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Redención por Ariadne

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Notas del fanfic:

Secuela de Adiós

Escrito para Hyocam.

Redención.

 

 

“…nunca supe si en verdad llegué a amarte…”

Creyó que moriría después de haberle escuchado. Por momentos incluso, creía que toda su cordura se perdería en las sombras de su cuarto que cada vez parecía tomar una forma más definida. El dolor le había golpeado de muchas maneras, pero esta—era demasiado. Se sentía engañado, humillado. Herido.

El Escorpión sangraba. Su alma parecía desgarrarse y romperse en miles de pedazos cada vez que los recuerdos le embargaban. Pero su cuerpo también sufría. En los momentos en que los sentimientos eran más fuertes que sí mismo, Milo se hacía daño. Sus puños cerrados se estrellaban en contra de su propio cuerpo provocando en él moretones que pronto se harían notorios. Las paredes de su templo eran testigos de su enojo y su pesar. Nadie entendería sus actos; él lo sabía, por eso todo sucedía en privado y así se mantenía.

“…nunca supe si en verdad llegué a amarte…”

El hombre cayó pesadamente sobre sus rodillas. Las lágrimas no cesaban de correr y el cansancio le vencía. Se levantó finalmente con un poco de esfuerzo y se dirigió a su cuarto; dejándose caer en la misma cama que no hacía mucho había compartido con alguien más. El llanto cesó gradualmente, dando paso a Morfeo y su sueño reparador.

No despertó hasta que fue ya muy noche; al día siguiente, de hecho. Se sentía adolorido, pero no se quejó. Se limitó a meterse al baño por horas, permitiéndole al agua limpiarle. La dejaba tocar su rostro, su cuerpo, mientras cerraba los ojos y sentía simplemente como ésta rodaba de manera casi protectora—sensual.

A medida que el agua desaparecía por el desagüe, Milo imaginaba como todo lo malo que le había ocurrido desaparecía también. Necesitaba que así fuera. Había tomado una decisión. A partir de ese momento, su pasado era su pasado y no dejaría que éste volviera a hacerse su presente. No lo deseaba en su vida. Aún si eso significaba que debía despedirse de gran parte de lo que él era. Pero, ¿quién dijo que para un escorpión, el renacer de nuevo no es sino otra forma de mantenerse cuerdo? –claro, que sus acciones siempre indicarían lo contrario.

Esa noche, no supo ni cómo terminó sentado tras del templo del Patriarca. Se había quedado allí disfrutando del sonido de las hojas moverse gracias al viento que jugaba gracioso con ellas. Le gustaba esa sensación de falsa tranquilidad que estaba experimentando. Estaba sumido en sus pensamientos—por supuesto, traicionando su anterior resolución—imaginándose cómo habrían sido las cosas si él no hubiera dicho nada. Si simplemente hubiera aceptado todo como siempre lo hacía.

“Vaya…y yo que creía que el escorpión había muerto en el silencio de su cueva.” Dijo una voz tras de él. Aioria. Desde que eran niños, se había vuelto casi una costumbre tácita entre ellos el buscarse cuando sus cosmo-energías delataban el lamentable estado de vulnerabilidad de sus almas.

“Creí que irías a rescatarme, Gato.” Respondió él sin mirarle.

“¿Me habrías dejado?”

“Esta vez sí.” Contestó, girándose para verle, mientras Aioria se acercaba a él y se sentaba detrás de él, encerrándolo contra sus piernas, mientras Milo se acomodaba entre ellas y contra su pecho. El León le vio acomodarse dolorosamente. Jamás le confesaría que sabía que se hacía daño en secreto. Se limitó a abrazarle, cuidando de no lastimarle.

Milo se dejó hacer. Pocas veces le permitía a Aioria acercarse tanto a él; pero, le era tan necesario el sentir ese contacto con otra persona, que no importaba su estado—y Aioria era tan exquisitamente cálido. Le hacía sentirse en un lugar al que jamás había podido llegar con Camus. No había dolor alguno al estar con él. No importaba que siempre hubieran sido amigos. Que Aioria alguna vez en medio de una borrachera le hubiera confesado que le amaba. Que al otro día lo hubiera negado todo. Se removió entre sus brazos, cerrando sus ojos mientras el otro se acomodaba a su vez, sin soltarle.

“La luna se ve hermosa hoy.” Susurró Aioria en su oído. El cabello de Milo seguía siendo tan suave como lo recordaba. Y su respiración se mantenía tan serena como siempre. “¿Cómo lo haces?” preguntó sin darse cuenta, mientras que Milo reía.

“¿De qué hablas Gato?”

“De ti… ¿cómo puedes mantenerte tan tranquilo por fuera cuando por dentro no eres más que un desastre?”

Milo se quedó en silencio. Aioria jamás le había dejado de decir sus verdades en la cara. Jamás lo había compadecido y siempre, desde la amistad, se había mantenido leal a él. A pesar de todo, no podía entender cómo el otro podía leer tan fácilmente en él, cuando ni siquiera Camus que había sido su amante por tanto tiempo había podido. “Aioria…” comenzó él, aún sin mirar al otro. Su vulnerabilidad le estaba haciendo tomar un camino que no estaba seguro de poder tomar. ¿Y si se desbordaba en Aioria—y si le destruía con sus inseguridades?

“¿Sí, Milo?”

El silencio se hizo presente de nuevo. Milo se movió, girando su cuerpo para encarar a Aioria. Aún después de tantos años, le seguía pareciendo fascinante lo verdes que eran sus ojos y lo sinceros que éstos se mostraban. Tal vez era eso lo que necesitaba, algo que le dijera que estaba en un lugar seguro.

“Milo… ¿qué pasa?” Preguntó el otro con preocupación. Milo por su parte se rió débilmente. Estar en esa situación le hacía sentirse—gracioso de alguna manera. Jamás se le había pasado por la cabeza que Aioria fuera quien estuviera con él en esos momentos y que además, le hubiera dicho que sí le habría salvado de sí mismo.

“¿Gato, aún me amas?”

El hombre no pudo evitar mirarle con infinita ternura antes de sonreírle. Los ojos de Milo reflejaban aún mucha tristeza, pero había también en ellos un dejo de esperanza que le conmovió. Tal vez Milo aún podía ser rescatado.

“Siempre, pedazo de tonto.” Respondió él.

 

 

Ariadne, Septiembre 20, de 2006

Labrys


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