidad por la nariz. Su pecho subía y bajaba rápidamente y sin control mientras aún era capaz de emitir sonidos, quejidos lastimeros en concreto. Los entreabrió para observar qué demonios pensaba hacer con él.

—Tranquilo, muchacho. Esta vez no te va a doler. —estaba confundiendo al joven. ¿Cómo demonios una tortura no podía doler? —Pero que no te cause dolor no significa que vayas a sufrir menos. —mostró sus dientes sucios es una macabra sonrisa y comenzó a verter muy despacio el agua en el pañuelo. Sinbad empezó a retorcerse al notar el agua y la humedad inundar su boca. ¿Lo... lo estaba ahogando? Sentía que su tráquea se llenaba de agua.

Le estaba haciendo La Toca. Era una de las torturas más usadas en esclavos valiosos, ya que no dejaba ni una sola marca, y el reo nunca podía demostrar que había sido víctima de ello. Consistía en introducir una toca o un pañuelo de lino o seda en la boca del torturado y se vertía agua. Al empaparse la tela, causaba una terrible sensación de ahogo. Una tortura no dolorosa, pero sí de las más crueles e insoportables. El torturado podía ser castigado durante días con la vomitiva y continua sensación de ahogo. Algunos perdían la conciencia a las pocas horas a causa de que el cerebro era engañado con el falso efecto de falta de oxígeno. Sentir un ahogamiento que nunca parecía acabar era desesperante, insoportable e insufrible.

Sinbad empezó a tirar de brazos y piernas en vanos intentos por sacar sus tobillos y muñecas de los cepos, pero no eran amplios, sus manos y sus pies no cabían para salir deslizados. Él de verdad pensaba que lo iba a terminar ahogando. Movía su lengua atrapada todo lo que podía para tratar de escupir el paño, y mientras, el agua continuaba empapándolo muy lentamente. Quería que se detuviera, creía que iba a terminar muriendo. Estaba muy asustado, su cuerpo engañado no le permitía respirar en condiciones. Se retorcía con fuerza, incapaz de mover su cabeza, el hombre continuaba sujetándole la cara y vertiendo el agua sin pausa. No podía hacer nada para detenerlo. No quería morir, aunque eso no fuera a pasar. Estaba siendo engañado por la sensación. Su mente estaba en un completo caos, no pensaba, no razonaba. Todo lo que hacía era por puro instinto de supervivencia. Volvió a cerrar sus ojos por todo el esfuerzo y se le escaparon de los extremos de estos unas finas lágrimas.

En ese cuarto frío no se escuchaba nada más que los golpes que el cuerpo de Sinbad daba contra la mesa de madera por sus intentos de liberarse y las arcadas y toses forzadas que daba cada ciertos minutos.

Una hora, dos horas... hasta cuatro horas sin haber tenido una miserable pausa para respirar en condiciones. Cuatro horas con un continuo chorro de agua empapando el pañuelo que le ahogaba. Y aún quedaba poco menos de la mitad de la enorme jarra. La lentitud repartía muy bien la cantidad y no se necesitó parar porque se acabara. El joven conquistador había dejado desde hacía una hora de moverse, comprendiendo que no valía la pena, que era incapaz de liberarse. Se rindió y sufrió a lágrima viva a que la condenada agua lo ahogara por completo y provocara su muerte, pero nunca llegaba el momento. Siempre era la misma intensidad, siempre el mismo horrible efecto. Incluso sus ácidos estomacales amenazaron con subir por su esófago en una de las arcadas más fuertes, pero no pasó. Si aquella tortura iba a continuar por más tiempo, mejor morir y acabar con el sufrimiento excesivo que se le estaba ocasionando. No era doloroso, pero era capaz de reconocer que estaba siendo la tortura peor soportable de todas las que le habían hecho anteriormente.

Sin duda, ahora mismo prefería cualquiera menos esta, aunque fueran quemaduras, golpes o cambios bruscos de temperatura. Su cabeza ya comenzaba a mover su percepción del espacio a pesar de tener los ojos cerrados. El efecto de ahogo terminó engañando a su cerebro sobre la cantidad de oxígeno que recibía. Estaba sobrecargándolo con su rápida respiración instintiva. Pero para su suerte, eso podía dejarlo inconsciente y terminaría su tortura, mas no ahora, lamentablemente. Tuvo una nueva arcada, y de esta nació una tos fuerte y forzada, aunque muy corta por el bloqueo del pañuelo. Sinbad quería que parara, ya no podía más. Que lo matara ahí mismo, que le cogiera del cuello y lo terminara de asfixiar y lo dejara de torturar para siempre. En ese momento, la puerta se abrió, dejando entrar luz extra de otro candil.

—Suficiente. —reconocía esa voz femenina, y sin saber por qué, su alma se relajó. El taconeo de los pasos retumbaba fuera y dentro, pero eran ignorados por el joven, pues se estaba centrando en sentir cómo el agua ya no era vertida. El pañuelo fue retirado de golpe y eso le ocasionó una nueva tos seca y un dolor en la garganta. La mano del hombre soltó su rostro y el chico pudo por fin entrecerrar la mandíbula mientras regularizaba la respiración. Le dolía de más como para cerrar la boca del todo. Dejó caer su cabeza hacia el lado de la puerta en un giro. No podía emitir sonido alguno, su garganta resentida y escocida estaba hecha polvo por dentro. Notó una mano suave acariciar su frente sudorosa antes de caer por completo en la inconsciencia.

Placenteros roces en su cuero cabelludo lo devolvían poco a poco a la realidad, y al mismo tiempo le regalaban cierta morriña. Era una combinación que podía volver a dejarle dormido muy fácilmente. Sus ojos dorados se entreabrían un par de veces y luego se cerraban de nuevo, disfrutando de las caricias en su cabeza.

—Ya acabó. Debiste de pasarlo tan mal. Pero ya está, ahora está conmigo. —Maader se encontraba sentada en la cama inferior de una litera, dejando a Sinbad descansar de lado sobre su regazo, tumbado a lo largo del colchón. Lo único que veía cada vez que abría ligeramente los ojos era la ropa que cubría el abdomen de ella. Esta peinaba con sus largos dedos las hebras lilas del joven, las suavizaba y las desenredaba. Le encantaba el fino cabello del muchacho. Normalmente no solía permitir en sus esclavos un pelo demasiado largo a menos que fueran niñas. Como máximo dejaba la longitud que Fatima tenía. Pero el de Sinbad era tan fascinante, colorido, luminoso... No pudo nunca atreverse a cortárselo. Además, pensaba que estilizaba su imagen, y un esclavo agraciado era todo ventajas. El único contra que había era lo mucho que se tardaba en vender uno a causa del alto precio que se sumaba por la belleza. No todos los compradores poseían tales cantidades de dinero para un esclavo así. Bellas mujeres, jóvenes hermosos y reos con habilidades asombrosas eran los que alcanzaban aquellas elevadas cifras, y los únicos con la capacidad de comprarlos eran compañías o familias reales, mas no personas individuales.

Sinbad levantó un poco la cabeza para mirar sobre su hombro. Como esperaba, ya no vestía nada más que esa falda sucia y corta con bordes rasguñados. La mujer le empujó la mejilla con delicadeza para que volviera a apoyar la cabeza en su regazo.

—Tranquilo, no te preocupes por nada. Tus pies ya están vendados, se curarán pronto. —ella continuó peinándolo con la mano. Ahora que el joven recordaba, había arrastrado estos durante todo el camino a la sala de castigo. Recordaba esa quemazón insoportable que tenía hacía unas cuantas horas, el rastro de sangre, piel y carne que había dejado impregnado en el suelo. Aún le escocían, pero bastante menos. Notaba presión en ellos, eran los vendajes que los protegían de agentes externos y de posibles infecciones. Pero había una presión mayor en otra extremidad, en su brazo derecho. Bajó su mirada entreabierta hacia él. Estaba vendado desde la muñeca hasta por debajo del hombro con una fuerza impresionante, y le dolía. Maader notó su extrañeza. —Tu brazo se rompió. Tardará más en sanar, pero no importa. Yo te cuidaré todo lo que haga falta, mi preciado Sinbad. —más caricias en cabeza y cabello. Y de vez en cuando sobre su mejilla.

No confiaba en esa mujer, no merecía siquiera que se estuviera dejando mimar. En el fondo la despreciaba, era un ser corrupto que le causaba un desagrado angustioso. Y aun así, se dejaba tocar por temor a otro castigo. Notaba las uñas afiladas de Maader, le estremecían a pesar del obvio bienestar. No pudo evitarlo, un ligero escalofrío se le escapó al sentirlas en su pómulo. La mujer detuvo al instante cualquier movimiento, dejando pasar unos silenciosos segundos.

—¿No aprecias mi cariño? ¿Estás rechazando mis cuidados? —su voz sonaba tan dolida y helada al mismo tiempo. Se dio cuenta de ese estremecimiento en el cuerpo del joven conquistador. Este no fue capaz de responder hasta otros varios segundos después, cuando vio que la cosa ya era, por demás, seria. Apoyó el brazo sano en el colchón y se incorporó.

—¡No, señorita Maader, aprecio sus cuidados y su-! —no acabó la frase, la mujer se había levantado en cuanto se vio libre del apoyo y había salido por la puerta en silencio. era la primera vez que hablaba después de su reciente castigo de La Toca. Sonaba un poco afónico por la irritación de garganta.

Responder para defenderse, ese fue el error de Sinbad. Los niños que lo delataron respondieron igual antes, la diferencia entre lo que acababa de decir él y lo que dijeron ellos estaba en el tono utilizado. Los pequeños se vieron como recién regañados, y el chico como si se enfrentara a una ofensa. Por desgracia, el joven de cabello lila no era idiota, sabía qué era lo que iba a pasar tras aquello. Otra vez...

Se sentó, veloz, y trató de ponerse en pie, pero en cuanto las plantas vendadas de sus pies se presionaron contra el suelo para sujetar su peso no le quedó más remedio que arrodillarse. Ese intenso escozor volvía a presentarse por haber intentado levantarse.

Estaba seguro, Maader había ido a buscar a su torturador para que lo castigara de nuevo, y después de unos minutos de pensamiento en solitario, ya no le extrañaba. Había salido de la falsa realidad en la que lo tuvo cautivo, y sólo había una forma de devolverlo a ella: repitiendo el mismo procedimiento de castigo tras castigo, casi sin llegar a una pausa de cuatro horas entremedias de cada uno. Todo a lo largo de varias semanas. No creía ser capaz de pasar por ello otra vez. No quería ser castigado, ni volver a ese trance. Deseaba morir si así tenía que ser. Si ese era realmente su destino ahora... entonces él maldeciría ese destino. Aún le costaba aceptar que se había equivocado y que no podía dar la vuelta esta vez. Que todo fue su culpa desde un principio por confiar en sí mismo en exceso, por creer que era superior y especial. Que no podía hacer las cosas por si solo sin ayuda. Nada había sobrecaído en él, todo había dependido por completo de sus compañeros. Hiciera una revolución o no, si Maader hubiera firmado el contrato estaría libre, pero de eso él no era consciente.

Ahora pensaba en ellos, en sus amigos, en sus acompañantes, en las personas de su compañía. ¿Qué pensarían Ja'far, Hinahoho, Drakon, Mystras y el resto si lo vieran ahora, lamentándose de rodillas en el suelo, con los dos huesos del antebrazo derecho rotos y con las plantas de sus pies desolladas y vendadas, sin otra mísera prenda de ropa que una asquerosa tela hecha jirones enrollada en su cadera? Y lo que era peor, con una expresión de derrota. Así se declaraba Sinbad, derrotado y perdedor, una vergüenza de hombre que se había estado comportando como un egocéntrico durante sus últimos momentos de libertad. ¿Qué iba a pasar con la compañía de Sindria? Le inquietaba esa pregunta, aunque confiaba en que el albino, a pesar de ser un niño todavía, pudiera hacerla crecer junto con sus amigos, y tenían a Rurumu para controlar. Era un chico inteligente, si aprendía cada vez más de ella, estaba seguro de que él ya no haría mucha falta...

Agachó la cabeza, dejando caer hacia delante todo ese cabello suelto, y apretó los dientes, casi haciéndolos rechinar. Jamás se había sentido tan impotente, tan solo. —No eres necesario. ¡Desaparece, Sinbad! —esa era la frase que más se había grabado en su memoria, la frase que Fatima se encargó de clavarle antes de irse, como si de un puñal se tratara. El sentido de ella iba aumentando más y más, englobando no sólo su situación como esclavo, sino involucrando ahora también acontecimiento pasados. Situaciones que recapitulaba y editaba, borrando su presencia en ellas para ver cómo habrían transcurrido si no hubiera estado ahí o si no se hubiera metido de por medio. Si no hubiera confiado y traído a ese extraño cuando era un niño, sus padres no habrían sido denigrados, su padre no hubiera ido a la guerra y no habría muerto. Su madre no habría empezado a enfermar por la tristeza. Si no se hubiera ido a ese calabozo, dejándola tanto tiempo sola, ella no habría terminado de morir. Muchas cosas podrían haber transcurrido de mejor forma si él no se hubiera involucrado, eso pensaba ahora, que todo había sido por su culpa.

—No soy más que un inútil... —cerró los párpados con fuerza y apretó el puño izquierdo contra el suelo. —Cambiar el mundo... Como si algo como eso fuera posible, no he hecho más que engatusar a la gente que se me ha cruzado... y todo por un sueño estúpido que no va a cumplirse. No soy más que un crío inmaduro. —se automutilaba con sus propias palabras murmuradas. Estaba abandonándose, dejando tirados sus deseos, entregándose a la lástima. Para un joven de dieciséis años, con su mentalidad tan moldeable como característica de esta edad, era muy fácil caer en la autocompadecencia, en la tristeza, en la angustia, en la soledad, en la incomprensión, en el profundo pozo de negro y gris llamado depresión.

La puerta fue abierta y el chico levantó la cabeza de inmediato, mostrando sin importarle nada su expresión lastimera y ligeramente asustada, porque así estaba, asustado. Su destino era incierto, y ahora cualquier camino que tomara lo llevaba siempre al mismo lugar, al infierno que él mismo se había labrado por culpa de la arrogancia. Parecía un pequeño cordero indefenso buscando una salida en un corral vallado. Era ese hombre quien había entrado, el que siempre se encargaba de hacerle sufrir, ya fuera con un rastrillo de púas afiladas o con un simple pañuelo húmedo. Su risa grave y ronca rebotó en las paredes de ese cuarto compartido.

—¿Ya has vuelto a hacer enfadar a la señorita Maader? ¿Cómo lo haces, niño? Pareciera que lo haces porque te gusta que te castigue. ¿Eres masoquista o algo así? —esa mirada dorada y húmeda no conseguía que su firmeza cruel oscilara, no era el primer niño al que torturaba. Ninguna mirada le afectaba a estas alturas, podía verse por sus muecas satisfechas siempre que observaba sufrir a alguno de los que pasaron por sus duras y callosas manos. —Estoy teniendo un déjà vu. Me parece que tú y yo vamos a pasar mucho tiempo juntos otra vez. —se burlaba sin piedad.

Sinbad volvió a estremecerse. En ningún momento lo dudó, no iba a tener sólo un castigo ese día. Y al siguiente tampoco, ni al siguiente. Ya conocía lo que le esperaba, un castigo tras otro hasta que su corazón terminara débil para poder ser así moldeado y manipulado al antojo de Maader. Y no podía huir de ello, iba a convertirse de nuevo en una de sus marionetas y no podía impedirlo. Sólo había una forma, y era acabar él mismo con su propia existencia. Pero no podía hacerlo, se consideraba un vil cobarde por aferrarse a la vida de ese modo. Un hipócrita que deseaba morir cuando sufría en exceso, pero que no se atrevía a pensarlo siquiera cuando estaba "tranquilo". Veía con obvia desesperación cómo se le acercaba, pero no se movía, no se molestaba en huir ni siquiera hasta la esquina de esa habitación o para esconderse debajo de la cama. Cuanto antes empezara, antes terminaba. Las enormes manos rodearon su cintura por completo y lo alzaron en el aire sin ninguna dificultad. Su estómago fue apoyado en el hombro del hombre, quedando la parte superior de su torso colgando, al igual que sus piernas. Estaba siendo cargado como si fuera un saco de tierra, y no le importaba. No hacía nada por liberarse, se había condenado a sí mismo antes de que entrara, y ya nada podía ser peor que eso.

Otra vez fue llevado por el mismo camino hasta donde quedaban todas esas salas frías e inquietantes. Se le hizo tan corto el trayecto. Era completamente imposible no sentir miedo, no sabía qué puerta iba a atravesar ahora, ni qué le esperaba detrás de esta. Su garganta se cerraba de la angustia. Era fácil pensar que cuánto antes mejor, como hizo antes. Lo complicado era mantener ese pensamiento cuando estaba a punto de ocurrir. Apoyó el brazo izquierdo sobre el amplio hombro que soportaba su peso para alzarse y giró la cabeza sobre el suyo propio para mirar. No pudo evitar tiritar de puro terror al ver que ya tenía una puerta delante y que estaba siendo abierta. A la mierda la derrota emocional, no quería entrar por nada del mundo. Así fuera puesto en evidencia delante de un país entero, pero él no entraba de nuevo a una habitación de esas ni drogado. Por eso mismo se dejó invadir por su instinto y empezó a tirar de su propio cuerpo en vanos intentos por escaparse de la única mano que lo mantenía presionado por la cintura.

—¡No, no, no, no, no! ¡Otra vez no, no quiero! ¡Déjame en el suelo y ya! ¡Finge que me has encerrado, esperaré aquí sentado lo que haga falta! ¡Por favor, no me castigues más, no volveré a desobedecer, lo juro! —sus cuerdas vocales le raspaban.

Otra risa por parte del hombre le aumentó los temblores. Tal y como era la voz, ronca y profunda, la risa intensificaba hasta los temores que nada tenían que ver, como si fuera la de un demonio vil.

—Ya intentaste eso con tu primer castigo cuando llegaste, menos te va a valer ahora.

—¡Nadie va a saberlo, prometo no decir nada! —no dejaba de retorcerse sobre ese amplio hombro, no dejaba de intentar. —¡Puedo darte todas las riquezas que puedas imaginar, ya conquisté dos calabozos! ¡Si me ayudas a salir de este lugar buscaré el siguiente y tomaré todo lo que pueda para traértelo! ¡Y si no te fías de mí, puedes venir conmigo al calabozo y ver que no miento! —hasta esos extremos lo estaba llevando su desesperación. El orgullo se le había destrozado, y su dignidad fue pisoteada. Ya no tenía nada más que perder, por lo que ahora podía comportarse lo más cobarde y rastrero que quisiera. Literalmente, ya no le quedaba nada más que su cuerpo, exactamente como dijo el rey Rashid. Era su única posesión. Así que, trataría de proteger lo que de verdad era realmente suyo desde que nació. La interrogante estaba en si podía hacerlo, porque por el rumbo que las cosas estaban tomando, le iba a ser muy difícil mantener su cuerpo limpio y libre de marcas durante el indefinido tiempo que su vida pudiera durar en esas condiciones. Es que... demonios... Apenas habían pasado unas horas y ya tenía un brazo roto y las plantas de sus pies en carne viva... ¿Cómo pensaba este joven proteger su cuerpo el resto de veces si ya lo tenía herido?

Sorprendentemente, el hombre detuvo su caminar después de atravesar la puerta. No habían llegado a entrar del todo, y el muchacho sabía que los candiles estaban en las paredes del interior. Tal vez... había conseguido balancear la determinación del adulto. Si era así, había logrado abrir un agujero en la oscura cueva psicológica que estaba en su propia cabeza, agujero por el que podía entrar un potente chorro de luz. En el pecho de Sinbad empezó a crecer una pequeña esperanza de que pudiera salir de ese lugar con ayuda de ese hombre si le prometía del todo lo que le había ofrecido. El silencio tenía incluso su propio eco. Una respiración fuerte y otra nula, gotas de agua filtrada que caían como goteras en el interior de varias de las habitaciones cerradas que había en ese lúgubre pasillo, restos de voces que provenían de arriba, delicados chillidos de ratones y ratas. Se escuchaba de todo en ese silencio.

—Buen intento, chaval... Buen intento. —y sin más, sus pasos se reanudaron hacia el interior de la habitación, y con ellos volvieron los desesperados intentos de Sinbad por huir, estaba obligándolo a llegar a la violencia. Este le estaba comenzando a clavar las rodillas una y otra vez en potentes patadas que hasta se hundían en el torso de ese hombre inquebrantable, y le golpeaba con el dorso del puño izquierdo en plena columna, justo entre vértebra y vértebra. Nada, parecía estar hecho de acero, no porque no consiguiera sacarle ni siquiera una queja, sino porque realmente su cuerpo era muy duro, como si poseyera una armadura debajo de la piel. Eso o él ya no era tan fuerte como antes. Debió de haber tenido en cuenta eso, que meses sin hacer otra cosa que vigilar y guiar esclavos no aportaban nada a su condición física, todo lo contrario, la empeoraban por la falta de ejercicio, más en pleno crecimiento. —No te canses, va a ser peor. Agradece que te estoy dando un consejo para que soportes mejor el castigo. —aunque también se lo decía porque tanto golpe molesto le estaba poniendo de los nervios, y al final no reprimiría pegarle una guantá al joven consquistador. Aunque realmente no importaba. Estaba a tres pasos de su objetivo y ya no tendría que soportar la pataleta del niñato.

Sus golpes estaban siendo completamente ignorados, pero no se detenía. Intentaba por todos los medios buscar el punto débil en el cuerpo de ese hombre, pero no lo encontraba. Patadas en estómago y pecho, y puñetazos en espalda eran inútiles. La tenue luz que venía de una ventana muy alta era suficiente, no se necesitaban candiles o velas. Sinbad se agarró con fuerza y sorpresa a la ropa del adulto, pues este acababa de alzarle las piernas, casi haciendo que cayera de cabeza. Escuchó mucho metal chocar por unos largos segundos. En cuanto se dio cuenta, fue colgado boca abajo de los grilletes de sus tobillos que habían sido unidos a unas cadenas del techo. Lo estaba viendo todo al revés, y era incómodo. Le hacía daño en los empeines de los pies, se le hundía el hierro en la piel por culpa del peso. Se permitió extrañarse y olvidarse del miedo durante unos segundos. Si lo pensaba en frío, ese castigo no era tan horrible. En cuanto el hombre se marchara, podía subir su torso hacia arriba para alcanzar las cadenas con las manos, agarrarse a ellas y utilizarlas de soporte para mantenerse en una posición sentada en el aire. Así no sufriría el daño de los grilletes sujetando su peso, ni estaría en una posición excesivamente molesta. Cierto que tendría que usar la fuerza de sus brazos continuamente para poder quedarse en la postura pensada, pero podía enrollar y anudar las cadenas de tal forma que lo sujetaran si su fuerza cedía. Pobre de él cuando vio que también estaba siendo encadenado el grillete de su cuello a un enganche en el suelo. Y no sólo eso, fue tomado de las muñecas y se le añadió a cada una un grillete nuevo. Ambos ya estaban también unidos al suelo por más cadenas. Tiró con rabia de ellas, pero sus manos no alcanzaban nada más que a alzarse un poco, lo suficiente para doblar los codos. Y del cuello mejor no intentarlo, era visible que la cadena apenas tenía unos pocos centímetros más de largo para que no estuviera tensa y se ahogara con el grillete. Un movimiento pequeño para subir y su garganta sería presionada. Demonios... ¿cómo haría si empezaba a picarle la nariz u otra parte del cuerpo? Porque sabía que el rato que pasara así no iba a ser corto. Pero lo peor no era eso, lo peor era que la prenda que llevaba, obviamente hecha de tela, no era rígida o mágica. Y como tela que era, cedía a la gravedad. De verdad que agradecía que ese hombre lo hubiera puesto de espaldas a la puerta, y de espaldas a él, ya de paso. No solía avergonzarse por esa clase de revelaciones, pero suficiente vergüenza y pérdida de dignidad tenía ya como para añadirle que tenía todo a la vista. Esperaba que sólo lo dejara así y que se fuera sin más. Lamentablemente no, el desgraciado tenía que azotarlo con clara burla antes de caminar hacia la puerta e irse, dejándolo con un picor intenso.

Sinbad siseó un poco como muestra de escozor. Ese manotazo fue fuerte y sonoro, aún podía escuchar el eco del golpe en la oscura habitación. Ya veía venir una marca roja en forma de mano en todo su glúteo. Alargó su cuello y miró al suelo. No lo parecía, pero con exceso de aburrimiento uno también sufría, sólo que de forma distinta. Observó con la cabeza vacía las muchas piedrecitas negras que se habían desprendido del piso. Sin darse cuenta empezó a sacarles formas. Formas inexistentes que él mismo se inventaba.

Pasó como unos diez minutos así, hasta que se le grabó a fuego en la cabeza la imagen de las piedras. Podía verlas a la perfección si cerraba los ojos. Quería juntarlas todas en un montoncito, pero sus manos no alcanzaban el suelo, estaban como a un metro de distancia incluso si estiraba a más no poder los brazos. Al menos quería poder moverlas, se estaba aburriendo demasiado. ¿Y si soplaba? El aire podía hacer que se movieran, eran pequeñitas y parecían muy ligeras, como granos gordos de arena negra. Cogió aire y sopló con sus mejillas infladas. Victoria, las piedrecitas se movieron en distintas direcciones. Acababa de encontrar un posible tratamiento para su aburrimiento. Volvió a soplar en otro punto del suelo y los granitos oscuros se desplazaron de nuevo.

Pasó minutos soplando sin ser consciente de que se estaba poniendo en peligro. Estar colgado de cabeza no era sano pasados más de veinte minutos, la sangre se le acumulaba ahí y su cerebro exigía oxígeno, y lo único que hacía era malgastarlo sin saberlo. Por eso era que llevaba un rato corto mareado, y la sensación de distorsión del espacio iba a más. Tuvo que detener su juego. Aunque, hubiera estado jugando a soplar o no, el mareo iba a atacarle de todas maneras, sólo que más tarde, por la mala postura. Esta podía incluso llegar a ser mortal si pasaba mucho tiempo boca abajo. Sus ojos se habían entrecerrado y su cabeza colgaba, tirando de su cuello y clavícula, y el peso del grillete presionaba su mandíbula hacia abajo, desde su punto de vista hacia arriba. A esas alturas se le había hecho imposible ignorar las molestias en esa zona y el escozor en los empeines de sus pies por culpa de los grilletes. Ni siquiera el mareo lo salvaba de sentir dolor. Notaba mucha presión en la cabeza, y su cara estaba completamente roja y caliente. Sentía como si su cráneo fuera a resquebrajarse en cualquier momento. Se preguntaba cuánto tiempo más tenía que estar colgado. Sus ansias por descolgarse de ahí no le dejaban ver que ni siquiera había llegado a transcurrir media hora. Estaba empezando a sentirse muy mal, sus sienes palpitaban y se le bajaba la bilis a la garganta. El sueño se hacía cada vez más presente, el mareo intenso le estaba haciendo perder la conciencia poco a poco. Desmayarse dos veces en un mismo día no iba a afectar nada bien a su organismo.

Ya no sabía cuánto tiempo llevaba ahí, pero a juzgar por la poca luz que se filtraba por la diminuta ventana, estaba anocheciendo. La evolución de su malestar iba tan lenta que todavía continuaba despierto, pero le había estado afectando psicológicamente también, estaba muy atontado, como si le hubieran metido algún tipo de sustancia extraña en el cuerpo. Ya no tenía todo el control sobre sus facultades mentales, el exceso de sangre en su cabeza le dormía ciertas partes de su cerebro. La corteza prefrontal de este, encargada del raciocinio, del propio juicio y de la determinación de la iniciativa, ya la tenía sobrecargada de sangre. Su razonamiento estaba totalmente adormecido. Ya no era capaz de darse cuenta, pero si pasaba así una hora más habría daños serios en su materia gris.

La puerta chirrió al ser abierta tras esas dos horas que Sinbad pasó colgado. Los duros pasos se acercaron a él y las manos robustas que ya conocía desengancharon la cadena del grillete de su cuello. El hombre dueño de esas extremidades grandes le quitó los grilletes de las muñecas y los dejó caer sin cuidado, dañando los tímpanos del joven con el sonido del golpe. Obviamente, el chico se quejó con un sonido de pequeña molestia.

—Oh, si sigues despierto. No podría esperar menos, siempre opusiste mucha resistencia hasta sin estar activo. Eres un hueso duro de roer. —en el fondo le fascinaba la coraza que rodeaba el corazón del chico, el escudo que lo protegía. Le había costado mucho resquebrajarlo y debilitarlo la primera vez para obligarlo después a que el propio Sinbad lo bloqueara, pero ahora no iba a pasar igual. No había dado mucho tiempo a que el corazón del muchacho se recuperara del todo, iba a ser más fácil debilitarlo ahora que cuando vino como nuevo esclavo. Puso los brazos en los costados del joven y lo alzó, sujetándolo en el aire de forma recostada. Ni siquiera necesitaba hacerlo con las dos manos. Una de ellas se dirigió a descolgar las cadenas de los grilletes de los tobillos, lo que provocó que las piernas del más pequeño cedieran de golpe ante la gravedad. Este intentó enderezarse, pero sus extremidades cedieron y le hicieron caer hacia atrás. Era una suerte que el hombre no lo hubiera soltado o habría tenido una caída dolorosa. Las graves carcajadas no tardaron en hacerse escuchar en el vomitivo eco de esa mugrienta sala. —¿Dónde quedó el crío insolente que alardeaba tanto de su fuerza? —sabía que eso no había vuelto a pasar desde hacia muchos meses, desde antes de que Sinbad se convirtiera en uno de los niños de Maader, pero sacar los trapos sucios del pasado era tan entretenido como rastrero.

—¿Quién?... —la voz débil del joven se escuchó lo suficiente. No estaba siendo realmente consciente de lo que preguntaba o hacía, su instinto era el que dominaba ahora. Nada de razonamiento muy forzoso, nada de juicio, nada de determinación. Con su, ahora, mentalidad básica, no era capaz de entender ciertas frases o expresiones, tampoco los sentidos dobles. Y lo peor, incapaz de formular mentiras, pues para ello necesitaba excusas bien pensadas, y la capacidad de pensar iba a tenerla ausente durante un par de horas.

Más carcajadas por parte del torturador, pero esta vez no le respondió. Lo cogió en brazos para sacarlo de ahí, prefería eso a tener que arrastrarlo. Maader podía enfadarse si veía la piel de Sinbad desollada y levantada, pues eso no era lo que había ordenado. Ese castigo podía ser el último de ese día desesperante, pero no el último de todos ellos.

Días, semanas... Las torturas parecían carecer de fin. Una tras otra, hora tras hora, casi sin descanso. En todo ese lapso de tiempo Sinbad había sido magullado, congelado, quemado, azotado, cortado, colgado, ahogado, presionado, humillado, abusado, todo el resto de agresiones, tanto físicas como mentales. Y nunca quedaban heridas permanentes. Cada corte, cada golpe, siempre desaparecía después. La capacidad de curación natural que el cuerpo del joven conquistador tenía era impresionante. Sin embargo, el chico no terminaba de ceder. En algún momento siempre dejaba a relucir que no había sido acongojado, asustado y debilitado lo suficiente a pesar de todas las torturas. Fue tal su aguante que a los tres días fue encerrado de forma permanente en el ala de castigo del edificio, cerca de las habitaciones de tortura. Era un cuarto pequeño, mucho más que los de los niños de arriba. Estaba completamente vacío, ni una mísera cama. Y la puerta de hierro tenía nada más una abertura a la altura de los ojos con barrotes en ella. Sinbad pasó todas esas semanas ahí, de cuarto de castigo a salas de tortura y viceversa. Nada de sol, nada de aire fresco. La única luz que veía era la de los candiles a rebosar de aceite.

Hubo un momento en el que ya no pudo más. Era incapaz de pasar de nuevo por todo aquello. Había intentado resistir por todos los medios, pero fue totalmente imposible. Un humano, por más fuerte que fuera, no era capaz de soportar tal infierno. Y él, con sólo dieciséis años, había luchado lo inimaginable por sobrellevar, no una, sino dos veces, ese suplicio. Estaba cansado, agotado. Su lucha sólo conllevaba más angustia y más sufrimiento para él. Su corazón estaba muriendo poco a poco. Su cuerpo ya no soportaba las agresiones, y su mente se había embotado en una maraña de terror, confusión y desesperanza. Él mismo terminó por intentar agradar de nuevo a Maader, repitiendo lo mismo una segunda vez, ignorando ya su inexistente orgullo y autoestima, pero ella veía perfectamente a través de sus ojos. Todo se estaba repitiendo de nuevo.

Había sido metido otra vez en esa sala llena de agua, y se había arriesgado una vez más a enfermar de pulmonía. Por suerte para él, ahora tampoco fue así. Pero sí había bajado demasiado la temperatura de su cuerpo, obviamente. Maader estaba sentada en el suelo sobre una alfombra, frente al fuego de una estufa de leña en el salón que solía usarse por los niños durante el invierno. Le acariciaba la cabeza y lo abrazaba contra su cuerpo, manteniéndolo cubierto por una manta gruesa de terciopelo. Sinbad temblaba como si fuera un cachorro canino de raza pequeña y tenía sus extremidades adormecidas. Apenas podía mover en condiciones los dedos de las manos. Estaba pálido, con un ligero tono azulado, y mantenía sus, dorados, vacíos y apagados ojos carentes de pupila, brillo y vida, entrecerrados, mirando el infinito invisible en las llamas de fuego que nacían de la leña. Hacía poco que lo habían sacado de esa habitación húmeda y llena de agua.

—Hacía mucho frío ahí, ¿verdad, Sinbad? —dijo con voz serena, transmitiendo tranquilidad. —Pero ahora estás aquí conmigo, yo te daré todo el calor de una madre, no volverás a pasar frío. —se balanceó de adelante a atrás sin soltar al joven, meciéndolo en un vaivén relajante. —¿Tienes sed? ¿Quieres un poco de leche caliente? —y es que ella misma se había encargado de llevarse un tazón lleno de leche calentada y dejarlo a un lado de ella. Lo tomó con una mano y se lo acercó al muchacho de cabello lila, esperando muy paciente a que lo aceptara. El chico levantó un poco la cabeza y miró sin expresión el recipiente junto con el contenido. Alzó las manos con lentitud y temblor, queriendo tomar el tazón entre ellas. Cuando lo hizo, la mujer se lo dejó a él, soltándolo para que bebiera cómodo. En cuanto dejó de tocar el recipiente, la falta de fuerza en los dedos del joven hizo resbalar el tazón, provocando que cayera al suelo y que no sólo se derramara la leche, sino que el objeto que lo contenía se rompiera en pedazos, creando el escándalo de todos esos sonidos fuertes chocar y partirse contra el piso. No fue lo único que provocó, el pánico abofeteó el alma débil de Sinbad y sus temblores se intensificaron a niveles catastróficos. Era tal que parecía que iba a sufrir de un paro cardíaco en cualquier momento. Sus ojos desorbitados se clavaban en el estropicio que acababa de hacer, y el silencio no ayudaba nada más que a prolongar su terror y angustia. Iba a ser castigado de nuevo, más torturas, más cautiverio, más dolor, más, más, más. Eso era lo que invadía la cabeza del chico. Estaba completamente paralizado en su profunda tiritera. —Se te ha caído y lo has roto... —él fue capaz de ver de reojo un movimiento de cuerpo completo, y por puro instinto, cerró los párpados con fuerza, se cubrió el rostro con los brazos y se encogió sobre sí mismo, protegiéndose por instinto de una posible agresión. Cuán grande fue su sorpresa cuando sintió calidez de nuevo, cuando abrió los ojos y se vio siendo abrazado del mismo modo que antes. Maader volvía a acercarle la cabeza hacia su pecho con una mano, mientras la otra acariciaba los dedos del muchacho. —Están tan fríos... Mi pobre pequeño, los tienes tan rígidos que no puedes sujetar bien los objetos. —apoyó suavemente el mentón sobre la cabeza del joven. —Tranquilo, ha sido un accidente, sé que tú nunca romperías nada a propósito. No pasa nada, todo está bien, mamá está contigo. —dejó los dedos de Sinbad para empezar a sobarle la espalda.

Su labio inferior había comenzado a temblar, y sus ojos a cristalizarse en exceso. No lo iba a castigar, ella había comprendido que fue un accidente, ella le estaba consolando el susto, le estaba transmitiendo comprensión, cariño, calor. Se sentía tan protegido, comprendido, acompañado. Se aferró con fuerza a la ropa de Maader y agachó la cabeza, escondiendo el rostro. Había estado soportando tanto, tragando cada emoción, cada sentimiento, por miedo a fallar y ser castigado una vez más. Fue incapaz de continuar así, estalló en un desconsolado llanto lleno de lamentos convertidos en largos gemidos lastimeros, en intensos hipos que hacían saltar su pecho y espalda, en abundantes lágrimas que humedecían sus mejillas, ahora rojas, y que manchaban parte de la ropa de la mujer. Ella lo acariciaba, lo mecía y le daba cobijo entre sus brazos con una sonrisa dulce, compasiva.

—Llora, cielo mío. Libera todo lo que llevas, desahógate con mamá, yo estoy aquí. —y el llanto del muchacho se incrementó, pareciendo el de un niño pequeño que acababa de ser perdonado por hacer algo mal, pero que la culpa lo recorría por dentro. —Te eché tanto de menos, mi pequeño Sinbad. Mi niño... Mi preciado niño ha vuelto.


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